El puente de Alcántara (4 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Un día que estaba sentado al pie de la torre, junto a la muralla del lado este, con las sillas de montar y las alforjas de todo el séquito del conde, se quedó dormido mientras limpiaba y engrasaba el cuero para el viaje de regreso a Guarda. Lo despertó un grito, y, todavía medio dormido, vio que un bulto volaba hacia él, amenazante, así que extendió los brazos, más para protegerse que para atrapar el bulto. Un instante después se vio tumbado en el suelo con el hijo pequeño del conde en los brazos. Así había sido, nada más. Y desde ese momento se encontraba cumpliendo aquel duro servicio.

No podía perder de vista al pequeño ni un instante, de la mañana a la noche. De noche tenía que dormir junto a su puerta; de día tenía que estar constantemente junto al niño y realizar las tareas que le encomendaban el ama de cría, la niñera y la camarera. Tenía incluso que probar las sosas papillas que el ama daba al pequeño cada dos días durante el destete. Así lo había ordenado el mismo conde. Y el conde era el amo, el poderoso conde de Guarda, a quien todos se sometían. Incluidos el castellán y el castillo de Sabugal. Incluidos también el padre del muchacho, su madre y el pueblo en el que había nacido.

Sólo al mediodía, cuando el pequeño dormía, el joven disponía de tres horas libres para que el capitán pudiera instruirlo en el manejo de las armas. Esto también lo había ordenado el conde, y era la única parte de su servicio que le agradaba, las únicas horas del día que esperaba con ilusión.

Hoy no tendrían lugar esas tres horas. Hoy era día de descanso para todos los hombres del castillo. Era fiesta, sólo la guardia cumplía servicio. El cocinero ya había afilado su cuchillo para sacrificar una cerda, y, por la noche, cuando el castellán y su gente regresaran de Guarda, habría un banquete en el gran salón de la torre. Vino para toda la guarnición.

Los hombres se habían ganado el día libre trabajando duro. Tenían tras de sí una agotadora semana de cosecha, con viento sur acompañado de un calor abrasador. El castellán había exigido que, si hacían falta hombres, trabajaran también los jinetes de la dotación del castillo. Además, se había mantenido un servicio de guardia más intenso que de costumbre, pues el castellán no quería correr ningún riesgo mientras el hijo del conde se encontrara en el castillo. Dos hombres en la torre y dos en la puerta; el portón exterior cerrado incluso durante el día, y por la noche guardia doble y rondas con los perros. Y todo eso a pesar de que para proteger al pequeño señor ya habían llegado expresamente de Guarda dos infanzones de la mesnada del conde con sus mozos, que sólo prestaban servicio en la corte y, por lo demás, no hacían más que andar pavoneándose por el castillo.

La cosecha había terminado hacía cuatro días, y cuando los hombres se disponían a tomarse un respiro, el castellán ya estaba allí con otra tarea. Había que ir por veinte caballos a los veraneros, a cuatro veraneros distintos, cada uno más lejano que el anterior, y eso con un importante contingente de hombres y el equipo completo, pues los pastores de los campos nororientales habían proporcionado ciertos informes sobre una tropa de jinetes forasteros.

La noche anterior habían llegado los últimos caballos. Estaban en los trigales recién cosechados, entre el patio de los señores y el río, y habían hundido la cabeza en la paja, en busca de las jugosas hierbas que habían crecido entre el grano. Todos los hombres estaban en el castillo, excepto dos peones que seguían fuera, río arriba, reparando el vallado de la dehesa. Antes de la noche, cuarenta reses más serían llevadas al castillo.

Unas dos horas después del amanecer, aparecieron en la pendiente que descendía hacia el río tres hombres, que luego tomaron el camino que llevaba al puente. El puente se había venido abajo en junio. El castellán ya había dado orden de volver a levantarlo, pero los trabajos se habían interrumpido con el inicio de la cosecha. En el lugar de las obras no había nadie más que los tres forasteros, que ahora se acercaban vadeando el río. El grupo lo encabezaba un hombre a pie, vestido con un blusón de campesino y una faja enrollada alrededor de la cabeza al estilo moro. A la espalda llevaba una aljaba de la que sobresalía un arco moro. Tras él venían dos «pardos», unos campesinos montados en grandes y huesudos caballos, pertrechados de correajes con lanzas cortas, el yelmo en el pomo del arzón.

El joven fue el primero en verlos. Los divisó aún antes de que los centinelas de la torre hicieran sonar con sus trompetas la señal habitual. El joven estaba en el adarve de la palizada que separaba el antepatio del patio interior del castillo, y se aburría. A su espalda, en el pequeño jardín que la dueña había mandado sembrar junto a la torre, el hijo del conde jugaba en sus andaderas. El joven tendría que haber estado con el pequeño, pero allí se hallaba también la niñera, alerta, y además el niño había encontrado algo que lo mantenía ocupado. Jugaba con un pájaro que le había traído el leñero. El pájaro, atado por una pata mediante un hilo largo y delgado a una de las barras de las andaderas, luchaba por su libertad batiendo las alas y piando espantado. El pobre animal saltaba sobre la barra, echaba a volar y caía apenas el hilo se tensaba; luego volvía a volar, y volvía a caer, una y otra vez. Y el pequeño reía y disfrutaba con ese ruidoso y aleteante ovillo de plumas, al tiempo que intentaba coger el hilo con sus torpes manecitas. Pero el pájaro aún tenía las fuerzas suficientes para escapársele siempre.

Los tres forasteros habían vadeado el río y tomado el camino que, rodeando el castillo y el poblado levantado tras él, seguía hacia el sur.

Los hombres de la dotación del castillo, que todavía estaban en la cocina, salieron a la entrada para mirar. No era usual que unos forasteros se acercaran al castillo a horas tan tempranas.

Cuando los tres hombres llegaron a la bifurcación que conducía a la puerta exterior del castillo, se detuvieron, y el que iba a pie, que parecía moro, se acercó solo a la puerta, de modo que el joven lo perdió de vista.

La puerta estaba cerrada, tal como se había ordenado. La primera guardia del día junto a la puerta le correspondía al viejo Aznar. Como segundo estaba uno de los jóvenes campesinos del pueblo. Este se encontraba arriba, en lo alto de la puerta, con los dos brazos colgando por encima de las almenas.

El muchacho vio que el viejo Aznar descorría el pasador de la mirilla, hablaba con el hombre que había fuera, y luego, dándose la vuelta, escupía y corría hacia los alojamientos de la guarnición, como si fuera en busca de alguien. A continuación oyó, de repente, un desgarrador chillido y, mirando hacia abajo por encima del hombro, vio que el pequeño por fin había conseguido atrapar al pájaro. El niño tenía al animal firmemente cogido entre sus manos gordezuelas y soltaba risitas alegres cada vez que el ovillo de plumas volvía a sacudir ligeramente las alas, hasta que de pronto advirtió que aquella cosa ya no jugaba, ya no se movía, aunque el crío la sacudía y pellizcaba. El pequeño contrajo el rostro en una mueca llorosa, como hacía siempre que algo no le gustaba, y estaba a punto de empezar a berrear cuando, de pronto, se oyó un grito, un grito tan terrible que el joven pensó que un cuchillo helado lo había atravesado por la espalda, un grito que lindaba con el dolor más extremo. Por un instante el joven se sintió totalmente confundido, pues lo que había esperado era el habitual berrido del niño, y se quedó petrificado de espanto hasta que comprendió que no había sido el pequeño quien había chillado, sino que el grito provenía del patio del castillo.

El viejo Aznar estaba tumbado en el suelo, a menos de veinte pasos de la puerta. Yacía boca abajo, y sacudía brazos y piernas intentando levantarse, pero no lo conseguía y gritaba, gritaba sin cesar. El individuo del arco moro debía de haberle disparado una flecha a la espalda a través del pequeño agujero de la mirilla.

Los tres forasteros ya habían emprendido la huida camino abajo, hacia el río, galopando con total normalidad, como si no tuvieran prisa alguna. El hombre de la faja mora en la cabeza iba montado a la grupa de uno de los dos caballos.

El joven pensó: «¡Por Santiago, han atacado el castillo! ¡Sólo tres hombres! Tres malditos pardos, ¡y atacan todo un castillo!». De pronto oyó gritar:

—¡Han disparado al viejo Aznar! ¡El viejo Aznar! ¡Lo han matado!

Todos se pusieron en acción. En la torre sonaron las campanadas de alarma. Los hombres salieron de la cocina bajando la rampa con gran estrépito, y otros llegaron corriendo de los alojamientos de la tropa. La dueña asomó por la ventana superior de la torre y gritó algo. Alguien le respondió con otro grito. Por todas partes se oían ahora gritos de unos a otros. Los primeros habían llegado ya al establo del patio exterior del castillo, donde siempre había dos caballos preparados. Gritos:

—¡Abrid las puertas!

Y gritos al capitán para que abriera el arsenal. ¿Dónde estaba el capitán? Los dos infanzones y sus mozos salieron de la torre por la escalerilla de madera:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Los demás estaban ya en la puerta exterior, empuñando cualquier arma que hubiesen encontrado en el puesto de guardia, y el primero de todos era el joven Tomás, quien, ya sobre el caballo, sin armadura, sin lanza, sólo con un puñal corto en la mano, salía por la puerta a galope tendido, con la celada aún sin ajustar. El capitán seguía sin aparecer. Los infanzones seguían sin recibir respuesta:

—¿Qué pasa? Maldita sea, ¿qué está pasando aquí?

El hombre apostado en la torre colgaba de la campana, y el claro repiqueteo se confundía con los demenciales gritos de dolor del viejo Aznar, que permanecía en el suelo sin poder levantarse.

El joven había llegado de dos saltos a la escalera y, ágil como un gato, había bajado y salido al patio exterior. No hizo caso de la niñera, que le estaba gritando algo; sólo tenía ojos para los hombres de allí fuera, que ya salían a dar caza a los tres pardos. El fuerte Pere, con la camisa abierta y un hacha en la mano derecha como única arma; Enneg, el mozo de cuadra, montado sobre un mulo sin ensillar, y Bermudo, que sólo ahora salía corriendo del edificio con su silla de montar en la mano y pidiendo a gritos un caballo para luego seguir hasta la cúpula exterior. Los otros pasaban a su lado con los puñales cortos del puesto de vigilancia. El arsenal seguía cerrado. Aún no había ni rastro del capitán. El fuerte Pere cruzó la puerta de un salto y los demás lo siguieron, hasta que al final sólo quedaron junto a la puerta el Gallego, que había repartido los puñales, y Regín el Largo con su gigantesco jamelgo. Éste todavía estaba ocupado en asegurar cuidadosamente las cinchas de su silla. Luego tropezó con su lanza, y finalmente pudo subir al caballo, metió ambos pies en los estribos y se acomodó para sentarse derecho en la silla. Pero para entonces el jamelgo estaba ya en la puerta, y Regín se dio de cabeza contra la viga del dintel, con tal fuerza que salió despedido de la silla. El joven estaba muy cerca de él, y vio cómo el Largo caía al suelo y su pie izquierdo quedaba colgado del estribo y cómo el caballo lo arrastraba ante la puerta, se encabritaba y lanzaba violentas coces con las patas delanteras, furioso porque su jinete seguía colgado de él.

En ese preciso instante el joven echó a correr. Se dirigió rápidamente, con los brazos extendidos, hacia el caballo, agarró las riendas, sacó el pie de Regín del estribo, se hizo con la lanza, saltó sobre el caballo utilizando la lanza como pértiga y consiguió que la bestia se pusiese en marcha. Era un animal enorme, todavía más grande de lo que parecía. El joven se sujetó al pomo de la silla. Sus piernas pendían a ambos lados del caballo y los estribos se balanceaban vacíos, golpeando contra los costados del animal, mientras éste cogía cada vez más velocidad y se precipitaba camino del río, que en seguida atravesó salpicando agua y enfilando tras las huellas de los demás, ya bastante alejados.

La lanza arrastraba por el suelo. Lope intentó empuñarla con todas sus fuerzas. Era pesada, mucho más pesada que aquellas con las que el capitán le hacía practicar y que él empuñaba desde muy atrás. Tanteó la lanza hasta que sintió en la mano el cardado de la empuñadura, llevó la punta hacia delante y la sostuvo a la altura adecuada. Dos cintas rojas ondeaban a lo largo de la lanza, desde la punta hasta la empuñadura; pero Lope no podía ni verlas, pues para él era como si toda la lanza ondeara en su mano.

En el prado que se extendía al otro lado del río, el caballo entró en un lerdo galope, que parecía lo máximo que podía dar de si. El joven lo condujo pendiente arriba, por el camino a Guarda. Los demás, que le llevaban mucha ventaja, ya habían desaparecido en lo alto de la colina, perdiéndose de vista.

De pronto, el joven advirtió que llevaba la lanza muy baja. La punta se inclinaba cada vez más, se hacía cada vez más pesada. Con todas sus energías trató de mantener la lanza horizontal, pero le temblaba la mano, todo su brazo se contraía por el esfuerzo. El viento se enredaba en las cintas, haciendo bajar aún más la punta. Lope sentía que lo abandonaban las fuerzas. Vio más adelante un montón de leña que se acercaba a toda prisa. Se agarró convulsivamente a la lanza y todavía pudo ver cómo se clavaba la punta en el montón de leña, arrancándolo de la silla y levantándolo por los aires. Notó entonces que el caballo salía disparado debajo de él, y durante un breve instante sintió que flotaba ingrávido sobre el suelo, hasta que cayó, como el pajarito atado al extremo del cordel.

3
MURCIA

JUEVES 9 DE SHABÁN, 455

7 DE AGOSTO, 1063 / 9 DE ELUL, 4823

La casa se hallaba en un arrabal al norte de la ciudad, junto a la carretera de Toledo. Era una casa de alquiler muy venida a menos, dispuesta alrededor de un espacioso patio interior. Tenía dos plantas; la superior se había levantado posteriormente al resto, con tabiques de esparto trenzado revestidos de barro, tan delgados que uno prácticamente vivía en la habitación del vecino. Una puerta tras otra, una vivienda tras otra, ocupadas por gente insignificante llegada del campo, limpiadores de letrinas, mozos de cuerda, recolectores de madera. En la planta baja vivían pequeños artesanos: zapateros remendones, estereros, fabricantes de cajones, tejedores de sacos. El patio interior bullía con el ruido de su trabajo y los gritos de sus hijos.

Ibn Ammar vivía arriba, en una estrecha habitación utilizada otrora como depósito y tan calurosa que sólo se podía estar en ella de noche. Ahora, poco antes del mediodía, el calor era insoportable. Calor infernal, agobiante, que hacía sudar a chorros, y ni la menor corriente de aire, a pesar de que la puerta y la ventana estaban abiertas.

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