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Authors: John Katzenbach

El Profesor (34 page)

—¿Adonde se fue?

—Nos dejó. No recuerdo. Fue un mal momento. Estábamos solos y fue difícil. Pero ahora Mark se ocupa de mí. Es un buen hijo.

—Claro que lo es. ¿Quién la dejó?

—Ralph —respondió la mujer—. Ralph nos dejó. Siempre fui la Rose de Ralph y él decía que estaría en flor para siempre, pero se fue y ya no florezco más.

«Ralphsrose», pensó Adrián. Tal vez.

—Esto ha sido muy divertido, Rose. Volveré y podremos hablar de labores de punto otra vez. Tal vez usted me teja un par de mitones.

—Eso estaría muy bien —replicó ella.

Capítulo 26

Jennifer le estaba cantando en voz baja al Señor Pielmarrón cuando la puerta se abrió. No era una canción específica, ya que estaba mezclando todas las canciones de cuna y canciones infantiles que podía recordar, de modo que Rema, rema, rema en tu bote y Estaba la paloma blanca se unían a Un elefante se balanceaba y Me dijeron que en el reino del revés. Mezclaba también de vez en cuando un villancico. Murmuraba y cantaba silenciosamente cualquier letra, cualquier estrofa, cualquier melodía que pudiera recordar. No recurrió al rap ni al rock and roll porque no creía que pudieran darle consuelo. Contuvo la respiración cuando el ruido de la puerta la interrumpió, pero con la misma rapidez continuó, levantando la voz, aumentando el volumen.

—Dios os bendiga, alegres caballeros, que nada os haga sufrir, recordad que Cristo, Nuestro Salvador, nació en esta Navidad...

—Número 4, por favor, preste atención.

—Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como veía que no se caía...

—Número 4, deje de cantar ahora mismo o la voy a castigar.

Jennifer no tuvo ninguna duda de que la amenaza era en serio. Dejó de cantar.

—Bien —dijo la mujer.

Jennifer quería sonreír. Pequeñas rebeliones, se dijo. Haz lo que ellos quieren, pero...

—Preste atención —dijo la mujer.

Sé dónde estás, pensó Jennifer. No sabía por qué eso era importante para ella, pero lo era. Los pocos segundos que había logrado espiar por debajo de su venda le habían servido mucho para aumentar su fortaleza. La habían orientado en la habitación. Había visto la cámara de vídeo dirigida hacia ella. Había visto las paredes muy blancas, el color gris del suelo. Había medido rápidamente el tamaño del espacio y, sobre todo, había visto su ropa apilada cerca de la entrada. Estaba cuidadosamente doblada, colocada junto a su mochila, como si hubiera sido lavada y estuviera esperándola. No era lo mismo que estar vestida en realidad, pero la mera posibilidad de volver a ponerse sus vaqueros y la camiseta le había dado una sensación de esperanza.

La cámara, con su ojo infalible mirándola, le había proporcionado mucho en qué pensar. Jennifer comprendió qué quería decir: No hay intimidad. Al principio, eso había hecho que su cara se sonrojara y se sintió avergonzada. Pero, casi con la misma rapidez, se dio cuenta de que quienquiera que fuera que la estaba mirando, no la estaba viendo realmente a ella, sino más bien a una prisionera. Todavía era anónima. Tal vez su cuerpo había sido expuesto, pero no Jennifer. Era como si hubiera una diferencia entre lo que ella era y lo que ella hacía. Alguna doble de Jennifer llamada Número 4 estaba haciendo cosas, mientras que la Jennifer verdadera abrazaba a su oso, cantaba canciones y trataba de darse cuenta de dónde estaba encerrada. Sabía que tenía que esforzarse mucho para proteger a la Jennifer verdadera mientras hacía que la falsa Jennifer pareciera verdadera a los ojos del hombre y de la mujer. Sus carceleros.

Y había otra cosa que se las arregló para comprender a partir de la cámara. Eso quería decir que la necesitaban. Fuera cual fuese el drama que estaban interpretando, ella era la actriz principal. No sabía por cuánto tiempo esta necesidad la mantendría con vida. Pero eso significaba que tenía algún tiempo y estaba decidida a usarlo.

—Número 4, voy a poner una silla en el extremo de la cama. Debe caminar hasta ella y sentarse.

Jennifer sacó las piernas de la cama. Se puso de pie. Luego se estiró, levantando una pierna primero, luego la otra, flexionando los músculos. Se puso de puntillas y bajó varias veces con rapidez. Luego llevó un brazo a la espalda, para estirar el torso. Repitió ese movimiento con el otro brazo. Podía sentir que sus músculos se contraían para luego relajarse, y la rigidez se fue retirando de su cuerpo.

—No es el momento de hacer gimnasia, Número 4. Por favor, haga lo que le digo sin demora.

Jennifer hizo girar su cabeza para aflojar el cuello, luego caminó cautelosamente hacia el pie de la cama, apoyando una mano sobre el colchón para mantener el equilibrio. Extendió la mano hasta sentir el respaldo de madera de una silla y la rodeó para ponerse enfrente. Se sentó remilgadamente, con las manos plegadas sobre el regazo, las rodillas juntas, apretadas, un poco como una escolar traviesa en una clase de catecismo, temerosa de la maestra monja. Podía notar que la mujer se acercaba a ella. Se volvió un poco hacia ella, a la espera de nuevas órdenes.

El golpe fue inesperado y violento. La mano abierta que impactó sobre su mejilla casi la hace caer al suelo. La sorpresa fue tan dolorosa como el golpe. Detrás de la venda, vio las estrellas y su rostro gritó de dolor, como si las terminaciones nerviosas por todo el cuerpo hubieran sido sometidas a una corriente eléctrica. El mareo mezclado con dolor hizo que su cabeza diera vueltas.

Estuvo cerca de perder el equilibrio y casi se cae de la silla; abrió la boca en busca de aire, como si se estuviera ahogando. Sabía que había producido un ruido como el gemido de dolor de algún animal, pero no podía precisar si resonó en la habitación o solamente dentro de su cabeza. Se aferró al asiento de la silla, tratando de recuperar el equilibrio, sabiendo, aunque desconocía por qué, que si se caía recibiría algunas patadas y le harían todavía más daño. Quiso decir algo, pero ni una palabra pudo salir de sus labios. Sólo podía emitir sollozos ahogados.

—¿Tenemos las cosas un poco más claras ahora, Número 4? —preguntó la mujer.

Jennifer asintió con la cabeza.

—Cuando le doy una orden, usted debe obedecer. Creo que ya le dijimos esto antes.

—Sí. Yo trataba de... No me di cuenta...

—Deje de lloriquear.

Se detuvo.

—Bien. Tengo algunas preguntas para usted. Las va a responder con sumo cuidado. No dé más información de la que se le pide. Quiero que mantenga la cabeza firme y no deje de mirar hacia delante.

Jennifer asintió con un gesto. Notó que la mujer se inclinaba hacia delante, acercándose más a ella, y escuchó un susurro que parecía más bien un zumbido.

—La respuesta a la primera pregunta es dieciocho —le dijo.

Detrás de la máscara, Jennifer parpadeó, como si estuviera sorprendida. Comprendió que eso era sólo para ella. Podía escuchar el ruido de papel arrugado de la ropa de la mujer cuando se movió hacia atrás para quedarse a una corta distancia. Hubo una pausa, y Jennifer se acomodó, como un robot, otra vez en la posición de la escolar y miró fijamente hacia delante, aunque en realidad sólo veía la oscuridad de la venda.

—Bien. Número 4, díganos qué edad tiene. Jennifer vaciló, y luego espetó:

—Dieciocho años. —Una mentira, pensó, que le ahorraría algún dolor.

La mujer continuó:

—¿Sabe usted dónde está?

—No.

—¿Sabe usted por qué está aquí?

—No.

—¿Sabe usted qué le va a ocurrir?

—No.

—¿Sabe usted qué día es hoy? ¿O quizá la fecha, la hora o incluso si es de día o de noche?

Sacudió la cabeza, y luego se detuvo.

—No —respondió. Esta vez su voz se quebró un poco, como si la palabra «No» fuera una costosa porcelana que podía hacerse añicos al menor desliz.

—¿Cuánto tiempo ha estado aquí, Número 4?

—No lo sé.

—¿Está asustada, Número 4?

—Sí

—¿Tiene miedo de morir, Número 4?

—Sí.

—¿Quiere usted vivir?

—Sí.

—¿Qué haría usted para sobrevivir?

Jennifer vaciló. Sólo había una respuesta disponible.

—Cualquier cosa.

—Bien.

La voz de la mujer llegaba desde una distancia de no más de un metro. Jennifer sospechó que se había colocado detrás de la cámara, de modo que sus respuestas estaban directamente dirigidas al objetivo. Sintió una ligera oleada de confianza. Me están filmando. La posibilidad de comprender, aunque sólo fuera ligeramente, lo que le estaba ocurriendo era una ayuda. Sabía que su imagen estaba yendo a algún lugar. Alguien en algún lugar la estaba viendo en ese preciso momento. Sintió que sus músculos se ponían tensos. No saben lo fuerte que puedo ser, se dijo a sí misma. Luego la duda se deslizó en su imaginación. No sé lo fuerte que puedo ser. Quería llorar, ceder a los sollozos y perder las esperanzas. O si no, tenía que defenderse, pero no sabía cómo.

—De pie, Número 4. —Hizo lo que se le decía—. Bájese las bragas.

No pudo evitarlo: la vacilación se manifestó en sus manos. Pero Jennifer intuyó que el puño de la mujer se cerraba, listo para golpearla otra vez; hizo lo que se le ordenaba. Se dijo a sí misma que era como ir al consultorio del médico, o como estar en un vestuario después de una agotadora sesión de gimnasia. No había vergüenza en su desnudez. Pero detrás de su venda incluso ella sabía que eso era una mentira. Podía percibir que la cámara la exploraba y se sintió humillada. Las lágrimas estaban cerca cuando la mujer habló.

—Puede volver a su asiento.

Se subió las finas bragas, las volvió a poner en su sitio y se sentó. Era como si le hubieran cortado algo. Fue peor que cuando el hombre la había obligado a bañarse desnuda. Esto había sido una inspección. Una inspección de la carne.

—Antes de llegar a esta habitación, ¿cuál era su miedo más grande?

Tuvo que pensar. Su mente estaba llena de vergüenza.

—¡El miedo más grande, Número 4! —La voz de la mujer era insistente.

Jennifer luchó por encontrar una respuesta.

—Las arañas. Odio las arañas. Cuando era pequeña me mordió una araña y se me hinchó la cara y desde entonces...

—Eso es algo a lo que usted le tiene miedo, Número 4. Pero ¿cuál es su mayor miedo?

Jennifer vaciló.

—A veces me daba miedo quedarme encerrada en una habitación llena de arañas.

—Puedo hacer que eso ocurra, Número 4...

Jennifer tembló involuntariamente. Sabía que la mujer podía hacerlo. Se imaginaba que apenas había sospechado las posibilidades de crueldad de aquella mujer. Y calculaba que las del hombre serían peores.

—Pero ¿cuál es su mayor miedo, Número 4?

La misma pregunta retumbó sobre ella. Se preguntó: ¿Cuál es el problema con mi respuesta? Una o dos palabras se le atascaron en la garganta, y tosió. Tuvo otra idea.

—No salir nunca del pequeño pueblo donde vivía y quedarme allí para siempre.

La mujer hizo una pausa. Jennifer pensaba que tal vez había sorprendido a la mujer con su respuesta.

—Así que, Número 4, usted odiaba su casa, ¿no?

La cabeza de Jennifer se movió hacia arriba y hacia abajo al responder.

—Sí.

—¿Qué era lo que usted odiaba?

—Todo.

Otra vez la mujer habló con cuidado. Su voz planeaba machaconamente sobre Jennifer. El ritmo constante de las preguntas hacía que parecieran una lluvia que caía sobre su corazón.

—Entonces usted quería escaparse, ¿verdad?

—Sí.

—¿Usted todavía quiere escapar, Número 4?

Jennifer sintió que los sollozos le aplastaban el pecho. No estaba segura de si la mujer quería decir escapar de su casa o escapar de su celda. Esta incertidumbre le dolía.

—Sólo quiero vivir —respondió. Le tembló la voz.

La mujer hizo una pausa antes de continuar. Las preguntas eran implacables.

—¿Qué es lo que usted ha amado en su vida, Número 4?

Se vio inundada con recuerdos de la infancia. Podía ver a su padre muerto, erguido en medio de la oscuridad de la venda, sólo que estaba vivo y tenía la cara iluminada por su habitual sonrisa, haciéndole señas para que ella se acercara. Pudo recordar fiestas y patios de recreo. Pudo recordar momentos que eran comunes, como los picnics y un viaje de familia a Fenway Park para jugar a la pelota y comer perritos calientes una tarde de verano. Una vez, durante una visita del colegio a una granja cercana, había atravesado gateando un cercado donde había cachorros recién nacidos que eran alimentados por su madre, y se había maravillado ante la diminuta energía y la delicadeza de la vida. Pudo ver una fotografía suya y de su madre, a quien realmente creía que ya no tenía razones para amar, nadando en un río en un parque del Estado, donde una pequeña cascada de agua fría caía sobre sus cabezas y ambas habían tenido que luchar contra la piel de gallina porque la sensación era maravillosa. Todas esas imágenes se movían aceleradamente a su alrededor, como si estuviera atrapada en una película en cámara lenta dentro de la oscuridad. Estaba agitada. Todas estas imágenes le pertenecían y sabía que debía protegerlas.

—Nada —respondió.

La mujer se echó a reír.

—Todos aman algo, Número 4. Repito: ¿qué es lo que usted ha amado?

Jennifer sintió que las imágenes corrían hacia ella. Toda clase de imágenes se amontonaban en desorden. Un torrente de recuerdos. Era como si tuviera que luchar contra ellas para mantenerlas escondidas. Vaciló antes de decir enérgicamente:

—Tenía una gata... En realidad encontré a una gatita extraviada. Estaba mojada, escuálida y perdida. Me permitieron conservarla. Le puse de nombre Zoquete porque tenía las patas blancas. Le di leche y dormía en mi cama todas las noches. Durante años fue mi mejor amiga.

—¿Qué le pasó a Zoquete, Número 4?

—A los siete años, enfermó. El veterinario no pudo salvarla. Se murió y yo ayudé a enterrarla. Hicimos un hoyo en el jardín y la pusimos en él. Después lloré durante varios días, y mis padres me ofrecieron traerme un nuevo gatito, pero no quería algo nuevo, quería a la que había tenido hasta que se murió. —Vaciló. Luego añadió con voz firme—: Eso es. Eso es algo que amaba.

—Conmovedor, Número 4.

Jennifer estaba a punto de decir: Usted ha preguntado, pero no quería que la golpeara otra vez. Se endureció para esconder una sonrisa burlona, pero se permitió un sarcástico regocijo interior. La historia de Zoquete era una total y absoluta mentira. Jamás hubo un gato, maldita bruja. Nada de gatos muertos. Jódete.

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