El Profesor (47 page)

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Authors: John Katzenbach

—Estoy tratando de ayudarla a enfrentar los hechos —explicó—. Han pasado días. Días y días y días y días. Las horas pasan, estamos sentados aquí, como si estuviéramos esperando que sonara el teléfono y fuera Jennifer diciendo: Hola, ¿podéis pasar a recogerme por la parada del autobús? Pero esa llamada en realidad no va a producirse. No hemos sabido nada. Es como si la tierra se hubiera tragado a Jennifer.

Scott se reclinó en su silla y agitó la mano en el aire.

—Esto es un mausoleo. Mary no puede simplemente sentarse en la oscuridad el resto de su vida, esperando.

Terri pensaba que era exactamente lo que Mary debía de estar haciendo. Todos siempre quieren que las demás personas sean objetivas hasta que se trata de su propio hijo, cuando es él quien está involucrado. Entonces no hay realidad. Sólo existe la posibilidad de hacer lo que se puede.

Y eso siempre será así, se dio cuenta.

No creía que hablar sobre enfrentar los hechos tuviera ningún sentido. Pero se daba cuenta de que se encontraba del lado equivocado de la ecuación que estaba siendo escrita en el hogar de los Riggins. Aceptó una taza de café de la mano de Mary Riggins, y la observó cuando se sentó delante de ella. Ahora envejecerá rápido, pensó Terri. Cada palabra que yo pronuncie sólo añadirá más años a su corazón. Tendrá cuarenta años cuando yo empiece a hablar y cien cuando termine.

—Ojalá tuviera buenas noticias —comenzó a decir en voz baja.

Capítulo 35

El ruido de sirena llegó a un volumen aterrador, lo cual hizo que Jennifer imaginara que estaba exactamente al lado de su celda, antes de detenerse de golpe. Pudo escuchar los ruidos sordos y graves de varias puertas de automóvil que se cerraban de golpe. Esto fue seguido de inmediato por un tableteo, como de una ametralladora sobre una puerta lejana. No escuchó efectivamente que nadie gritara: ¡Policía! ¡Abran!, pero su imaginación llenó el hueco, especialmente cuando escuchó pasos apresurados que resonaban como una cadencia de tambor que venía de un piso superior.

Permaneció inmóvil, helada, pero no porque eso fuera lo que le habían dicho que hiciera, sino más bien porque estaba sobrecogida por pensamientos e imágenes que se formaban en algún sitio en la oscuridad, precisamente delante de ella. La palabra «rescate» se adhirió vagamente a su corazón.

Jennifer ahogó un grito, un estallido repentino desde dentro que se convirtió en un sollozo. Esperanza. Posibilidad. Alivio. Todas estas cosas, y muchas más, la atravesaron como la corriente de un río sin freno, una corriente de entusiasmo.

Sabía que la cámara la estaba observando, y si la cámara estaba captando cada movimiento que ella hacía, sabía que la imagen estaba apareciendo en alguna pantalla en algún lugar.

Pero, por primera vez, en ese momento había otra persona que podría verla. Alguien que no era ni el hombre ni la mujer. No alguien anónimo y sin cuerpo. Alguien que podría estar de su lado. No, pensó, alguien que está totalmente de mi lado.

Jennifer se volvió ligeramente en dirección a la puerta de la celda. Se inclinó hacia delante, escuchando. Trató de escuchar voces, pero sólo había silencio. Se dijo a sí misma que esto era bueno. En su mente, Jennifer imaginó lo que estaba ocurriendo.

Han tenido que abrir la puerta de entrada. No se puede no abrir la puerta cuando quien está llamando es la policía. Hablaron entre ellos: «¿Es usted...?» y «Tenemos razones para creer que ustedes están reteniendo a una joven aquí. Jennifer Riggins. ¿La conoce?». El hombre y la mujer dirán que no, pero sin conseguir que la policía se vaya, porque los policías no les creen. Los policías se muestran firmes. Nada de tonterías. No están dispuestos a aceptar mentiras. Entrarán por la fuerza y ya deberían estar en alguna habitación de arriba. La policía es precavida, están haciendo preguntas. Educados, pero enérgicos. Saben que estoy aquí, o tal vez sólo saben que estoy cerca, pero no saben aún dónde. Es sólo cuestión de tiempo, Señor Pielmarrón. Estarán aquí en cualquier momento. El hombre está tratando de dar excusas. La mujer está tratando de persuadir a la policía de que no ocurre nada malo, pero la policía no se traga eso. El hombre y la mujer..., ahora son ellos los que tienen miedo. Saben que todo ha terminado para ellos. Los policías sacan sus armas. El hombre y la mujer tratan de correr, pero son rodeados. No tienen por dónde escapar. En un momento, ya mismo, los policías sacan las esposas. Lo he visto en cien películas y en cien series de televisión. Los policías obligan al hombre y a la mujer a tumbarse en el suelo y los esposan. Tal vez la mujer empezará a llorar y el hombre dirá palabrotas: «Mierda, mierda...», pero a los policías no les importa. Para nada. Han escuchado esas cosas antes un millón de veces. Uno de ellos estará diciendo: «Tiene derecho a guardar silencio» mientras los otros empiezan a separarse para buscarnos, Señor Pielmarrón. Presta atención, los oiremos en cualquier momento. La puerta va a abrirse y alguien dirá: «¡Dios!» o algo así, y luego nos ayudarán. Cortarán la cadena de mi cuello. «¿Estás bien? ¿Estás herida?». Romperán la venda. Alguien gritará: «¡Necesitamos una ambulancia!» y otro nos estará diciendo: «Tranquila ahora... ¿Puedes moverte? Cuéntanos qué te han hecho». Y les contaré todo, Señor Pielmarrón. Les diré todo. Tú puedes ayudarme. Y luego, antes de que nos demos cuenta, me ayudarán a vestirme y este sitio estará lleno de enfermeros y más policías. Y yo estaré en medio de todo. Alguien me dará un teléfono móvil y mamá estará allí. Estará llorando porque está muy feliz y quizá esta vez la perdone un poquito, porque de verdad quiero ir a mi casa, Señor Pielmarrón. Sólo quiero ir a mi casa. Tal vez gracias a todo esto podamos empezar de nuevo. Sin Scott. Tal vez un nuevo instituto, con nuevos compañeros que no sean tan malos, y todo será diferente a partir de ahora. Será como cuando papá todavía estaba vivo, sólo que él no estará ahí, pero podré sentirlo otra vez. Sé que él es quien les ha ayudado a encontrarme, aunque esté muerto. Ha sido como si él les hubiera dicho dónde buscar, y vinieron y nos encontraron. Y entonces, Señor Pielmarrón, los policías nos sacarán. Será de noche y habrá cámaras con flashes y periodistas haciendo preguntas a gritos, pero no diré nada, porque me voy a casa. Tú y yo, juntos. Nos pondrán en la parte de atrás de un coche patrulla, y la sirena comenzará a sonar y algún agente de tráfico dirá: «Eres una chica con suerte, Jennifer. Llegamos justo a tiempo. Entonces, ¿estás lista para irte a tu casa ahora?». Y yo responderé: «Sí. Por favor». Y en una o dos semanas, tal vez, alguien de 60 Minutos o de la CNN llamará por teléfono y dirá que van a pagarme un millón de dólares sólo por escuchar la historia de Jennifer, y entonces, Señor Pielmarrón, les contaremos cómo fue todo. Seremos famosos y ricos y todo será diferente a partir de ahora. En cualquier momento van a llegar.

* * *

Escuchó atentamente, a la espera de que una parte de la fantasía hiciera algún ruido y le confirmara lo que ella sabía que estaba ocurriendo un poco más allá de su alcance.

Pero no hubo ruido alguno. Lo único que podía escuchar era su propia respiración, rápida, áspera. Le habían dicho que guardara silencio. Sabía que eran capaces de hacer casi cualquier cosa. Había reglas que ella no podía violar. La obediencia lo era todo. Pero aquélla era su oportunidad. Aunque no estaba segura de cómo manejarla.

Cada segundo de silencio era agudo, espinoso. Podía sentir que se estremecía cuando los conocidos espasmos musculares atormentaban su cuerpo. Mantenerse inmóvil era casi imposible. Era como si cada terminación nerviosa por separado, cada uno de los diferentes órganos dentro de ella, cada latido de sangre a través de sus venas tuvieran una exigencia diferente y un programa de acción distinto. Tenía la sensación de que la estaban haciendo girar, era como el primer momento en una montaña rusa, cuando los rieles caen abruptamente, y el vagón de pronto se hunde a gran velocidad en el ruido.

Jennifer esperó. Era una agonía. Se sentía como si estuviera a centímetros de ser rescatada. Estiró la cabeza, tratando de escuchar algo que le permitiera saber qué estaba ocurriendo. Pero el silencio la paralizó. Y entonces pensó: ¡Esto se está prolongando demasiado! ¡Señor Pielmarrón, esto se está prolongando demasiado!

Estaba empezando a dominarla el pánico y consideró todas las cosas que podía hacer. Podía empezar a gritar: ¡Estoy aquí! O tal vez podía empezar a hacer sonar la cadena. Podía dar la vuelta a la cama, o patear el inodoro. Algo para que quienquiera que estuviera arriba se detuviera, escuchara y supiera que ella estaba cerca.

¡Haz algo! ¡Algo! ¡Algo para que no se vayan!

Ya no podía soportar más, y sacó las piernas por el borde de la cama, pero era como si fueran de goma, estaban débiles, sin fuerza. Se obligó a levantarse. Todo estaba a punto de ocurrir. Sabía que tenía que gritar pidiendo ayuda, tenía que hacer algún ruido estruendoso, un chillido, un grito, algo que pudiera hacer que llegara ayuda.

Jennifer abrió la boca y tomó fuerzas.

Y entonces, con la misma rapidez, se detuvo. Me van a hacer daño.

No. La policía te va a escuchar. Ellos te salvarán. Si la policía no viene, me matarán. Se le ahogaba la respiración en el pecho. Tenía la sensación de que la estaban aplastando. Me matarán de todos modos. No.

Soy valiosa. Soy importante. Significo algo. Soy la Número 4. Ellos necesitan a la Número 4.

Estaba atrapada entre todas esas posibilidades. Todo la asustaba.

Jennifer sabía que tenía que salvarse. Pero detrás de la venda, era como si pudiera ver dos caminos, ambos peligrosamente cerca de un despeñadero, y no podía descubrir cuál de los dos era el camino seguro, el camino correcto, y sabía que cualquiera que escogiera sería un camino sin regreso, el sendero iba a desaparecer detrás de ella. Podía sentir las lágrimas calientes que bajaban por sus mejillas. Quería desesperadamente escuchar algo que le dijera qué camino tomar, pero el silencio la torturaba tanto como cualquiera de las cosas que el hombre y la mujer le habían hecho. Jennifer pensó: Voy a morir. De una manera u otra, voy a morir.

Nada tenía sentido. Nada estaba claro. No había ninguna manera de decir con alguna certeza qué era lo correcto o qué era lo equivocado. Apretó al Señor Pielmarrón con fuerza.

Y entonces, como si fuera la mano de otra persona que empujaba la suya con insistencia, levantó el borde de la venda.

* * *

—¡No lo hagas! —gritó el cineasta.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Hazlo! —grito su esposa, la bailarina.

Ambos estaban como pegados delante de la pantalla plana de televisión instalada sobre la pared de ladrillo visto en su loft del Soho. El cineasta era un hombre delgado y enjuto pero fibroso, de casi cuarenta años, que vivía muy bien después de especializarse en hacer documentales sobre la pobreza en el Tercer Mundo, financiado por varias ONG. El y su esposa habían sido casados recientemente por un amigo gay que, frustrado, había colgado los hábitos sacerdotales y que probablemente no tenía ningún derecho legal para realizar la ceremonia. Ella era igualmente delgada, con una melena como de Medusa que caía en una cascada de rizos negros. Era una artista que aparecía con frecuencia en clubes nocturnos y en pequeños escenarios, no del tipo de los que aparecían en las listas de la New Yorker Magazine, lo cual le daba una dudosa credibilidad, aunque ella secretamente habría preferido ser parte de la corriente principal, donde había más dinero y mayor fama.

—¡Tiene que luchar para liberarse! —exclamó la esposa entusiasmada.

Su marido negó con la cabeza.

—Tiene que ser más lista que ellos. Es como enfrentarse a un hombre con un arma... —empezó a decir, pero fue rápidamente interrumpido.

—Es casi una niña. ¿Más lista que ellos? Ni pensarlo.

Ésa era la segunda suscripción a whatcomesnext.com de la pareja. Consideraron que el dinero que pagaban para unirse a la red formaba parte de su trabajo y por lo tanto se lo podía deducir de los impuestos. Película de vanguardia, nuevo estilo de actuación. A menudo, después de mirar a la Número 4, mantenían sesudas y profundas conversaciones sobre lo que habían visto, y su relación con el arte contemporáneo. Ambos consideraban que whatcomesnext.com era como una extensión del mundo de Warhol y The Factory, de los que todos se habían burlado hacía décadas, pero que en ese momento habían crecido en la opinión de los críticos y los pensadores a los que ellos seguían.

La Número 4 les fascinaba a los dos, pero colocaban su interés en una esfera intelectual, no queriendo reconocer la naturaleza delictiva o voyeurista de su participación. Ocultaban a sus amigos aquella suscripción, aunque los dos, en algunas de las cenas en las que la conversación giraba en torno a las técnicas de cine y el crecimiento de Internet como lugar donde cine y arte se encontraban, se habían sentido tentados de manifestar el atractivo que ejercía sobre ellos la Número 4 y lo que significaba para ellos. Pero no lo hacían, aunque ambos creían que muchas de las personas que acudían a esas cenas probablemente también estaban suscritas. Había sido así, después de todo, como se enteraron de la existencia del sitio web.

Pero a medida que miraban a la Número 4 a lo largo de los días y las noches de su cautiverio, cada uno había ido estableciendo una relación diferente con ella. El cineasta había sido protector en sus respuestas, preocupado por lo que pudiera ocurrirle, cauteloso, no queriendo que ella hiciera algo que pudiera ponerla en peligro o perturbara innecesariamente el equilibrio. Su esposa, en cambio, quería que la Número 4 llevara las cosas al límite. Quería que la Número 4 corriera toda clase de riesgos. Quería que la Número 4 se plantara ante el hombre y la mujer para defenderse. Ella quería una rebelión, mientras él prefería que fuera prudente y obediente.

Ambos creían que lo que le gritaban a la pantalla día y noche era la única manera posible para que la Número 4 sobreviviera. Habían discutido frecuentemente sobre esto, lo cual les llevaba a hundirse cada vez más en la narrativa que rodeaba a la Número 4. Ambos querían que su enfoque estuviera justificado. La esposa había celebrado a gritos como un éxito cuando la Número 4 espió por primera vez por debajo de la venda. El cineasta había saltado con los puños apretados efusivamente cuando la Número 4 había permanecido inmóvil a pesar de las amenazas del hombre.

El cineasta decía:

—Esa es realmente la única manera en que ella puede controlar algo. Tiene que ser un misterio.

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