El puente de Alcántara (24 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

—¿Qué esperáis que haga? —preguntó serenamente Ibn Ammar.

El comerciante dio media vuelta girando sobre sus talones y miró a Ibn Ammar directamente a los ojos.

—Nada —dijo sin titubear—. Nada en especial. —Parecía sincero. Empezó a andar en círculos por la maslah, con las manos a la espalda—. Pero el negocio del comercio exterior se ha puesto muy difícil. Ahora es más inseguro que nunca antes. Barcos de Pisa y Génova mantienen una auténtica guerra de corso en la ruta de Sicilia. ¡Dios los maldiga! También las rutas comerciales del Magreb están expuestas a constantes ataques. Fez ha sido conquistada por una banda de beduinos, y no sabemos nada de nuestros agentes comerciales destacados allí. Palermo, devastada por una nueva y dura derrota ante los normandos, y el comercio con Sicilia interrumpido por completo. Llegan malas noticias de todas partes, que Dios nos ampare. Estaríamos tranquilos si supiéramos que cerca del príncipe heredero hay un hombre que conoce estos problemas; eso es todo. —Su voz era tan ronca que ya casi no se le entendía. Se detuvo junto a la piscina y volvió a humedecerse los labios.

—No sé si conozco lo bastante bien vuestros problemas —dijo Ibn Ammar titubeando—. Casi todas las cosas que me acabáis de decir son nuevas para mí. Yo escribo poemas, entiendo algo de literatura y quizá también de ciencia, pero no sé nada de comercio.

Ibn Mundhir se volvió hacia él y, por primera vez desde que Ibn Ammar lo conocía, su rostro mostró algo parecido a una sonrisa amigable.

—Ya tendremos ocasión de hablar de ello —dijo el comerciante—. Eres un hombre muy rápido de entendimiento; nos entenderemos.

Llamó al hammami dando unas palmadas, se sacó el turbante de la cabeza, se inclinó sobre la piscina, sumergió ambas manos y se tumbó sobre su espalda.

—He mandado preparar una pequeña comida. Espero que seas mi invitado.

Ibn Ammar observó al comerciante, que lamía con avidez los dedos humedecidos mientras el hammami lo ayudaba a vestirse, y lo que vio fue a un hombre pequeño y delgado, calvo, con la piel de la cabeza muy pálida, en marcado contraste con su cara morena, ya no tan imponente como antes, como si al quitarse el turbante hubiera perdido también parte de su dignidad.

Un príncipe enferma, su hijo tiene un par de manías que lo hacen inaccesible para los poderosos comerciantes del bazar, y eso basta para que se empiecen a enhebrar simples palabras sobre un insignificante katib, haciendo de éste un huésped honorable y un aliado, pensaba Ibn Ammar.

Cuando salieron de los baños los recibió un enorme parque. El camino, de suave pendiente, ascendía a la sombra de los pinos. A una cierta distancia, a la izquierda del camino, se levantaba un seto tras el cual se extendía la parte privada del parque. El dueño de la casa caminaba en silencio, con paso rápido y enérgico. Sostuvo el ritmo, sin esfuerzo visible, hasta que llegaron al punto más alto del parque, a unos trescientos pasos de los baños. En esa pequeña elevación del terreno, coronada por una torre de tres plantas, hacían esquina los muros que rodeaban la finca. Cuando subieron a la primera plataforma se abrió ante ellos una amplia vista del norte, Murcia, y del este, el valle del Guadalentín y las montañas que se alzaban detrás; el sol flotaba sobre ellas como una gran bola de fuego.

Ibn Mundhir se acercó al pretil, apoyó ambos brazos y se quedó en esa posición hasta que el sol se escondió tras las montañas. Un criado apareció sin hacer ningún ruido, vertió sobre las manos del comerciante y su invitado el agua para las abluciones y volvió a retirarse con el mismo sigilo, mientras los dos hombres cumplían con la oración. Un instante después regresó el mismo criado con dos grandes bandejas plateadas llenas de comida, colocó los ahumadores para espantar a las moscas y escancio vino.

Ibn Mundhir se dio la vuelta.

—Cuanto más viejo me hago, más me atormenta la sed —dijo el comerciante, agobiado—. Cada tarde tomo un baño, sólo para tragarme un poquito del agua. Que Dios me perdone. Cuando el ramadán cae en la época calurosa, los días se hacen terriblemente largos.

Caminó junto al pretil, mirando hacia el parque. Sólo se veía la parte occidental, donde se encontraban la casa de huéspedes y los edificios de explotación de la finca. La mayor parte de la zona privada quedaba oculta tras la enorme copa de un pino.

—Estos instantes —siguió diciendo en voz muy baja—, cuando el sol ya se ha puesto y ya he hecho la oración; estos instantes de duda, en los que ya se me permite comer y beber, y, sin embargo, todavía espero un momento antes de sentarme a tomar el primer trago y el primer bocado; estos instantes son los que más me agradan. A mi edad, me dan más placer que ninguna otra cosa. Son los únicos instantes en los que me siento realmente libre, dueño de mis decisiones. —Dirigió la mirada hacia los platos tentadoramente dispuestos, las garrafas de cristal metidas en cubas llenas de hielo para mantenerlas frescas. Y, en un repentino arranque, se apartó del pretil y se sentó en uno de los cojines—. Tampoco hay que prolongarlos demasiado —añadió, refunfuñando.

Ibn Mundhir comió y bebió con sano apetito, masticando cuidadosa y largamente con exagerados movimientos de mandíbula, como si siguiera el consejo de un médico que le hubiera recomendado triturar cada bocado con un número determinado de mascadas. Luego, entre bocado y bocado, empezó a hacer breves preguntas a Ibn Ammar. Preguntas sobre el tiempo que había vivido en Sevilla, sobre al–Mutadid, el príncipe, sobre la posición de Ibn Ammar en la corte del príncipe, sobre su relación con el príncipe Muhammad ibn Abbad. Preguntas que ponían de manifiesto que el ajedrecista ya lo había informado exhaustivamente de todos los detalles.

—¿Y tus relaciones con el príncipe eran de tipo amistoso?

—Muy amistosas —confirmó Ibn Ammar.

—¿Más que amistosas, quieres decir?

—Mucho más —dijo Ibn Ammar sin malicia. Dios sabía la gran amistad que lo había unido al príncipe. La primera vez que se vieron él tenía veintitrés años; el príncipe, catorce. Poco antes se había hecho un lugar entre los poetas de la corte, y era, con mucho, el más joven de todos cuantos gozaban del favor del monarca. El príncipe acababa de salir de la pubertad; era un joven muy poco educado, con granos en la cara, un gran corazón y una fatal inclinación hacia la poesía. Ibn Ammar era su gran modelo. El príncipe lo seguía con incansable devoción, unas veces respetuoso, otras molesto, otras simplemente fascinado. Leía en los ojos de Ibn Ammar todos sus deseos y lo colmaba de regalos; hasta mandó construir para él un palacio en Silves, junto al suyo, para tenerlo siempre cerca. No tomaba ninguna decisión sin antes pedir consejo a Ibn Ammar. Sí, había sido más que una estrecha amistad.

—¿Quieres decir que vuestras relaciones eran más intimas de lo que es normal entre dos hombres? —preguntó Ibn Mundhir con moderada insistencia.

Por un momento, un sentimiento de furia invadió a Ibn Ammar. La vieja y estúpida sospecha de siempre. Igual que en Sevilla. Estaba a punto de responder violentamente, pero de pronto recordó el encuentro con la doncella esa tarde, en el patio interior de la casa, y pensó que posiblemente en ese mismo instante una mujer de la casa de Ibn Mundhir estaba buscando la forma de hacerle llegar un mensaje, y esta idea lo divirtió tanto que le hizo olvidar su enfado.

—No —dijo.

—Pero ¿había rumores? —insistió el dueño de la casa.

—Suposiciones, chismes malintencionados —dijo escuetamente Ibn Ammar.

—Rumores a los que el monarca dio crédito —continuó impasible el comerciante.

—Por desgracia —contestó Ibn Ammar. Tras una pausa, añadió a modo de explicación—: Su hijo mayor, Ismail ibn Abbad, el príncipe heredero, mantenía ese tipo de relaciones de las que habláis. Por eso, el monarca tenía un oído abierto a las murmuraciones.

—¿Y no pudiste disipar sus sospechas?

—No; me fue imposible. Ya no me concedió audiencia. Una vez decretado mi destierro, me dieron sólo tres horas de plazo para abandonar la ciudad.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace cinco años; hace exactamente cinco años.

—¿Y el príncipe? ¿No pudo interceder por ti ante su padre?

—No —dijo Ibn Ammar—. Vos no conocéis al monarca de Sevilla. Al–Mutadid nunca reconsidera una decisión.

—¿Y el príncipe no te ayudó en el destierro?

—Lo hizo. Me ayudó contra la voluntad de su padre. Primero estuve en Málaga. Cada semana, el príncipe me enviaba un mensajero con dinero, cartas, poemas, regalos. Estábamos en constante contacto, hasta que su padre lo averiguó. Me fui a Almería. Allí reiniciamos nuestros contactos, con cuidado, en secreto, cambiando de mensajeros y de puntos de encuentro. Pero su padre volvió a descubrirnos y envió a dos de sus hombres a matarme. Por eso huí a Murcia y empecé a jugar al escondite. Temía por mi vida.

Ibn Mundhir lo miró con expresión de duda.

—Ese temor, ¿es realmente fundado?

—Yo he visto con mis propios ojos a los dos hombres que me perseguían —dijo Ibn Ammar. Al ver que aún quedaban rastros de duda en los ojos de Ibn Mundhir, añadió tranquilamente—: Vos no conocéis a al–Mutadid, os contaré algo de él.

No necesitó buscar mucho en su memoria, había tantos ejemplos… Habló de Abú Amir ibn Maslama, poeta de una distinguida familia cordobesa, que había desempeñado el cargo de visir en el califato y a quien el padre de al–Mutadid, el gran qadi, había llevado a Sevilla en calidad de amigo. Un día, al–Mutadid advirtió que Ibn Maslama siempre se mantenía reservado, mientras que los otros poetas de la corte prodigaban sus poemas de alabanza al monarca. Éste pidió a Ibn Maslama que también él le hiciera un poema de homenaje. Ibn Maslama solicitó la dimisión. Recibió serias advertencias. Una semana más tarde lo encontraron ahogado en el estanque de su casa de veraneo.

Contó el caso del arquitecto bizantino que había decorado la sala de recepción del palacio de Dimaq, con tanto arte que desde entonces el edificio pasaba por ser uno de los más hermosos de toda Andalucía. El soberano estaba muy orgulloso. Cuando el arquitecto recibió una oferta de al–Ma'mún, el monarca de Toledo, al–Mutatid le duplicó la paga, pero prohibiéndole que aceptara la oferta de Toledo. El arquitecto se marchó en secreto. Tres meses más tarde apareció apuñalado en su cama, en la corte de al–Ma'mún.

Contó la historia del comerciante en piedras preciosas Ibn Said, conocida en toda Sevilla. El comerciante había regresado de un viaje de dos años a la India, trayendo consigo una colección de hermosísimas joyas y perlas. Como de costumbre, el comprador del monarca subió a bordo del barco antes de que se concediera el permiso para desembarcar el cargamento y, despreciando todo el derecho consuetudinario, compró la colección completa a un precio que no dejaba margen de ganancia alguno al comerciante. Ibn Said acudió al qadi, pero no obtuvo justicia. Así las cosas, el viernes se presentó en la puerta de la mezquita del al–Qasr, donde se reunían quienes querían pedir justicia al monarca. Tres veces entregó su petición al secretario del monarca, y tres viernes contó a toda la gente que se reunía ante la puerta de la mezquita la injusticia que se había cometido con él. Al–Mutadid ordenó que lo detuvieran y le quemaran los ojos, confiscó todas sus propiedades y lo expulsó de la ciudad.

El comerciante en piedras preciosas, ciego y convertido en mendigo, continuó su vida, y en los años siguientes viajó a La Meca con un grupo de peregrinos. Ya en La Meca, se instaló junto a la Puerta de la Salud, por la que pasaban todos los peregrinos, y cada vez que reconocía una voz con acento andaluz, detenía a la persona y le contaba la injusticia que había cometido con él al–Mutadid.

Naturalmente, esto llegó a oídos del monarca. Este mandó escribir una carta en la que pedía perdón al comerciante y le prometía que repararía su error si volvía a Sevilla, y envió a La Meca un mensajero con la carta y una cajita llena de dinares de oro.

El mensajero encontró a Ibn Said junto a la Puerta de la Salud y le leyó la carta. El ciego se mostró desconfiado. Pidió al mensajero que le entregara la cajita, palpó las monedas y comprobó su autenticidad con los dientes. Un instante después, se desplomó, sacudido por convulsiones y echando espuma por la boca. Al–Mutadid había calculado muy bien la desconfianza del comerciante, y había mandado dar unas pinceladas de veneno a las monedas.

—Una de las características más detestables de al–Mutadid es su sed de venganza —dijo Ibn Ammar.

Ibn Mundhir dejó que su mirada errara pensativa sobre las fuentes vacías. Luego levantó la cabeza y dijo con una suave sonrisa en los labios:

—Será mejor que no cuentes esas historias en la corte de Hassún ibn Tahir. El príncipe heredero es un admirador del monarca de Sevilla, por los motivos que sean. —Ibn Mundhir sabía más de lo que decía y estaba mejor informado de lo que quería admitir. No se lo debía subvalorar.

—Tal vez yo no sea el hombre adecuado para la tarea que habéis pensado —dijo Ibn Ammar—. Mi admiración por al–Mutadid tiene sus limites, y tampoco poseo las inclinaciones que, según parece, esperabais que poseyera.

—No esperaba nada semejante —dijo rápidamente Ibn Mundhir.

—¿No?

—¡No!

—Pero era fácil suponerlo. Circulan rumores sobre el príncipe heredero.

—Absurdo —dijo Ibn Mundhir—. La gente habla demasiado. El príncipe ha cumplido cuarenta años y no tiene hijos, a pesar de que no le faltan mujeres. Eso siempre da pie a rumores —comentó con amargura, como si hablara por experiencia propia. Se levantó trabajosamente y añadió en tono sorprendentemente claro—: No, tú eres el hombre adecuado. Estoy convencido de que tú eres el hombre adecuado para esta tarea. Ya veremos.

A la mañana siguiente, Ibn Ammar oyó al despertar un suave canto. Esta vez reconoció la voz de inmediato. Era la qayna quien cantaba a horas tan tempranas. De modo que también ella se encontraba en la finca.

Ibn Ammar se puso a trabajar muy temprano. Se sentó en un quiosco del parque y empezó a concebir el poema que tendría que recitar esa noche ante el príncipe Hassún ibn Tahir. En algún momento apareció una persona vestida de azul, que andaba entre los árboles como buscando algo. Ibn Ammar estaba tan sumido en su trabajo que tardó en darse cuenta de su presencia. Debía de ser la doncella, pero estaba tan lejos de él que no podía gritarle que se acercara sin llamar la atención. Salió del quiosco y dio unos pasos hacia ella. Ella se alejó pendiente arriba. Estaba a unos cincuenta pasos de él, y mantenía siempre esa distancia. Era efectivamente la doncella. Al llegar a la parte más elevada del parque, la muchacha se desvió del sendero flanqueado por pinos y desapareció tras un rosal. Cuando Ibn Ammar llegó allí, ella lo esperaba tras un granado. Ahora Ibn Ammar estaba seguro de que la doncella lo estaba guiando, y de que no necesitaba correr para seguirla. Lo guió hasta los altos pinos que crecían al pie de la torre y, de repente, desapareció detrás de un árbol cuyas ramas tocaban el suelo. Al llegar al árbol, Ibn Ammar vio a la muchacha a menos de veinte pasos de distancia. Estaba a este lado del seto que dividía el parque, muy cerca del lugar donde el seto se unía con el muro exterior. La muchacha apartó una rama y atravesó el seto, perdiéndose de vista cuando la rama volvió a su lugar.

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