El puente de Alcántara (84 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

—Está bien, Ammi Hassán —dijo Karima.

Lope no dejaba de mirarla. Ella le dirigió una sonrisa furtiva y, por unos instantes, puso su mano sobre la de él. Lope sintió que aquel contacto le atravesaba todo el cuerpo.

Luego ella dejó la habitación.

Lope todavía vio que el criado volvía a arrimar a la pared el taburete que Karima había acercado a su cama, y se sentaba en él. Ya medio dormido, preguntó:

—¿Dónde está el hakim?

Y oyó responder al criado que el hakim estaba en el palacio. Luego cerró los ojos, y vio ante sí el rostro de la muchacha, tan nítido como si ella siguiera frente a él. Así se durmió, como un niño en su cuna.

—¡De pie! ¡Vamos, de pie, ya es hora! —gritó impaciente la vieja Dada, aporreando la puerta.

Karima despertó sobresaltada. Fuera ni siquiera era completamente de día. Aún debía de faltar un rato para que saliera el sol.

—¿Qué pasa? —preguntó. Todavía estaba medio dormida. Se sentía extenuada. A medianoche, cuando volvió a su habitación, había tardado en poder conciliar el sueño—. ¿Qué pasa? —volvió a preguntar, pero no recibió respuesta alguna. Dada ya se había marchado.

Se levantó rápidamente. No debía dejar notar que estaba tan cansada; no debía avivar aún más la desconfianza de la vieja criada. Por la noche, había pasado sigilosamente frente a la habitación de Dada y se había escurrido a hurtadillas en el segundo patio, donde se encontraba la habitación para enfermos, con la intención de relevar a Ammi Hassán. Ammi Hassán había puesto toda clase de inconvenientes antes de dejarse convencen de que debía dejarla velar a Lope esa noche. Pero con él al menos se podía hablan, mientras que Dada era del todo inaccesible.

La oyó gritar en el patio. Por lo visto, estaba sacando el asno del establo. ¿Para qué quería el asno tan temprano? ¿Por qué levantaba tanto la voz?

—¿Qué te pasa? —preguntó Karima a la vieja criada en tono de reproche nada más salir al patio.

—¡Nos vamos de compras! —respondió parcamente Dada—. Tenemos que ir al pueblo.

Karima hizo como si aquello no fuera con ella.

—¿Y por qué me despiertas tan temprano?

—¡Porque tú vienes conmigo! —dijo Dada en un tono que no admitía réplica.

—¿Por qué tengo que acompañarte al pueblo? —preguntó Karima.

—Porque tu padre no aprobaría que te dejara sola en casa —dijo Dada, inexorable.

—¡Pero si también está en casa Ammi Hassán!

—¡Ammi Hassán! —dijo Dada con un resoplido de furia—. ¡Ammi Hassán! —Mientras colocaba los cestos sobre el animal, sujetándolos firmemente entre jadeos de esfuerzo, añadió en un tono una pizca más amable—: Junto al pozo te he dejado un vestido limpio… Y el desayuno está en la cocina.

Karima decidió no seguir contradiciéndola. Era lo mejor. Fue al pozo a lavarse. El vestido que Dada le había preparado era uno de los más viejos que tenía, una sencilla jubba, gastada ya de tanto lavarla, y una malhafa azul oscuro. Karima encontraba que el azul oscuro no le sentaba bien. Estuvo a punto de ir a coger otro vestido, pero al final decidió dejarlo estar. Para ir al pueblo siempre convenía llevar cosas viejas, y cuando regresara podría cambiarse.

Mientras se peinaba y cepillaba el pelo pensaba si acaso antes de desayunar debía ir a las habitaciones de huéspedes y hablar con Ammi Hassán. Por la noche podían haber surgido complicaciones de algún tipo. Probablemente Ammi Hassán seguía en la habitación para enfermos. No se lo veía por ninguna parte. Al lavarse los dientes, Karima se contempló meticulosamente en el espejo, examinándose la cara. Se lavó los dientes con gran detenimiento. Luego, de pronto, descubrió que Dada la estaba observando desde el patio, y se apartó del espejo. Pensó que tal vez sería mejor preguntar a Ammi Hassán más tarde, cuando Dada estuviese ocupada en otras cosas.

¿Qué les pasaba a todos?

Regresaron hacia el mediodía. Dada se había pasado horas conversando con los vendedores para comprar únicamente un poco de mantequilla, unos cuantos huevos, una jarra de vino, una jarra de leche fresca y un pan de gallinas. Un poco más, y la vieja criada habría comprado los huevos uno por uno. Karima casi se había vuelto loca de impaciencia.

Cuando Ammi Hassán les abrió la puerta, Karima, como de costumbre, echó una mirada al establo. La mula de su padre estaba en su corral, y como siempre Karima se alegró de que ya hubiese regresado del palacio. Pero esta vez su alegría estaba empañada por una pizca de desilusión. Le habría gustado poder hablar a solas con Ammi Hassán antes de regresar su padre.

Yunus estaba sentado en el madjlis de la casa, con un libro. Normalmente solía descansar una hora a mediodía, pero ese día no parecía sentirse cansado. El saludo fue bastante parco, o Karima lo sintió así. La muchacha se quedó en el madjlis, a pesar de que Yunus había vuelto a inclinarse sobre su libro. Seguramente Yunus había visto a Lope nada más regresar a casa. ¿Por qué no decía nada? Karima dudaba en preguntárselo por propia iniciativa.

—El chico tiene sarampión —dijo Yunus de pronto, sin apartar la vista del libro.

Karima se estremeció. Por un instante se quedó petrificada de espanto, hasta que comprendió que su padre se refería al hijo de la princesa. El pequeño príncipe había sufrido un repentino ataque de fiebre cuatro días atrás, un mensajero había recogido precipitadamente a Yunus en el consultorio, y al día siguiente Karima había partido con Dada y Ammi Hassán. Qué suerte, pensó Karima. Si el hijo del príncipe no hubiera cogido el sarampión, no hubiera habido nadie en la casa de campo cuando los jinetes llevaron a Lope. Qué afortunada casualidad.

—La princesa está totalmente fuera de si —dijo Yunus, sin dejar de leer—. Ha mandado traer a un charlatán griego que la tiene impresionada porque cita constantemente a las grandes autoridades. El fulano se sabe de memoria todos los manuales y se pasa la vida envolviéndose del mayor número posible de citas. —Dio un sonoro resoplido—. Así que ahora yo tengo que ponerme a releer. ¡A mi edad! Sólo Dios sabe cuántos niños con sarampión he tratado.

Karima vio cómo pasaba rápida y violentamente las páginas para, finalmente, cerrar el libro y dejarlo a un lado, decidido.

—¡Bah, todo esto es absurdo! Trataré a ese niño mimado como he tratado a todos los otros —dijo Yunus, y, mirando a Karima, añadió—: ¡Incluida tú! —Sólo ahora parecía haberse dado verdadera cuenta de su presencia—. ¿Lo habéis traído todo del pueblo? —preguntó.

Karima le enumeró las cosas que había comprado Dada.

—Bien —dijo Yunus—. Nuestro paciente necesita alimentarse.

Ella intentó ocultar su interés bajo un gesto de afectada indiferencia.

—Le he cambiado el vendaje —continuó Yunus—. La herida tiene buen aspecto, hasta donde puede verse. De momento no hay infección. El chico parece ser lo bastante fuerte, y también es lo bastante joven. Saldrá de ésta.

Karima no dijo nada. Bajó la mirada al ver que los ojos de su padre se dirigían a ella.

—Si todo va bien, creo que lo podremos llevar a Sevilla dentro de una semana —dijo Yunus.

—¿Una semana, tan pronto? —preguntó rápidamente sorprendida, y volvió a callar.

—Ibn Ammar enviará una litera cuando llegue el momento —dijo Yunus—. Ya ha venido un mensajero suyo. El visir quiere estar informado día a día.

Ella calló, con la mirada gacha.

—Lope está convencido de que los que atacaron su tropa eran hombres del señor de Badajoz —dijo Yunus—. El muchacho que los acompañaba es hijo del conde al que sirve Lope. Según cree, el señor de Badajoz intentaba apoderarse del muchacho.

—¿Y ahora el chico se quedará en Sevilla? —preguntó Karima.

—Es muy probable —respondió Yunus—. En la corte del príncipe, supongo. —Se acercó a su hija, le pasó el brazo por encima de los hombros y salió con ella al patio—. Lope me ha dicho que has velado junto a su cama —dijo Yunus, cariñosamente.

Karima andaba a su lado con la mirada fija en el suelo.

—Está bien que te preocupes por nuestro huésped herido —continuó Yunus—. Pero ahora que ya ha pasado lo peor deberías evitar quedarte a solas con él. No está bien. Tú ya no eres una niña, y él es un extraño. Dada y Ammi Hassán pueden encargarse de él. Tiene suficientes cuidados. —La apretó suavemente contra él—. Prométemelo.

Karima sonrió con ojos de inocencia y besó a su padre en la mejilla.

—Ahora sólo quiero cambiarme en seguida; había mucho polvo en la calle —dijo, y corrió a su habitación cruzando el patio en diagonal. Sus pies apenas tocaban el suelo, tan ligera se sentía.

Por la tarde, Karima ayudó a Ammi Hassán a podar las cepas y observó cómo el criado injertaba una ramita de limón en un pequeño naranjo. Karima dejaba que Ammi Hassán le explicara todo con detalle, y de tanto en tanto echaba un vistazo al camino que venía del palacio. Vio un jinete, tan rápido como los mensajeros que solían venir a recoger a su padre, pero éste no giró por la bifurcación que llevaba a la casa.

Más tarde, Karima se retiró con un libro al terrado, desde donde no sólo se veía el camino al palacio, sino también la carretera de Sevilla. Yunus le había hablado de un mensajero de Ibn Ammar, pero no le había dicho que se trataba del hombre llamado Zaquti. Tal vez Zaquti todavía viniera en lo que quedaba del día. El día anterior había llegado dos horas antes de la puesta de sol. Karima empezó a leer, pero su mente se perdía una y otra vez en divagaciones.

Intentó recordar las cosas que Yunus le había contado de Barbastro cuando volvió de su largo viaje. También había hablado de Lope, ella lo recordaba. ¿Cuánto tiempo había pasado? En aquel entonces Lope no podía haber sido mucho mayor de lo que ella era ahora. ¡Qué experiencias habría vivido! ¡Qué vida tan peligrosa debía de llevar, que le deparaba tales heridas!

Llevaba leída media página cuando aparecieron dos jinetes en la entrada del valle. Karima los vio subir trotando por la carretera. Mucho antes de que llegaran a la bifurcación, ella ya sabía que aquel era Zaquti, quien, como el día anterior, venía escoltado por un lancero de Ibn Ammar. Karima se cercioró de que Ammi Hassán seguía trabajando en el jardín y esperó hasta que los jinetes estuvieron a sólo cien pasos de la casa. Entonces bajó lentamente la escalera.

Cogió un atado de leña del cobertizo contiguo a la cocina y se dirigió con él al madjlis. Yunus estaba de pie tras su pupitre, escribiendo. Karima se quedó en el umbral hasta que Yunus levantó la mirada; entonces le preguntó si lo molestaba, y como él negó con la cabeza, se puso a amontonar la leña en la chimenea. Al atravesar el patio había oído que llamaban a la puerta y ahora escuchó que la puerta se abría, pero se hizo la desentendida.

—Nuestro paciente tiene visita —dijo Yunus.

Karima se cubrió la boca con el extremo de su malhafa cuando Ammi Hassán entró con Zaquti, y se mantuvo en un discreto segundo plano mientras los hombres se saludaban.

Zaquti tenía unos cuarenta años. Karima no podía calcularlo con más exactitud. Era alto y nervudo, y de cara delgada y del color del cuero de vaca. Tenía el ojo izquierdo en blanco, y el párpado le colgaba hasta la mitad, lo que le confería un aspecto inquietante; pero, por algún motivo, Karima lo encontraba simpático. Tal vez se debía a su voz, inusualmente profunda, que tenía un tono cálido y familiar.

Cuando los hombres se pusieron en camino hacia la parte trasera de la casa, donde se encontraba la habitación para enfermos, Karima se les unió. Caminaba de puntillas y sin llamar la atención, con la esperanza de que su padre no se percatara de su presencia. Pero Yunus, al llegar al pasillo que conducía al segundo patio interior, se detuvo junto a la puerta, se volvió hacia su hija y le dijo sin dar a sus palabras un tono especial:

—Volveremos en seguida al madjlis, Karima. Prepara algo de beber para nuestro invitado. Y dile a Dada que atienda al joven que ha venido con él.

Karima estaba tan desilusionada que sólo pudo asentir en silencio y se quedó un rato en el oscuro pasillo, tratando de contener las lágrimas. Luego fue a la cocina, dio el encargo a Dada, cogió del fogón una cacerola llena de brasas y avivó con ellas el fuego del madjlis.

Cuando oyó regresar por el patio a su padre y Zaquti, se sentó a la sombra de la mampara colocada junto a la chimenea. Los dos hombres estaban tan sumidos en su conversación que al entrar en el madjlis no parecieron advertir la presencia de la muchacha.

—… demasiado bien pertrechados —decía Zaquti—. Además, vinieron persiguiéndonos. Si se hubiera tratado de una banda nos habrían emboscado, y no hubiéramos tenido prácticamente ninguna oportunidad. Sus caballos estaban agotados; al final eso fue lo que nos salvó. Estamos seguros de que era gente de Badajoz, aunque no mostraron ningún pendón, claro está. La mala suerte fue que no los vimos hasta que ya los teníamos en los talones. —Calló al ver a Karima, quedándose de pie frente al asiento que le ofrecía Yunus y haciendo una ligera reverencia.

—Mi hija Karima —la presentó Yunus. Parecía sorprendido por su presencia, y ella, durante un instante de inquietud, creyó que su padre le pediría que se marchase, como ya había hecho antes en el pasillo. Sin embargo, Yunus se volvió nuevamente a su invitado y le pidió que tomara asiento.

—Venían tan rápido que no tuvimos tiempo para pensar —continuó Zaquti—. Nuestro problema era que sólo llevábamos armadura ligera. Lope era el único que llevaba doble coraza. En ese momento tampoco sabíamos que sus caballos estaban tan cansados, de lo contrario no nos habríamos dejado alcanzar. Pero al principio exigieron al máximo sus caballos, y cabalgamos un buen rato delante de ellos sin poder poner más tierra de por medio. Luego llegamos a una cuesta donde el camino se estrechaba, y Lope propuso que atacásemos los tres para que el hijo del conde sacara algo de ventaja a nuestros perseguidores.

Karima escuchaba el relato de Zaquti con la respiración contenida, tan nerviosa que también tragó cuando el hidalgo se llevó la jarra de pico a la boca.

Mientras cabalgábamos nos habíamos puesto los petos, tan bien como pudimos. Al llegar a un recodo del camino Lope quiso detenerse y atacar él solo. Nosotros debíamos seguirlo un momento después. Todos sabíamos que no teníamos nada que hacer contra nuestros perseguidores: eran más de veinte hombres. Sólo podíamos intentar detenerlos un momento, y éramos conscientes de que no existía prácticamente oportunidad alguna de escapar. Pero en tales situaciones uno no piensa mucho. —Esbozó una sonrisa torcida y echó otro trago—. Lope dirigió su caballo hacia un punto que le parecía favorable y emprendió solo el ataque, como habíamos acordado. Nosotros lo veíamos desde entre los árboles. Los perseguidores se detuvieron al verlo aparecer. En ese lugar la vereda del bosque era tan estrecha que nuestros perseguidores no podían agruparse, pero era lo bastante ancha para hacer caer a Lope en un saco… No sé si sabéis a lo que me refiero.

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