El puente de Alcántara (35 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Sólo el arzobispo seguía junto al altar, en la misma postura que antes, inmóvil, los hombros levantados y los ojos muy abiertos. Miraba fijamente, con indecible terror, el pequeño trozo de hueso que había quedado entre sus dedos. Le flaquearon las piernas y sus capellanes corrieron a sostenerlo. Y en ese mismo instante la voz de don Alvito, sonora y triunfante, gritó:

—¡Esta es la señal, hermanos, ésta es la señal! —Corrió de nuevo hacia el altar, tan ágil como si lo llevara una mano invisible. Con la calavera aún en las manos, gritaba—: ¡San Isidoro mismo lo quiere! ¡Él mismo quiere que lo liberemos de las manos de los paganos, que llevemos sus venerables huesos a León, donde estarán a salvo de los hijos de las tinieblas y de los portaestandartes del anticristo! ¡Ésta es la señal! ¡Él mismo lo quiere! ¡Él mismo!

Las campanas empezaron a tocar, y Lope advirtió que fuera ya era de día. Y de todas partes, de la sacristía y del pasillo que conducía a la casa del obispo, empezaba a llegar gente: criados de la cocina, diáconos, hombres de la mesnada de don Alvito. También el capitán y los mozos de la habitación. Lope pudo mezclarse entre ellos sin llamar la atención.

Más tarde, a media mañana, llegó el médico judío. Volvieron a meter al obispo en la cama. Durmió dos horas. Al despertar se quejaba de dolores en el pecho y su respiración era tan jadeante como la de un perro.

El capitán estaba de guardia. Lope lo acompañaba junto a la puerta de la habitación del enfermo. Cada vez que ésta se abría, oían la respiración jadeante del obispo.

El cocinero trajo la comida y volvió a llevársela intacta. El obispo no estaba en condiciones de comer. El arcediano mandó que se celebrara una misa en el altar mayor de la iglesia y que trasladaran a la habitación el relicario de San Isidoro, para ponerlo a los pies del lecho del enfermo.

Por la tarde, el estado del obispo era tan grave que los hombres de la mesnada se reunieron en la habitación del enfermo. El arcediano ordenó preparar todo para suministrarle la última comunión y mandó encender cirios mortuorios.

Pero luego, gracias a Dios o a San Isidoro o a la ayuda del médico judío, el obispo se recuperó sorprendentemente. Empezó a respirar más tranquilo y relajado y, al caer la noche, incluso pudo comer algo. Lope escuchó a través de la puerta cerrada que don Alvito daba instrucciones para la partida, que se realizaría dos días después, por la mañana, tal y como se había planeado. Parecía como si el obispo hubiera recuperado completamente la salud gracias a un milagro.

Poco antes de la puesta de sol, el médico judío salió de la habitación del enfermo. El más joven de los dos capellanes estaba con él. Hablaban en voz baja y, un momento después, llamaron al capitán para conversar con él. Finalmente hicieron una seña a Lope para que se acercara y el capitán le dijo:

—Irás con este hakim. Haz todo lo que él te ordene, como si yo mismo te lo hubiera mandado. ¿Entendido?

Lope asintió con la cabeza. El joven capellán le puso una mano sobre el hombro y dijo:

—Acompañarás al hakim a su casa. Fíjate bien en el camino, para que puedas encontrarlo si por la noche tenemos que enviarte a llamar al hakim.

Lope volvió a asentir y siguió al médico hasta la calle. Cuando doblaron por una amplia calle, a espaldas de la iglesia, el médico dijo:

—El camino es fácil de recordar, sólo necesitas fijarte en dos calles. El cielo no está cubierto, así que la noche será tan clara que es imposible que te pierdas. Si te topas con la guardia nocturna, diles que vienes de casa del obispo y que vas a buscarme a mi, al hakim. Los guardias te acompañarán.

Ochenta pasos después doblaron por una calleja de piedra, más estrecha y menos poblada que la anterior, y tras otros cien pasos se detuvieron ante una puerta pintada de verde y el hakim picó con la aldaba.

Un negro gigantesco abrió la puerta y los alumbró con una antorcha. Atravesaron un pequeño antepatio y, pasando por una segunda puerta, entraron en un patio interior adoquinado de cuatro pasos de largo por diez de ancho, en el que crecía una pequeña palmera. Todo estaba a oscuras, sólo tras una puerta abierta frente a ellos brillaba una luz.

Entonces, de pronto, de entre las sombras del emparrado que rodeaba el patio salió corriendo una niña descalza vestida con un camisón de dormir blanco y ondeante. Corrió chillando de alegría hacia el hakim. Y, casi en el mismo instante, de la puerta iluminada salió una mujer tan negra como el gigante que les había abierto la puerta, pero dos cabezas más baja y redonda como un tonel. La mujer gritó algo a la pequeña e intentó apartarla del camino. Era una mujer sorprendentemente rápida a pesar de su desproporcionada figura. Pero la pequeña era más veloz y llegó antes. Se abrazó de las piernas del hakim y se apretó contra él. El hakim la levantó en brazos y le dio un beso en la frente, mientras la obesa negra se detenía frente a ellos y regañaba a la pequeña. Unos instantes después, Lope advirtió que la pequeña lo estaba mirando por encima del hombro del hakim y, señalándolo con un dedo, preguntaba algo en voz baja al hakim. Lope agachó la cabeza; se sentía abochornado.

Cruzaron el patio detrás del enorme negro, que llevaba la antorcha, y entraron en un amplio salón adornado con alfombras, cojines para sentarse en las esquinas y paredes tapizadas con paño verde. El negro encendió una lámpara. El hakim dejó a la niña en el suelo, hizo una seña a Lope para que se acercara y, cuando éste estuvo lo bastante cerca, lo cogió del brazo y tiró de él hasta colocarlo justo frente a la pequeña.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó el hakim.

Lope dijo su nombre.

—Ya has oído, se llama Lope —dijo el hakim a la niña, y, dirigiéndose nuevamente a Lope, añadió—: Ésta es Karima, mi hija menor. Tiene siete años y hace ya mucho rato que debería estar acostada. —Puso cara de enojado e hizo un guiño a la pequeña—. No se quedará dormida si no le cuento un cuento. ¡La niñita mimada no se duerme sin un cuento! —Dio una palmadita en la cabeza a Karima y ella escondió la cara en los pliegues de la túnica del hakim, pero no tanto que dejara de ver a Lope—. A lo mejor, Lope quiere contarte algún cuento —continuó el hakim—. Hoy yo no tengo tiempo, mi pequeña Karima. Todavía he de ir a casa del tío Musa, el farmacéutico, a recoger un medicamento para el señor de Lope. El señor de Lope está muy enfermo y necesita urgentemente su medicina, y Lope tiene que llevársela.

La pequeña asintió muy seria. El hakim le sonrió y, señalando a Lope, dijo:

—Si se lo pides, seguro que te cuenta algo. Viene de muy lejos. Ha cabalgado veinte días para llegar a Sevilla. Tiene un caballo propio y es hijo de un gran hidalgo. —Volviéndose a Lope, preguntó—. ¿Es así? ¿Eres su hijo?

Lope sacudió la cabeza negándolo, sin levantar la mirada del suelo.

—Entonces, eres su mozo, su escudero, ¿eh?

Lope asintió lentamente y el hakim, dirigiéndose nuevamente a la pequeña, dijo:

—Ya lo has oído, es el ghulam de un gran caballero del país del rey de León. Ha vivido mucho y seguro que podrá contarte muchas cosas.

El hakim puso una mano en la espalda a Lope, ejerciendo una suave presión para darle ánimos. Luego abrió una puerta y se marchó con el negro a una habitación contigua, dejando a Lope a solas con la pequeña.

La niña lo examinó con la cabeza ladeada mientras sus dedos jugueteaban con la gruesa trenza negra que le colgaba hacia delante por encima del hombro. Lope cruzó los brazos y dirigió la mirada a cualquier parte. Poco después, simplemente por no estar allí contemplando el panorama sin hacer nada, empezó a contar los cojines puestos en fila a ambos lados de la chimenea, en la pared frontal. Los contó dos veces, para no equivocarse.

—¿Es cierto que tienes un caballo? —preguntó la pequeña.

—¿Qué? —replicó Lope para ganar tiempo. Había entendido muy bien la pregunta.

—Si es cierto que tienes un caballo —repitió Karima pacientemente.

—El caballo no es mío —contestó Lope de malagana—. Su dueño es el capitán.

La niña lo miró fijamente con sus grandes ojos.

—¿Quién es el capitán? —preguntó.

—El capitán es el capitán —dijo Lope con la voz más gruesa que tenía.

La niña enarcó las cejas, desconcertada, pero un instante después volvió a iluminársele el rostro.

—¿Es el hidalgo del que eres ghulam? —preguntó.

Lope se encogió de hombros, dando a entender que esa conversación no le interesaba en lo más mínimo. Era una charla indigna de él. ¿Qué le importaba a él una niña de siete años?

La pequeña se acercó un paso, con mucho cuidado.

—¿Es cierto que sabes montar a caballo? —preguntó. Sus ojos estaban rebosantes de admiración.

Lope pensó si merecía la pena o no responder a una pregunta tan tonta. Le parecía absurdo, pero de pronto se le ocurrió que, si se quedaba callado, la niña podía ponerse a berrear en cualquier momento, y que eso podía enojar al hakim judío que, al parecer, tanto importaba al capitán. Así que decidió contestar.

—Por qué no —dijo entre dientes.

El gigante negro salió de la habitación contigua con un papelito en la mano y salió rápidamente del salón por la puerta por la que habían entrado. Desde allí no se veía al hakim.

Lope advirtió con gran malestar que la niña se le había acercado un paso más.

—¿Qué es eso que tienes ahí arriba? —preguntó la pequeña, señalando su frente con el brazo extendido.

—Nada —dijo Lope.

—Sí, hay algo sobre tu ceja, ¡tienes algo ahí! —dijo ella, obstinada, y acercó aún más su puntiagudo dedo índice.

Lope sabía a qué se refería. Tenía una cicatriz sobre la ceja derecha, una cicatriz en forma de hoz, curvada hacia arriba.

—Es una cicatriz —dijo Lope.

—¿Por qué tienes una cicatriz? —siguió interrogándolo la pequeña, incansable.

Lope se esforzaba por prestarle atención, pero sabía que aquello no podía durar demasiado.

—Por una pelea —dijo, esquivo.

—¿Qué pelea? —preguntó Karima inmediatamente. Sus ojos brillaban de curiosidad.

Muy a pesar suyo, Lope dirigió la vista a la muchacha.

—Me peleé con uno.

—¿Con quién?

—Con uno… con uno de mi misma edad. Nos peleamos, eso fue todo.

—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Por qué os peleasteis?

Lope supo que se había metido en un callejón sin salida. ¿Qué podía contarle? El chico con el que había tenido esa pelea había sido llevado al castillo de Guarda igual que él. Los peones del castillo y los mozos mayores lo llamaban a veces el «Hijo de la perra». Lope se había burlado de él por ese motivo, y por eso se habían peleado. Sólo un tiempo después se había enterado de por qué llamaban así al otro chico.

El muchacho era hijo de un campesino de las inmediaciones de Guarda. Seis meses después de su nacimiento se había desatado una terrible enfermedad en la granja de su padre, una especie de peste que, en sólo dos días, hizo presa en toda su familia: sus padres, hermanos, mozos y criadas. Los vecinos clausuraron desde fuera la puerta de la granja y pintaron el símbolo de la muerte en las paredes.

Seis semanas más tarde llegó el hermano del padre para tomar posesión de su herencia. Entró en la granja en compañía de un sacerdote. Y entonces los dos encontraron al niño: estaba en un cobertizo, entre una camada de jóvenes cachorros. Una perra le había dejado mamar de sus pezones y, así, lo había salvado. Dos de los perros, que eran hermanos de leche del chico, todavía estaban con vida cuando Lope llegó a Guarda.

Ésa era la historia. ¿Cómo podía contársela a la pequeña? ¡Era una historia demasiado larga!

—Nos peleamos porque el otro maltrató a un caballo —dijo con la esperanza de que la niña se diera por satisfecha con eso. Parecía interesada por los caballos.

—¿Le pegó? —preguntó ella, espantada.

—Sí —dijo Lope y, al ver los ojos grandes y asombrados de Karima, supo en seguida que sólo había ganado una pizca de tiempo, y que tras la frente de la pequeña acechaban miles de preguntas más. E, involuntariamente, retrocedió un paso.

Pero entonces, por suerte, la puerta se abrió a su espalda. El gigante negro estaba de regreso, y traía consigo un saquito de lino y una botella con tapón de corcho. El hakim salió de la habitación contigua, llamó a la pequeña con una seña, le acarició la cabeza y dijo:

—¿Y bien? ¿Te ha contado algo bonito?

Karima asintió en silencio, sin dejar de mirar a Lope. El hakim añadió:

—Entonces, vete ya a dormir. Y, si te portas bien, a lo mejor Lope viene otro día y te cuenta algo más.

18
MURCIA

VIERNES 4 DE DU'L–HIDJDJA, 455

28 DE NOVIEMBRE, 1063 / 5 DE TEBET, 4824

Menos de cinco es soledad; más de cinco, un bazar. Siguiendo este refrán del príncipe heredero, Ibn Ammar había limitado a cinco el número de asistentes a la fiesta. Además de él mismo y el anfitrión, sólo habían sido invitados dos de los amigos más íntimos del príncipe. El quinto convidado era el nuevo astrólogo de la corte, Seth, el egipcio, quien desde hacía seis semanas figuraba en la nómina del heredero y había dado a Ibn Ammar el pretexto para la fiesta. Seth, el Mago de la Noche, un hombre impresionante, de unos cincuenta años, muy alto y corpulento, dueño de una rizada cabellera negra azabache y una barba igualmente negra, que contrastaba llamativamente con su rostro blanco como la leche.

Unos días después de llegar Seth a la corte, Ibn Ammar le había preguntado, más bien de pasada, si acaso podía encontrarse en el firmamento una causa a la lamentable esterilidad del príncipe. Y, tras hacer unos breves cálculos sobre la hora de nacimiento del príncipe, el egipcio había descubierto, efectivamente, una oposición —hasta ese momento totalmente desconocida— de Saturno y un aspecto desfavorable de Mercurio sobre la cola del cometa, constelaciones cuyo influjo negativo probablemente había hecho imposible que el príncipe tuviera un hijo. Instado por Ibn Ammar, el astrólogo también había llegado a la conclusión de que ese influjo negativo duraría sólo hasta los cuarenta años, edad que, por fortuna, acababa de cumplir el príncipe. Además, sorprendentemente, éste se encontraba a las puertas de una constelación irrepetible por lo positiva, que traía consigo todas las condiciones necesarias para engendrar un hijo. Una conjunción de Júpiter y Venus, a una distancia claramente inferior a los seis grados, y en la que el acercamiento máximo se produciría un día viernes, el día de Venus, y, según cálculos más precisos, en la primera hora del día, que era la hora tanto de Venus como de Júpiter. Y, para redondear esta suma de presagios favorables, la conjunción tendría lugar bajo el signo de Tauro, signo en el que había nacido el príncipe y que estaba regido por Venus, circunstancia que fortalecería aún más el influjo tan inusual que Venus ejercía sobre el impulso sexual.

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