El problema de la bala (2 page)

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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

»Yo no sé qué tienen los muertos dentro, pero aquí huele asqueroso. En fin. Empiezo por la cabeza. ¿Dónde está la sierra? ¿Pero esto qué es? Es una sierra de carpintero. ¡Estoy hasta los cojones de los recortes! En fin, tendrá que servir. (
Durante la media hora siguiente, se oye el clásico ruido de una sierra contra el hueso, jadeos y tacos
). Saco el cerebro. Tiene también un agujero que encaja con el del cráneo, cosa que da a entender que lo mismo que agujereó el cráneo, siguió su trayectoria y agujereó a su vez el cerebro. Pesa mil cuatro cientos sesenta y siete gramos. No está mal, para tener un agujero. Vaya, al sacarle el cerebro, se le ha caído un ojo para adentro. Así, ahora mejor.

»Voy a abrirle el torso. Aaaaah... Aaaah... Mierda, qué pringue... Y ahora... Aaah... Yo no toco eso. Joder, aj... Parece que se mueva... Esto es lo que más asco me da. Ahí, todo el hígado y el páncreas y eso rojo de ahí, cómo se llama, el bazo, eso, el bazo. Está todo pringoso, sí, más que el cerebro. Bueno, todo normal, ¿eh? No veo yo nada, al menos desde aquí. Es que me he ido un poco para atrás, que ya se ve bien. En fin, pues esto ya estaría. Además, he quedado y no voy a estarme aquí hasta... ¡AAAAH! ¡AAAAAAAAH! Joder, qué susto... Joder... Puta mierda de... Joder. Me había parecido que el corazón latía, pero no. Qué susto. Hostia. De verdad.

»Pues eso. Causa de la muerte: agujero en la cabeza y por cabeza me refiero a cráneo y cerebro. A la altura, aunque no exactamente, de la sien derecha. Y ahora, a coser... Hum... Esto sí me gusta. Me encanta coser. Coser, bordar y tricotar. A ver, dónde están mis gafas de ver de cerca. Es que durante las autopsias me las quito, para no ver eso tan nítido. Aquí. Hilo y aguja. María de la O, qué desgraciaíta gitana tú eres teniéeeendolo tooo; te quieres reíiiir y hasta los ojitos los tienes morados de taaaaanto sufrir; mardito parnéeee... Ay, si me pudiera pasar todo el día cosiendo cosas para mis nietos, entonces sí que sería feliz. Bueno, si tuviera nietos. Y no aquí, con estos muertos de escasa conversación y órganos gelatinosos... Que por su culpita dejé yo al gitano que fue mi querer, castigo de Dios... Eso, un castigo de Dios es mi trabajo. Un día recordaré cómo acabé aquí y entonces nos vamos a reír, sí que nos vamos a reír. No, en serio, es que no me acuerdo. En fin. Claro que si no me acuerdo, igual ni siquiera tiene gracia.

Dados los resultados de la autopsia, se presentaron cargos contra mí. Asesinato, nada menos, ya que todo indicaba que me había matado a mí mismo.

Salvador Bienvenido intentaba tranquilizar a mis desolados padres mientras miraba con deseo la máquina de chucherías de la comisaría. Si pasaba tan a menudo por allá era sobre todo porque esa máquina tenía los mejores anacardos de Barcelona. Con el punto justo de sal, el tostado idóneo y ese toque rancio que les daba una textura especial. No era capaz de encontrar la misma marca y con el mismo grado de caducidad en ningún supermercado.

—¿Y qué le va a pasar ahora a mi hijo?

—Pues me temo que se lo llevarán a la cárcel hasta que se fije fecha para la vista preliminar ante el juez de instrucción. ¿No les apetecen unos anacardos?

—¡No estoy para pensar en anacardos!

—No, yo tampoco, era por... No sé... Pensé que les irían bien.

Los mismos policías que me habían arrestado, el mayor y delgado, y el joven y tirando a barrigudo, tuvieron el honor de meterme en el furgón que me llevaría a la prisión Modelo, situada en el Eixample Esquerra, barrio residencial de Barcelona, a dos minutos de la estación de metro de Entença (línea 5) y a menos de diez minutos de la Estación de Sants (Renfe y también líneas 3 y 5 de metro). Datos a tener en cuenta en caso de fuga.

Dado que se trataba nada menos que de un asesinato y como Bienvenido había filtrado la información a la prensa a cambio de una bolsa de anacardos, diciéndose a sí mismo que en realidad era porque la publicidad me vendría bien, al llegar a las puertas de la prisión, me esperaban los becarios de la sección de sucesos de cuatro o cinco diarios y radios, además de los reporteros y cámaras de dos programas de televisión que amenizaban las sobremesas.

Mientras el furgón buscaba aparcamiento (está muy mal lo de aparcar en Barcelona), los periodistas nos seguían, bramando preguntas:

—Para
Sangre en el sofá
, de Telecinco: ¿es cierto que su madre regentaba un puticlub?

—Para un medio por internet a punto de cerrar, ¿su crimen ha sido un crimen de rebeldía?

—¡Oiga, vengo de la radio! ¿Alguien me oye?

—¿Qué piensa del Barça de Guardiola? ¿Este ciclo de victorias tiene fin?

—Para
¡Pánico! ¡Hay asesinos entre nosotros!
, de Cuatro. ¿Es cierto que hubo ensañamiento? ¿Se violó antes a sí mismo? ¿Cuántos dedos usó?

—¡Sí, de la radio!

—Vengo de
El País
y nosotros no somos nada sensacionalistas. Fíese de la prensa seria. ¡Díganos cómo murió! ¡No escatime en detalles morbosos que publicaremos sin que nadie se queje! ¡Déjeme meter el dedo en su agujero!

—¿Es verdad que quien dice ser su padre no es su padre y que su verdadero padre es un señor de Tenerife que en su época de juventud se hacía llamar Vanessa y que imitaba muy bien a Lola Flores?

—¿Alguien tiene una radio? ¡Aún no he podido escuchar mi programa!

Me negué a hacer declaraciones.

También había un grupo de señoras que no había venido por mí, ni siquiera me conocían, pero que estaban siempre apostadas a la puerta de la cárcel gritando “asesino” y “que lo encierren y tiren la llave”. Eran socias de un club que ensayaba los miércoles por la tarde y programaba viajes trimestrales a prisiones y juzgados de otras ciudades. Por aquello de entretenerse.

Ya en prisión me despiojaron a manguerazos y desinfectante en polvo, y me dieron un uniforme que no me quise poner. Tuvieron que vestirme a fuerza, por lo que me gané mi primera regañina por parte de un guardia.

La cárcel no me impresionó, aunque lo cierto fue que nada más comenzar a ser arrastrado por aquella hilera de celdas con sus personas poco recomendables dentro, se me cayó un ojo al suelo. Sí, el mismo que se le había caído al forense. Los guardias lo recogieron y lo volvieron a incrustar, de nuevo con quejas y además con gemidos de angustia. No recuerdo haber sentido nada en especial, pero reconozco que a uno sólo se le cae un ojo en situaciones de tensión.

Digo yo.

La cárcel Modelo no era un sitio agradable, desde luego. Se trataba de una prisión pensada para unos quinientos presos y habitada por cuatro mil quinientos, además de algún vigilante que pasó por alguna galería vestido de paisano, todo despistado, sin darse cuenta de que no llevaba el uniforme. Sus antiguos compañeros habían tratado a estos olvidadizos, pero honrados ciudadanos libres, tal y como se merecían. “Ya, claro, eres uno de los nuestros, ¿no?” Toma porrazo. “¿Qué te piensas? ¿Que te va a funcionar el truco, como al listo que se fugó el año pasado?” Toma patada. “Listo, que eres un listo”. Toma puñetazo.

Me llevaron hasta mi celda individual, que tendría que compartir con un asesino de taxistas, un violador de relojeros, un relojero muy atractivo y un taxista que esperaba juicio por dar rodeos (¡sólo los daba cuando hablaba, no cuando conducía!, aseguraba).

Al cabo de tres horas, sólo compartía la celda con el asesino, el violador y el relojero, que prefería quedarse de pie.

Aunque me esté mal decirlo, creo que impresioné a mis compañeros con mi silencio. Quizás creyeran al principio que era un engreído, pero no tardaron en sospechar que me sentía inseguro y por eso les ignoraba.

—Maldito engreído —decía el violador—. Aunque ahora creo más bien que se siente inseguro y por eso nos ignora.

—Ya aprenderá, ya —añadía el asesino—, que no me entere yo de que es taxista. Bueno, es que sólo con que tenga el carnet de conducir le arranco los dientes de un puñetazo.

—Yo tengo el carnet de conducir —dijo el relojero, intentando participar más bien torpemente en la conversación para integrarse en el ambiente y justo antes de perder medio incisivo y un canino.

Pasé dos días sin ni siquiera salir de la celda. Me quedé allí, sentado en la misma silla en la que me había dejado los funcionarios, tranquilo e impasible. Tan tranquilo que mis tres compañeros en una ocasión se pasaron más de seis horas seguidas mirándome, casi hipnotizados, sin levantarse ni para mear.

—Bueeeno —dijo el violador, rompiendo aquel religioso silencio al final de aquella jornada—. Creo que me voy a dormir un poquito.

Y se acurrucó junto a un asustado relojero en la única cama de la celda.

El asesino se sentó en la taza del váter, con los pantalones bajados y aduciendo mala digestión de la comida de la cárcel, y también se puso a roncar. O al menos a hacer una serie de ruidos desagradables.

Cuando me sacaron de prisión para asistir a la vista preliminar, me encontré en las puertas del juzgado con setenta y nueve periodistas, todos ellos esperándome para preguntarme cosas a gritos.
[2]

De hecho, cuando el fiscal pidió que me quedara en prisión sin fianza hasta el día del juicio, adujo el revuelo mediático para subrayar su argumento.

—Es un asesino, eso está casi casi demostrado –afirmó—. Miren, miren... —Y mostró las portadas de diarios y revistas, y capturas de pantalla de blogs y programas de televisión en los que se aseguraba que yo había acabado con la vida de un joven con toda la ídem por delante.

De todas formas, el abogado Bienvenido estuvo francamente más convincente que el fiscal, en gran medida porque este último se había olvidado los pantalones. Primero recordó que yo sólo era un presunto suicida, que en portugués quería decir suicida jamón, y eso no podía ser malo. ¿A quién no le gusta un buen jamoncito, bien cortadito a mano? Además, rebatió una posible fuga por mi parte, dada mi “aprensión a caminar desde que me había muerto, accidentalmente, por supuesto” y explicó que mi único antecedente había sido “el robo de un libro en El Corte Inglés, robo cometido después del pago del artículo, sólo por la emoción del delito y pidiendo permiso antes a los dependientes del centro comercial, quienes eso sí, una vez iniciada la persecución, lo redujeron, lo arrastraron al calabozo del centro comercial y allí le dieron una paliza”.

El juez fijó una fianza de diez millones de rublos u ocho sacos de pienso compuesto,
[3]
según prefirieran mis progenitores. Mi padre sacó el talonario y firmó allí mismo un cheque de la antigua Unión Soviética. El talón, según confirmó un confidencial de internet, acabó en las arcas del Estado y sirvió para comprar tres sacos de pienso compuesto,
[4]
que fueron a parar a la cafetería del Congreso de los Diputados, donde se sirvió a modo de croquetas.
[5]
El dinero para los cuatro sacos restantes se cayó del cheque y lo recogieron varios señores del ministerio que pasaban por allí, casualmente, silbando mucho y mirando al techo.

Mi madre, llorando de emoción, me cogió en brazos y me llevó a casa, arrastrándome por la calle. Los periodistas nos grabaron y fotografiaron a la salida, sin arrancar una sola palabra de mis quijadas.

LA FECHA DEL JUICIO SE FIJÓ...

LA FECHA DEL JUICIO SE FIJÓ a seis meses vista. Mientras tanto, la policía investigaba, siguiendo las indicaciones del juez de instrucción. Como el juez sólo les había pedido que investigaran, sin especificar el qué, el equipo encargado del caso, liderado por el policía alto y mayor, y el joven y más bajito, dio con un método infalible para ganar a la ruleta. Aunque por desgracia dos agentes murieron, creyendo que el sistema era también aplicable a la ruleta rusa, el resto del equipo usó el método correctamente y en apenas un par de semanas pudo mudarse a Brasil, donde ha fundado una compañía de cómicos amateur.
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Estos acontecimientos sin duda hicieron pasar un mal trago al juez de instrucción. La investigación de la policía había acabado con policías delincuentes y fugados. Pero por otro lado, la investigación había sido exitosa, ya que se había conseguido un éxito, aunque no fuera el que el juez pretendía. Cosa que en parte había sido culpa suya, al haber dado demasiadas cosas por supuestas. La única forma de salir del paso fue emitir una orden de busca, captura y posterior ascenso.

Mientras todo esto ocurría, yo me encerré en mi cuarto y me dediqué únicamente a pudrirme. Mi padre me sugería que saliera más y aprovechara que aún era libre, y mi madre me pedía por favor que hiciera el favor de no descomponerme, o al menos ve al baño a hacerlo, por favor, que lo estás dejando todo perdido de gusanos, porque sí, unos gusanos blandos y gordos comenzaban a devorar mis intestinos, saliendo por algún agujero a veces no existente hacía apenas horas. Mi piel se amorataba y yo además no hacía ningún esfuerzo por asearme, por mucho que mi madre también protestara, pero si no te cuesta nada, si es un momento, qué dirán los vecinos; encima de que te matas, no eres capaz de comportarte como una persona; no sé qué te pasa, hijo mío, la verdad es que no entiendo nada.

Además, los gases me inflaban el cuerpo y mi abuela dejó de visitarme por culpa del olor. Se limitaba a pasar todos los domingos un billete de cinco euros por debajo de la ranura de la puerta de la habitación.

Una cosa por la que sí recibí los elogios de mi padre fue por lo bastante que ahorré esos días.

—Algo bueno ha salido de todo esto —decía—, que parece que del susto estás recapacitando y eso es bueno, porque no estabas bien antes de pegarte un tiro, no estabas nada bien, no señor; no hubiera sido propio de ti ahorrar, no señor, tú a lo tuyo, con tus amigotes, bebiendo cócteles con nombres extranjeros y asistiendo a estrenos de óperas y obras de teatro, muchas de ellas experimentales. Estudia Derecho, hombre, que todavía puedes. Mira al abogado Bienvenido, lo bien que se gana la vida y lo elegante que está con esos trajes caros, mal cosidos y que no pueden disimular su cuerpo blando y tembloroso, como un trozo de gelatina, pero sin molde, como si cogieras gelatina, la estrujaras y metieras toda la que pudieras en un calcetín. Sí, estudia Derecho. La gelatina es sana: se hace con fruta y no tiene nada de grasa. Aunque si Bienvenido tiene algo, además de dinero, es grasa. Qué tío más fofo.

De hecho y aunque a mi padre no le hizo mucha gracia, mis amigos Jordi y Mateo también vinieron a verme. Me saludaron y se disculparon por no haberme visitado desde que me disparé, con todo el follón. También me preguntaron si podría volver a clase o si la policía no me dejaba. Por supuesto, hicieron mención a mi aspecto físico, a mi cuerpo amoratado del que salían algunos de los gusanos intrépidos que ya se alimentaban de mis entrañas.

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