El puente de Alcántara (27 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Al llegar a casa, Yunus se enteró de que la tan comentada parada militar también había causado un gran desasosiego en su familia. Una vez más, Karima salió a su encuentro llorando. Esa mañana, la pequeña, junto con Nabila y Sarwa, había escuchado el sonido armonioso de la música militar y, como todos los demás niños de la vecindad, había querido ir corriendo a la Puerta de Carmona para ver la partida de las tropas. Pero la vieja Dada no las había dejado ir. El propio Yunus le había dado la orden de no dejar salir de casa a las chicas, pues se había enterado de que, entre las unidades que desfilaban por la ciudad, había también un destacamento de bereberes de Sinhedja a los que el príncipe heredero había reclutado en Ceuta, y que llevaban el rostro cubierto por un velo, igual que los almorávides. Yunus quería evitar que Sarwa y Nabila vieran a estos guerreros bereberes de blancos albornoces y rostros cubiertos por grandes velos que sólo dejaban libre una ranura estrecha y amenazante para los ojos. Quería evitar que recordaran aquellos horribles días en Sigilmesa.

Las dos muchachas mayores ya habían olvidado el espectáculo que se habían perdido, pero Karima no olvidaba tan pronto. Había estado conteniendo su rabia todo el día, y en cuanto Yunus entró en el patio, la desató. Maldijo, gritó estremecida por la furia, e insultó a la vieja Dada, a quien tenía por culpable, con expresiones que Yunus no había oído jamás. Yunus la llevó consigo a su despacho, pero esta vez la magia de aquella habitación tampoco sirvió de nada.

Sólo se calmó ya muy entrada la noche, cuando Yunus por fin pudo acostarla, con ayuda de Ammi Hassán.

Después del sabbat, Yunus escribió en su diario:

Por lo que respecta a Karima, a la pequeña, tiene en vilo a toda la casa. Desde hace tres semanas se niega a irse a la cama. Inventa siempre nuevas excusas para no ir a dormir. Cada noche la misma rebeldía. A veces siento que se comporta así sólo porque tiene miedo de despertar por la mañana y no encontrarse entre nosotros. Intentamos tranquilizarla contándole cuentos. Nabila le cuenta uno, Ammín Hassán y Dada otro, y cuando nada funciona tengo que intervenir yo. Hoy no ha bastado con un cuento; he tenido que contarle otro, y luego otro. Y después todavía quería oir uno más largo.

Bien —le he dicho—. Escucharás el cuento más largo que conozco. La historia del rey y su cuentacuentos.

Y he empezado a contárselo:

»El rey tenía un cuentacuentos que cada noche le contaba larguísimos cuentos, hasta que el rey se quedaba dormido. Una noche, el rey no podía dormir, y pedía a su cuentacuentos que le contara una historia tras otra, hasta que al cuentacuentos casi se le cerraban los ojos de cansancio. Entonces el cuentacuentos dijo: "Rey, os contaré una historia tan larga que os daréis por satisfecho. Pero no podéis quedaros dormido a la mitad, pues la historia tiene un final maravilloso, y sería una lástima que os lo perdierais". Y empezó a contar:

» "Había una vez un pastor que tenía mil ovejas. Un día el pastor recibió una carta de su hermano, que era inspector del mercado de la ciudad. En la carta le decía que se pusiera en camino inmediatamente con todas sus ovejas, pues un misterioso forastero que tenía una hija bellísima había llegado a la ciudad en un barco negro y estaba comprando todas las ovejas al doble de su precio".

» "El pastor se puso en camino en seguida con sus mil ovejas, pero al llegar al río descubrió que el puente había sido arrastrado río abajo por la corriente, pues era primavera y las subidas habían provocado inundaciones. Al pastor no le quedaba más remedio que pasar las ovejas al otro lado del río con un bote que encontró en la orilla. Pero el bote era tan pequeño que sólo cabían en él el pastor y una oveja. Así pues, subió la primera oveja al bote, remó hasta el otro lado del río, bajó a la oveja en la otra orilla, remó de regreso y subió a la segunda oveja. Esta oveja era muy pesada y tenía las patas negras, así que el pastor tardó un poco más en cruzar el río con ella. La dejó en la otra orilla, remó de regreso, subió a la tercera oveja y remó hacia…

A la quinta o sexta oveja, Karima ha empezado a darse cuenta de que la había engañado, pero no quería dar su brazo a torcer. Ha apretado los labios y me ha mirado con expresión sombría, intentando hacerse la desentendida. Tras la duodécima oveja ha empezado a encontrar divertida la historia y reía para sí, volviendo la cara para que yo no viera cómo se reía, al tiempo que me observaba por el rabillo del ojo, firmemente decidida a permanecer despierta hasta la milésima oveja.

Ha aguantado hasta la número cuarenta y cinco. Yo casi me duermo antes que ella. Tiene una voluntad de hierro. Que Dios la proteja.

14
CORIA

VIERNES 31 DE OCTUBRE, 1063

6 DE DU'L–QADA, 455 / 6 DE KISLEW, 4824

Coria era la primera ciudad mora que veía Lope. La situación de la ciudad le recordaba a Salamanca: también Coria se levantaba sobre un empinado talud, por encima de un río; también aquí había un puente de piedra que procedía de los tiempos de los hijos de Rómulo. Pero aquí terminaba el parecido. Coria no era un montón de edificios chatos de madera y chozas rápidamente construidas, separadas por establos y corrales, y amplios caminos lodosos en los que los cerdos buscaban desperdicios, sino una ciudad sólida, rodeada en toda su extensión por una muralla, hermosa como el nido de un pájaro, con casas de dos pisos, blancas por el encalado de sus paredes, y callejas empedradas y limpias. Al norte, donde se abría la puerta principal y la parte de la entrada era plana, al no estar protegidas las murallas por el talud natural, se levantaba el al–Qasr, con su alta torre cuadrada, de cuya cima asomaban el largo brazo de una catapulta y una delgada asta de la que colgaba la bandera del qa'id de Coria, del señor de la ciudad, vasallo del príncipe de Badajoz.

Habían llegado hacía un mes. El capitán conocía la ciudad, había pasado por allí unas cuantas veces trayendo caballos y ganado de Guarda, de camino a Córdoba. Uno de los posaderos de la amplia carretera que rodeaba la ciudad por el este y se dirigía luego hacia el puente, había reconocido al capitán, de modo que se habían instalado en el establecimiento de éste. El capitán podía hablar con la gente en el idioma de los moros. Era un hombre notable. Desde su llegada llevaba en la cabeza una faja como la de los moros, de manera que exteriormente apenas se lo podía distinguir de éstos.

Inicialmente habían pensado detenerse en Coria sólo unos cuantos días, con la intención de seguir luego hacia el sur; pero entonces habían llegado a sus oídos rumores de que don Fernando, el rey de León, había reunido a su ejército en Zamora para dirigirse a territorio moro y negociar con sus príncipes. En un primer momento no habían querido dar crédito a dichos rumores, pero éstos no habían tardado en confirmarse. Del sur llegaron unidades de caballería para reforzar la guarnición del castillo. Campesinos de los alrededores empezaron a arrancar la maleza del foso y el talud en las partes cercanas a las murallas de la ciudad, así como a reparar los muros y a arrastrar maderos y fajina hacia las torres y adarves. Pesados carros con flechas y azagayas, escudos, yelmos y armaduras, entraron en el castillo escoltados por jinetes con corazas. Largas filas de acémilas entraron en la ciudad cargadas de aceite, grano, heno, paja y leña.

También el capitán se había preparado. Ya no bebía como en Salamanca. En lugar de ello, salía cada mañana con Lope para enseñarle todo lo que debía saber el mozo de un hidalgo. Le enseñó cómo el mozo debía ayudar a su señor a ponerse la coraza, cómo sujetar a ésta las perneras de cuero y en qué orden ajustar las correas. Le enseñó cómo debía peinar hacia atrás a su señor, cómo ponerle la gorra de lino apenas ceñida, cómo colocarle sobre ésta el grueso casquete de cuero acolchado relleno con pelo de conejo y, luego, la caperuza de la coraza con el protector del cuello, sobre la cual debía ceñirle, finalmente, el yelmo de acero, sujetándolo firmemente con las correas de cuero. Le indicó cómo debía el mozo ceñir a su señor el cinturón de la espada, cómo debía sostenerle el estribo del caballo y cómo alcanzarle la lanza. Y le recalcó que antes de que el caballo empezara a moverse debía revisar una vez más las cinchas de la silla, la hebilla del cinturón y todas las otras correas.

Salían fuera cada día, a practicar. Practicaban la postura que debía mantener el mozo al cabalgar, a la izquierda y justo detrás de su señor, de modo que cubriera el lado del escudo. Practicaron las señales que indicarían al mozo que su señor quería cambiar de dirección, cambiar el ritmo de la marcha o pasar de trote a galope, o de galope a trote. Practicaron cómo debía el mozo evitar quedarse muy rezagado o adelantar demasiado o incluso precipitarse sobre el caballo del señor. El capitán montaba el caballo que habían arrebatado a aquel hombre agonizante cerca del pueblo de las montañas. Lope montaba la gran yegua de Guarda.

El joven era un buen jinete. Había pasado dos veranos con los criadores de caballos de la meseta, al oeste de Sabugal. Había aprendido a montar a pelo, y sus movimientos seguían a los del caballo como una sombra. Pero no era lo mismo tener ambas manos libres que tener que coger el escudo y las riendas con la izquierda y llevar un arma en la derecha. No era lo mismo poder concentrar toda la atención en el caballo y en el camino que no poder detener la vista en el camino, sino sólo en la vara de la altura de un hombre que el capitán había clavado en el suelo y a la que Lope, al pasar, tenía que golpear con el palo que hacía las veces de espada en los entrenamientos. Y no sólo tenía que golpear la vara, sino que además tenía que hacerlo con el movimiento correcto del brazo, desde la distancia correcta y acertándole justo una palma por debajo de la punta, y con tal rabia que le arrancara limpiamente el extremo superior.

—Un hombre que pelea a caballo será tan bueno como lo sea su modo de montar —gritó el capitán. Era una frase que repetía todos los días—. Piensa en el robusto Pere —gritaba una y otra vez mientras Lope pasaba a toda velocidad, intentando mantener el caballo en la dirección precisa del ataque—. Un buen hombre, el robusto Pere. Pero un mal jinete —gritó el capitán—. ¡Ya viste cómo regresó! ¡Ya viste cómo lo dejaron! —No perdía de vista a Lope ni un solo instante, no dejaba escapar ningún error. Era un maestro inflexible—. Tu caballo no puede ser un animal extraño —gritó—. Tiene que convertirse en una parte de tu cuerpo, tiene que sentir lo que piensas hacer aún antes de que se lo ordenes. Tiene que sentir a través de la piel qué es lo que quieres de él, por la presión de tus muslos, de tus talones, por el modo en que distribuyes tu peso sobre él. Tienes que hacerte uno con tu caballo, montarlo con el culo, no con la cabeza.

Lope creía saber a qué se refería el capitán. En Sabugal también había pasado algunos meses con los peones, y había participado en sus salvajes pruebas de valor, que consistían en montar a caballo y acercarse tanto a un toro que pudieran hacerle cosquillas en el pescuezo con el bastón de pastor. Allí Lope había aprendido lo que significa luchar contra el propio miedo y hacer perder al caballo el miedo a los cuernos del toro. Había aprendido a montar tan bien que podía hacer que el caballo, parado, echara a galopar de repente si el toro arremetía contra él; podía girar rápidamente para que el toro golpeara en el vacío y podía hacer que el caballo girara sobre sus patas traseras, diera pasos laterales o retrocediera, para hacer dar vueltas al toro hasta que finalmente doblara las manos. Todo eso lo había hecho. Dominaba muchas cosas que ni siquiera sabía que era capaz de hacer. El capitán le hizo tomar conciencia de lo que ya sabía y le enseñó los detalles y las pequeñas mañas, le metió en la cabeza las reglas, le indicó la postura correcta.

—Los pies hacia adelante, hasta que te puedas ver la punta de los pies. ¡Las piernas sueltas, sin estirar las rodillas! ¡No te inclines hacia delante! ¡Mantente erguido, como si llevaras una jarra sobre la cabeza!

Y Lope aprendió a golpear la vara de la altura de un hombre con el palo, arrancándole un trozo tras otro, desde arriba hasta abajo, hasta que ya sólo quedaban tres palmos de vara por encima del suelo. Aprendió a pasar un palo del largo de una lanza por el centro de una argolla colgada de una rama, a la altura de un jinete, y aprendió también a pasar y volver a sacar el palo de la argolla, tirando el cuerpo hacia atrás y estirando el brazo, para que el palo no lo levantara de la silla. El capitán sólo le permitía practicar con palos y varas de madera sin filo, para evitar que hiriera sin querer al caballo y lo dejara inservible para el combate. Estaba siempre detrás de Lope, muy cerca, gritando, maldiciendo y golpeándolo cuando estaba lo bastante cerca. Era muy parco en elogios, y al caer la noche todavía le exigía que se encargara él mismo de los caballos, les diera de comer y beber y los limpiara y cepillara con paja. Y cuando terminaba el trabajo de mozo de cuadra tenía que hacer de criado en la fonda, verter agua sobre las manos del capitán antes de la comida y alcanzarle la toalla, servirle los platos y llenarle la bota de vino. Sólo cuando el capitán terminaba de comer, podía servirse él mismo. A veces estaba tan cansado que se quedaba dormido encima de la comida, cosa por la que siempre se ganaba un duro golpe con la palma de la mano.

Pero al día siguiente, cuando volvía a montar, ya todo estaba olvidado. La aplicación de Lope era más grande que la impaciencia del capitán, y el joven aprendía rápidamente.

Cuando llegó la noticia de que el rey y su ejército habían salido de Zamora, el capitán y Lope se pusieron en marcha. Cruzaron el puente y cabalgaron en dirección al sur durante todo un día, hasta el ancho vado donde confluían el Tajo y la carretera de Salamanca.

Se quedaron en las montañas del este de la amplia cañada, donde Lope construyó un refugio con ramas, a una distancia prudente de la carretera. Las tabernas del vado estaban al completo desde hacía muchos días.

Vieron al aposentador del rey entrar a caballo en el valle e inspeccionar el campamento que se había levantado en la orilla norte del río, y vieron a la tropa de recepción del príncipe de Badajoz dirigiéndose hacia el norte: trescientos hombres con pendones ondeando al viento y tremolantes cintas en los yelmos. Mediado el tercer día, llegó la avanzada del ejército real, ocupó el campamento y empezó a levantar tiendas de campaña. Cuatro horas más tarde llegó el rey en persona con el grueso de sus tropas. Primero los jinetes moros, luego los caballeros de don Fernando en tropas de mayor o menor tamaño, capitaneadas por sus señores. Algunos llevaban los mismos trajes multicolores que los moros, pero la mayoría iba completamente de blanco; sólo los yelmos estaban pintados de colores o revestidos con tela de tonos brillantes. Luego pasaron ruidosamente algunos carros de grandes ruedas cargados hasta los topes de armas, de arcones guarnecidos de hierro y enormes toneles. Luego los estandartes del rey y de los caballeros de la guardia personal. El segundo hijo del rey, don Alfonso; el tercero, don García; y la hija mayor, doña Urraca, con sus damas. Detrás, dos obispos con un gran séquito, trompetas, cuernos, los guardias con perros, los cetreros y el corcel de batalla del rey, apartado de los demás, ensillado y embridado: un poderoso semental azabache.

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