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Authors: John Katzenbach

El Profesor (51 page)

Volver a la normalidad la decepcionaba. Incluso si la normalidad iba a ser una sofisticada playa de veraneo con una bebida helada en la mano y dinero en el banco, siempre era algo a lo que no le agradaba demasiado regresar. En cierto modo, ya estaba poniéndose impaciente y quería empezar a planear Serie # 5.

Se reclinó en su escritorio, con los ojos todavía recorriendo los monitores, pero en realidad pensando acerca de quién podría ser su próximo sujeto. La Número 5 tenía que ser diferente. La Número 4 había puesto el estándar demasiado alto, pensó, y su próximo espectáculo iba a tener que superar lo que habían hecho en las últimas semanas. Estaba extraordinariamente orgullosa de ello. Había sido gracias a su insistencia que se habían apartado de las prostitutas que habían recogido para las primeras tres series para apuntar a alguien totalmente inocente y significativamente más joven. Alguien sin experiencia, había insistido ella. Alguien nuevo.

Y al azar, recordó haber exigido. Completamente aleatorio. Habían pasado horas recorriendo tranquilas áreas del extrarradio en varios vehículos robados, pasando por colegios, institutos y centros comerciales, acechando en las cercanías de las pizzerías, tratando de descubrir a la persona adecuada para apoderarse de ella en el momento justo. Había sido peligroso, pero ella siempre supo que iba a ser gratificante.

Michael, en realidad, fue quien dijo que Serie # 4 debía ser la peor de las pesadillas de la clase media. El había dicho que con el impacto de la sorpresa se alimentaría todo el drama. Y había tenido razón. Sus ideas. Los cambios introducidos por él. Eran la mejor de las parejas. Sintió que el deseo se hinchaba dentro de ella y levantó una mano para acariciarse lentamente el pecho.

Detrás de ella, escuchó los conocidos ruidos de pasos que salían del baño. Se alejó rápidamente de los ordenadores y se soltó el pelo, agitando la cabeza de manera seductora. Se quitó veloz su poca ropa y cuando Michael entró en la habitación, se arrojó, riéndose tontamente, sobre la cama. Giró hacia él y dobló el dedo, haciéndole señas para que se acercara. Él sonrió y de buena gana caminó hacia ella.

Linda sabía que lo que Michael había hecho con la Número 4 era una parte esencial del trabajo. Era fundamental que ella se asegurara de que él nunca pensara en eso como en otra cosa que no fuera una obligación que cumplía por ella. Nada de placer. Nada de emoción. Nada de pasión. Todo eso le pertenecía a ella.

Esto era lo importante, pensó cuando extendió la mano para abrazarlo. Quería envolverlo con sus brazos y sus piernas, envolverlo con cada uno de sus músculos, poseyéndolo de la manera más profunda que pudiera, cubriéndolo ella misma como si fuera una ola inmensa y poderosa en la playa. Tenía que asegurarse de que lo único que él pudiera sentir, lo único que él pudiera oler, lo único que él pudiera escuchar fuera a ella, a sus caricias y a sus latidos.

—Bien —dijo Michael mientras era arrastrado hacia ella. No pudo evitar una gran sonrisa—. Bien, bien, bien...

Ella se detuvo para acariciarle la mejilla con la mano. Ella no tenía que pedir amor. Ella lo veía. Lo que él había hecho antes era sólo un buen negocio.

Linda levantó sus labios hacia los de Michael. Solamente por un segundo el siguiente trabajo difícil se le cruzó por la mente. Pero sabía que Michael también se ocuparía de ello. Sabía que ella iba a tener que ayudar. Siempre lo hacía. Pero ella confiaba en que él hiciera la parte más difícil. El amor y la muerte, pensó, son un poco la misma cosa.

Luego se entregó a todas las emociones explosivas que reverberaban dentro de ella, cerrando fuerte los ojos, con deleite juvenil.

* * *

—Eh, Lin... —señaló Michael, mientras apretaba algunas teclas en el ordenador—, ¿qué te parece si hacemos sonar esto realmente fuerte? —Él se había levantado de la cama después de haber hecho el amor, y fue atraído magnéticamente hacia los ordenadores y los monitores de las cámaras.

El sistema de altavoces llenó la habitación con el sonido de alguien que cantaba. Era muy country, Loretta Lynn envolviéndolo todo con En lo alto de una montaña, que tenía un ritmo y una actitud sencillos, embriagadores y amigables, que arrastraba al oyente con cada nota más al interior de la meseta de Ozark o las montañas Blue Ridge.

Linda se encogió de hombros.

—¿No quieres usar el llanto de bebé o el colegio otra vez?

—No —aseguró Michael—. Pensaba en algo diferente. En algo muy imprevisto y un poco loco. Dudo que la Número 4 alguna vez haya escuchado música country anticuada. —Hizo una pausa y pulsó algunas otras teclas. De pronto los gemidos de Chris Isaak cantando «Hicieron algo malo, muy malo...'» llenaron la habitación.

—Nuestro hombre Kubrick —señaló Linda—. Eso es parte de la banda sonora de su última película.

—¿Crees que servirá?

Linda hizo un pequeño gesto con la cara.

—Creo que ya está totalmente desorientada, totalmente perdida. No creo que tenga la menor idea de dónde está, y ya ni siquiera de quién es. La música..., aunque eso la machaque..., no sé...

—No tenemos muchas opciones de audio disponibles —explicó Michael—. Tengo algunos que no hemos usado, pero...

Linda se levantó desnuda de la cama y fue a su lado. Le masajeó los hombros.

—Creo... —empezó.

Él la miró.

—He estado mirando los chats —dijo Michael.

—Yo también.

—Tal vez estamos cerca del final —sugirió. Destacó algunos de los comentarios en el monitor delante de ellos: No se detengan. ¡Hagan que vuelva a pagar! ¡Háganlo otra vez! Y otra vez. Y otra vez.—Hay muchos como éstos —continuó Michael—. Pero estos otros...

Se detuvo y los dos se inclinaron hacia delante para leer las palabras en la pantalla. Creí que iba a luchar más... La Número 4 ya está rota. La Número 4 está terminada. Kaput. Finito. Frita. La Número 4 está acabada. No puede volver. No puede avanzar. Sólo hay una salida para ella ahora. Eso es lo que quiero ver...

Las idas y venidas entre los clientes parecían reflejar una sensación de pérdida, como si por primera vez vieran imperfecciones en la figura ideal de la Número 4. Al principio, había sido exquisita porcelana fina; ahora estaba rajada y rota. El hecho de estar encadenada en la habitación, sabiendo lo que podría ocurrir, previéndolo, había alimentado las fantasías de los espectadores. Una vez que lo inevitable había ocurrido, era como si ella hubiera quedado sucia y estaban listos para pasar a lo que siempre habían sabido que iba a venir después.

Linda dejó de masajear el hombro de Michael y lo apretó con toda su fuerza. Él estaba asintiendo con la cabeza. Amaba muchas cosas en Linda, pero la principal de ellas era su habilidad para decir tanto sin palabras. En un escenario, pensó él, habría sido algo especial.

—Empezaré a hacer el guión del final —dijo—. Tenemos que tener cuidado.

Ambos sabían que incluso con toda la planificación que habían puesto en ello, la popularidad de la Número 4 había creado una situación en la que el último acto tenía que ser especial.

—Tenemos que ser inolvidables —sugirió Linda lentamente—. Quiero decir que no podemos terminar de golpe, así como así. Tenemos que hacer algo que la gente jamás olvide. De esa manera, cuando pongamos en marcha Serie #5...

Michael se echó a reír. Linda los conducía a ambos de manera creativa, lo cual, pensó, es una manera especial de hacer el amor. Una vez había leído un artículo largo y profundo sobre el artista Christo y su esposa, Jeanne-Claude, que lo acompañaba cuando inventaba muchos de sus inmensos proyectos, como cubrir grandes cañones con telas color naranja o envolver islas con anillos rosados de plástico, para luego, algunas semanas después, retirar todo para que aquello que una vez fue arte, volviera a ser lo que había sido antes. Michael pensaba que aquellos dos podrían comprender lo que él y Linda habían logrado.

Cortó la música que salía por los altavoces.

—Muy bien —concluyó burlonamente, como si estuviera haciendo una broma que sólo ellos dos pudieran apreciar—. Nada de Loretta Lynn para la Número 4.

* * *

Jennifer ya no podía decir si estaba consciente o no. Los ojos abiertos eran una pesadilla. Los ojos cerrados eran una pesadilla. Se sentía deteriorada, como si una sanguijuela estuviera lentamente chupando toda la vida de la sangre de sus venas. Nunca había pensado demasiado en lo que se podría sentir al morir, pero estaba segura de que eso era lo que le estaba pasando. Si comiera, eso no haría nada para impedirle morir de hambre. Si bebiera, no iba a impedirle morir de sed. Estaba abrazada al Señor Pielmarrón, pero en ese momento le susurraba a su padre:

—Ahí voy, papá. Espérame. Llegaré pronto.

Sólo la habían dejado entrar una vez en su habitación en el hospital. Ella era pequeña y estaba asustada. Él estaba atrapado en su cama, envuelto en las sombras del final de la tarde, rodeado de máquinas que hacían ruidos extraños, tubos que salían de sus brazos delgados, esqueléticos. Él había sido capaz de levantarla y de hacerla volar por el aire, pero los brazos que en ese momento veía no podrían haber tenido ni siquiera fuerza para acariciarle el pelo. Era su padre, pero no lo era, y ella se había sentido atemorizada y confusa. Había querido tocarlo, pero tuvo miedo de que se rompiera en pedazos ante la menor caricia. Había querido que él sonriera, que le dijera que todo iba a ir bien. Pero él ni siquiera podía hacer eso. Sus ojos se entrecerraban y parecía entrar y salir de un estado de somnolencia. Su madre le había dicho que eso era por las drogas que le estaban dando para el dolor, pero ella pensó que era la muerte que simplemente estaba probándolo, como si fuera un traje. La habían sacado rápidamente de la habitación, antes de que las máquinas anunciaran lo inevitable. Recordó haber pensado que ese hombre en la cama no era el hombre que ella conocía como su padre. Tenía que tratarse de un impostor.

Pero en ese momento, pensó, lo mismo le había pasado a ella. Todas las partes que daban forma a Jennifer habían sido borradas.

No había escapatoria. No había ningún mundo fuera de la celda, ni nada más allá de la capucha en su cabeza. No había ninguna madre, ningún Scott, ningún instituto, ninguna calle en su barrio, ninguna casa, ninguna habitación con sus cosas. Nada de lo que una vez había existido. Sólo existían el hombre y la mujer, las cámaras. Siempre había sido así. Había nacido en la celda e iba a morir allí.

Imaginó que se estaba volviendo como su padre en el hospital. Se iba consumiendo lenta, inexorablemente. Jennifer recordó un momento anterior, cuando su padre se había acercado ella para decirle que estaba muy enfermo.

—Pero no te preocupes, hermosa. Soy un luchador. Voy a pelear como un demonio. Y tú puedes ayudarme. Voy a derrotar esto con tu ayuda. Juntos.

Pero no fue así.

Y ella no había podido ayudarle. Ni un poco. Lo lamentaba. Le había dicho que lo sentía centenares, miles de veces en su cabeza, donde guardaba todos sus recuerdos.

Por primera vez durante todo su confinamiento, de pronto ya no sintió necesidad de llorar. No había lágrimas en sus mejillas. Ningún sollozo esforzándose por salir a través de su garganta. Los músculos en sus brazos y piernas, en la espalda rígida, todos se habían relajado. Por mucho que su padre hubiera luchado, no había nada que pudiera hacer. La enfermedad era sencillamente demasiado poderosa. Era lo mismo para ella. No había nada que pudiera hacer.

Sólo tenía una idea más. Si tuviera la posibilidad de pelear y morir, eso sería mejor que simplemente dejar que la mataran. De esa manera, cuando viera a su padre otra vez, podría mirarlo a los ojos y decirle: Lo intenté con la misma fuerza que tú, papá. Pero eran demasiado fuertes para mí. Y luego él podría decirle a ella: Pude verlo. Pude verlo todo. Sé que lo hiciste, hermosa. Estoy orgulloso de ti.

Eso sería suficiente para ella, le dijo en silencio a su oso.

Capítulo 38

Adrian sintió como si una corriente eléctrica hubiera reemplazado la sangre en sus venas. Miró la pantalla del televisor y sintió que se le iban muchos años, y supo que ya no podía tolerar más seguir siendo viejo, seguir estando enfermo y confundido. Tenía que encontrar la parte que había quedado perdida bajo capas y capas de años de edad y de enfermedad.

—¿Quiere que pruebe otra página web? —preguntó Wolfe.

Le resultó difícil a Adrián precisar si su voz reflejaba el agotamiento de esa hora de la noche o un deseo genuino de pasar a otra cosa. Wolfe todavía seguía inclinado hacia la imagen de la muchacha encapuchada en la pantalla. Adrián comprendió que Wolfe, aun cuando ése no era su terreno, decididamente iba a regresar a whatcomesnext.com tan pronto como Adrián lo dejara solo. La voz de Wolfe revelaba un sonido seco y ansioso, como la de un hombre sediento que ve entusiasmado un oasis cercano. Era como si la fascinación, como un olor fuerte, hubiera sido liberada en la habitación.

Adrián vaciló. Podía escuchar a Brian que casi le gritaba al oído que tuviera cuidado, palabras que lo obligaban a ser muy cauto. El abogado y hermano muerto estaba casi desesperadamente exigiendo algo contradictorio: ¡Muévete rápido, pero con mucho cuidado!

—Mire —dijo Adrián lentamente, como si eso añadiera sustancia a su mentira—, no creo que éste sea el lugar que buscamos...

—Bien —respondió Wolfe estirando la mano hacia el teclado.

—Pero está cerca. Quiero decir que esto es lo que tenemos que estar buscando.

Wolfe se detuvo. Siguió dejando que sus ojos absorbieran la imagen en la pantalla. No importaba lo cansado que estuviera, ni si estaba agotado, o hambriento, o sediento, o distraído por alguna otra cosa de la vida..., a él lo impulsaban los recursos infinitos de la compulsión. A Adrián le intrigaba ver cosas que había estudiado y reproducido en pruebas clínicas ante sus ojos. Casi se deja arrastrar por una curiosidad académica, pero de inmediato los chillidos de su hermano volvieron a reorientar su atención.

—No puede estar cerca, profesor. Es la pequeña Jennifer o no.

—Lo entiendo, señor Wolfe —dijo Adrián haciendo caso omiso de las palabras «pequeña Jennifer»—. Es que sólo la vi un momento y no estoy del todo seguro. —Estaba seguro, sólo que no quería decirlo en voz alta.

—Bien, ese tatuaje... o es de verdad o es falso. Lo mismo se puede decir de la cicatriz. Cuando ella le dice a la cámara que tiene dieciocho años, bien, es verdad o es una mentira, y para mí es una gran mentira. Pero dígame usted, profesor, cuál es. Usted es el experto en esas cosas. De todos modos, es tarde y creo que tendríamos que terminar por hoy.

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