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Authors: John Katzenbach

El Profesor (24 page)

Terri asintió con la cabeza. El jefe veía los mismos problemas que ella. Quería asegurarse de que nunca tuviera que ponerse de pie delante de un montón de cámaras y periodistas para decir: Bien, no pudimos aprovechar las oportunidades que tuvimos... Ella había visto a policías en otras jurisdicciones enfrentarse a esa situación y ver cómo sus carreras se desvanecían. Dudaba de que su jefe —aun con el sólido apoyo del alcalde y del ayuntamiento— quisiera ser el próximo en enfrentar la dura mirada de la publicidad negativa.

Era fácil para ella suponer que tampoco querría levantarse delante del concejo municipal, ni siquiera en sesión secreta, y decir: Bueno, tal vez tenemos un violador o asesino en serie en nuestro agradable, tranquilo y pequeño pueblo universitario..., porque eso sería igualmente explosivo. Así que, tal como lo sospechaba, lo que le estaba diciendo realmente era: Haz todo lo posible. Cubre todas las bases. Sigue todos los procedimientos. Pero no corras riesgos. No te vuelvas loca. Sólo sé firme y prudente..., porque si algo sale mal, tú serás la culpable.

Ella asintió con la cabeza.

—Lo mantendré informado si logro desarrollar algo que sea de interés.

—Hazlo —replicó él. Se arregló el nudo de la corbata. Un discurso, supuso Terri, tal vez con los masones o en el Club de Leones local. El tipo de público dispuesto a escuchar detalles estadísticos sobre delincuencia y sobre cómo el Departamento de Policía había manejado cada caso con destreza y profesionalidad. Esa era una impresión que al jefe le gustaba dar, y era bueno en eso.

Terri decidió que iba a hacer dos cosas. En primer lugar, revisar casos sin resolver. Tal vez había otra Jennifer de la que no estaba al tanto. Y luego planeaba identificar a cada delincuente sexual fichado que estuviera a su alcance. Muchas visitas, pensó. Pero necesarias.

Se levantó y salió de la oficina del jefe. No había dicho una sola palabra sobre las teorías del profesor Thomas. La mayoría de los crímenes se ajustan a patrones, se ajustan a normas estadísticas, se ajustan a esquemas que pueden ser enseñados en las aulas para luego ser aplicados en situaciones de la vida real. El quería salirse de esos parámetros, pensó ella.

También pensó que no tenía sentido hacerlo realmente. Pero tampoco lo tenía no hacerlo.

En un primer momento los ojos de Jennifer estaban nublados por el miedo. Pero cuando miró hacia la ventana —tal vez a unos dos o tres metros sobre la pared— su visión se aclaró, y Adrián pudo ver que ella había comprendido. También pareció endurecerse, casi como si hubiera envejecido abruptamente en ese preciso instante, pasando de la infancia inocente a la adultez, todo debido a la cascada de disparos.

—Puedo hacer eso —dijo en voz baja, mientras asentía con la cabeza. Debería haber gritado por encima de los disparos de las armas, pero Adrián comprendió su respuesta con la claridad que proporciona el peligro.

Él se alzó desde el lugar donde se habían acurrucado contra una pared y empezó a agarrar los muebles viejos y abandonados, objetos ya deformados que alguna vez habían formado parte de la vida en la granja —un lavabo roto, un par de sillas de madera— y los arrojó desesperadamente al otro lado del sótano, lanzándolos contra la pared debajo de la ventana. Tenía que encontrar una cantidad suficiente como para poder escalar sobre ellos hasta la ventana. Su pie fracturado le dolió tanto que por un momento se preguntó si no habría sido alcanzado por un disparo. Luego cayó en la cuenta de que no importaba.

* * *

En la parte alta de la escalera, Michael estaba registrándolo todo con la cámara por encima del hombro de Linda mientras ella iba haciendo las descargas del AK-47, teniendo cuidado de que no pudieran reconocerla. Las explosiones los dejaban sordos, y cuando ella se detuvo, ambos se inclinaron hacia delante. Él dudaba que hubieran llegado a matar a la Número 4 y al anciano. Tal vez los habían herido. Indudablemente les habían dado un gran susto. Michael tenía muy en cuenta el arma en la mano del anciano. Calculó que la Número 4 podría estar armada con el Magnum que le habían dado para su suicidio ante las cámaras.

Estaba tratando de ser lógico y de evaluar todas las circunstancias, aun cuando la adrenalina palpitaba en su interior y mantenía el ojo derecho pegado al visor.

—El arma que le diste a la Número 4... —dijo en voz baja, con la esperanza de que el micrófono de la cámara no enviara más que unas cuantas palabras sueltas a Internet—. ¿Cuántos proyectiles?

—Sólo el que ella necesitaba —replicó Linda a la vez que se apoyaba la AK-47 en la cadera y aflojaba el dedo del gatillo. Sabía que si bajaba unos escalones, podría cubrir con mucha más eficacia el sótano, pero el ángulo sería muy difícil para que Michael filmara detrás de ella. Como una operadora de cámara que prepara las tomas para una complicada secuencia de acción —por ejemplo con coches deportivos, explosiones y actores corriendo atropelladamente en todas direcciones—, hacía rápidos cálculos en su cabeza—. Si les metemos prisa... —empezó a decir ella, pero él la interrumpió.

—Escucha —señaló—. ¿Qué es ese ruido? —Los dos se esforzaban por comprender lo que escuchaban. En sus oídos sentían el eco provocado por las explosiones de un arma automática disparada muy cerca. Era como tratar de leer letras pequeñas en una habitación con poca luz. Les llevó unos segundos darse cuenta de que lo que estaban escuchando era el ruido de muebles empujados por el suelo de cemento y lanzados contra una pared. En un primer momento Michael imaginó una barricada y pensó que el anciano y la Número 4 iban a tratar de esconderse y defenderse.

Reconstruyó mentalmente el sótano, tratando de ver el sitio más ventajoso para una trinchera individual improvisada para un par de ratas acorraladas. Y mientras lo hacía, vio la pequeña ventana llena de telarañas. La ventana era la única vía de escape que quedaba, o, si Linda y él llegaban allí primero, el sitio desde el que hacer funcionar tanto su cámara como todas las armas que llevaban.

Tocó el hombro de su amante y se llevó un dedo a los labios en el gesto universal que indica cautela y silencio. Le hizo un gesto a Linda para que lo siguiera, pero no antes de soltar otra descarga de su arma. Ella lo hizo y barrió con la AK-47 de un lado a otro por el estrecho pasillo del hueco de la escalera, haciendo llover balas en el sótano hasta que vació el cargador. Sacó el segundo cargador del bolsillo de Michael y lo puso de un golpe en su sitio, echó el pestillo hacia atrás, lista para disparar. Luego corrió tras él.

* * *

Terri Collins necesitó unos segundos para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Desde donde estaban ella y Mark Wolfe, detenidos junto al automóvil de Adrián, los ruidos del tiroteo parecían venir de un televisor en una habitación cercana. Aunque amortiguado por la casa, el ruido de los disparos de las armas automáticas era inconfundible. Ella había pasado muchas horas en su viejo automóvil esperando, entre las quejas de los niños pequeños, mientras su ex marido hacía prácticas de tiro en un polígono militar donde vaciar cargadores de cien proyectiles sobre blancos fijos con forma de terroristas era la norma, más que la excepción.

Se volvió hacia Mark Wolfe. Reconocer eso fue como si la atravesara una descarga de electricidad.

—¡Llame pidiendo ayuda! —gritó.

El empezó a ocuparse del teléfono móvil mientras Terri corría veloz a la parte de atrás de su automóvil. Abrió de golpe el maletero y sacó un chaleco antibalas negro que guardaba allí. Se lo había regalado su vecina Laurie hacía muchos años, cuando todavía desempeñaba sus funciones en un coche patrulla, y no lo había usado ni una vez después de abrir el paquete una mañana de Navidad.

—Deles la dirección correcta —le gritó por encima del hombro—. Dígales que necesitamos a todo el mundo. Avise de que hay armas automáticas involucradas. ¡Y una ambulancia! Si es necesario, dígales que hay un oficial herido..., eso hará que se muevan con rapidez. —Apretó los cierres de velero, ajustando el chaleco contra el pecho. Lo sintió excesivamente pequeño y estrecho. Luego cargó la pistola.

Escuchó una segunda descarga de disparos distante. Sin pensar en lo que estaba haciendo, empezó a correr. Sabía que tenía que llegar al lugar donde se estaban produciendo los disparos. Su última orden a Wolfe fue:

—Espere aquí. ¡Dígales hacia dónde he ido! —Moviéndose lo más rápido que pudo, con el arma sujeta con fuerza entre las manos, Terri corrió hacia el camino de entrada a la vieja granja.

Wolfe telefoneó en busca de ayuda mientras ella desaparecía por la curva del camino. Cuando la agente de guardia de la policía local atendió la línea, su mensaje fue concreto y preciso.

—Envíe ayuda —dijo—. Mucha ayuda. Hay una detective de la policía en un tiroteo.

Le dio la dirección a la agente, y escuchó que la mujer, asustada y ya casi sin aliento, decía:

—Se necesita un tiempo para que la policía del Estado llegue a esa dirección. Al menos quince minutos.

—No tenemos quince minutos —respondió secamente, mientras colgaba. Nunca ha tenido que ocuparse de una llamada como ésta, pensó. Wolfe levantó la vista, los ojos dirigidos hacia Collins. El bosque junto a la entrada era demasiado espeso como para que él pudiera seguir su avance, era como si la oscuridad se la hubiera tragado de pronto. Se debatía en una duda. Le había dicho que esperara y la mitad cobarde en él estaba completamente dispuesta a quedarse en un sitio seguro y dejar que, fuera lo que fuese que estaba ocurriendo, ocurriera sin ninguna otra participación más por su parte. Pero este sentido natural de la autopreservación estaba en guerra con la otra mitad de su personalidad, la mitad que quería ver y estaba dispuesta a correr toda clase de riesgos para satisfacer ese irrefrenable deseo.

Todo lo importante en su vida tenía que ver con estar disponible. Respiró hondo y empezó a correr detrás de la detective, aunque no dejaba de repetirse a sí mismo, al ritmo de cada zancada, que debía mantenerse atrás, escondido, y dejar que todo se desarrollara frente a él. Mantente cerca, insistió para sí mientras sus piernas se estiraban corriendo por su cuenta, pero no demasiado cerca.

* * *

Adrián hacía equilibrio sobre los muebles viejos y ayudó a Jennifer a subir junto a él. Podía sentir que toda aquella estructura construida en medio del pánico se balanceaba y amenazaba con desplomarse. Metió su arma en el bolsillo, esperando que no se le cayera, y unió sus manos formando un escalón para la adolescente desnuda. Ella levantó el pie y puso una mano sobre el hombro de Adrián para mantener el equilibrio, pero sosteniendo a su oso con la otra. Con un gruñido esforzado, la alzó hasta la ventana. Ella se agarró al marco. Adrián la vio extender la mano que sostenía al oso y lanzar el juguete hacia fuera, mientras se agarraba de la madera astillada. Jennifer se tambaleó por un instante, y luego, pateando y trepando como un pez que salta de un lado a otro sobre la cubierta de un barco, se esforzó para subir y salir.

Adrián respiró aliviado. Estaba un tanto asombrado por lo que había hecho. No sabía cómo se las iba a arreglar para trepar él esa misma distancia. Desde donde estaba situado —como un ave sobre una rama inestable— buscó algo para agregar al montón y tener el apoyo necesario. No vio nada. La resignación comenzó a roerle el estómago. Ella puede correr. Estoy atascado aquí. Me gustaría salir, pero no puedo...

Y cuando estos pensamientos derrotistas comenzaron a dominarlo, escuchó una voz desde arriba.

—¡Profesor, rápido! —Jennifer, que había desaparecido a través de la ventana, estaba en ese momento inclinada otra vez hacia el interior, mitad dentro, mitad fuera, estirando su brazo flaco hacia él. El no creía que ella pudiera tener ni remotamente la fuerza como para ayudarlo.

¡Maldición, inténtalo, Audie! ¡Inténtalo!, le estaba gritando Brian al oído.

Adrián miró hacia arriba. Pero esta vez no era la adolescente quien se asomaba por la ventana extendiendo la mano, era Cassie. Vamos, Audie, le rogó. No vaciló. Trató de coger su brazo, se apoyó en la pared y empujó con los dos pies, el fracturado y el otro, con toda la fuerza que pudo. Sintió que la pila de muebles crujía bajo él y por un momento pareció flotar en el aire. Pero con la misma rapidez con que apareció esa sensación, se sintió golpear contra el cemento, y creyó que estaba cayendo, hasta que se dio cuenta de que no era así, que estaba sujeto al marco de la ventana, con las uñas sangrando clavadas en la madera. Movía los pies desenfrenadamente. No creía que ella tuviera la fuerza para hacer lo necesario, pero sintió que era levantado, en parte por la adolescente que lo agarraba del cuello de la chaqueta, en parte por la poca fuerza que le quedaba y en parte por todos sus recuerdos. Alas, imaginó.

Y de pronto vio la luz del sol arriba. Gateó a través de la ventana, con Jennifer arrastrándole los últimos centímetros.

El anciano y la adolescente desnuda se desplomaron exhaustos contra la pared de la casa. Ella bebía el aire fresco como si fuera el champán más fino, con la luz del sol cayendo sobre su cara. Se estaba diciendo a sí misma: Sólo un poco más de esto, y luego puedo morir, porque este sabor es maravilloso.

Adrián se recompuso para poder organizar sus ideas. La seguridad de la hilera de árboles estaba cerca del lado más alejado del establo, en el otro extremo del mismo espacio abierto por el que había corrido antes. Si lograban llegar hasta allí, podrían esconderse. Cuando agarró el hombro de Jennifer y empezó a señalar desesperadamente hacia la dirección en la que debían ir, un estallido de balas de la AK-47 explotó en la pared encima de sus cabezas y rompió el suelo cerca de sus pies. Montones de tierra volaron sobre sus caras, astillas de madera y revoque cayeron como lluvia sobre sus cabezas. Era como estar dentro de un tambor que alguien golpeaba enloquecidamente. Saltaron hacia atrás, uno junto al otro, y Jennifer comenzó a gritar otra vez, aunque su voz no era lo suficientemente fuerte como para alzarse por encima del insistente rugido de la ametralladora. Parecía que el mortal martilleo del arma salía de su boca abierta.

Linda y Michael se habían separado. Ella había ido a la parte de atrás, y estaba apuntando el rifle desde una esquina de la casa, lo cual le daba un buen ángulo de tiro sobre ellos dos. Era difícil disparar con precisión sin exponerse ella misma, de modo que dejó que fuera el volumen de fuego el que hiciera la tarea.

Michael había ido al frente, más allá de su vieja camioneta, lo cual le daba suficiente protección como para seguir filmando. Había bajado la escopeta para levantar la cámara de alta definición, dejando el ordenador portátil sobre el techo de la cabina del vehículo. Lo único que podía pensar era: ¡Qué espectáculo!

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