El puente de Alcántara (18 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Ibn Ammar se quedó escribiendo hasta muy entrada la noche. De tanto en tanto, una extraña inquietud lo empujaba hacia la ventana y le hacía recorrer con los ojos la galería de la planta superior, contemplar las sombras que se movían tras las rejas de las ventanas. Esperaba algún tipo de señal, sin saber en qué debía reparar. Pero las luces de la casa se apagaron sin que llegara ninguna señal, y finalmente también él aplastó el pabilo de la lámpara de su escritorio.

Por la mañana, el sabí fue a su habitación, se sentó bajo la ventana y observó en silencio a Ibn Ammar, que estaba nuevamente trabajando en su borrador. En algún lugar, lejos de allí, una muchacha entonaba una canción que les llegaba suavemente, apenas perceptible, como el lejano trino de un pájaro sobre el barullo de la ciudad. Ibn Ammar no lo notó hasta que el sabí, que estaba acurrucado frente a él, como si quisiera hacerse lo más pequeño posible, ensimismarse, levantó la cabeza en gesto de atención y dirigió los ojos y la mirada vacía hacia la pared. Sólo entonces se dio cuenta Ibn Ammar de que la voz que oían era la de la qayna, la cantante que había actuado en la fiesta.

—¿Sigue en la casa? —preguntó sorprendido Ibn Ammar.

El sabí se levantó súbitamente, como un colegial cogido por sorpresa en una travesura.

—Sí, está en la casa. ¿Por qué no? —dijo con voz insegura.

—¿Tu tío aún no ha encontrado un comprador? —preguntó Ibn Ammar sin malicia—. ¿Qué piensa hacer con ella? ¿Se la quedará él?

El sabí esbozó una sonrisa atormentada. Ibn Ammar lo examinó con la mirada. Volvió a ver al sabí en la noche de la fiesta, siguiendo con la misma tensa actitud de ahora la actuación de la muchacha, y finalmente comprendió. Un hombre descomunal y, sin embargo, tan indefenso como un niño: sí, una vez más la vieja historia. La suposición de Ibn Ammar había sido correcta; sin duda, el sabí había traído a la muchacha desde Alejandría, había pasado con ella la larga travesía hasta Cartagena, le había entregado su corazón. Y, a juzgar por su aspecto, sus sentimientos probablemente habían sido correspondidos. La historia de siempre, una historia sin esperanzas. La muchacha era tan inalcanzable para el sabí como la luna del cielo. ¿Cómo consolarlo? ¿Qué decirle? No existían palabras de consuelo para él.

De pronto, Ibn Ammar recordó un antiguo cuento de Abu'l–Faradl. Si bien no podía consolar al sabí, quizá al menos podría darle ánimos.

—¿Conoces la historia del viejo Abú Dulama y la bella esclava? —preguntó Ibn Ammar.

El sabí negó con la cabeza sin decir palabra. Ibn Ammar empezó el relato:

—Ésta es la historia de Abú Dulama, su hijo y la bella esclava.

»El poeta Abú Dulama se presentó ante al–Chaizurán, la sublime señora, esposa del gran califa Harún ar–Rashid, y dijo: "Oh, señora, soy un anciano, si me concedes tu favor serás recompensada".

»"¿Qué es lo que quieres?", preguntó ella.

»Abú Dulama se inclinó y dijo: "Regálame a una de tus esclavas, oh, señora. Necesito algo bonito que tener en la cama, pues mi mujer se ha hecho vieja. Donde antes era caliente, ahora es fría; donde era lisa, ahora está arrugada, y su trasero es descomunal".

»Al–Chaizurán contestó sonriendo: "Haré que se cumpla tu deseo".

»Poco después, llamó a una de sus esclavas más hermosas y a un criado y ordenó a éste que llevara a la muchacha a casa de Abú Dulama. El criado se puso en camino con la esclava, pero al llegar a la casa del poeta no encontró más que a la esposa de éste. Así pues, le dejó la esclava a la mujer, pidiéndole que se la entregara a Abú Dulama en cuanto llegase.

»Acababa de irse el criado, cuando llegó a la casa el hijo de Abú Dulama. Encontró a su madre hecha un mar de lágrimas, y al preguntarle por qué lloraba, ella le contó lo ocurrido y añadió: "Si tienes intención de hacer algo por tu madre alguna vez en tu vida, ¡hazlo ahora!".

»"Dime qué debo hacer y lo haré", contestó el hijo, a lo que la madre respondió: "Ve a la habitación donde está la esclava. Dale a entender que ahora tú eres el nuevo amo de la casa. Después acuéstate con ella. Así, tú padre tendrá prohibido hacerlo. Si no lo haces, esa joven le robará la poca razón que le queda y no volverán a oírse risas en esta casa".

»El hijo cumplió los deseos de su madre. Fue a la habitación de la muchacha y se acostó con ella. La esclava quedó encantada. El joven apenas había salido de la habitación, cuando su padre llegó a casa y preguntó: "¿Dónde está la muchacha?".

»La mujer señaló la habitación. Abú Dulama entró en ella inmediatamente e intentó besar a la chica, él, un viejo de barba blanca y dientes amarillos.

»"¡Qué haces! —gritó la muchacha—. ¡Tranquilízate, anciano, o te arrancaré la nariz de la cara!"

»El poeta, encolerizado, dijo: "¿No te ha encargado al–Chaizurán que seas amable con tu nuevo amo?".

»"He sido amable con él", contestó ella. Luego describió al hijo de Abú Dulama y dijo: "Acaba de estar aquí, y ha obtenido de mi lo que quería".

»Al oir esto, Abú Dulama comprendió que había sido engañado por su esposa y su hijo. Salió de la habitación como un rayo, cogió a su hijo y lo llevó a rastras hasta el califa.

»"¿Qué quieres?", preguntó el califa.

»Abú Dulama contestó: "Este canalla me ha hecho algo que ningún hijo haría a su padre. ¡Sólo su muerte puede devolverme el honor!".

»"¿Qué es lo que ha hecho?", preguntó el califa, lleno de asombro.

»Abú Dulama le contó lo ocurrido. Al oírlo, el califa echó a reír de tal modo que se cayó de espaldas.

»Una vez que el califa hubo recuperado la calma, Abú Dulama le preguntó: "¿Tan gracioso te parece lo que ha hecho, que te echas a reír?".

»Entonces el califa ordenó: "¡Traed la espada y el cuero!".

»Pero antes de que llegara el verdugo, el hijo se dirigió al califa, diciendo: "Oh, comendador de los creyentes, ya has oído la versión de mi padre. ¡Escucha ahora también la mía!". Y, a una señal del califa, continuó: "Este viejo desvergonzado viene jodiéndose a mi madre desde hace cuarenta años, sin que yo nunca me haya disgustado por ello. Ahora yo, por única vez, abordo a su esclava, y él se comporta como el hombre más desgraciado del mundo".

Ibn Ammar interrumpió el relato al ver que el sabí no daba señales de atender. Sentía una gran compasión por el sabí.

—¿No quieres saber cómo termina la historia?

—¿Cómo termina? —preguntó el sabí, sólo por cortesía.

—Termina bien, como es natural —dijo Ibn Ammar, manteniendo el tono alentador—. El califa se desternilló de risa, y el hijo pudo quedarse con la muchacha. Cuando el califa se ríe, las historias siempre terminan bien.

El sabí no dijo nada. Tenía la cabeza gacha y se miraba fijamente las manos, que colgaban muertas entre sus rodillas. El suave canto cesó, y de repente reinó un silencio absoluto. Un rato después, el sabí levantó la cabeza, miró fugazmente a Ibn Ammar y dijo en tono sombrío:

—Ya no existen califas en Andalucía. Sólo miserables potentados que juegan a ser reyes. Tristes gatos que se creen leones.

—No vayas a decir una cosa así ante la persona equivocada —contestó Ibn Ammar, en un débil intento de dar un nuevo giro a la conversación. Luego volvió a callar. Ya no tenía nada más que decir. Al salir de la casa, Ibn Ammar vigiló si alguien lo seguía, pero no descubrió nada que pareciese extraño. Pasó un rato en la mezquita principal, donde se gozaba de un agradable frescor, afinó todavía un poco más su borrador, escuchó en el patio a un viejo que recitaba con voz sorprendentemente armoniosa poemas de al–Buhturi, y se puso en camino hacia la tienda de Ibn Mundhir.

Salió de la mezquita por la puerta del muro oeste y giró hacia el sur. Pero al llegar a la esquina suroccidental del muro exterior se dio cuenta de que había tomado la dirección equivocada, y supo también porqué había dado ese rodeo. Ante él se encontraba el imponente bastión de la puerta del al–Qasr, y, al levantar la mirada, vio que de uno de los ganchos empotrados en la pared, encima de la puerta, colgaba la cabeza de Abú Musas. Las cornejas ya se habían precipitado sobre ella. Sólo el cabello permitía saber que aquélla era la cabeza del hombre a quien el sabí había llamado amigo.

Ibn Ammar reemprendió el camino rápidamente. En el lugar que acostumbraba ocupar entre los escribas de la mezquita esperaba una mujer. Vestía como una criada, pero llevaba zapatos. Debía de servir en una casa distinguida, probablemente de doncella. Habló a Ibn Ammar sin ningún temor.

Le preguntó si era el katib que normalmente ocupaba aquel lugar. La mujer no tenía más de treinta años, y llevaba con descuido el velo que le cubría el rostro.

Ibn Ammar contestó que ya no trabajaba de escriba.

—Sólo una cosa muy corta, un par de líneas, maestro —rogó ella—. Me han enviado a vos.

Tenía los ojos pardos y una cálida mirada.

—¿Qué es lo que tengo que escribir? —preguntó Ibn Ammar.

—Sólo un poemita —dijo ella—. La respuesta a unos versos.

Ibn Ammar se sentó junto a la muralla recogiendo las piernas, de modo que podía escribir apoyando el papel sobre sus rodillas.

—¿Tengo que inventar los versos o ya los sabes?

—Sólo tengo el primer mensaje —dijo ella, sin cesar de mirar fijamente a Ibn Ammar.

—¿Y qué es lo que dice? —preguntó el poeta.

Ella titubeó, como si tuviera que inventarse las palabras. Luego dijo los versos:

Te vi tras las rejas de la ventana.

Amargo siento el dulce, muy larga la mañana…

Le costó trabajo, pero logró pronunciarlo como se pide una receta al boticario.

—¿Y quieres unos versos que contesten a ésos? —preguntó Ibn Ammar examinándola sonriente con la mirada, al tiempo que pensaba fugazmente a quién podía ir dirigida la respuesta. Quizá a algún criado de la casa vecina. No era el primer poemita de amor que componía en ese lugar. También entre el personal de servicio se consideraba elegante intercambiar pequeños saludos amorosos rimados. Escribió los primeros versos que le vinieron a la cabeza, y los leyó en voz alta:

Breve será el día en que nos encontremos,

permite que esas rejas superemos.

La mujer pareció quedar encantada, cogió el papel y se lo guardó en una manga. Sus ojos pardos recordaron a Ibn Ammar los ojos de su madre.

—Es gratis —dijo el poeta.

La mujer lo bendijo mientras él se retiraba.

Sólo cuando ya casi había llegado al barrio del bazar, Ibn Ammar reparó de pronto en que el primer mensaje podía estar dirigido a él mismo. «Te vi tras las rejas de la ventana», era un mensaje escrito por una mujer.

Se dio media vuelta y regresó corriendo a donde se había encontrado con la mujer. Casi rodeó toda la mezquita y buscó en todas las callejas adyacentes. La criada había desaparecido.

10
SEVILLA

SABBAT 25 DE ELUL, 4623

25 DE SHABÁN, 455 / 23 DE AGOSTO, 1063

El hazzán estaba delante, junto al atril de la Tora. Era un hombre alto y delgado, de tez pálida, con una hermosa cabellera negra y rizada. Dirigía la vista al techo y cantaba con una voz plena, elástica, vibrante por lo intensa, que llenaba la cúpula de la sinagoga como el viento las velas de un barco.

Procedía de Italia y, según se decía, también había cantado en Montpellier, Narbona y Barcelona. Ahora era la atracción de toda la comunidad judía de Sevilla. Desde que él cantaba, la sinagoga de la congregación palestina siempre se llenaba hasta rebosar. En la galería de las mujeres, la aglomeración era tal, que algunas jóvenes se desmayaban. Y una de las melodías que el hazzán había traído consigo de su tierra natal se había hecho ya tan popular que la noche posterior al sabbat se la oía en uno de cada dos patios.

Si Yunus se inclinaba un poco hacia delante, veía al rabino, que estaba sentado unos cuantos sitios a la izquierda de él, con la cabeza roja, henchido de satisfacción y orgullo por haber conseguido traer aquel cantor a su sinagoga, y, además, a cambio de unos honorarios ridículos, como no se cansaba de repetir.

Si Yunus se inclinaba un poco más veía, más allá del rabino, a al–Fasí, el zapatero. Pero el aspecto de éste, por el contrario, era como para echarle a perder el disfrute de los hermosos cánticos a cualquiera. Al–Fasí se revolvía inquieto en el cojín que le servía de asiento, enroscaba con manos nerviosas las borlas de su túnica de oración y no cesaba de mover los labios. Tendría que tomar la palabra apenas terminara el canto litúrgico. Yunus le había redactado un discurso y había traducido el texto al hebreo, para que pudiera aprendérselo de memoria. Karima, la pequeña hija acogida por el zapatero, estaba muy bien situada en la galería, en primera fila, junto a la mujer y las seis hijas carnales de al–Fasí. Sin embargo, Yunus no estaba seguro de que la petición de ayuda del zapatero fuese siquiera escuchada, pues ya antes de la lectura se había hecho un insistente llamamiento pidiendo limosnas, y aquellos miembros de la comunidad que, como era sabido, siempre tenían un oído abierto a los menesterosos que solicitaban su ayuda en los oficios religiosos de la mañana del sabbat ya habían dado suficientes pruebas de su gran corazón.

Dos días antes habían llegado fugitivos de Sicilia, catorce familias con muchos niños, la mayoría sin ninguna pertenencia. Procedían de Mesina, una ciudad del este de la isla que dos años antes había sido tomada a punta de espada por Roger, el normando. Los fugitivos habían intentado establecerse en Palermo, pero tampoco allí habían encontrado la paz. Una flota de Pisa había conseguido conquistar el puerto de la ciudad y apoderarse de muchos barcos. Luego los fugitivos habían viajado a África, en un intento de encontrar un nuevo hogar en al–Mahdiyya. Sin embargo, la comunidad judía de la localidad no se hallaba en condiciones de acoger a los fugitivos; bastante tenían ya con cuidar de sus propios pobres, pues el precio del pan se había incrementado en un doscientos cincuenta por ciento desde que los transportes de trigo procedentes de Sicilia eran atacados regularmente por piratas italianos. Después, de camino a Qayrawan, una banda de beduinos había despojado a los desgraciados de sus últimas pertenencias. Ocurrido esto, y ya en la más extrema pobreza, habían puesto rumbo a Andalucía.

Como la mayoría de los judíos de Sicilia, seguían la doctrina de la congregación palestina, y por ello al llegar a Sevilla se habían dirigido en primer lugar a sus hermanos de fe. El rabino había hecho todo lo posible para conseguirles alojamiento entre su propia gente, a pesar de que la congregación palestina sólo constituía una minoría dentro de la gran comunidad judía de Sevilla. Además, los fugitivos habían nombrado portavoz a un haver, hombre muy erudito, que había descrito la historia de sus pesares con palabras en extremo sencillas y, precisamente por eso, mucho más conmovedoras. En comparación con las privaciones y necesidades por las que habían pasado, los problemas de al–Fasí y su hija acogida resultaban vergonzosamente insignificantes. Y, cuando finalmente tocó el turno al zapatero y éste se puso ante la congregación para soltar su discurso, esta impresión se acentuó aún más.

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