Authors: John Katzenbach
* * *
Terri Collins conducía a toda velocidad, llevando su pequeño automóvil mucho más allá de cualquier límite que pudiera ser seguro. Mark Wolfe iba agarrado al asidero encima del asiento del acompañante con una sonrisa salvaje en su cara y los ojos muy abiertos en lo que podría interpretarse como una emoción de montaña rusa. Los kilómetros pasaban por debajo de las ruedas. Durante gran parte del camino habían viajado en silencio, quebrado sólo por la voz seductora y metálica del GPS dando instrucciones que venían de una aplicación de su teléfono móvil.
No sabía cuánto tiempo habían recuperado para alcanzar al profesor. Bastante. ¿Suficiente? Estaba segura de que aquello era una emergencia, pero se habría visto en dificultades para explicar exactamente por qué era tan urgente. ¿Impedir que un profesor de psicología medio loco le disparara a alguien inocente? Eso era posible. ¿Encontrar a una adolescente fugitiva que estaba siendo explotada en un sitio web de pornografía? Eso era posible. ¿Ninguna de esas dos cosas y yo haciendo el papel de tonta? Probablemente.
En un momento, Wolfe se había reído. Había estado yendo a una velocidad cercana a los ciento cincuenta kilómetros por hora, y él encontraba que eso era increíblemente divertido.
—Un agente de tráfico me habría arrestado a mí, con seguridad —dijo—. Y se habría sorprendido mucho al revisar mi matrícula y mi licencia de conducir. Los tipos con antecedentes como los míos nunca pueden evitar una multa por exceso de velocidad sólo hablando. Pero usted tiene suerte.
Terri no pensaba que tuviera suerte. Es más, le habría gustado mucho que un automóvil de la policía estatal apareciera detrás de ella. Eso le habría dado una excusa para pedirle ayuda.
No estaba segura de necesitar ayuda. Tampoco estaba segura de no necesitarla. Le parecía que estaba embarcada en una curiosa búsqueda, acompañada por un muy desagradable Sancho Panza, siguiendo a un Don Quijote que no tenía siquiera la pobre conexión con la realidad del literario caballero andante.
La voz del GPS les hizo salir de la carretera interestatal hacia caminos secundarios. Ella conducía su automóvil tan rápido como aquellos angostos caminos se lo permitían. Sus neumáticos se quejaban. Wolfe se tambaleaba en el asiento del acompañante, arrastrado primero a la derecha, luego a la izquierda, por la fuerza de cada movimiento.
Un cambiante paisaje de idílico aislamiento pasaba rápidamente por las ventanillas. Los bosques y los campos deberían haber parecido tranquilos y bellos, pero en cambio aparentaban estar escondiendo secretos. Por un momento ella recordó que se había saltado totalmente el orden y los procedimientos. El pueblo donde trabajaba tenía sentido para ella. Tal vez no todo era ideal, pero comprendía todos los oscuros trasfondos, de modo que no le parecían temibles. Este viaje estaba todo envuelto en ideas oscuras que iban más allá de todo lo que alguna vez había experimentado en sus años como policía. Tal vez no en su época de víctima, sin embargo. Sacudió la cabeza, como si estuviera respondiendo a una pregunta, aunque ninguna había sido formulada.
Mark Wolfe estaba mirando las indicaciones.
—Quince kilómetros por este camino —dijo—. En realidad, quince kilómetros y seiscientos metros, según esto. Y luego una vuelta más, otros seis kilómetros y medio, y deberíamos estar ahí. Suponiendo que estos datos sean correctos. A veces Mapquest no es muy preciso. —Se echó a reír—. Nunca me imaginé que iba a ser el copiloto de una policía —dijo.
* * *
Adrián encontró un sendero que parecía paralelo al de la entrada, a través de los árboles que señalaban el lateral del camino a la granja. Esquivó los troncos caídos y tropezó en la esponjosa tierra húmeda. Los ásperos arbustos tironeaban de su ropa, y a los pocos minutos, el sendero se estrechaba y se hacía cada vez más enredado, hasta que se encontró luchando contra los brotes de la primavera.
Avanzaba zigzagueando, con espinas que le enganchaban los pantalones y le herían las manos, apartando arbustos, girando a la derecha, luego a la izquierda, tratando de mantenerse en un sendero que por momentos aparecía abierto y accesible, para luego, unos metros más adelante, volverse intransitable. Adrián no quería reconocer que estaba perdido otra vez, pero sabía que se estaba viendo obligado a tomar direcciones que lo alejaban del lugar adonde quería ir. Luchó por mantener intacto su sentido de la orientación mientras se abría camino por entre los espesos arbustos. Esperaba que Brian le dijera cuánto peor era la selva en Vietnam, pero a su lado sólo podía escuchar la respiración fuerte, rápida y exhausta de su hermano. Cuando se detuvo un momento para descansar, se dio cuenta de que estaba solo.
Se sentía en una trampa. Quería empezar a disparar la nueve milímetros, como si las balas pudieran abrirle el camino. El sudor goteaba de su frente incluso con aquella temperatura templada. Era como estar en una pelea, y él daba golpes, apartando ramas de su cara, pateando espinas que se agarraban a sus pantalones.
Adrián se tomó un segundo para mirar hacia arriba. El cielo azul parecía iluminar su camino. Se obligó a seguir adelante, aunque se daba cuenta de que el concepto «adelante» podría haber significado a un lado o incluso hacia atrás. Daba vueltas en el mismo sitio, derrotado por el enredado bosque. Por un segundo se sintió dominado por el miedo, pensando que se había metido en un lugar del que nunca podría salir y en el que estaba destinado a pasar cualquiera que fuese el tiempo que le quedaba en esta tierra, perdido entre un espeso montón de árboles y arbustos, condenado por una sola mala decisión.
Quería dejarse llevar por el pánico, gritar pidiendo ayuda. Se agarró de unas ramas y se empujó en cualquier dirección que pudiera seguir. Arrancó madera muerta y tropezó más de una vez. Aquella lucha le hacía sangrar; podía sentir rasguños en las manos y atravesándole la cara. Maldijo su edad, su enfermedad y su obsesión. Y entonces, con la misma rapidez con que el bosque había parecido atraparlo, sintió que éste se abría, soltándolo poco a poco.
Repentinamente, los espacios se hicieron más amplios. El suelo debajo de sus pies se hizo más firme. Las espinas parecieron dejar de lastimarlo. Adrián miró hacia arriba y vio la salida. Siguió adelante, como un hombre que se está ahogando y abre la boca en busca de aire cuando su cabeza atraviesa la superficie del agua. La línea de árboles se interrumpió, dando paso a un embarrado campo verde. Adrián cayó de rodillas como un suplicante, pleno de agradecimiento. Respiró con rapidez, tratando de calmarse y darse cuenta de dónde estaba.
Una pequeña elevación se extendía frente a él y trepó por un lado, sintiendo la luz del sol en la espalda. Había un ligero olor a tierra húmeda. En la cima, se detuvo para orientarse. Para su asombro, pudo ver el establo y una granja debajo. Metió la mano en su abrigo, sacó el montón de folletos de bienes inmuebles y comparó nerviosamente las fotografías con lo que estaba viendo. Ya he llegado, pensó repentinamente.
Su zigzagueante lucha en el bosque lo había llevado más allá de la casa, que estaba en un pequeño declive cercano. Estaba frente a un lado de la casa, casi en la parte de atrás, con el establo más cerca de él. Estaba por lo menos a cincuenta metros de ambos edificios. Todo era espacio abierto. Un campo embarrado que en otro tiempo había sido un lugar para el ganado.
No pidió consejo a su hermano.
En cambio, Adrián se puso de rodillas y luego se echó sobre el suelo blando y empezó a arrastrarse hacia el sitio donde estaba absolutamente seguro de que iba a encontrar a Jennifer.
Las dos muchachas adolescentes estaban sentadas una al lado de la otra en el borde de una cama individual, en un dormitorio notable por su colección de pequeños juegos de té y de animales de peluche rosados vestidos con volantes. Las chicas miraban atentamente la pantalla del ordenador. Tendrían una diferencia de menos de un año, incluso semanas con respecto a la edad de la Número 4.
Delante de ellas, sobre el escritorio, había un revólver niquelado de calibre 32 de cañón corto. El metal brillante reflejaba las imágenes del ordenador. El arma estaba totalmente cargada y no tenía el seguro puesto. Servía de pisapapeles para una pila de documentos escaneados y de correos electrónicos impresos, mensajes de texto y páginas de MySpace. Mezcladas con todo eso había un par de notas manuscritas en papel pautado, que habían sido dobladas media docena de veces hasta convertirlas en un fajo y que luego habían sido desdobladas para que se pudieran leer los mensajes garabateados en ellas.
Una de las muchachas tenía un ligero sobrepeso. La otra usaba gafas gruesas. Ninguna de estas características tendría que haber significado nada especial, pero para ellas dos lo significaban todo.
Los papeles debajo del arma eran el resultado de un registro detallado de seis meses de agresiones cibernéticas. «Ramera» y «Puta» estaban entre las cosas más delicadas que les decían. También había algunas fotos horribles y vergonzosas, retocadas con Photoshop, que las mostraban en diversos actos sexuales con algunos muchachos anónimos. Que retrataran hechos que no habían tenido lugar en realidad era irrelevante. Quienquiera que hubiera manipulado las imágenes era muy hábil, pues cualquiera que las viera habría tenido que mirar con sumo cuidado para darse cuenta de que eran falsificaciones. Ninguno de sus compañeros de clase en el instituto lo había hecho cuando las fotos fueron distribuidas por correo electrónico y teléfonos móviles. Ellos sabían que las fotografías eran falsas, pero no les importaba.
Las dos chicas estaban en silencio. Miraban la pantalla.
El arma había sido robada a la madre de la chica con sobrepeso. Era una secretaria ejecutiva divorciada que a menudo trabajaba hasta muy tarde y tenía que cruzar, mucho después de que hubiera oscurecido, el enorme aparcamiento de la empresa hasta su automóvil, lo cual había sido su explicación para necesitar un arma. Al principio, la madre había intentado incluir a su hija en el curso de defensa personal al que ella había empezado a acudir pero que nunca terminó. En ese momento, la madre estaba en su mesa, atendiendo llamadas telefónicas y preparando el itinerario para el próximo viaje de negocios de sus jefes. Creía erróneamente que la pistola estaba en el fondo de su cartera Fendi de imitación y que su hija estaba en una clase de Álgebra.
De mala gana, la joven con gafas apartó la mirada de la pantalla. Echó un vistazo a una hoja de papel amarillo pálido con una elaborada cenefa de flores que tenía apretada en su mano. Era una nota de suicidio conjunta, que ambas habían elaborado. Habían querido asegurarse de que todos supieran quiénes las habían estado acosando; juntaron todos los nombres que pudieron, con la fantasía de que las personas que las habían llevado al suicidio fueran a la cárcel para siempre. No tenían la menor idea de lo improbable que iba a ser ese resultado, pero eso las había ayudado a seguir adelante con el pacto.
En la nota no mencionaban la fascinación de ambas por whatcomesnext.com. No hablaban de las horas que habían pasado siguiendo a la Número 4. No contaban de qué manera le habían suplicado, habían tratado de engatusarla para luego sollozar con ella al ver que le ocurrían cosas terribles.
La Número 4 se había convertido en ellas, y ellas en la Número 4. Así que cuando empezaron a formular sus planes en llamadas telefónicas avanzada la noche, con los ojos llenos de lágrimas, habían estado de acuerdo en un detalle clave: si la Número 4 moría, ellas también iban a morir.
Comprendían que eran mucho más afortunadas que la Número 4. Se tenían la una a la otra para acompañarse. Ella sólo tenía a su oso, y en ese momento hasta eso había desaparecido, aunque podían ver en qué lugar del suelo lo había dejado la mujer, algo que la Número 4 no podía apreciar debajo de su capucha.
Mientras miraban, vieron que la Número 4 levantaba el arma del suelo de la celda. La jovencita con sobrepeso imitó los movimientos de la Número 4, extendió la mano y agarró el calibre 32 por la culata. En realidad no sabían si querían que la Número 4 se pegara un tiro o no. Sólo sabían que ellas iban a hacer lo mismo. Cualquier cosa que ella hiciera, la repetirían. Cualquier pensamiento acerca de si lo que estaban haciendo era correcto o no, inteligente o estúpido, se había perdido en su decisión de dejar que el futuro de la Número 4 definiera el de ellas. La chica de gafas se inclinó, cogió la mano de su amiga y la apretó de modo tranquilizador. Por un momento se preguntó por qué su amistad no era suficiente para ayudarlas a atravesar el instituto de secundaria, incluso con las cosas que les hacían para molestarlas permanentemente y toda aquella crueldad. No podía responderá esta pregunta en particular. Sólo sabía que en los siguientes minutos tendría muchas otras respuestas.
* * *
Jennifer cogió el revólver, sorprendida por lo pesado que era. Nunca antes había tenido un arma mortal en su mano y tenía la idea equivocada de que algo capaz de matar debía ser ligero como una pluma. No sabía nada sobre cómo manejarla, ni cómo abrir el tambor, ni cómo cargarla ni de qué manera amartillarla. No se daba cuenta de si el seguro estaba puesto o no, ni tampoco de si en el arma había una bala o seis. Había visto bastante televisión como para saber que probablemente lo único que tenía que hacer era apuntar el arma a su cabeza y apretar el gatillo hasta que ya no tuviera que volver a hacerlo.
Una parte de ella le gritaba por dentro: ¡Termina con todo! ¡Hazlo! ¡Termina con esto ya! Sus propios sentimientos, tan severos, la hicieron respirar hondo.
La mano le tembló un poco y calculó que debía actuar rápido porque no tenía manera de saber qué podría hacerle la pareja si llegaba a vacilar. De alguna manera, eso de Pégate un tiro para que no te lastimen tenía un curioso tipo de lógica. Pero al mismo tiempo tenía que revisar todos los aspectos de cada movimiento: Extiende la mano. Coge el arma. Levántala con cuidado. Detente. Como si los últimos minutos debieran ser realizados a cámara lenta.
Se sentía completamente sola, aunque sabía que no era así. Sabía que ellos estaban cerca.
El mareo hacía que su cabeza diera vueltas. Se encontró reviviendo las cosas que le habían pasado desde el secuestro en la calle, otra vez fue golpeada, otra vez fue violada, otra vez se burlaron de ella. Al mismo tiempo, se estaba llenando de imágenes inconexas de su pasado. El problema era que cada uno de estos recuerdos, los buenos y los malos, los divertidos y los difíciles, todos parecían estar retirándose poco a poco por un túnel, de modo que cada vez se le hacía más difícil poder verlos.