El puente de Alcántara (14 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

—Hay algo que no entiendo —dijo Yunus, pensativo—. Si vosotros lleváis mercadería al Magreb y pagáis a los almorávides para que os permitan intercambiar vuestros productos por el oro del Níger, luego traéis el oro a Sevilla, donde el príncipe lo utiliza para acuñar monedas que luego entrega al rey de León para que no nos haga la guerra, y entonces vosotros volvéis a llevar mercadería al norte para recuperar el oro, ¿no salimos perdiendo? ¿Alguien tiene que perder en todos esos intercambios?

Ibn Eh hizo esperar la respuesta. Masticó cuidadosamente, tragó, bebió, se secó los labios y se recostó cómodamente.

—Ganamos tiempo —dijo, sonriente.

—No has contestado a mi pregunta —dijo Yunus—. ¿Quién pierde, si ganan los almorávides y los españoles y también Ibn al–Kinani y tú? ¿Quién pierde?

Ibn Eh contrajo la boca en una sutil sonrisa y dijo lentamente y con prudencia:

—Perderán los artesanos y los pequeños comerciantes. Perderán precisamente esos que corren tras los fukaha y gustan de oir las historias sobre la guerra santa, de las que hablábamos hace un momento. Precisamente ellos saldrán perdiendo.

—Pero ¿no tienen razón en correr tras los fukaha? —preguntó Yunus.

—No —dijo seriamente Ibn Eh—. Con discursos encendidos no se consigue nada. Tienen que estar dispuestos a empuñar las armas, a enviar a sus hijos a las ciudades fronterizas. Pero eso no lo quieren hacer. Además, sería una insensatez. No se puede guerrear con panaderos, fabricantes de guantes y barberos. —Mandó al gigante negro que le echara agua en las manos y observó a Yunus con expectante satisfacción—. En Andalucía somos muy ricos —continuó diciendo, lentamente y en tono de reflexión—. Vivimos en una casa hermosa y bien construida, rodeada por una fértil huerta. Comemos manjares exquisitos, vestimos trajes de seda, disfrutamos del perfume de las rosas. No nos falta nada. Pero mientras a nosotros nos va tan bien, fuera, a la puerta, hay otros que nos observan llenos de envidia; Están en el norte, recién llegados de las miserables montañas, y en la costa de África, con el desierto a sus espaldas. Están empezando a sacudir nuestra puerta y a trepar por nuestros muros, y de pronto nos hemos dado cuenta de que hemos desatendido los muros y de que los maderos que atrancaban la puerta están rotos, y de que nuestros criados son incapaces de defender la casa y la huerta. —Se inclinó hacia delante y su dedo índice dio fuertes golpes contra el tablero de la mesa, en el que yacían los platos vacíos—. Ésa es la situación en la que nos encontramos. —El índice apuntó a Yunus—. ¿Qué debemos hacer, pues? —El índice se levantó, señalando hacia arriba—. Yo te diré qué es lo que debemos hacer. Arrojar a esos que están tras nuestra puerta unos cuantos mendrugos, unas cuantas migajas de nuestro lujo, como se arrojan unos pocos huesos a los perros del patio, esperando que se disputen esos huesos, que se maten entre sí por apoderarse de ellos. Y, entre tanto, ganar tiempo para mejorar los muros y los maderos de la puerta.

Ibn Eh calló; su dedo índice volvió a la calma. Por unos momentos, los dos amigos permanecieron en silencio. El negro tenía los brazos cruzados frente al pecho. Su expresión no dejaba entrever si había entendido o no la conversación; probablemente no hablaba árabe, de lo contrario Ibn Eh seguramente habría sostenido la charla en hebreo.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Yunus.

—No lo sé —contestó Ibn Eh con cautela—. Sólo soy un comerciante. Uno de los que llevan los mendrugos a la puerta. Ese es mi negocio. Es un negocio peligroso, pero me hago pagar bien a cambio. —Volvió a mostrar una amplia sonrisa, y, mientras se levantaba y hacía una seña al negro, añadió como de pasada—: Si lo deseas, puedes participar. En primavera emprenderé un viaje a Francia, llevando, entre otras cosas, a un grupo de elementos como éste —dijo señalando con el pulgar al gigante, que estaba de pie detrás de él como una estatua de mármol negro—. Según me cuenta mi gente en sus cartas, en Francia los príncipes están ávidos de camareros negros. Y, al parecer, los príncipes de la iglesia muestran una especial predilección por los negros, sólo Dios sabe por qué. Parece que es una especie de moda. Y, como siempre que se trata de una cuestión de moda, pagan unos precios formidables. —Dio un golpecito alegre al negro en el pecho con el dorso de la mano—. Mientras más grandes y más negros son y más peligrosos parecen, mayor es el precio. Ibn al–Kinani los compra en Sigilmesa, yo los venderé a los príncipes franceses. —Cogió a Yunus del brazo—. Es un buen negocio. Y sin ningún riesgo. Si quisieras unirte…

Yunus se encogió de hombros. No era la primera vez que Ibn Eh le proponía invertir en una de sus empresas comerciales. Tampoco esta vez pensaba aceptar la oferta. Temía que la amistad existente entre ambos pudiera resentirse por negocios comunes, y esta amistad era más importante que una posible ganancia. Buscó una excusa para no herir a su amigo, pero antes de que pudiese decir algo, Ibn Eh se le anticipó:

—Déjalo —dijo—. No tienes que decirlo ahora mismo. Todavía hay tiempo. —Abrazó a Yunus y se puso de puntillas para besarlo en las mejillas—. Recuerda que me has prometido venir a yerme a casa. Te necesito. Mi hijo menor hace unas preguntas que yo no sé cómo responder. Ya sabes lo ignorante que soy.

Yunus lo acompañó a la puerta.

Al volver al consultorio, reparó de repente en que las últimas semanas Ibn Eh hablaba con inaudita frecuencia de su hijo menor. El joven tenía diecinueve años, ¿o ya habría cumplido veinte? Quería ser profesor; estaba en una edad en la que el padre debía estar buscándole novia. ¡Cómo no se había dado cuenta antes! Era evidente que Ibn Eh había fijado su atención en Nabila. Tendría que reflexionar. Él mismo ya había estado pensando en el futuro de su hija adoptiva cuatro meses atrás, cuando cumplió catorce años. La enfermedad de su mujer no le había permitido llegar a tomar una decisión. Tenía que considerar detenidamente al joven. Tenía que ser muy cuidadoso en su elección, pues Nabila no pondría ninguna objeción al hombre que él le eligiera.

Antes de la oración de la tarde, cerró el consultorio y se puso de camino hacia un establecimiento de baños del otro extremo de la ciudad que nunca había visitado. Esperaba encontrar allí a Yusuf ibn Harun, el shaik. Necesitaba hablar con él.

No había en Sevilla ningún médico cuyas opiniones valorara más Yunus que las de Ibn Harun. El shaik tenía casi ochenta años y había llevado a cabo su formación con Abu'l–Qasim az–Zahrawi, en Córdoba. No había nadie con más experiencia que él. Yunus le consultaba a menudo y lo mandaba llamar en los casos difíciles. También lo había hecho llamar cuando la joven campesina que trajeran a su casa ocho días atrás había entrado en estado crítico.

Encontró al shaik en la maslah del establecimiento de baños, y se retiraron a un nicho en el que nadie los molestaba.

—¿Por qué no viniste cuando te llamé, Yusuf? —preguntó con un ligero tono de reproche.

Se miraron el uno al otro. El shaik guardó un largo silencio. Después dijo en voz baja:

—Estaba de viaje, Yunus. Pero ahora ya estoy aquí. El joven que me enviaste, Zacarías, me describió los síntomas. Una mujer de veinte años con esos síntomas. Eres un buen médico, ¿cómo habría podido ayudarte en un caso sin esperanzas? Lo único que hubiéramos podido hacer habría sido ofrecer la triste imagen de dos médicos unidos en su impotencia. No hubiéramos hecho más que arrebatar a una moribunda sus últimas esperanzas. —Hizo una pausa, buscando la mirada de Yunus—. La mujer ha muerto, ¿verdad? —preguntó sólo para recibir una confirmación.

—Murió ese mismo día.

—¿Y no pudiste diagnosticar nada?

—No.

—Igual que con tu mujer.

Yunus asintió. Su mirada se tomó vidriosa. El shaik le puso una mano sobre el brazo, tan suavemente como pondría una venda sobre una herida.

—Te reprochas tu ceguera —dijo en tono cálido.

—Mi ignorancia —dijo Yunus. Y, en un repentino arrebato, continuo—: No quería volver a mi consultorio. Hoy lo he hecho. Tuve que obligarme a mí mismo a hacerlo. Ya no sé si mi decisión ha sido la correcta. Mi inseguridad es tan grande que temo contagiaría a mis pacientes. Cómo podría infundir confianza, si ya ni siquiera confío en mí mismo. Nuestra ciencia no nos da más que una muleta, con la que tenemos que andar a tientas, como ciegos. Poco podemos hacer, no mucho más que ayudar a los cuerpos enfermos a sanar por si mismos. Y si eso es lo único que podemos hacer, entonces, como tú mismo has dicho, ¡cuán importante es dar a los enfermos fuerza y esperanzas! No debí atender a esa mujer. Yo ni siquiera podía darle esperanzas.

—Cuando la enfermedad es más fuerte que la resistencia del cuerpo, hasta el mejor médico es impotente. Todas las autoridades están de acuerdo en eso.

—¡Quién dice que la resistencia del cuerpo no era lo bastante grande!

—La mujer ha muerto —dijo el shaik con firmeza—. Está muerta, Yunus. Y en nuestro libro está escrito que toda persona tiene predeterminada la hora de su muerte. Dios así lo ha dispuesto. Ningún médico puede evitarlo.

Yunus levantó la mirada, sorprendido. Había conversado muchas veces con el shaik, pero ahora le parecía que en realidad apenas lo conocía. Sabía que el shaik pasaba por ser un musulmán piadoso. Algunos incluso lo consideraban un hafiz, que tiene el Qur'an sura a sura en la cabeza. Se decía que poseía veinticuatro copias del Qur'an hechas por él mismo, y que cada día escribía una página más. Pero Yunus también había estado presente en discusiones entre amigos íntimos, en las que el shaik había negado rotundamente toda manifestación divina y había explicado el surgimiento de las religiones a partir únicamente de viejas costumbres y de la necesidad de una ley moral común. Era un librepensador que se ocultaba bajo el manto de la religiosidad, o eso era lo que Yunus había supuesto hasta ese momento. ¿Acaso era también su escepticismo tan sólo un ropaje con el que se cubría?

—¿Quieres que crea en la predeterminación del ser humano? —dijo Yunus, vacilante—. Tú mismo no crees en ella.

—Yo no he afirmado que la vida del hombre esté predeterminada —respondió el shaik con serena insistencia—. Cada persona determina su destino; nada hay que contradiga esto. En nuestro libro únicamente dice que la hora de la muerte de cada persona esta predeterminada. Y eso es verdad, porque es sabio. Es un conocimiento que nos ayuda a convivir con la muerte.

A última hora de la tarde, en la biblioteca de su casa, cuando Yunus escribía los acontecimientos del día en el cuaderno que mentalmente dedicaba a su mujer, anotó al final:

Sé bien que el shaik lo hace todo para consolarme, y en el hammén, sentado frente a él, me sentía dispuesto a aceptar su consuelo. Pero ahora vuelve a corroerme la duda. Las preguntas siempre se me ocurren demasiado tarde. Si nuestra vida no está predeterminada, entonces tampoco está predeterminado que junto al lecho de un enfermo haya un médico bueno o uno malo. Me habría gustado contar al shaik una historia que oí a al–Ilbiri, el cirujano.

Al–Ilbiri había ido al país de nuestros padres para visitar los santos lugares. Junto a la tumba de Abraham, en Hebrón, en el hospicio donde los peregrinos reciben una comida gratis, se topó con un grupo de francos que también estaban allí como peregrinos. Cuando éstos se enteraron de que era médico, lo llevaron a ver a un caballero que tenía un absceso en una pierna, y a una mujer enferma de la cabeza. Al–Ilbiri trató el absceso con compresas, hasta que éste se abrió y cedió la hinchazón, y prescribió a la mujer una dieta con la que esperaba reforzar el componente húmedo de la mezcla de humores de su cuerpo.

Acto seguido apareció un médico franco, que dijo: «¡Este hombre no tiene ni idea de lo que es el tratamiento médico!». Y preguntó al caballero: «¿Qué prefieres, vivir con una pierna o morir con dos?». El caballero contestó: «Vivir con una pierna». El médico franco dijo: «Entonces traedme un hombre fuerte y un hacha».

Al–Ilbiri estaba allí cuando trajeron el hacha. El médico colocó la pierna del paciente sobre un bloque de madera y pidió al hombre del hacha que la cortara de un golpe. Al–Ilbiri vio al hombre golpear una y otra vez, porque el primer hachazo no bastó. Vio que la médula salía de los huesos del paciente. El hombre murió poco rato después.

Luego el médico franco examinó a la mujer. «Esta mujer está poseída por el demonio. Se le ha metido el diablo en la cabeza. Afeitadle la cabeza». Cortaron el cabello a la mujer y volvieron a darle de comer su bazofia habitual: ajo y cebolla. Poco después su estado empeoró, y el médico dijo: «El demonio se ha hecho fuerte en su cabeza». Cogió una navaja de barbero, hizo un corte en forma de cruz en la cabeza de la mujer, levantó la piel, dejando que se viera el cráneo, y echó sal en la herida abierta. También esta mujer murió poco tiempo después.

Contaré esta historia al shaik en nuestro próximo encuentro, y le preguntaré si acaso al–Ilbiri no hubiera podido retrasar la hora de la muerte de esos dos francos, haciendo que se continuaran los tratamientos que había prescrito.

Pero ya intuyo cuál será su respuesta. Responderá con el viejo proverbio de nuestros padres: para ser sabio no basta con quererlo. Dirá que no debemos utilizar la afilada sierra de nuestra inteligencia para cortar la rama en la que estamos sentados. Y yo volveré a quedarme sin una respuesta que satisfaga a mi razón.

El shaik empleó la frase: «Es verdad, porque es sabio». Quizá lo que él dice es verdad, porque él es sabio.

Yunus cerró el cuaderno. De la casa de oración de la congregación qaranista llegaba el suave canto con el que recibían el sabbat. Yunus ya estaba dejando en la estantería el diario y los utensilios de escritura, cuando de pronto se le ocurrió algo más, y volvió a sentarse para anotar un último comentario.

Olvidaba decirte cómo se llama la chica, la pequeña recogida por al–Fasí, el zapatero. Se llama como tú, Karima, lleva tu nombre.

8
SABUGAL

SÁBADO 9 DE AGOSTO, 1063

11 DE ELUL, 4823 / 11 DE SHABÁN 455

El joven había concentrado todos sus esfuerzos en permanecer despierto, como le encargara el capitán, y más tarde había jurado solemnemente por la vida de su madre que permanecería despierto todo ese larguísimo tiempo. Pero luego se había quedado tan profundamente dormido como el capitán, y sólo entre sueños se había enterado de lo que ocurría a su alrededor: los toques de cuerno, los ladridos de los perros, los gritos de muchas voces abajo, en el cobertizo, la voz penetrante de la dueña, el retumbar ensordecedor, como si los toneles fueran arrojados unos sobre otros, los olfateos de los perros huroneando entre los trastos, y los gritos del amo de los perros azuzando a sus animales.

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