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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (116 page)

Hacía apenas unos días, Lope e Ibn Ammar se habían preguntado por qué los hombres del puente habrían arrojado al río a las mujeres de la litera. ¿Habrían pensado quitar de en medio del mismo modo a todas las víctimas, viéndose de pronto obligados a cambiar de planes por alguna razón? ¿O habrían pensado arrojar al río sólo a la princesa, para asegurarse de que no sobreviviría, y a Nujum la habrían arrojado únicamente porque no estaban seguros de cuál de las dos era la princesa? Ahora ya no hacía falta que Lope siguiera cavilando. Pronto sabría la respuesta. Había encontrado el rastro.

Una paz extraña y solemne se apoderó repentinamente de él, y tomó la decisión de posponer la venganza hasta que estuvieran de regreso en el campamento. No llevaba consigo la espada del puente, y una sensación indeterminada le decía que de ahí en adelante tendría que ser fiel a su promesa hasta en el mínimo detalle. Se lo había prometido a Nujum, en el puente. Le había prometido ajusticiar a sus asesinos con esa espada, y pensaba que su venganza no sería completa si no la llevaba a cabo de esa manera. Se durmió tranquilo con ese pensamiento.

Pero mucho antes del amanecer despertó y cambió de idea. No quería esperar. Temía que los dos hombres que el azar había puesto en sus manos escaparan por una nueva casualidad. O tal vez era sólo su rabia la que le impedía esperar. No siguió pensando en ello.

Al hidalgo y su hijo les correspondía hacer guardia de madrugada a la salida del valle. Ya habían partido hacia allí. Pronto sería de día; la luna ya no brillaba. Lope se levantó, se dirigió a los caballos, cogió el arco y la aljaba y se los echó a la espalda. Además del arco, cogió un cuchillo.

Se movía en silencio y con cuidado, pero sin hacer ningún esfuerzo especial para ocultarse de los demás. Él era responsable de las guardias. Él había establecido los turnos y determinado los lugares. Cualquiera que lo viese supondría que sólo pensaba hacer una ronda de inspección.

Se deslizó sigilosamente hasta hallarse a cien pasos del lugar en que estaban apostados el hidalgo y su hijo, y esperó a que despuntara el alba. En un primer momento había planeado acercarse abiertamente a los dos, pero ahora ese proceder le parecía demasiado traicionero, inapropiado para la solemnidad con que pretendía llevar a cabo su venganza.

Cuando empezó a clarear, Lope vio primero al joven, que se estiró, cruzó los brazos, bostezó, torció el gesto y se puso a espantar mosquitos, como si tuviera que moverse constantemente para mantenerse despierto. El viejo estaba a la sombra, vigilante, sereno, atento como un lince al acecho. Al contrario que su hijo, él conocía bien el peligro que representaría que los moros los hubieran seguido. Era un hombre experimentado. A juzgar por las apariencias, sólo era ciego en su comportamiento hacia ese hijo.

Lope se movió trazando un cuarto de circulo alrededor de los hombres, hasta quedar exactamente a su espalda, y luego fue deslizándose de un árbol a otro, acercándose lentamente a ellos. Cuando salió el sol, iluminando toda la ladera del valle, Lope estaba justo detrás del tronco del árbol en el que estaba apoyado el hidalgo. El viejo había emplazado a su hijo tan imperdonablemente mal que Lope había podido llegar hasta allí sin peligro.

Lope esperó a que el hombre cambiara de lugar. Cuando lo hizo, saltó sobre él por detrás, le puso el cuchillo en la garganta, le golpeó detrás de la rodilla, lo apretó boca abajo contra el suelo y le puso la rodilla en la espalda, al tiempo que le tiraba de la cabeza hacia atrás.

—¡Estira los brazos sin separarlos del suelo! —ordenó.

El joven se había levantado de un salto y ahora estaba a menos de cinco pasos de Lope, con la espada a medio desenvainar. Los ojos casi se le salían de las cuencas.

—¡Quédate donde estás! ¡Y arroja el arma! —dijo Lope.

El joven vaciló. El miedo parecía haberlo paralizado, parecía haberle robado la voluntad.

—¡Haz lo que dice! —escupió el hidalgo. Tenía la cabeza tan doblada hacia atrás que casi no podía hablar—. ¿Qué quieres? —preguntó—. ¿Te has vuelto loco? ¿Qué pretendes?

El joven puso los brazos de manera que sus manos quedaron con las palmas abiertas y vueltas hacia fuera, y contempló pasmado el cuchillo en el cuello de su padre.

—¿Qué puente era ése del que arrojaste a una mujer? —preguntó Lope.

—¡Eso eran estupideces! —dijo el hidalgo—. ¡Pura palabrería!

—Le he preguntado a tu hijo —dijo Lope, forzando al viejo a echar aún más atrás la cabeza.

—Alcántara —dijo el joven.

—Eso es lo que quería saber —contestó Lope.

El viejo se movió bajo su rodilla.

—¿Qué vas a hacer con nosotros? —preguntó, y aunque tenía la voz distorsionada por la posición, podía oírse su miedo.

—Quiero saber quiénes tomaron parte —dijo Lope—. Quiero los nombres. Todos los nombres. Quiero saber quién os capitaneaba. Quiero saber quién os encargó el trabajo.

—¡Estás loco! ¡Fue hace años! —dijo el hidalgo.

—Hace exactamente dos años —dijo Lope.

—¿Qué harás con nosotros si hablo? —preguntó el hidalgo.

—No tienes más remedio que hablar, viejo, ¿me entiendes? —dijo Lope.

El joven movía los brazos, como aleteando de miedo, y abría y cerraba la boca como si hubiera perdido la voz.

—¡Cierra esa boca! —dijo el hidalgo, con dureza.

—Te dejaré que respires una última vez —amenazó Lope.

El hidalgo se quedó completamente inmóvil bajo su rodilla, como si finalmente se hubiera dado por vencido.

—¡Maldito seas! ¿Es que no ves a los jinetes? —dijo de repente.

—No te esfuerces —contestó Lope, molesto—. No te dará resultado.

De repente, el hidalgo empezó a gritar, tan fuerte como se lo permitía su posición.

—¡Corre, hijo! ¡Corre al campamento! ¡Te matará! ¡Corre! ¡Corre! —clamó, hasta que el cuchillo le atravesó la garganta.

Lope tiró de la cabeza hacia atrás, oyó crujir las vértebras y sintió que el cuerpo quedaba inerte bajo su rodilla. Y ya estaba de pie antes de que el joven hubiera podido dar un solo paso. Entonces vio a los jinetes, abajo, en el fondo del valle, y se quedó como de piedra. Tres, cinco, ocho jinetes subían por el bosque ralo, siguiendo evidentemente el rastro que ellos habían dejado el día anterior.

El joven ya estaba entre los árboles; el miedo lo había vuelto rápido como un venado. Lope sacó el arco de la aljaba y disparó una, dos, tres flechas. Falló con la tercera, pero las dos primeras habían acertado. Cuando llegó a donde se encontraba el joven, éste yacía tumbado boca abajo. Tenía las flechas clavadas en la espalda, ambas debajo del omóplato derecho. Los disparos no habían sido tan precisos como para derribar a un hombre, pero probablemente el miedo había hecho tropezar al joven, que ahora intentaba huir arrastrándose por el suelo. Los ojos le temblaban de miedo, y un hilo de sangre le salió de la boca cuando separó los labios. Lope volvió a ponerlo boca abajo. Al parecer, sus disparos si habían sido precisos.

Luego le quitó las armas y el yelmo, y corrió de regreso hacia el hidalgo, le sacó rápidamente la cota de mallas y lo escondió todo, armas y armaduras, debajo de un arbusto, cubriéndolo con maleza.

Entre tanto, los jinetes habían avanzado otro cuarto de milla. Eran más de veinte hombres, Lope no tenía tiempo para contarlos. Echó a correr hacia el campamento.

—¡Alarma! —gritó, señalando en la dirección en la que venían sus perseguidores—. ¡Veinte jinetes! ¡Ya están aquí!

Se puso el peto tan rápido como pudo y se ajustó la correa del yelmo, al tiempo que contestaba tan bien como podía a las preguntas que le llegaban de todas partes.

—¿Dónde está Enneg? —preguntó el capitán.

—Muerto —dijo Lope—. Su hijo también. Le cortaron el cuello.

—¿Quién? —preguntó el capitán, mientras los otros callaban.

—¡Qué sé yo! —respondió Lope—. Quizá hombres que nos están observando desde ayer, o a lo mejor esos de allí, que ahora vienen con refuerzos.

En ese mismo instante aparecieron ante sus ojos los primeros jinetes, y Lope comprendió de repente que había cometido un error al inventarse esa historia sobre observadores enemigos: si sus perseguidores los hubieran estado espiando, sabrían cuántos eran, y el capitán prevería un ataque no sólo con veinte hombres, sino con muchos más, y supondría, sobre todo, que no llegarían en una sola dirección. Según el informe de Lope, al capitán no le quedaba más remedio que atacar.

El capitán no lo dudó un instante. Ordenó a dos de los más viejos que colocaran a las mujeres en el centro y que ellos se mantuvieran en la retaguardia, y emprendió inmediatamente el ataque poniéndose él mismo al frente de la tropa.

Se precipitaron valle abajo, rápidos como una bandada de cornejas, pero cuando estaban a doscientos pasos de los moros, éstos dieron media vuelta y emprendieron la huida, dispersándose, quizá alertados por los gritos que habían dado algunos de los jóvenes de la tropa antes de que el capitán les ordenara cerrar la boca.

Galoparon en formación apretada tras los moros, sin que disminuyera la distancia que los separaba. Durante un trecho siguieron el mismo camino por el que habían llegado al valle el día anterior, luego los moros giraron y empezaron a subir en diagonal por la ladera, intentando escapar por la cadena de colinas que bordeaba el valle por el sur. Parecía como si la distancia que los separaba fuera disminuyendo poco a poco. Por lo visto los caballos de los moros estaban agotados por un largo recorrido, mientras que los suyos habían tenido toda una noche para descansar. Si conseguían acercarse lo suficiente antes de llegar a lo alto de la colina, de modo que no les permitieran dar la vuelta, tendrían una buena oportunidad de acabar con ellos.

Se acercaron hasta sólo veinte cuerpos de caballo del último jinete, pero al llegar a la cima de la colina descubrieron que al otro lado no caía en una ladera, lo cual les hubiera dado una ventaja, sino que el camino, aún ligeramente en subida, conducía hacia un valle alto.

Un cuarto de milla más adelante advirtieron que habían caído en una trampa. A cierta distancia, adelante, aparecieron de pronto otros nueve jinetes, obstruyendo el camino, y cuando el capitán hizo la señal de detenerse y dar media vuelta, vieron que también les habían cerrado el paso por detrás. Había más de treinta jinetes a sus espaldas. El mismo número que por delante.

Por un instante, se quedaron indecisos, mirando de un lado a otro. No había escapatoria. El capitán vaciló, y echó a Lope una mirada interrogante.

Lope señaló a los jinetes que tenían delante.

—¡Mira sus caballos! —gritó.

Cualquiera podía ver que los caballos de los veinte moros que los habían conducido a la emboscada estaban al límite de sus fuerzas. Se abanicaban con la cola y dejaban que la cabeza les colgara a un lado del cuerpo. Algunos de los jinetes ni siquiera habían hecho dar media vuelta a sus animales. Si atacaban al grupo que tenían delante se encontrarían también con una docena de jinetes provistos de caballos frescos y tendrían que superar una ligera pendiente, pero si conseguían pasar a través de aquellos moros habrían ganado una mejor posición y tendrían la ventaja del terreno sobre los que venían detrás. Era su única posibilidad de escapar.

El capitán se volvió en su silla.

—Dejad aquí a las mujeres —gritó a los dos viejos, y al instante levantó su lanza gritando—: ¡Vamos! ¡A derribarlos de sus sillas! —Y sin dejar de gritar, salió a todo galope.

Podían reprochársele muchas cosas al capitán, pero en modo alguno que fuera un cobarde. Siempre cabalgaba al frente, como ahora, y su ejemplo aguijoneaba a sus hombres. Lope iba justo detrás de él. Junto a Lope cabalgaba el segoviano tuerto, de pie sobre los estribos recortados, lanza en ristre, gritando y aullando como un loco; se separaron para no estorbarse mutuamente.

Los moros sólo ahora parecieron comprender que el ataque iba en serio. Los primeros espolearon sus caballos y salieron a su encuentro. Pero ya podía verse que cargaban sin ímpetu, unos pocos al frente del grupo, los demás algo más atrás, sin mucha fuerza, algunos muy rezagados, incapaces de sacarles más de si a sus caballos, y dos incluso se apartaron del camino. Lope supo que las cosas no estaban tan mal como habían temido en un primer momento. Encaró a los enemigos, se abrió por el ala izquierda y eligió a uno que montaba un caballo morcillo adornado con un lucero blanco, y que llevaba un pendón verde, verde con bordes rojos. Vio por el rabillo del ojo que el capitán chocaba con el moro más adelantado, se tambaleaba en su silla, salía del choque sin la lanza y, siempre al galope, desenvainaba su espada. En ese mismo instante, Lope ya tenía muy cerca al del pendón verde y dirigió su lanza perfectamente hacia su objetivo, pero en el último momento su caballo corcoveó estorbado por alguna irregularidad del terreno, la lanza bajó un tanto y fue a clavarse en el pescuezo del morcillo, y como Lope la tenía aún cogida con fuerza, el choque casi lo hizo saltar por los aires. Vio el trozo de lanza astillado en su mano, mientras su adversario pasaba a su lado como una sombra negra, y sintió que algo le rozaba la pierna. Sólo entonces vio que la lanza de su adversario se había clavado en el almohadón de su silla y la llevaba arrastrando por tierra a un lado del caballo, en una posición tal que le inmovilizaba la pierna. Hizo giran al caballo y cogió la lanza para arrancarla de la silla. Oyó los aullidos estridentes del segoviano y lo vio lado a lado con un moro, los caballos tan cerca el uno del otro como si hubieran sido uncidos juntos, y los jinetes enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo. El segoviano tenía cogida con el brazo la cabeza de su adversario, e intentaba derribarlo del caballo, mientras el moro se defendía con uñas y dientes. Vio al capitán subiendo a todo galope por la ladera, blandiendo la espada con el brazo extendido, en persecución de un moro que montaba un tordillo. Vio a Fulco, el Rojo, intentando enderezar con el pie su espada, que se había doblado como un gancho. Vio un caballo sin jinete con una lanza clavada en el pecho, levantándose una y otra vez sobre sus cuartos traseros, entre agudos relinchos, hasta que la lanza se desprendió de su cuerpo y la piel desgarrada de su pecho quedó colgando sobre sus patas delanteras como un mandil ensangrentado. Vio a dos moros que saltaron de sus caballos dando gritos de terror, arrojaron sus armas y se tumbaron en el suelo con los brazos extendidos, y vio a Brazo de Hierro, el francés, decapitando con la espada a los dos hombres indefensos, como si tratara de gallinas en el mercado.

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