Read El Profesor Online

Authors: John Katzenbach

El Profesor (52 page)

Verdad o mentira. Adrián todavía necesitaba la ayuda del delincuente sexual. Echó un vistazo a la figura con capucha en la pantalla. Quienquiera que fuese, vivía atrapada en una distante orilla del río. Dependía de él encontrar un puente.

—Sólo una cosa para comprender a lo que nos estamos enfrentando: si yo quisiera saber dónde está ubicado este sitio web, ¿cómo...?

Trató de hacer que su pregunta sonara inocente y no mostrara un interés especial, pero se dio cuenta de que era totalmente transparente. Insistió de todos modos, contando con que la fatiga de Wolfe lo ayudara a ocultar su interés.

—Quiero decir, hemos estado navegando de un lado a otro, pero ¿cómo sabremos adonde ir físicamente para encontrar a Jennifer una vez que la descubramos en la web?

Wolfe dejó escapar una leve sonrisa desdeñosa de incredulidad, sin que sus ojos en ningún momento se apartaran de la pantalla.

—No es tan difícil —respondió—. Sólo que depende de alguna manera de las personas que han montado el sitio.

—No entiendo —dijo Adrián.

Wolfe habló como un maestro de instituto realmente cansado a un estudiante más interesado en aprobar la materia que en las matemáticas.

—¿De lo delincuentes que sean?

Adrián se meció de un lado a otro.

—¿Eso no es como preguntar si una mujer está un poco embarazada, señor Wolfe? Una o bien...

Wolfe giró en su asiento, y miró a Adrián con una expresión resueltamente fría.

—¿Usted no ha estado prestando atención, profesor?

Adrián permaneció en su asiento, totalmente desconcertado. Su silencio se convirtió en una pregunta a la que Wolfe parecía ansioso por responder.

—¿Hasta qué punto quieren que el mundo sepa que están haciendo algo ilegal?

—No demasiado —contestó Adrián.

—Error, profesor, error, error, error. El mundo de las sombras. Ahí, uno necesita credibilidad. Si la gente piensa que usted respeta totalmente la legalidad, bien, ¿dónde está la gracia de eso? ¿Dónde está la emoción? ¿Dónde está el límite?

Adrián se quedó sorprendido por la notable exactitud del delincuente sexual acerca de la naturaleza humana.

—Señor Wolfe —observó cautelosamente—, usted me impresiona.

—Debí haber sido profesor, igual que usted —replicó. La cara de Wolfe se frunció en una sonrisa que Adrián realmente esperó que fuera diferente de la sonrisa perversa que usaba cuando estaba dedicado a satisfacer sus deseos—. Está bien, profesor, usted comprende que cada sitio tiene una dirección IP, un nombre único para el servidor que lo pone en ese lugar, ¿no? Hay un programa muy simple que da las coordenadas de GPS para cada servidor. Podemos buscar éste muy rápidamente, pero...

—¿Pero qué? —quiso saber Adrián.

—Estos tipos..., los delincuentes, los terroristas, los banqueros..., como usted quiera llamarlos, también lo saben. Hay programas que uno puede comprar para mantener el anonimato mientras mira o transmite..., sólo que...

—¿Sólo qué?

—Bien, sólo que no es del todo así. Todo puede ser descifrado al final. Depende realmente de la perseverancia de quienquiera que esté buscándolo a uno. Usted puede encriptar las cosas; si uno es una sociedad anónima, o el Ejército, o la CÍA, se vuelve muy sofisticado en cuanto a esconder cosas. Pero si uno es un sitio como éste —señaló a la niña encapuchada—, bien, no quiere esconderse. Uno quiere que las personas lo encuentren. Pero no las personas incorrectas. Como la policía.

—¿Cómo se evita eso? —preguntó Adrián.

Wolfe se pasó lentamente las manos por la cara, antes de volver a ponerlas encima del teclado.

—Piense como un delincuente, profesor. Ya han conseguido que usted pague la cuota de suscripción. Así que se quedan por aquí sólo el tiempo necesario para llenar la vieja cuenta bancaria. Y luego..., ¡puf!..., se retiran, escenario vacío, huida veloz, antes de haber atraído el tipo de atención que menos les conviene.

Adrián miró la pantalla, vio el reloj de duración de Serie # 4. Respiró hondo. Recordó —o podría haber sido Tommy que susurraba los detalles en su mente— los asesinatos de Moors y pensó: Riesgo. La mitad —tal vez más— de la emoción de las parejas de asesinos proviene del riesgo. Era lo que alimentaba la relación y la llevaba más profundamente hacia la perversión. Miró el televisor. La inmensa pantalla estaba ocupada por la muchacha encapuchada. Todo peligro acentúa la pasión. Su cabeza se tambaleó. Adrián se sentía golpeado y retorcido por lo que sabía y por lo que veía. Trató de fortalecerse interiormente, de mantener el control.

Wolfe empezó a apretar teclas. La niña encapuchada desapareció, fue reemplazada por un sitio web de búsqueda. Siguió apretando teclas, entonces se detuvo, mientras miraba la información que salía ante ellos. Wolfe escribió una secuencia de números en un cuaderno. Entonces fue a un segundo buscador y tecleó los números en espacios convenientemente dispuestos. Apareció una tercera pantalla, en la que se pedía una importante cantidad de dinero para la investigación.

—¿Quiere que lo ponga en marcha? —preguntó Wolfe.

Adrián levantó la vista, de manera no muy diferente del turista que observa la Piedra Rosetta, sabiendo que era la clave de varios idiomas, pero sin poder comprender cómo.

—Supongo que sí.

Esperaron que llegara la autorización para su tarjeta de crédito, como habían hecho antes. Al cabo de unos segundos estaban accediendo a un sitio que también requería nombre de usuario y contraseña. Wolfe escribió el ya conocido «Psicoprof» seguido por «Jennifer».

—Vaya, esto sí que es interesante... —exclamó Wolfe.

—¿El qué?

—Alguien sabe manejarse muy bien con los ordenadores. No me sorprendería si hubiera un pirata informático de primera fila conectado con este sitio.

—Señor Wolfe, por favor, explíqueme...

Wolfe suspiró.

—Mire esto —señaló—. La dirección IP cambia. Pero no demasiado rápido...

—¿Qué?

—Es posible cambiar la dirección IP de un lugar a otro, especialmente operando a través de sistemas de servidores en el Lejano Oriente o en Europa oriental, que son muy difíciles de ubicar porque se ocupan de actividades menos que legales. Por supuesto, el problema de hacer eso es que uno levanta una bandera roja electrónica, profesor. Si usted hace que su sitio cambie de dirección IP cada dos o tres minutos, pues bien, entonces resulta bien claro para cualquier tipo de Interpol (y todavía más para sus ordenadores) que alguien está haciendo algo desagradable, lo cual, como usted puede imaginar, atrae la atención. Y cuando uno quiere darse cuenta, ya tiene al FBI, la CÍA, el Ml6 y la policía estatal alemana o francesa por todo su pequeño sitio de pornografía. Pero uno no quiere que eso ocurra. No, señor. De ninguna manera quiere eso...

—Entonces...

—Quienquiera que haya organizado este sitio debe haberlo sabido. Entonces, sólo tiene una media docena de servidores a su disposición. Mire, va saltando de uno a otro alternando entre ellos.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que es un problema rastrearlo. Y mi conjetura es que si uno hace una búsqueda de GPS en todos ellos, sólo va a encontrar un montón de ordenadores instalados en un apartamento vacío en Praga o en Bangkok. Pero su transmisión principal proviene de algún otro lugar. Eso le llevaría a la policía, o al grupo Delta que trabaje para la CÍA si estuviéramos hablando de terroristas, algún tiempo para descubrir el verdadero dónde. ¿Me sigue?

Adrián miró la pantalla. El verdadero dónde. Pensó que el delincuente sexual parecía sorprendentemente instruido.

—¿Ninguna de las direcciones IP está aquí, en Estados Unidos? —preguntó.

Wolfe sonrió.

—Ah —reaccionó lentamente—. Ahora sí, finalmente, el profesor está aprendiendo. —Hizo clic en algunas teclas—. Sí —dijo—. Dos. Una en... —vaciló— Austin, en Texas. A ése lo conozco. Es un servidor de pornografía grande. Maneja docenas de sitios del tipo «Mírame» con webcams y docenas de sitios de «Envía fotos tuyas y de tu novia haciendo el amor». Déjeme ahora ver dónde están listadas las otras direcciones de IP... —Apretó las teclas, y luego dijo—: Maldición. —Adrián observó las coordenadas GPS que encontró el ordenador—. Ése es un sistema de cable de Nueva Inglaterra —informó Wolfe.

Adrián pensó por un momento, y luego dijo en voz muy baja:

—¿Dónde es eso, señor Wolfe?

Un rápido repiqueteo como de ametralladora llenó la habitación. La pantalla cambió y nueva información GPS llegó a la pantalla.

—Pues si usted quiere saber desde dónde está transmitiendo a la web whatcomesnext.com, este programa se lo dirá. —Wolfe apretó otra serie de teclas. Una nueva serie de ubicaciones de GPS apareció en el ordenador. Adrián miró atentamente, memorizando los números. Se dijo a sí mismo: Regístralos bien. No los olvides. No le muestres nada a él.

—¿Me he ganado mis veinte mil dólares? —quiso saber Wolfe—. Porque, profesor, ya es tarde.

—No lo sé, señor Wolfe —mintió Adrián—. Es un proceso fascinante. Estoy impresionado. Pero coincido con usted. Es muy tarde y, usted lo sabe, ya no soy tan joven. Nos encontraremos mañana y podemos continuar con esto.

—El dinero, profesor.

—Necesito estar seguro, señor Wolfe.

Wolfe hizo clic en las teclas y la muchacha encapuchada volvió a aparecer en la pantalla delante de ellos. Ambos hombres miraron con atención. Ella cambió de posición, llevando las piernas debajo de su cuerpo, como si estuviera temblando de frío.

El delincuente sexual se movió ligeramente, como alguien que mira dos cosas a la vez y le preocupa que alguna pueda escapársele. Adrián consideró que simplemente debía seguir mintiendo, aunque sabía que Wolfe no le creía demasiado, si es que le creía algo.

—Traeré una parte. Considérelo parte de sus honorarios, señor Wolfe. Aunque dudo que hayamos encontrado lo que estoy buscando.

Wolfe se echó hacia atrás, estirándose como un gato que se acaba de despertar. Era poco probable que le importara en lo más mínimo «la pequeña Jennifer» o Adrián o alguna cosa que no fuera lo que a él le interesaba. Adrián —o más precisamente su tarjeta de crédito— había abierto algunos nuevos caminos para que Wolfe viajara.

—Aunque ésa no sea la pequeña Jennifer —reflexionó Wolfe—, sea quien sea realmente, se trata de alguien que necesita ayuda, profesor. Porque no creo que lo que viene después para esta jovencita sea demasiado agradable. —Wolfe se rió—. ¿Entiende? —preguntó—. Un juego de palabras un poco trasnochado. No me sorprende que el lugar se llame whatcomesnext, que traducido del inglés quiere decir «qué viene después».

Adrián se puso de pie. Echó una última mirada a la chica encapuchada, como si al dejarla allí la estuviera entregando a una suerte de ser maligno. Mientras miraba, le pareció que ella le tendía la mano a través de la pantalla, directamente a él. Como si fuera uno de sus poemas, empezó a repetir en silencio las coordenadas del GPS una y otra vez. Al mismo tiempo, en algún lugar en el fondo de su cabeza, podía escuchar a Brian que daba órdenes: ¡Haz esto! ¡Haz aquello! ¡Vamos, andando! ¡El tiempo se escapa! Pero no fue hasta que escuchó el susurro de su hijo muerto que decía: Tú sabes lo que estás viendo que se obligó a apartarse de la imagen y salió lentamente de la casa del delincuente sexual.

Capítulo 39

Michael estaba sentado en una tambaleante mesa de fórmica blanca, toda marcada, que tenía una pata apenas unos milímetros más corta que las otras. Había un ordenador portátil frente a él. Estaba tomando notas para lo que él llamaba la «fase final». La mesa que se tambaleaba le irritaba, así que sacó una pistola de nueve milímetros de su cinturón, extrajo una bala e hizo una cuña debajo de la pata más corta para estabilizarla.

—¡Señor Arregla-todo! —gritó Linda al pasar por una habitación adyacente.

Michael sonrió y continuó con su trabajo. A través de la ventana, encima de un fregadero lleno de platos y vasos sucios, podía ver el cielo azul sin nubes de la tarde. Por suerte, el terreno del bosque todavía estaría blando varias horas por las primeras lluvias de la estación y por el lento proceso de la nieve en derretirse. En Nueva Inglaterra el verano tarda mucho tiempo en llegar. Hacia allí iba a dirigirse. No estaba exactamente seguro de cuándo..., tal vez al día siguiente o al otro..., pero muy pronto.

Pensó que la Número 4 ya se estaba haciendo vieja. No vieja en términos de años, sino vieja en términos de interés. Si bien siempre existía la posibilidad de que se les ocurriera un nuevo giro como para prolongar la historia, también sabía que a los clientes había que satisfacerlos, pero con tensión. Había que tener tanto un final como una promesa. Linda se lo había explicado.

—Los clientes que repiten son el alma de cualquier empresa.

A él le gustaba su tono de voz de ejecutiva, que usaba generalmente cuando estaban desnudos. La contradicción entre sus relaciones sexuales desenfrenadas y las observaciones precisas y bien planeadas de ella le excitaba.

Quería levantarse de su silla, ir y abrazarla. Ella generalmente se conmovía cuando él daba muestras espontáneas de afecto, como enviar una tarjeta el día de San Valentín. Michael estaba ya medio levantado de su asiento cuando se detuvo.

Más planificación. Menos distracciones. Fuerte final para Serie # 4.

Casi se ríe con una carcajada. A veces ser sexy consiste simplemente en terminar con el trabajo.

Se alejó de la ventana y se puso a diseñar el final de Serie # 4. Marcó en el mapa una ruta que lo llevaría muy dentro del Parque Nacional Acadia de Maine, a más de trescientos kilómetros de la granja. Era un área espectacularmente salvaje que ellos dos habían explorado hacía dos veranos como un par de aficionados estilo muesli, germen de trigo y aire libre: venados y renos, águilas volando por los aires, ríos rápidos y espumosos llenos de salmones y truchas salvajes, y totalmente aislada. Necesitaban intimidad.

El Parque Nacional estaba atravesado en todas direcciones por viejos y abandonados caminos de leñadores que se adentraban profundamente en tierras vírgenes. Necesitaban acceso para camiones, aunque ello implicara viajar por viejos caminos apenas usados en años, llenos de piedras y baches.

Era un lugar adecuado para que la Número 4 pasara los próximos años. Con pocas posibilidades de ser encontrada alguna vez... y si algún excursionista extraviado llegaba a encontrar huesos secos y blancos desenterrados por la fauna silvestre..., pues bien, a esas alturas ya estarían en Serie # 5 o tal vez incluso en Serie # 6.

Other books

Cast & Fall by Hadden, Janice
Laughing Fate by Means, Roxy Emilia
Bloodlands by Timothy Snyder
Running Wide Open by Nowak, Lisa
Coma Girl: part 1 by Stephanie Bond
Midnight Girls by Lulu Taylor