Read El protocolo Overlord Online
Authors: Mark Walden
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción
Otto no pudo menos que sentirse impresionado por lo ingenioso de su diseño. Desde donde estaba no conseguía distinguir todos los detalles de su fabricación, pero se daba cuenta de que representaban un gran avance tecnológico. Se moría de ganas de bajar al suelo de la caverna de producción. En parte, para ver si alcanzaba a identificar más detalles del diseño de los androides asesinos y, en parte, para ver si había forma de reventarles el invento.
Otto inspeccionó la caverna más detenidamente. Había un par de guardias patrullando por la sala, pero no eran más que seres humanos uniformados. No solo eso, sino que, además, parecían estar muertos de aburrimiento por tener que vigilar la maquinaria. Otto se olía que no resultaría demasiado difícil colarse dentro sin que se dieran cuenta. Ya había decidido adonde quería dirigirse. Los androides asesinos, una vez acabados, eran transportados a través de una abertura en el muro de la caverna. Él tenía que averiguar adonde se los llevaban.
Aguardó a que los dos guardias estuvieran en el otro extremo de la caverna y luego comenzó a descender con cuidado por la abertura del muro de la cueva. La pared de roca que conducía al suelo de la fábrica era empinada, pero tenía gran cantidad de asideros y no tardó en llegar al suelo, aparentemente sin haber sido detectado. El ruido de la maquinaria era aún más ensordecedor allí abajo, pero Otto estaba encantado con aquel alboroto. Con semejante ruido de fondo no había forma de que le oyeran mientras se deslizaba por aquel lugar. Solo tenía que preocuparse de que no le vieran.
Rápidamente inspeccionó su entorno más próximo. El número y la variedad de las máquinas y consolas de control que traqueteaban y zumbaban en torno a él resultaban un tanto apabullantes. Creía distinguir un par de puntos vulnerables en el proceso, pero necesitaba algo que pudiera inutilizar para siempre aquel lugar y que a la vez produjera una distracción lo bastante grande para permitirle internarse más en la base. De pronto, su ojo captó un movimiento por encima de su cabeza y, al levantar la vista, vio un crisol gigantesco, repleto de metal fundido, que era transportado por el aire.
—Perfecto —se dijo Otto en un susurro.
Acto seguido, avanzó entre las hileras de maquinaria en dirección a la escalera de mano que conducía a las plataformas alzadas sobre la cadena de montaje. Trepó por la escalera con el mayor sigilo y la mayor rapidez posibles. Los guardias que había divisado antes charlaban en el otro extremo de la caverna: si tenían la más mínima idea sobre su presencia allí, lo estaban disimulando a la perfección. Luego se dirigió apresuradamente hacia un extremo de la plataforma donde había visto una consola de control que parecía adecuada para sus propósitos. Mientras trabajaba en la consola, pasó por enfrente otro caldero gigantesco, repleto de burbujeante metal fundido. A pesar de que se hallaba a cerca de veinte metros de distancia, Otto pudo sentir el calor que desprendía. Cuando el enorme cubo alcanzó un punto predeterminado, se detuvo, empezó a inclinarse y vertió con un bufido un refulgente chorro amarillo de metal en un tanque que había debajo. Otto trabajaba a toda prisa, dando gracias al cielo por que los mandos tuvieran una interfaz computarizada provista de una pantalla táctil, circunstancia que simplificaba enormemente los ajustes que estaba realizando. Una vez que se dio por satisfecho con las nuevas modificaciones, bajó deprisa la escalera y se dirigió sigilosamente hacia la abertura del muro por la que salían los robots
ninjas
ya terminados.
Los robots desactivados yacían de espaldas en la cinta transportadora y, una vez más, Otto no pudo evitar sentirse admirado por su diseño. No tenían puestas las vestiduras negras que llevaban cuando se había encontrado anteriormente con ellos, pero no por eso parecían menos siniestros. Su piel metálica de color negro mate estaba surcada por unas alargadas estrías de apariencia orgánica, que solo interrumpían acá y allá unos racimos de gruesos cables negros que parecían hacer la función de músculos de las máquinas. Los rostros sin máscara de los sicarios eran lisos y su único rasgo era una serie de agujeros pequeños situados a cada lado de la cabeza, en donde debían ir los ojos. Mientras veía pasar las máquinas, Otto agradeció que estuvieran desactivadas. Raven había tenido que emplearse a fondo para derrotar a un solo par en un combate muy igualado y la maquinaria de aquella sala parecía estar produciendo un nuevo sicario cada dos segundos. Al pensar en ello, se le heló la sangre; fuera lo que fuera lo que Cypher estaba tramando, estaba claro que un ejército de seres como esos representaría una fuerza irresistible.
Otto se obligó a dejar de inquietarse por los planes de Cypher y se concentró en lo que tenía que hacer a continuación. Tras comprobar que no había ni rastro de los guardias, se subió de un salto a la cinta transportadora, se tumbó y se dejó conducir a través del agujero de la pared.
El guardia de seguridad de HIVE bostezó. Había hecho un turno muy largo y, dado que el coronel Francisco era el único preso que había en el calabozo, no había resultado demasiado emocionante. Hacía ya varias horas que habían traído al coronel y desde entonces no había abierto la boca; se había limitado a permanecer sentado en la celda contemplando la pared de enfrente con gesto ausente. El guardia había oído rumores sobre lo que se suponía que había hecho, pero si hubiera dado crédito a todos los rumores que había oído en el tiempo que llevaba trabajando en HIVE, haría mucho que se habría despedido. Por regla general, el calabozo solo se usaba para los estudiantes más díscolos e indisciplinados; que él supiera, aquella era la primera ocasión en que se había encerrado a un miembro del personal docente.
Oyó el suave pitido que indicaba un acceso autorizado al calabozo y se dio la vuelta para recibir al visitante. Dicho sea en su descargo, ya tenía medio desenfundada la adormidera cuando le alcanzaron en el pecho el par de tiros aturdidores que dispararon las dos armas idénticas a la suya que empuñaban Block y Tackle. El guardia perdió el conocimiento y se desplomó sobre el escritorio.
Los dos estudiantes actuaron con rapidez; Block fue a vigilar la puerta mientras Tackle introducía una serie de comandos en la consola del panel de seguridad. Emitiendo un silbido, las barras que mantenían encerrado a Francisco en su celda se retrajeron hasta meterse en el techo. Andando tranquilamente, el coronel salió de la celda y recibió la adormidera que le entregó Tackle sin dar la más mínima muestra de emoción.
—La fase dos ha sido autorizada —dijo Tackle con voz plana.
—Muy bien, ya conocen las órdenes —repuso con calma el coronel—. Ejecútenlas.
R
aven volvió en sí y de inmediato se arrepintió de haberlo hecho. Se sentía como si la hubiera atropellado un camión; le dolían todas las partes de su cuerpo. Tenía las muñecas y los tobillos encadenados a la silla en que estaba sentada y su machacado cuerpo protestaba cuando forcejeaba con sus ataduras. Exceptuando una mesa metálica y otra silla, la pequeña sala estaba desnuda, y la única iluminación provenía de un tubo de neón que había en el techo. De forma automática, tal y como la habían entrenado, se puso a evaluar qué posibilidades tenía de escapar. Como cabía esperar, la habían despojado de todo su equipo, las ataduras estaban bien diseñadas y eran lo bastante fuertes para aguantar sus más denodados esfuerzos para liberarse. No iba a ir a ninguna parte.
La puerta de la celda se abrió con un silbido y Cypher entró en la sala. Posiblemente, la máscara de cristal negro que siempre llevaba puesta sirviera para ocultar por completo su rostro, pero no hizo ningún esfuerzo por ocultar el tono suficiente y triunfante de su voz.
—Bueno, por fin se despierta la niña mimada de Nero —dijo con sarcasmo—. Tenía la impresión de que era usted la mejor, pero no parece que a mis sicarios les haya costado demasiado vencerla.
—Le van a quemar vivo por esto, Cypher —le espetó Raven—. Está acabado. Cuando el Número Uno descubra lo que ha hecho, dejará este cráter reducido a cenizas.
—No creo que vayamos a tener que seguir preocupándonos por eso mucho tiempo —repuso Cypher con calma—. De hecho, cuando acabe el día de hoy, será el Número Uno quien tendrá miedo de mí.
—No es usted el primero que lo ha intentado —dijo con desdén Raven— y tampoco será el primero que acabe aplastado como una cucaracha.
—Mi querida Raven —replicó Cypher con frialdad—, subestima mi determinación. El Número Uno y Nero son reliquias del pasado. Yo soy el futuro.
—Usted no tiene futuro —repuso Raven—. El SICO le sacrificará como al perro rabioso que es.
—Es usted una ilusa al confiar tanto en una organización compuesta por la crema y nata del mundo de los delincuentes. Si algo distingue al Consejo General del SICO es su pragmatismo. Después de la demostración de poder de la que todos serán testigos hoy, dudo mucho que se muestren dispuestos a enfrentarse a mí.
Raven no tenía ni idea de lo que estaba insinuando Cypher y, aunque no estaba dispuesta a revelárselo a aquel lunático, lo cierto es que estaba preocupada. Cualesquiera que fueran sus planes, estaba claro que incluirían una demostración espectacular de su poder. La gente que dejaba de temer la cólera del Número Uno o estaba loca o era extremadamente peligrosa. En secreto, Raven se temía que en el caso de Cypher las dos cosas fueran ciertas.
—Debo reconocer que me impresionó mucho que sobreviviera a la explosión de Tokio —prosiguió Cypher—. En circunstancias normales me habría enojado, pero en este caso me proporciona el indudable placer de poder matarla dos veces en un mismo día. Llevo algún tiempo esperando para probar mi último invento y me parece que usted será la cobaya perfecta.
La puerta que había detrás de Cypher se abrió de nuevo con un silbido. Los ojos de Raven se abrieron como platos al ver entrar a dos de los sicarios de Cypher. No llevaban las vestiduras de seda negra en las que estaban enfundados antes y la visión al descubierto de sus esqueletos de metal negro dejaba pocas dudas sobre su verdadera naturaleza.
—Máquinas. Debería haberlo supuesto —dijo en voz baja Raven.
—Oh, no son simples máquinas —replicó Cypher con un deje de orgullo en la voz—. Son el último grito en materia de tecnología robótica. Esqueleto de titanio, núcleo de positrón de grado uno, musculatura de fibra de carbono y una programación multicapa de combate. Son auténticas obras de arte. Puede que no lleguen muy lejos en materia de pensamiento autónomo, pero eso queda compensado de sobra por su inquebrantable lealtad.
—¿Se supone que debo sentirme impresionada? —dijo Raven con una sonrisa gélida.
—No, pero debería sentirse halagada. A fin de cuentas, han sido diseñados para vencerla a usted en combate singular. Su programa básico de combate se inspira en un estudio pormenorizado de sus habilidades. La única diferencia entre ellos y usted reside en que ellos no se cansan nunca y pueden aguantar el disparo de un fusil de asalto en la cabeza.
Cypher miró a los ojos a Raven, cuyo rostro enfurecido se reflejaba distorsionado en la pulida superficie de cristal negro.
—La dejan a usted bastante… obsoleta —dijo en tono amenazador.
Cuando Cypher se agachó hacia ella, Raven le escupió a la cara. La saliva resbaló por la superficie lisa de su máscara. Al instante, Cypher le cruzó la cara de un revés, pero Raven ni se inmutó, solo le miró fijamente a los ojos con gesto desafiante. Cypher se sacó un pañuelo blanco y limpio del bolsillo y se quitó el hilo de saliva de la máscara.
—Llévenla a la zona de pruebas —dijo, enfurecido, haciendo una seña a los dos robots, que acto seguido avanzaron hacia ella—. Me voy a divertir mucho viéndola morir.
Tumbado boca abajo en la cinta transportadora, Otto avanzaba por un túnel mal iluminado rumbo a un destino desconocido. La cinta tenía una ligera inclinación, lo que parecía indicar que estaban descendiendo, pero, a falta de un conocimiento más preciso de la disposición del complejo, no tenía forma de saber adonde se dirigía exactamente. De pronto, desde algún lugar situado por encima de él, le llegó el sordo rumor de unas máquinas. Alzó la cabeza para escudriñar la extensión de cinta que tenía por delante y distinguió al fondo una abertura por la que entraba una luz más brillante. Mientras la cinta le transportaba de forma inexorable hacia la luz, Otto vio dos grandes garras mecánicas amarillas que cogían a los robots al llegar al final de la cinta y se los llevaban a algún lugar fuera de su campo visual. Al acercarse al extremo de la cinta, Otto se bajó de ella rodando y avanzó lentamente para ver qué había en aquella nueva sala.
Las garras cogían a los robots con la precisión de un mecanismo de relojería, los transportaban por el aire y finalmente se giraban y depositaban a los sicarios desactivados en unas hileras perfectamente ordenadas que había en un amplio espacio parecido a un hangar. Había cientos, tal vez miles de sicarios mecánicos formados en filas perfectas que se desplegaban en todas direcciones. A Otto se le heló la sangre ante semejante visión. Cypher no se estaba limitando a montar una fuerza de seguridad o un cuerpo de operaciones especiales. Aquello era un auténtico ejército. Habiendo visto de lo que era capaz un pequeño número de aquellos robots, el chico sabía que con un ejército como aquel Cypher sería prácticamente invencible.
Otto cruzó de un salto la abertura y bajó al suelo del hangar. Estaba claro que de momento todos los sicarios estaban desactivados, de modo que decidió que lo mejor sería dar con una salida mientras siguieran así. Ya había empezado a avanzar hacia el otro lado de la sala cuando de pronto oyó voces. Se metió a toda prisa entre las largas hileras de robots inmóviles, utilizando sus prietas filas a modo de escondrijo. Otto no alcanzaba a ver a quién pertenecían las voces que se acercaban, pero podía oír con claridad la conversación.
—Ya están listos para que se pueda proceder a cargarlos —dijo la primera voz.
—Hubiera preferido que nos lo hubieran comunicado con más anticipación —se lamentó la segunda voz.
—Pero todo está a punto, ¿no? —preguntó el primero de los hombres con un leve tono de ansiedad en la voz.
—Sí, creo que sí. Tendremos que saltarnos un par de comprobaciones finales, pero, quitando eso, todo está listo para que se pongan en marcha.
—Bien, entonces vamos a encenderlos —dijo el primer hombre exhalando una ruidosa bocanada de aire.