Authors: John Katzenbach
El problema era que sí tenía sentido. Sólo que ellos no lo sabían. Seguía observando cuando su hijo se desplomó en un sillón, ignoró la televisión y cogió un libro ilustrado. Ella se preguntó: ¿Me fui a tiempo? Se las había arreglado para huir, haciendo las maletas y corriendo cuando sabía que él iba a estar ocupado durante unas horas. Había tomado muchas precauciones, sin dar la menor señal de huida en las semanas previas a su fuga, destacando, cada vez que podía, los asuntos más aburridos y rutinarios, de modo que cuando huyera, fuera algo inesperado. Dejó todo atrás, salvo un poco de dinero y los niños. El podía quedarse con todo lo demás. No le preocupaba. Tenía un único mantra que había repetido en su interior sin cesar: Comenzar de nuevo. Comenzar de nuevo.
En la época que siguió a la fuga obtuvo una orden de alejamiento y el acuerdo de divorcio que limitaba su acceso a los niños y depositó todos los papeles necesarios en la base del Primer Escuadrón Aerotransportado, donde estaba el jefe de su marido, en Carolina del Norte. Había soportado más de una sesión con consejeros militares, que trataron de convencerla —de manera sutil y a veces no tanto— de que volviera con su marido. Ella se había negado, por mucho que le repitieran que él era «un héroe norteamericano».
Tenemos demasiados héroes, pensó ella.
Pero no existía nunca una huida absoluta y completa —por lo menos no una que no implicara esconderse, identidades falsas y moverse de un lugar a otro tratando de ser anónimo en un mundo que parece dedicado a divulgar todo sobre todos—. Él nunca estaría del todo fuera de sus vidas. Ésa era, en parte, la razón por la que había vuelto a estudiar, y se había esforzado tanto para convertirse en una mujer policía. El arma semiautomática en su bolso y la placa que llevaba eran un mensaje explícito de que ella esperaba servir de barrera entre él y cualquier veneno que quisiera administrar.
Abrazó a los dos niños y, al mismo tiempo, elevó una breve plegaria: otro día a salvo. Terri puso a los niños a hacer sus tareas infantiles —dibujar, leer, mirar la televisión— y luego fue a la cocina. Laurie le estaba preparando la cena.
—Pensé que no estabas diciendo exactamente la verdad —se justificó.
Terri dirigió su mirada al pastel de carne recalentado y la ensalada fría. Cogió el plato, buscó tenedor y cuchillo y, siempre de pie, se apoyó en la encimera y empezó a comer.
—Deberías ser detective —le dijo entre bocado y bocado.
Laurie asintió con la cabeza. Eso era un cumplido importante para alguien como ella, que pasaba mucho tiempo con Raymond Chandler, sir Arthur Conan Doyle y James Ellroy.
En la otra habitación, los dos niños se mantenían ocupados y en silencio, lo cual era una especie de victoria. Terri empezó a servirse un vaso de leche, luego lo pensó mejor y encontró una botella medio vacía de vino blanco. Cogió dos copas de un estante.
—¿Te quedas un rato más?
Laurie asintió con la cabeza.
—Sí. Vino blanco y meter a los niños en la cama. No se me ocurre una velada mejor, siempre y cuando pueda volver a la televisión antes de que empiece CSI: En la escena el crimen.
—Esos programas... ya sabes que no son reales.
—Sí. Pero son como pequeñas lecciones morales. En los tiempos medievales, todos los campesinos se reunían delante de las escalinatas de cualquier iglesia para ver a los actores interpretando historias bíblicas del Antiguo Testamento con las que les daban lecciones, como por ejemplo: «Si no eres un buen creyente, Dios te castigará». Hoy encendemos el televisor y vemos a Horado como-quiera-que-se-llame en Miami o a Gus en Las Vegas para que nos informen más o menos de lo mismo de manera más moderna.
Ambas se rieron.
—¡Diez minutos! —les gritó Terri a los niños desde la cocina, una noticia que fue recibida con predecibles quejas.
Terri sabía que Laurie estaba ansiosa por preguntar por el caso en el que estaba trabajando, pero era demasiado educada como para abordar el tema sin un preámbulo. Comió un bocado de pastel de carne.
—Una fuga —dijo a manera de respuesta a la pregunta no verbalizada—. Pero no podemos estar seguros. Tal vez sea un secuestro. O tal vez alguien la ayudó a escapar. No está claro todavía.
—¿Y tú qué piensas? —quiso saber Laurie.
Terri vaciló.
—La mayoría de los jóvenes que desaparecen lo hacen por alguna razón. Y por lo general aparecen otra vez. Por lo menos eso es lo que nos dicen las estadísticas.
—Pero...
Terri miró hacia la otra habitación para asegurarse de que sus hijos no podían oírla.
—No soy optimista —respondió en voz baja. Comió un poco de ensalada con el tenedor y bebió un largo trago de vino—. Soy realista. Tengo esperanza de que sea lo mejor. Espero lo peor.
Laurie asintió con la cabeza.
—Los finales felices...
—Si quieres un final feliz, mira la televisión —concluyó Terri enérgicamente. Sonó mucho más severa de lo que pensaba que debía ser, pero su conversación con el profesor la había dejado viendo sólo las posibilidades grises y oscuras—. Es más posible encontrarlo allí.
* * *
Era, pensaba, una manera poco usual de investigar un crimen. Se había hecho tarde y Laurie se había ido con su acostumbrado ofrecimiento:
—Llama en cualquier momento, de día o de noche.
Los niños estaban dormidos y Terri iba por su tercera copa de vino blanco, rodeada de libros y artículos, y un ordenador portátil cerca del codo. Estaba en el extraño reino existente entre el agotamiento y la fascinación.
«Como puede ver, detective, el delito que ocurrió justo delante de mí era solamente un principio. Escena primera. Primer acto. Entran los antagonistas. Y lo poco que sabemos acerca de ellos probablemente no conduce a ninguna parte. Especialmente si los criminales son expertos en lo que hacen». Podía escuchar la voz del viejo profesor que resonaba en el santuario de su pequeña y recargada casa desordenadamente llena de juguetes. Expertos. Ella no le había contado nada acerca de la camioneta robada y del fuego que muy probablemente eliminó todas las pruebas que pudieran haber dejado sin querer. Ciertamente, sólo alguien que sabía lo que estaba haciendo tomaría tantas precauciones.
Tenemos que tener en cuenta el crimen que está ocurriendo, incluso mientras hablamos.
El profesor estaba lleno de suposiciones salvajes, enloquecido por las ideas, pensaba ella. Pero, ocultas por todo eso, algunas ideas tenían sentido para ella. Lo había escuchado cuidadosamente tratando de ver un sendero entre dos misterios. El primero era el obvio: ¿Qué tenía de malo él? El segundo era mucho más complicado: ¿Cómo encontrar a una Jennifer que ha sido arrebatada de este mundo?
Había decidido que simplemente iba a tener paciencia con el profesor. Era inteligente, perspicaz y sumamente educado. El hecho de que su capacidad de atención se fuera y regresara con la misma rapidez, de que pareciera flotar hacia otras tierras y de que respondiera a preguntas y afirmaciones que no habían sido expresadas..., bien, en lo que a Terri concernía, se trataba de cosas bastante benignas. En algún sitio en medio de todas sus andanzas mentales podría haber un sendero que ella pudiera seguir.
Sobre su regazo estaba la Enciclopedia del crimen. Había leído dos veces el artículo entero sobre los asesinatos de Moors, para luego hacer un examen minucioso del crimen en Internet. Nunca dejaba de asombrarle todo lo que uno podía descubrir oculto en raros rincones del cibermundo. Encontró fotografías de autopsias, planos de escenas del crimen y documentos originales de la policía, todos hechos públicos en varios sitios web dedicados a los asesinos en serie y a la depravación sexual. Estuvo tentada de pedir alguno de los muchos libros que había sobre Myra Hindley e Ian Brady, pero no quería que ese tipo de material ocupara espacio en una balda junto a El gato en el sombrero, El viento en los sauces o Winnie the Pooh.
Tenía la precaución de borrar de la memoria de su ordenador el acceso a cada uno de los sitios web relacionados con homicidios que ella visitaba. No tenía ningún sentido dejar allí nada que su hijo pudiera llegar a abrir. Los niños son naturalmente curiosos, pensó, pero toda curiosidad debe tener sus límites. Ella lo sabía, era una postura sumamente razonable y maternal. Pero incluso después de utilizar el ratón y el teclado para enviar todo al purgatorio del ordenador, lo que había leído se quedaba en su interior.
Hasta donde ella entendía, lo que el profesor quería decir era que lo que estimulaba a la pareja homicida era la necesidad de compartir sus excesos.
«Ésa es la clave. Tenían que ir más allá de ellos dos. Si hubieran compartido su amor por la tortura sólo entre ellos, bueno, podrían haber continuado más o menos indefinidamente». Terri había tomado algunas notas mientras el profesor le hablaba como un catedrático. «Salvo que cometieran un error en la planificación o fueran descubiertos por alguna persona al azar..., podrían haber continuado durante años».
Ella sabía poco acerca de este tipo de crímenes, a pesar de haber hecho algunos cursos sobre homicidios célebres y asesinos en serie, pero la mayor parte de sus conocimientos al respecto se habían esfumado después de varios años dedicados a la rutina de los delitos de un pueblo universitario, con su muy limitado espectro.
«Si cojo dos ratas blancas idénticas y las pongo en la misma situación psicológica..., bien, es posible evaluar sus diferentes respuestas a estímulos idénticos. Pero todavía habría una línea básica de similitudes sobre la que podríamos medir».
Parecía que había recobrado su vigor. Ella supuso que mientras hablaba podía verse a sí mismo rodeado por estudiantes, amontonados en un laboratorio a oscuras, observando el comportamiento de los animales, evaluándolos cuidadosamente.
«Cuando ratas similares en una situación idéntica empiezan a desviarse de esas normas es cuando las cosas se ponen interesantes».
Pero la desaparición de Jennifer no era un experimento de laboratorio. Por lo menos, pensó, reclinada en su silla, ella no creía que lo fuera. Respiró hondo y se preguntó si no estaría equivocada.
Estaba en una posición difícil. Se recordó a sí misma que debía ser cautelosa. Adoraba su trabajo, pero se daba cuenta de que cada caso podía definir su carrera. Si llegaba a fallar con una violación en el campus, tendría que volver a conducir un coche patrulla. Si estropeaba una investigación de drogas o un robo con allanamiento de morada, en un departamento policial pequeño como el suyo, la mancha negra en su historial sería magnificada. En lugar de agitar su placa dorada ante rateros y estudiantes que habían bebido tanto como para cometer un delito, estaría respondiendo llamadas telefónicas.
Una parte de ella estalló en cólera contra Jennifer. ¡Maldita sea! ¿Por qué no podías simplemente fumar marihuana y quedarte toda la noche fuera de casa como hace cualquier adolescente con problemas? ¿Por qué no ponerte a beber y a practicar sexo demasiado pronto y sin protección y pasar de ese modo la adolescencia? ¿Por qué tenías que huir?
Estaba exhausta. Ya se habría quedado dormida si no fuera por las imágenes combinadas de dos asesinos muertos hacía medio siglo y de Jennifer. Quería prometer que la iba a encontrar, pero sabía que eso todavía era poco probable.
* * *
El jefe de su departamento estaba sentado detrás de su mesa. Había una fotografía sobre la pared detrás de él: el jefe con uniforme de béisbol rodeado de niños. Una temporada de campeonato de la Liga Menor. No muy lejos había un trofeo barato pero brillante y un diploma enmarcado que lo declaraba «el mejor entrenador de todos los tiempos» rubricado por muchas firmas apenas definidas. El resto de la pared estaba dedicado a diplomas de numerosos cursos de entrenamiento, un programa de desarrollo profesional del FBI del
Fitchburg State College y un título de postgrado del John Jay College en Nueva York. Ella sabía que este último era bastante prestigioso.
Al jefe le gustaba llevar uniforme para trabajar, pero aquel día vestía un traje que parecía demasiado ajustado para su vientre expandido y para sus brazos de levantador de pesas. Ella tuvo la impresión de que estaba a punto de reventar en varias direcciones, como un personaje de dibujos animados que estuviera siendo inflado como un globo. Estaba tomando lentamente el café y tamborileando con un lápiz sobre el escueto informe que ella había presentado.
—Terri —le dijo lentamente—, aquí hay más preguntas que respuestas.
—Sí, señor.
—¿Estás sugiriendo que llamemos a los tipos de la policía del Estado o al FBI?
Terri había previsto esta pregunta.
—Creo que debemos informar de la situación, hasta donde podemos saber. Pero sin ninguna prueba firme, sólo van a estar tan frustrados como yo.
El usaba gafas. Tenía el hábito de ponérselas y luego quitárselas —se las quitaba cuando hablaba, se las volvía a poner cuando leía— de modo que estaba constantemente en movimiento.
—Entonces lo que estás diciendo...
—Una adolescente con una historia confirmada de fugas se escapa por tercera vez. Un testigo poco fiable dice que vio que era raptada en una calle. Investigación adicional revela que un vehículo robado similar al que él vio podría haber sido incendiado horas después de la desaparición.
-Sí, ¿y?
—Sí, y eso es todo. No hay una petición de rescate. Ningún contacto con la muchacha desaparecida ni con nadie más. En otras palabras...: si hubo un delito, ahí termina todo.
—Jesús. ¿Qué piensas tú?
—Yo pienso... —Terri vaciló. Estaba dispuesta a precipitarse con su respuesta, pero se dio cuenta de pronto de que lo que dijera podía ser peligroso. Quería asegurarse de proteger cautelosamente su puesto—. Pienso que debemos proceder con cautela.
—¿Cómo?
—Bien, el testigo, el profesor Thomas, emérito de la universidad, pongo sus antecedentes en el informe, piensa que debemos revisar casos de posibles secuestros con abuso sexual. Analizar a todos los potenciales delincuentes sexuales. Tratar de encontrar por ahí algún camino a seguir. Al mismo tiempo, debemos aumentar los requerimientos sobre personas desaparecidas. Si usted quiere informar a su enlace con la oficina del FBI de Springfield, eso podría ayudar. Mire a ver si quieren involucrarse.
—Lo dudo —dijo el jefe—. No sin algo más concreto para empezar. —Terri no continuó. Sabía que el jefe lo haría—. Está bien, sigue trabajando en el caso. Mantenlo en el primer lugar de tu bandeja. Sabes que la mayoría de estos adolescentes fugados al final aparecen. Esperemos que con suerte las personas a quienes el profesor vio sean unos amigos que la madre no conoce. Sigamos reuniendo información mientras esperamos una llamada del tipo Se me acabó el dinero y quiero volver a casa.