El puente de Alcántara (83 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Todos contuvieron la respiración, nerviosos y expectantes, vacilaban entre el príncipe y el joven poeta. Ibn Wahbun volvió a sentarse, lentamente, apretando la copa con ambas manos contra su pecho, y exclamó con voz reverente:

—¡Vaya príncipe! ¡Su generosidad me derriba!

Antes de que los demás pudieran salir de su pasmo, el poeta se puso en pie de un salto —la copa ya no era más que un objeto sin valor colgando de su mano—, se colocó frente al príncipe y se puso a cantar un himno de alabanza.

Su voz azotaba el salón como un viento huracanado, sus versos tenían la fuerza de un torrente, que arrasa todo a su paso. Todo lo anterior quedó olvidado. ¿La desfachatada impertinencia de sus palabras? Olvidada. ¿Su desvergonzada codicia? Ya tan sólo una sombra lejana en el recuerdo. El que hablaba ahora era un poeta capaz de hechizar con las palabras, cuya pasión era tan fuerte que lo envolvía todo.

Pues tuya es la fama, príncipe mío,

mas la fama es pasajera,

y como un corcel, espantadiza.

Sólo el poeta le pone las riendas

y la lleva colina arriba,

sólo mis versos, príncipe mío, te hacen inmortal.

Por ello a ti están consagrados.

Ibn Ammar vio que al–Mutamid se acomodaba en su asiento, enderezando los hombros bajo el ímpetu de los versos de Ibn Wahbun y asumiendo una postura forzadamente regia, como queriendo mostrarse digno de esos himnos de alabanza. Su cólera se había aplacado hacía ya un buen rato, la expresión de ofendida arrogancia de su rostro había dejado paso a un complacido orgullo, su borrachera parecía haberse disipado por completo.

Cuando el poeta terminó el último verso, nadie movió un dedo. Todos esperaban la reacción del príncipe.

Al–Mutamid mantuvo la dignidad de su postura. Dejó pasar unos momentos, mientras Ibn Wahbun permanecía de pie frente a él, en una muda reverencia. Luego el príncipe miró la copa de oro que tenía en la mano derecha, esbozó una sonrisa majestuosa y la arrojó a Ibn Wahbun con suavidad.

—Con una mano no se puede aplaudir —dijo.

Era como si tras un largo y sofocante día de tormenta, tras los rayos y truenos, hubiera empezado por fin a caer una crepitante lluvia. Así sonaron los aplausos.

Ibn Ammar estaba extrañamente conmovido. Al–Mutamid había dado un final adecuado a una velada digna de recordarse. No era un gran príncipe, pero era capaz de tener grandes gestos, y algún día accedería quizá a otra grandeza, que le permitiría emprender grandes hazañas. Los grandes reyes no nacen, pensó Ibn Ammar, lleno de esperanza; es el tiempo lo que los hace grandes, son las situaciones difíciles las que les exigen grandeza. Situaciones difíciles como la que, inesperadamente, había deparado esa noche.

En algún momento, durante la animada conversación posterior, Ibn Ammar advirtió una mirada de agradecimiento en los ojos del joven poeta murciano. En algún momento, Abú'l–Hadjdjadj le apretó furtivamente el brazo. Había ganado dos amigos. Por la tarde, el médico de la corte le había insinuado que a Ibn Zaydun, el hadjib, le quedaban pocos meses de vida, quizá incluso pocas semanas. Cuando llegara el día y el príncipe anunciaba oficialmente al sucesor, Ibn Ammar tendría que tener de su parte a tantos hombres influyentes como fuese posible.

En algún momento, durante la velada, vio los ojos de Abú Bakr ibn Zaydun dirigidos hacia él. Ojos cargados de odio. El hijo del hadjib heredaría una casa poderosa y grandes riquezas, pero no el cargo de su padre. ¿Era eso lo que avivaba su odio? ¿O había otras razones? ¿Tal vez era él quien había traído a la corte al poeta de Yabiza?

Ibn Ammar sabía que no podía perder de vista al hijo del hadjib. De ahora en adelante, habría muchas cosas que no podría perder de vista. Vivía en un ambiente turbio.

Pero respiraba con facilidad. Estaba solo, no tenía ni propiedades heredadas ni una familia, cosas que podrían obligarlo a guardar ciertas precauciones. Todo aquello no era más que una aventura.

La vida es como cruzar un puente, pensó. Crúzalo sin detenerte.

38
SEVILLA

DOMINGO 29 DE ENERO. 1071

24 DE SHEWAT, 4831 / 24 DE RABÍ II, 463

Lope tenía la extraña sensación de que llevaba un largo rato despierto sin haber tomado conciencia de ello. ¿Estaba despierto? ¿Estaba soñando que estaba despierto? No sentía su cuerpo. Suponía que estaba tumbado boca arriba, pero no lo sabía con certeza; su cuerpo parecía estar flotando. Oía los latidos de su corazón, acelerados, excitados, y tan fuertes que no podía oir nada más. Prestó atención a esos atronadores golpes que lo estremecían de dentro hacia fuera, y advirtió de repente un segundo latido, más lejano, en algún otro lugar de su cuerpo. No podía determinar de qué parte de su cuerpo salía, sólo que se estaba acercando. Latía al mismo ritmo que su corazón, pero los golpes se producían un instante después que los del corazón, perseguían a éstos, sin poder nunca alcanzarlos. El latido se acercaba cada vez más, y Lope sentía ahora que con cada golpe le llegaba también una ola de lancinante dolor, que se hacía más y más grande hasta reventar con estruendo en su cabeza. Sentía cómo lo iba inundando el dolor en sucesivos embates, llenando todo su interior. El dolor subía de su pierna derecha. ¿Qué le había pasado en la pierna?

Abrió los ojos y vio un rectángulo blanco, bañado por una resplandeciente luz azul. Su mente necesitó unos momentos para comprender lo que veían sus ojos. Estaba tumbado en una habitación. No recordaba haber visto antes la casa. Todavía conservaba en la memoria la visión del recodo del río y de la ciudad blanca, semioculta por el polvo. Recordaba que había indicado el camino a Zaquti. ¿Dónde estaba Zaquti? ¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde estaba el hijo del conde?

Intentó levantar la cabeza. Reunió todas sus fuerzas para levantar la cabeza tan sólo un dedo, pero del esfuerzo perdió el sentido y se sumió nuevamente en la negra noche.

Cuando volvió a despertar, tuvo la mente despejada desde el primen instante. Estaba oscuro, pero en el techo de la habitación se reflejaba una luz. El reflejo se movía. En algún lugar de la habitación debía de estar ardiendo la llama trémula de una lámpara. Y había algo más. Lope lo sentía. Aguzó todos los sentidos, siempre inmóvil, tumbado de espaldas, y se quedó rígido como un animal indefenso, que se finge muerto cuando intuye algún peligro. Prestó atención, pero no oyó más que los latidos de su corazón y las pulsaciones de dolor de su pierna. El dolor volvió de pronto, embotándole los sentidos y haciéndolo insensible al miedo. Giró despacio la cabeza y vio la lámpara, que sólo titilaba débilmente, y luego a la muchacha.

Karima.

No había pasado un sólo día sin que ella acudiera a su memoria. Había pensado en ella todo el viaje. Había pensado en ella mientras huía a galope por las montañas con esa herida de lanza en la pierna. Al principio casi había estado agradecido a la herida, porque le daba un pretexto para ir a la casa del padre de Karima. Pero más adelante, cuando el camino se había hecho más y más largo y la herida no había cesado de sangrar pese a que Zaquti le había vendado la pierna, sólo el recuerdo de ella le había permitido seguir adelante. Y había tenido su imagen ante los ojos cuando, finalmente, tumbado de bruces sobre el lomo de su caballo, una misericordiosa inconsciencia se había adueñado de él.

Karima estaba sentada en un cojín, junto a la lámpara, un hombro apoyado contra la pared, la cabeza descansando sobre sus rodillas. Se había rodeado las piernas con los brazos, pero su mano izquierda había resbalado, y el brazo colgaba a un lado, de modo que Lope podía ver una porción de su rostro. Estaba dormida. Un mechón de su cabello negro había escapado de la faja que le cubría la cabeza, y colgaba sobre su mejilla. Sus párpados se agitaban ligeramente bajo la espesa cortina de sus pestañas, pero su respiración era tranquila y regular.

Lope la envolvió con su mirada. Ya no sentía el dolor de la pierna. Estaba tan tranquilo como si siguiera dormido. Cada rasgo del rostro de Karima le era familiar; había llevado consigo su imagen como se lleva el conocimiento de un tesoro oculto. Jamás se había atrevido a albergar la esperanza de volverla a ven. La razón se lo había impedido. El era un pequeño hidalgo al servicio del conde de Guarda. Había un profundo abismo entre él y la hija del hakim judío de Sevilla, un abismo insalvable. Lope no se había hecho ilusiones. Ni siquiera en sueños.

Pero ahora, de repente, ella estaba sentada a su lado, tan cerca que Lope sólo tenía que estirar la mano para tocarla.

Karima abrió los ojos de golpe. Tenía la mirada puesta en Lope, pero no lo veía; sus ojos seguían ciegos por el sueño. Lope la vio recobrar paulatinamente la conciencia. No se atrevía a respirar, por temor a asustarla. Esperó que el tiempo se detuviera cuando se cruzaron sus miradas. Una sonrisa revoloteó en el rostro de Karima, y Lope intentó devolverla, pero un instante después ella se levantó precipitadamente, y la sonrisa se desvaneció.

—Me he quedado dormida —dijo, como si quisiera disculparse.

Lope intentó contestarle, pero la lengua no le obedeció.

—¡No! —dijo ella, alzando la mano—. ¡No! ¡No debes moverte!

Lope sintió que se le nublaba la vista y se dejó caer, rendido. Cuando pudo volver a ver con claridad, ella estaba a su lado. En su rostro había una expresión de preocupado interés.

—Debes estarte quieto —dijo Karima—. Has perdido mucha sangre.

Lope movió los párpados, para darle a entender que había comprendido.

Karima le pasó un paño húmedo y fresco por la frente y los labios, y Lope sintió el tacto de sus dedos a través del paño. Luego ella le metió la mano debajo de la cabeza y la apoyó en un cojín. Lope se entregó agradecido a sus cuidados.

—Te daré algo de beber —dijo Karima—. Tienes que beber mucho. —Acercó a los labios de Lope el pico de una jarra y le dio a beber un líquido de agradable sabor amargo que le calentó la garganta. Lope bebió con avidez, jadeando, y tuvo que parar porque se atragantó y, con el esfuerzo de toser, se mareó. Cuando volvió a abrir los ojos, vio el rostro de Karima sobre el suyo.

Ella sonreía.

—Ve con calma —dijo, y esperó a que su respiración se sosegara para volver a ponerle la jarra en los labios.

Lope no cesaba de mirarla mientras bebía, y ella no esquivaba su minada. Karima apartó la jarra para darle tiempo de descansar. Lope se pasó la lengua por los labios, tragó y quiso decir algo, pero ella le puso dos dedos sobre la boca y balanceó la cabeza.

—No hables —dijo—; es demasiado esfuerzo para ti.

Lope sintió la suave presión de sus dedos sobre los labios.

—Tengo que hacerte unas cuantas preguntas —dijo Karima, al tiempo que volvía a darle de beber—. Para contestar sólo tienes que asentir o negar con la cabeza.

Lope asintió.

—¿Tienes fuertes dolores? —preguntó Karima.

En un primer momento Lope no supo qué responder. La presencia de Karima había expulsado inesperadamente de su conciencia todo dolor. Negó con la cabeza. No, el dolor era muy soportable.

—¡Pero la herida de la pierna te tiene que doler! —dijo ella, incrédula.

Lope volvió a negar con la cabeza. Sus dolores le parecían cada vez menos importantes.

—¿Te late la herida? —preguntó ella.

Lope asintió, contento de poder darle la razón, y se sintió confundido al ver que, contra lo que él esperaba, el rostro de Karima tomaba una expresión preocupada.

—¿Latidos fuertes? —preguntó la muchacha.

Lope prestó atención a su cuerpo. Aún sentía los latidos, pero ahora más débiles; el corazón le latía con mucha más fuerza. Negó con la cabeza.

—Eso está bien —dijo ella. Parecía aliviada—. Si la herida comienza a latirte con fuerza, dínoslo en seguida.

Lope asintió, serio. El calor de la bebida se extendía agradablemente dentro de su cuerpo. Ya no tenía sed, pero siguió bebiendo pequeños tragos, pues esperaba de ese modo mantener cerca a Karima más tiempo. Estaba tan cerca y tranquila, y respondía a sus miradas con tal naturalidad, que a Lope aquello le parecía un milagro.

Cuando hubo vaciado la jarra y ella se levantó y desapareció de su campo visual, Lope respiró hondo y, entre acelerados golpes de respiración, preguntó con una voz sin tono, apenas un susurro:

—¿Cuánto… he… dormido?

Karima regresó y se inclinó sobre él.

—¿Has dicho algo?

Lope repitió la pregunta.

Ella le levantó la cabeza, le quitó el cojín que tenía debajo de la nuca y dijo:

—Cuando te trajeron estabas inconsciente, en estado muy grave. Has perdido tanta sangre que mi padre ya temía lo peor. La herida estaba tan desflecada que tuvo que cortarte los bordes. Con eso perdiste todavía más sangre. —Sonrió, intentando infundirle ánimos, y le pasó la mano sobre la frente—. Has permanecido inconsciente toda una noche, y después has dormido hasta ahora.

—¿Hasta ahora? —preguntó Lope.

Ella asintió.

—Creo que ya debe ser pasada la medianoche. No lo sé exactamente.

—¿Dónde está… mi gente? —preguntó él.

Karima balanceó la cabeza con una ligera expresión de reproche.

—No debes hablar tanto —dijo, levantando la manta hasta cubrirle la barbilla y enjugándole los labios con el paño húmedo—. Tu gente está en Sevilla, en casa de Ibn Ammar. El visir ya ha mandado a preguntar por ti, y uno de los hombres, que se llama Zaquti, ha estado aquí esta tarde. Dice que fue él quien te vendó la herida. Lo hizo bien. No estarías con vida si él no te hubiera vendado la pierna.

Lope recordó que Zaquti lo había obligado, casi por la fuerza, a detenerse, pese a que sus perseguidores estaban cada vez más cerca; luego le había metido el cuchillo en la herida desflecada, provocándole tal dolor que los ojos casi se le salieron de las cuencas; por fin, rasgando en tiras la faja de su cabeza, se la había enrollado alrededor de la pierna. Zaquti era uno de los dos hidalgos que el conde había puesto a su cargo. Era un buen hombre.

—Es un moro —dijo Lope, y, pensando de pronto que ella podía malinterpretar esa expresión, se apresuró a añadir—: Es de Coimbra.

Entonces Lope oyó un ruido a sus espaldas, una voz profunda y susurrante, y por un instante pensó que debía de ser el hakim, pero luego se dio cuenta de que era la voz del criado negro de la casa. No podía entender lo que decía, pues hablaba en árabe; sólo creía notar que la voz delataba una apremiante impaciencia.

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