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Authors: John Katzenbach

El Profesor (43 page)

—¿La encontró?

—No exactamente. Pero...

—Bien, ¿de qué se trata? —Adrián pensó que su voz tenía una fuerza del tipo «nada de compromisos». Se preguntó de dónde le vendría.

—Creo, profesor, que usted podría querer ayudar ahora. He encontrado algunos... —Se detuvo. Wolfe vaciló—. Bien, he descubierto algunas cosas dignas de ver —informó—. Y creo que usted podría ser la persona que tiene que verlas.

Adrián miró a su esposa. Se estaba acariciando el vientre expandido. La mano giraba en círculos sobre la barriga hinchada. Le miró y asintió convencida con un gesto de la cabeza. No necesitó decir: Ve, Adrián.

—Muy bien —aceptó—. Iré.

Colgó el teléfono. Quería abrazar a su esposa, pero ella le hizo un gesto señalando la puerta. Date prisa, dijo finalmente con su voz cantarina. Se sintió extremadamente feliz de oírla hablar. El silencio le había asustado. Siempre tienes que ir deprisa, Audie. No sabes cuánto tiempo te queda.

Le miró el vientre. Lo que él recordaba eran los últimos días antes de que naciera su único hijo. Ella tenía calor, se sentía incómoda, pero todas las cosas que debían haberla puesto irascible e impaciente parecían haber sido escondidas en alguna caja secreta. Transpiraba con el calor del verano y esperaba. Él le llevaba agua con hielo y la ayudaba cuando quería levantarse del sillón. El permanecía a su lado por la noche fingiendo dormir, atento a sus movimientos, tratando de encontrar una posición cómoda. No había en realidad ninguna manera de expresar compasión en aquel momento, porque realmente no había nada para compadecer y eso no habría hecho más que enfadarla. Ella ya se esforzaba demasiado para mantener sus emociones bajo control.

Adrián dio un paso adelante.

—No puedes recordar sólo las cosas buenas —le dijo Cassie—. Había muchos problemas también. Como cuando Brian murió. Eso fue malo. Estuviste bebiendo en exceso durante semanas, y culpándote a ti mismo. Y después, cuando Tommy... —Se detuvo.

—¿Por qué tú...? —Él empezó a hacerle la pregunta que había estado flotando durante las últimas semanas de su vida, pero no pudo. Vio que Cassie había bajado la vista hacia su propia cintura, como si pudiera ver todo lo que iba a venir y eso la hiciera feliz e irremediablemente triste a la vez. Y entonces Adrián pensó que eso debía ser lo que él sentía a cada instante, tanto en su cordura como en su demencia.

Pensaba que se había equivocado al seguir viviendo después de que Tommy y Cassie murieran. Ése había sido su tiempo. Debió haberlos seguido inmediatamente, sin vacilar. Pero seguir viviendo había sido un escape cobarde.

Cuando volvió a mirar a Cassie, ella estaba negando con la cabeza.

—Lo que hice estuvo mal —confesó lentamente—. Pero también estuvo bien.

Eso tenía y no tenía sentido. Como psicólogo, comprendía que el pesar podía provocar un estado casi psicótico y suicida. Había literatura importante en su campo acerca de este tema. Pero cuando miró a su esposa, al otro lado de la habitación, y la vio tan jovial, tan hermosa y reflejando todas las posibilidades que tenían cuando empezaron la vida juntos, no había estudios clínicos en ningún lugar del mundo que le ayudaran a comprender por qué ella había hecho lo que hizo, como había ocurrido cuando él tuvo que superar el impacto prolongado del trastorno de estrés postraumático que no le había permitido sentir otra cosa que no fuera la pérdida y la culpa por la muerte de su hermano.

Adrián cerró los ojos, tratando de ver en su imaginación los momentos que pasaron juntos al apretar con fuerza los ojos. Quería preguntarle por qué le había dejado solo, y luego pensó que había dicho las palabras, porque la voz de ella atravesó su ensoñación.

—Cuando Tommy murió, me convertí en una sombra —comenzó ella—. Yo sabía que tú eras lo suficientemente fuerte como para ver que había quedado algo por lo cual vivir. Pero yo era débil. Y pensé que si continuaba viviendo, eso te mataría a ti. Yo no podía estar en una casa donde había tanto dolor y tantos recuerdos. Todo me recordaba a él. Incluso tú, Audie. Especialmente tú. Te miraba y lo veía a él. Era como si me arrancaran algo de dentro. De modo que conduje el automóvil demasiado rápido una noche. Me pareció lo correcto.

—Nunca fue lo correcto —replicó Adrián. Abrió lentamente los ojos, disfrutando de la visión de su esposa joven—. Nunca podría ser lo correcto. Yo te habría ayudado. Podríamos haber encontrado algo juntos.

Cassie se tocó el vientre. Sonrió.

—Ahora me doy cuenta de eso.

—Estabas equivocada —le dijo él—. Si yo parecía fuerte, era porque tú estabas conmigo. No debiste dejarme.

Asintió con la cabeza, todavía sonriendo.

—Acerca de eso, sí. Estaba equivocada.

—Te perdono —espetó Adrián con firmeza. Quería llorar—. Oh, Zarigüeya, te perdono.

—Por supuesto que me perdonas —respondió Cassie con total naturalidad—. Pero no puedes desperdiciar estos momentos conmigo. Tienes tareas más importantes. ¿No ves que hay otra madre en algún lugar, la madre de Jennifer, que siente lo mismo que yo?

—Pero... —empezó, y luego se detuvo.

—Ve a lavarte y a arreglarte. No puedes ir con ese aspecto —sugirió Cassie.

Adrián se encogió de hombros y fue al baño, se enjabonó la cara y sacó la maquinilla de afeitar. Se cepilló los dientes y se lavó la cara. Luego se dirigió rápidamente a su dormitorio. Rebuscó en los cajones hasta que encontró un par de pantalones limpios de pana, ropa interior limpia y un jersey que pasó un veloz examen olfativo. Se puso la ropa rápidamente, sabiendo que Cassie le estaba mirando.

—Me estoy apresurando —se excusó.

Podía oír su risa.

—Adrián, hacer las cosas rápidamente nunca fue tu fuerte —se burló ella—. Pero tienes que acelerar el paso.

—Está bien, está bien —respondió, un poco exasperado—. Ese hombre hace que me sienta sucio, Cassie. Es difícil darse prisa para ir a verlo a él.

—Sí, pero es lo más cercano a una respuesta que tienes. ¿Quién sabe mejor cómo empezar un fuego: un incendiario o un bombero? ¿Quién es mejor para matar, el detective o el asesino?

—Tienes razón —aceptó Adrián mientras lanzaba un gruñido al atarse el cordón del zapato—. Mucha razón.

—Juegos. Rompecabezas. Laberintos. Juegos mentales. Adrián, mira todo eso tal como mirabas todo. Partes que se van uniendo y te van diciendo algo. Trabaja duro, Audie. Haz que tu imaginación trabaje para ti.

Pensaba que su esposa evidentemente tenía razón. Suspiró deseando quedarse un rato más para obtener más respuestas a todas las preguntas para las que ya conocía las respuestas, en lugar de salir a la noche para tratar de encontrar respuestas que estaban escondidas. Se desplazó con dificultad hasta la puerta, se puso una chaqueta de tweed y salió al brillante sol momentáneamente sorprendido de que la oscuridad de medianoche que había esperado fuera en realidad una clara mañana.

* * *

Aquello estaba en contra de la política departamental, pero era el tipo de regla que era violada con frecuencia y rara vez se hacía cumplir. Terri Collins se había llevado el archivo del caso Jennifer Riggins a su casa el fin de semana, esperando que todos aquellos detalles sin conexión entre sí pudieran conducirla a alguna parte. Se sentó con el sobre en el regazo mientras sus hijos jugaban fuera con sus amigos, haciendo un nivel aceptable de ruido y, afortunadamente, sin lágrimas por cualquier conflicto hasta ese momento.

Su propia frustración se había duplicado. Los técnicos de la policía del Estado habían logrado mejorar el vídeo de seguridad sólo lo suficiente como para que algunos detalles de las facciones fueran identificables, pero de manera muy limitada. Si supiera el nombre de aquel hombre, podría resultar útil en un tribunal judicial. Tal vez podría haberle permitido hacer algunas preguntas difíciles, en caso de haber tenido a ese hombre sentado delante de ella. Pero en cuanto a identificar quién era, qué estaba haciendo en realidad en la estación de autobuses y si tenía alguna conexión con la desaparición de Jennifer, eso era relativamente imposible. Tal vez si tuviera acceso a un sofisticado software antiterrorista y bancos de datos, eso podría haber significado algo. Pero no tenía nada de eso.

Reconoció el clásico dilema del policía: si alguna otra cosa hubiera proporcionado un sospechoso, con un nombre y un enlace con el delito, retroceder para acumular pruebas era un proceso difícil, pero posible. Pero observar un fotograma confuso y apenas enfocado sacado de un vídeo de seguridad y tratar de adivinar si este individuo anónimo tenía algo que ver con una desaparición en otra parte del Estado, y quién podría ser, y por qué estaba allí...

Terri dejó de mirar la imagen y la apartó. Imposible, concluyó. Pudo escuchar algunas ollas y cacerolas que resonaban en el jardín trasero, sonidos que sólo tienen sentido para padres de niños pequeños. Utensilios de cocina usados para hacer música o para hacer hoyos. El suelo estaba blando a causa de la primavera, y supo que una tormenta de barro iba a entrar en la casa junto con los niños.

Volvió a mirar su archivo. Callejones sin salida y conexiones improbables. Había muy poco como para continuar, y a lo poco que tenía le faltaba sentido. Sacudió la cabeza y deseó tener la perseverancia del profesor. Podría tener razón, pensó Terri, pero sigue siendo imposible. Asesinos en serie de Gran Bretaña en los años sesenta. Una pareja en una furgoneta en una calle de un barrio periférico. Una pesadilla aleatoria. Una desaparición de cartón de leche.

Imaginó que su carrera estaba a punto de encontrarse tan mal como estaba Jennifer Riggins. Pronosticar aquello era algo terrible —comparar su cheque de fin de mes con la vida de una joven de dieciséis años— pero de todos modos no pudo apartarlo de su imaginación. Tal vez el profesor tiene razón en todo, se dijo a sí misma. Pero todavía no está claro qué puedo hacer al respecto.

Por un segundo se sintió enfadada. Deseó no haber oído hablar nunca de Jennifer Riggins. Deseó no haber respondido a los primeros intentos de la adolescente de escapar de su casa. De ese modo su nombre nunca habría sido vinculado con el registro oficial de las desventuras de la adolescente. Deseó haberse negado a aceptar el aviso del agente de guardia que la llamó para que fuera a la escena de la última fuga. Deseó no haber tenido nada que ver con la familia que estaba a punto de pasar por todas las terribles incertidumbres que el mundo moderno puede producir.

Cerrar la herida es una expresión que se usa mucho, se dijo a sí misma, como si de alguna manera eso pusiera las cosas en su lugar. Cuando debemos enterarnos de qué les pasa a nuestros hijos, aceptar una enfermedad o asimilar un ataúd que vuelve de Irak o de Afganistán envuelto en una bandera. Alguien dice que hemos cerrado la herida y parece que fuera como sacar una tarjeta que dice: «Sal en libertad de la cárcel», pero no es así. Nada es nunca tan conciso y simple.

Hubo un súbito estallido de voces, el comienzo de un grito que venía desde fuera, pero terminó con la misma rapidez. Descubrió que estaba pensando en su ex marido. Suponía que él estaba entre dos misiones. Esperaba que llamara. Podría querer una visita, uno de sus pocos frecuentes controles sobre los hijos. Ella trataba intensamente de mantenerlos alejados de él.

Terri cerró el puño con fuerza. Estaba mirando la octavilla de la desaparecida Jennifer. Dejó caer abruptamente el archivo al suelo y casi le da una patada. Absolutamente ninguna pista para seguir. Ningún indicador que señale una dirección u otra. Ninguna ruta obvia para seguir. Ninguna huella sutil para examinar.

Suspiró y se puso de pie. Fue a la ventana y miró despreocupadamente hacia fuera, a los niños que jugaban. Le pareció que todo era sumamente normal para una mañana de fin de semana. Supuso que no se podía decir lo mismo de la familia Riggins.

Respiró hondo y se dio cuenta de que pronto iba a tener la tarea de decirle a Mary Riggins que estaban paralizados hasta que no apareciera alguna prueba concreta de los hechos. Aquélla no era una conversación que estuviera ansiosa por mantener. La policía tiene mucha experiencia y habilidad para dar malas noticias. Es como un arte eso de dar los detalles de la sobredosis o del accidente o del homicidio: ofrecer información a la familia de la víctima sin agobiarla con los caprichos inesperados de la vida. El contenido emocional de estas conversaciones era mejor dejarlo en manos de sacerdotes y terapeutas. De todas maneras, le iba a corresponder a ella decirle a Mary Riggins que estaba en un callejón sin salida, lo cual probablemente quería decir que Jennifer, si todavía estaba con vida, también se encontraba en un callejón sin salida. Le parecía injusto para ella.

Terri pensaba que en la vida se podía prevenir una cierta cantidad de tragedias. Pero las personas son pasivas. Dejan que las cosas se acumulen hasta el desastre. Ella se ocupaba de sus propios hijos. Ella no era así, estaba segura. Había tomado medidas para evitar que algo pudiera salir mal.

Pensar en eso le daba seguridad, aunque sabía que era sólo verdad en parte.

—Nos gusta decirnos mentiras a nosotros mismos —susurró para sí. Reunió todo el material y decidió que vería a Mary Riggins y a Scott West ese mismo día. No les daría nueva información, y dejaría que empezaran a ver lo que Terri pensaba que era inevitable que pasara: Jennifer había desaparecido.

No le gustaba usar la expresión «para siempre». A ningún policía le gusta. De modo que no dejó entrar esa palabra en su vocabulario previsto.

Capítulo 33

Jennifer estaba soñando despierta, un poco con su casa antes de que su padre muriera, un poco sobre comidas y bebidas. Lo que más deseaba era una Coca light fría y un sandwich de mantequilla de cacahuete, aguacate y semillas germinadas. De pronto escuchó una explosión repentina, una puerta distante que se cierra de golpe, y voces que discutían cada vez más fuerte. Como cuando escuchó al bebé que lloraba y luego los ruidos de niños jugando. Estiró la cabeza hacia aquellos ruidos sin cuerpo, tratando de entender exactamente qué era lo que decían, pero las palabras se le escapaban en el torrente de ruidos; no así las emociones. Alguien estaba muy enfadado.

Más que alguien, dos personas, se corrigió. El hombre y la mujer. Tienen que ser ellos.

Giró su cabeza a derecha e izquierda, con los músculos tensos. Era sólo vagamente consciente de que ella podría ser la causa de la discusión. Prestó atención y escuchó que el enfado agudo se alejaba y se acercaba a los umbrales de su capacidad para entender, y se percibió a sí misma tratando de apoderarse de cada ruido, tratando de descifrar lo que estaba ocurriendo.

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