El Profesor (50 page)

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Authors: John Katzenbach

Adrián miró fijamente la imagen. Sus ojos recorrieron la piel de la muchacha buscando alguna señal delatora que pudiera ayudarlo. No vio nada.

—No puedo precisar —dijo, como si respondiera a una pregunta que no necesitaba ser dicha en voz alta. Se puso de pie y se acercó al televisor, como si al hacerlo pudiera ver algo más claro. La habitación en la pantalla del televisor estaba llena de los ruidos de la respiración pesada y difícil, y de los sollozos amortiguados.

—Mire allí, profesor. En el brazo...

Adrián vio el tatuaje de una flor negra en el brazo de la joven. Mientras él miraba, Wolfe se acercó. Señaló la pantalla, tocándola con su mano como si pudiera acariciar a la persona que mostraba. Adrián vio lo que el otro estaba señalando.

Una delgada cicatriz de una operación de apéndice en el lado derecho de la niña.

—Pero parece tener la edad correcta, ¿no, profesor?

Adrián cogió la octavilla de personas desaparecidas. No había mención alguna de un tatuaje o de una cicatriz quirúrgica. Vaciló. Vio el teléfono móvil de Wolfe sobre la mesa y lo cogió.

—¿A quién está llamando? —quiso saber Wolfe.

—¿A quién cree? —respondió Adrián. Marcó un número pero sus ojos estaban fijos en la muchacha temblorosa y desnuda que tenía delante de sí.

* * *

Terri Collins atendió al tercer timbrazo. Todavía estaba sentada delante de Mary Riggins y de Scott West, tratando de elaborar la misma explicación por centésima vez. Mary Riggins parecía tener una provisión inagotable de lágrimas que habían sido derramadas generosamente durante las horas que Terri había estado sentada junto a ella. Esto no sorprendió a la detective. Sabía que ella habría hecho lo mismo.

El identificador de llamadas en su teléfono móvil mostró el nombre de Mark Wolfe. Esto la sorprendió. Era muy tarde y no tenía demasiado sentido. Los delincuentes sexuales nunca llamaban a la policía. Era al revés.

Le sorprendió cuando escuchó la voz de Adrián.

—Detective, disculpe que la moleste tan tarde... —empezó. Su voz sonaba curiosamente precipitada. Terri Collins recordó que Adrián le había parecido en general inestable y vacilante en las ocasiones en que habían estado juntos. «Apresurado» no era la palabra que ella habría usado para describirlo en ninguno de sus encuentros.

—¿De qué se trata, profesor? —Su tono era brusco. Las lágrimas de Mary Riggins parecían ser la prioridad en ese momento.

—¿Jennifer tenía una cicatriz de una operación de apéndice? ¿Tenía tatuada una flor negra en el brazo?

Terri empezó a responder, pero se detuvo.

—¿Por qué lo pregunta, profesor?

—Sólo quiero estar seguro de algo —contestó.

¿Seguro de qué?, pensó ella. Esto le hizo sospechar, pero no profundizó. No quería ser cruel con el anciano trastornado, pero no quería distraer a la madre y al padrastro con algo que pudiera ser malinterpretado como una esperanza. Se volvió hacia Scott y Mary:

—¿Jennifer tenía alguna cicatriz o tatuaje que podría no haber mencionado? —Hizo la pregunta tapando con su mano el micrófono del teléfono.

Scott respondió rápidamente:

—Absolutamente no, detective. ¡No era más que una niña! ¿Un tatuaje? De ninguna manera. Jamás se lo habríamos permitido, por mucho que ella hubiera insistido. Además, era menor de edad, así que no podían hacerle uno sin nuestro permiso. Y jamás tuvo una operación, ¿no es cierto, Mary?

Mary Riggins asintió con la cabeza.

Terri Collins habló en el teléfono.

—No a ambas preguntas. Buenas noches, profesor. —Desconectó la línea, tenía varias preguntas resonando dentro de ella, pero las respuestas iban a tener que esperar. Debía liberarse del pesar de aquella habitación, y no estaba segura aún de cómo hacerlo con elegancia. La mayoría de los policías eran realmente hábiles para retirarse apenas dado el golpe, pensó. No era su caso.

* * *

Adrián colgó el teléfono con un clic. Siguió mirando la pantalla.

—No he podido averiguar demasiado... —dijo. Wolfe se estaba dirigiendo al teclado.

—Mire —señaló—, tienen un menú. Verifiquemos por lo menos eso. —Hizo clic primero en un título de sección que decía: «La Número 4 come», lo que les ofreció una nueva pantalla. En ella, la joven estaba lamiendo un tazón de avena. Ambos hombres se inclinaron hacia delante, porque en estas imágenes la capucha había sido reemplazada por una venda. Les ofrecía otras facciones para examinar. Wolfe levantó la octavilla de personas desaparecidas y la colocó al lado del televisor—. No sé, profesor. Bueno, ningún tatuaje, pero, por Dios, el pelo parece casi el mismo...

Adrián miró atentamente. Línea del pelo. Línea de la mandíbula. Forma de la nariz. La curva de los labios. La longitud del cuello. Sentía que sus ojos ardían con imágenes. Se puso tenso cuando vio que la bandeja de comida era retirada por una persona enmascarada y vestida con un traje de seguridad. Una mujer, pensó, mientras calculaba su altura y sus formas, aunque estaban escondidas por los pliegues de la ropa.

Cuando Tommy le habló, la voz pareció venir desde su interior: Papá..., si quisieras ocultar quién es quién cuando eso se viera en el mundo, ¿no tomarías algunas precauciones?

Por supuesto, pensó Adrián.

—Señor Wolfe, ¿usted sabe algo sobre tatuajes falsos? ¿O de maquillaje como el que se usa en Hollywood?

Wolfe miró de cerca el televisor. Tocó la cicatriz de la operación de apéndice.

—Tengo una de ésas. Parece igual. De modo que ésta no me parece falsa. Pero ése no es el asunto, ¿verdad? —Hizo clic en el título de sección que decía: «Entrevista con la Número 4». Vieron a la joven acercándose a la cámara. La persona con el traje de seguridad la estaba interrogando. Ambos escucharon que le decía a la lente: «Tengo dieciocho años».

Wolfe resopló.

—Ni pensarlo. La están obligando a decir esas tonterías. Tiene fácilmente dos años menos.

Adrián pensó que en toda su vida había conocido muy pocas personas tan hábiles como Mark Wolfe para reconocer la edad precisa de una adolescente.

Wolfe hizo clic en una sección titulada: «La Número 4 trata de escapar». Vieron cuando la joven se arrancaba el collar y la cadena que la sujetaban por el cuello. Justo en el momento que se quitaba la venda, el ángulo de la cámara cambiaba, de modo que quedó detrás de ella, oscureciendo las facciones de su rostro.

—Sí, escapar, seguro —comentó Wolfe con cinismo—. ¿Ve cómo la cámara de delante se apaga y ahora sólo podemos verla desde atrás? No se le puede ver la cara, ¿verdad? Alguien sabe lo que está haciendo.

Adrián no respondió. Estaba tratando de concentrarse en otra cosa. Era como si hubiera un trozo de memoria flotando en su imaginación y no pudiera alcanzarlo para poder examinarlo.

Wolfe miraba mientras la joven se dirigía a una puerta. Desde atrás, la cámara la seguía. Hubo un destello de luz y un hombre enmascarado se metió en la imagen. Allí terminaba la sección.

—La siguiente es «La Número 4 pierde su virginidad», profesor. Mi conjetura es que se trata de sexo explícito. Tal vez se trate de una violación. ¿Usted quiere ver eso?

Adrián negó con la cabeza.

—Vuelva a la pantalla principal. —Wolfe lo hizo. La joven encapuchada permanecía inmóvil en una posición. Adrián tenía mil preguntas para hacer, todas acerca de quién, de por qué y de cuál era el atractivo de todo ello, pero no las hizo. En cambio, simplemente giró y examinó la cara de Wolfe. El delincuente sexual se estaba inclinando hacia delante. Fascinado. La luz en los ojos del hombre le decía prácticamente todo lo que tenía que saber. Podía darse cuenta de la compulsión cuando ésta aparecía ante sus ojos.

Adrián quería la darse vuelta y mirar hacia otro lado, pero no podía. De pronto, escuchó un coro de voces —hijo, hermano, esposa—, todas gritando cosas opuestas entre sí, pero todas diciéndole mira y observa. El ruido en su cabeza estaba aumentando el volumen, subiendo lentamente, algo sinfónico, envolvente. Era un poco como si muchas personas estuvieran presenciando la misma cosa peligrosa en el mismo aterrador momento —como el accidente de un automóvil fuera de control deslizándose en una calle angosta— y gritando la misma advertencia, pero usando palabras diferentes y lenguajes diferentes, de modo que sólo podía percibirse la sensación de alarma. Había gritos dentro de su cabeza y se tapó las orejas con las manos, pero no sirvió de nada. Sus gritos se multiplicaron de manera dolorosa. Lo único que podía hacer era mirar la pantalla y a la joven aparentemente atrapada allí.

Y mientras Adrián miraba, vio que ella extendía la mano a ciegas, buscando a su alrededor, hasta que su brazo flaco se envolvió alrededor de una forma familiar, que ella abrazó sobre su pecho que subía y bajaba.

Una vez había visto un osito de peluche viejo, gastado y hecho jirones, un juguete de niño atado de manera incongruente a una mochila. Pero ahora estaba envuelto por unos brazos vacilantes e impotentes.

Capítulo 37

En zapatillas y ropa interior, Linda estaba instalada delante de la mesa de los ordenadores, ocupándose con diligencia de los asuntos urgentes de Serie # 4. Su traje blanco de seguridad había sido arrojado descuidadamente al suelo cerca de la cama. Se había recogido el pelo oscuro con horquillas, de modo que parecía un poco una secretaria de oficina desnuda a la espera de que el jefe regresara de una reunión para darle una sorpresa. Sus dedos se movían veloces sobre el teclado de una calculadora. Se ocupaba de ingresar lo correspondiente del bote en las cuentas de quienes habían acertado la hora exacta de la violación. Su clientela esperaba el pago rápido de sus apuestas, pero además ella sentía que tenía una obligación. Había muchas maneras en que Michael y ella podrían haberse quedado con el dinero de los abonados ganadores, pero eso le resultaba desagradable e injusto. La honestidad, estaba segura, era una parte esencial de su éxito. Era importante que los clientes repitieran, como lo era la publicidad boca a boca. Cualquier mujer de negocios buena lo sabía.

Michael estaba en la ducha, y podía oírle cantar fragmentos al azar de diferentes melodías. Nunca parecía tener rima o razón alguna para las canciones que escogía; un fragmento de música country se mezclaba con un aria de ópera, seguido por algo de Dead o de Airplane: «¿No quieres alguien para amar...? ¿No necesitas a alguien para amar...?». Parecía enamorado del rock and roll de los años sesenta.

Ella lo acompañó tarareando, mientras miraba uno de los monitores. Dado que la venda había sido descartada y la Número 4 estaba otra vez debajo de la capucha, era más difícil para Linda evaluar su estado de ánimo. La Número 4 permanecía acurrucada en posición fetal, y podría muy bien haberse quedado finalmente dormida. Hasta donde Linda podía darse cuenta, la Número 4 ya no sangraba más. Necesitaba un baño, pero, lo que era más importante, la chica necesitaba un descanso.

Todos lo necesitaban. Se preguntaba si alguno de los abonados a Serie # 4 se daba realmente cuenta del esfuerzo continuo y el trabajo agotador que Michael y ella dedicaban a todo eso para hacer que aquella función de teatro en la web llegara al último acto. Tenían que luchar contra su propia fatiga mientras prestaban constantemente atención a cada detalle imaginable. Y la creatividad. Serie # 4 requería todo eso y más todavía. Era un trabajo duro. Que fuera asombrosamente rentable, pensó Linda, era algo totalmente aparte. En última instancia, whatcomesnext.com tenía que ver con la dedicación que ambos ponían.

Los diseñadores de videojuegos, el mantenimiento de sitios de pornografía... estaban a cargo de grandes empresas convencionales que daban trabajo a docenas de personas, o más. Ninguna de ellas se acercaba siquiera al grado de provocación que ella y Michael habían inventado por su cuenta. Esto hacía que se sintiera orgullosa.

Escuchó a Michael sonriendo mientras él asesinaba una melodía tras otra. Pensó que si no estuvieran realmente enamorados, no podrían hacer esto. Linda sacudió la cabeza. No pudo evitarlo. Se rió a carcajadas, justo cuando él salía de la ducha.

A lo largo de los años que habían estado juntos, había memorizado cada paso rutinario que Michael daba en el baño.

Sacaba una toalla gastada y se secaba, quitándose por frotación los residuos de su tarea con la Número 4. Reaparecía con la piel brillante, renovado, un poco enrojecido por el vapor caliente, y desnudo. Podía imaginar su cuerpo flaco y alargado mientras se secaba el pelo. Luego se quedaba frente al espejo y arrastraba dolorosamente un peine por entre sus rizos enredados. A veces, después se afeitaba. Con el pelo desenredado y el cutis fresco salía del baño y la miraba con su atractiva sonrisa torcida.

Será siempre hermoso, pensó Linda. Y yo estaré siempre hermosa para él.

Linda revisó los monitores otra vez. Nada de la Número 4, salvo el ocasional tic como de conejo. Quería hablarle a la imagen en la pantalla, tanto como ella sospechaba que querían hacerlo los abonados: Pasaste la peor parte, Número 4. Bien hecho. Sobreviviste. Y no habrá sido todo tan malo. No dolió tanto. Yo pasé por lo mismo una vez. Todas las mujeres lo pasan. Y de todos modos, habría sido mucho peor en el asiento trasero de un coche, o en un sórdido hotel barato o en el sofá del comedor una tarde antes de que tus padres regresaran a casa del trabajo. Pero no es el mayor desafío con el que habrás de enfrentarte. Ni remotamente.

Mientras escuchaba el ruido sordo de los pies de Michael sobre el suelo de madera al caminar, Linda echó una rápida mirada a las listas del chat. Había cientos de respuestas esperando. Lanzó un suspiro, sabiendo que ambos iban a tener que ocuparse de todos ellos en algún momento, porque esas respuestas iban a servir de guía para sus próximas jugadas. ¿Querían ver más? ¿Querían que todo terminara? ¿Estaban cansados de la Número 4? ¿O todavía seguían fascinados?

Calculó que el final se estaba acercando para la Número 4, pero no estaba del todo segura. La Número 4 había sido, de lejos, el sujeto más intrigante que habían tenido, si la cuenta bancaria de ambos y la cantidad de personas atraídas por este espectáculo eran los métodos adecuados para este tipo de mediciones. Linda sintió una punzada de tristeza.

Odiaba ver que las cosas llegaban a su fin. Desde que era una niña había odiado los cumpleaños, la Navidad, las vacaciones de verano, no por lo que había hecho o recibido en esas ocasiones, sino porque sabía que fuera cual fuese la diversión y la emoción que los acompañaba, tenían que terminar. En más de una ocasión se había sentado cuando era niña en los duros bancos de la iglesia a escuchar a algún sacerdote, de pie junto a un féretro, recitar un palabrerío falso acerca de la vida eterna. Su madre. Sus abuelos. Finalmente su padre, que la dejó helada y sola en el mundo hasta que llegó Michael. Eso era lo que detestaba, los finales.

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