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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (70 page)

Pero cuatro días después, cuando cabalgó a Guimaraes formando parte del séquito del conde, Lope vio en éste a un hombre completamente distinto. El conde montaba erguido, daba órdenes con gran majestad y severidad, e increpó con tal dureza a su maestro cetrero por no haber cogido inmediatamente a un halcón que cayó de su mano, que el hombre se puso blanco como una tumba. El conde tenía a sus hombres en un puño. Durante los tres días que duró el viaje no dejó ver ningún signo de cansancio.

El conde Nuño Méndez de Portocale había convocado a todos los condes del Duero a un encuentro en el castillo de Guimaraes. La convocatoria apuntaba a formar abiertamente una coalición contra don García, el rey de Galicia. En un primer momento, el conde de Guarda había dudado si tomar parte o no en el asunto, pero finalmente una noticia traída por el infanzón de Braganza lo había movido a arriesgarse y dar ese paso.

El conde de Braganza había muerto en otoño del año anterior, dejando mujer y un hijo de ocho años. La condesa había asumido la regencia, con el fin de preservar para su hijo la herencia paterna y entregársela cuando cumpliera la mayoría de edad. Pero don García se había acogido a los derechos de señor feudal con titulo regio. Había enviado a la condesa un mensaje en el que la conminaba a elegir entre aceptar que su hijo tuviera un tutor designado por el propio don García o casarse con un hombre propuesto asimismo por el rey. O bien, si quería seguir gobernando en nombre de su hijo, pagar anualmente a don García treinta libras de oro. La condesa había despedido al emisario, pero sola no podía hacer nada contra el rey.

El capellán del conde se la había descrito a Lope durante el viaje:

—Una mujer orgullosa. Cabalga como un hombre y maldice desde la silla como un peón; lo he visto con mis propios ojos.

Lope la conoció el domingo por la noche en el castillo de Guimaraes, cuando los condes e infanzones se reunieron a deliberar en el gran salón. Era una mujer llamativamente alta, de tez pálida y distinguida, cuyo negro luto de viuda no podía ocultar ni su belleza ni el rojo encendido de su cabello. Su voz era suave, y tan femenina que parecía desmentir las palabras del capellán; pero esa aparente dulzura sólo duró mientras la condesa se lamentaba de la suerte de su pequeño hijo, pues cuando empezó a hablar de don García, su lengua se volvió áspera como una lima.

—Vosotros, señores, quizá creáis que podéis refugiaros en vuestros antiquísimos derechos; quizá creáis que basta con mostrar los tratados que los padres de vuestros padres cerraron con el califa de Córdoba. ¡Pero, por las llagas de Cristo, que os voy a decir yo lo que podéis esperar de ese hijo de la gran puta! Hará trizas los tratados ante vuestros propios ojos, os meterá los pedazos en la boca y os ordenará que os los traguéis. Y después os pondrá frente a la nariz sus propios documentos. Ese perro pulgoso obliga a sus escribanos a falsificar descaradamente todo tipo de documentos, que luego lacra con sellos falsos. Falsifica la firma de los antiguos reyes. Afirma con desvergonzada frescura que Braganza pertenece a su reino. Pronto os presentará también a vosotros sus documentos falsos. No dejará en paz a ninguno de vosotros, ni tampoco a don Sisnando, que se cree seguro en Mondego y no ha considerado necesario reunirse con nosotros. ¡Unámonos, señores! —exclamó, y su grito atravesó todo el salón—. ¡Respondamos a ese hijo de puta con la espada! No cada uno por su cuenta, sino todos juntos, para que no nos pase como a Ramiro de Tuy. —Su mirada recorrió las hileras de hombres; era como si quisiera mirar a los ojos a todos.

Los señores guardaron silencio, confusos.

El conde de Tuy había sido atacado por don García el verano anterior, sin que nadie acudiera en su ayuda. Era el primer conde independiente del sur de Galicia que era sometido por el rey.

Tuy había sido sede episcopal hasta el año del Señor 1016. Aquel año, los normandos habían subido por el Miño en sus veloces naves sin ser descubiertos, habían saqueado y prendido fuego a la ciudad y habían esclavizado a la mayoría de sus habitantes. También habían destruido la iglesia y raptado al obispo. Nadie había vuelto a tener noticias de él.

Sólo los condes de Tuy habían conseguido salir sin grandes perdidas de ese ataque normando. En los años siguientes se habían ido adueñando poco a poco de vastos territorios del antiguo obispado, estableciendo un gran dominio en torno a la desembocadura del Miño. Tres años atrás, don García había empezado a reclamar esos territorios, con el pretexto de que quería reinstaurar el obispado de Tuy. Como el conde de Tuy se negó, el rey marchó de improviso hacia la ciudad con un pequeño ejército, atacó por sorpresa al conde y lo hizo prisionero. Ahora el rey estaba reconstruyendo la catedral para poner un nuevo obispo en la ciudad.

—Tenemos que evitar que nombre obispo de Tuy a uno de sus favoritos sin nuestra aprobación —gritó don Nuño Méndez, que había tomado la palabra después de la condesa. El señor de Portocale y Guimaraes era el conde más poderoso del Duero, y quería que los demás lo reconocieran como su portavoz—. Ya ha sentado a uno de sus lameculos en la silla de Compostela. Y ha entregado a un segundo el obispado de Orense. Si lo hace también en Tuy, tendremos su aliento en la nuca. Y Tuy no es lo único que quiere. Me han informado de que también pretende restablecer la sede de Braga.

Un murmullo surcó las hileras de hombres. Todos los presentes sabían lo que eso significaba. Braga había sido uno de los grandes arzobispados de España. Los moros habían expulsado al metropolitano hacía ya siglos, y desde entonces la sede estaba abandonada. No había un solo conde entre el Miño y el Duero que no hubiera estado asentado alguna vez en tierras del antiguo arzobispado de Braga. Todos sabían también que el poder del rey sería inamovible si conseguía ser el primer señor que reinstaurase bajo dominio cristiano uno de los antiguos obispados sojuzgados por los moros.

El salón se sumió en el silencio. La lluvia chapoteaba sobre el tejado. Todos miraban fijamente a don Nuño.

El conde de Portocale hizo una señal a su mayordomo y, unos momentos después, dos mozos de cámara trajeron al salón una mesa tallada sobre la que descansaba un relicario de plata.

—¡Hermanos! ¡Amigos! —empezó a decir don Nuño elevando la voz—. Juremos solemnemente que nos ayudaremos unos a otros para combatir al enemigo que nos amenaza. Que todos acudiremos en ayuda de cualquiera de los presentes cuando ése lo necesite. Que cada uno de nosotros marchará con toda su tropa cuando comience la lucha. Que ninguno se quedará al margen cuando marchemos al campo de batalla —y juró él antes que ninguno, posando la mano izquierda en el relicario y levantando la derecha. Inmediatamente después juró la condesa de Braganza, con su hijo, y tras ella los otros condes e infanzones que poseían vasallos. Uno tras otro, todos, sin excepción, fueron prestando juramento.

Al terminar la ceremonia, repentinamente dejó de llover. Uno de los dos sacerdotes que habían acompañado con sus plegarias el solemne acto, se lo hizo notar a don Nuño.

—¡Una señal de Dios! —gritó el conde.

Se levantaron gritos de aclamación, los hombres empezaron a golpear con las palmas los tableros de las mesas y, como si también dentro del salón se hubiera retirado un sombrío nubarrón, el ánimo general se tomó de pronto barullero y relajado. Entraron músicos y los hombres pidieron que les trajeran vino dulce. Luego el conde los mandó callar nuevamente, y en el salón entró, acompañado por un criado alto como un árbol, un hombrecillo diminuto vestido con un traje de plumas multicolores. El hombrecillo, de piernas cortas y arqueadas y cabeza desproporcionadamente grande, no medía más de dos varas de alto. El criado lo cargó y lo puso sobre una mesa, donde todos podían verlo, y el conde, apagando las carcajadas que brotaron de todos los rincones del salón, gritó:

—¡Amigos míos! Quiero presentaros a un huésped que viene de Orense, precisamente de la corte de ese ilustre rey. Vedlo: el bufón de la corte de don García, el bufón de un bufón. ¡Escuchad las cosas que cuenta de su señor!

El bufón, tras una reverencia de cómica dignidad, hizo ondear su gorro de plumas y dijo:

—Prestad atención, señores. Oíd lo que tengo que contaros de la corte de don García, el Simplón. Dos años estuve a su servicio, hasta que ordenó a sus criados que me colgaran de la viga de la puerta. Ya tenía la soga al cuello, pero pude librarme de ella gracias a la ayuda de Dios.

Tenía una voz aguda, como la de un pato, que llegaba hasta el último rincón del salón.

—¿Queréis oir, señores, por qué desperté la ira de mi rey? ¿Queréis oírlo?

Caminaba en circulo dando pasitos cortos y rápidos y arrojando su gorro al aire.

—Prestad atención, señores. Había invitados en la corte, y el rey estaba hablando con ellos y haciendo sus tontos comentarios, como de costumbre. Entonces yo dije a mi manera: «¡Oíd, oíd, nuestro señor rey se parece cada vez más a nuestro Señor Jesucristo!». Todos callaron, y el rey, sintiéndose alabado, preguntó: «¿Por qué lo dices, bufón?». Y yo contesté: «Se dice de nuestro Señor Jesucristo que de niño era ya tan sabio como un hombre de veinticinco años. Mientras que de nuestro señor, el rey, puede decirse que a los veinticinco años es tan sabio como…». —Dejó la frase en el aire, sonrió de oreja a oreja e hizo una profunda reverencia balanceando el gorro.

Los hombres fueron comprendiendo poco a poco el sentido de su broma, y el salón se llenó de carcajadas. Carcajadas estridentes y desahogadas, acompañadas de sonoras palmas sobre los muslos. Todos habían oído decir ya que la cabeza del rey no era precisamente la más brillante, y ahora se lo confirmaba una fuente de primera mano.

La fiesta duró hasta más allá de la medianoche.

Sólo el conde de Guarda no se dejó arrastrar por la algarabía general. Tampoco celebró como los otros la broma del bufón.

—Menospreciar al enemigo es un error —dijo en tono preocupado—. ¡Es un grave error!

33
SILVES

VIERNES 23 DE DJUMADA II, 462

24 DE NISSÁN, 4830 / 8 DE ABRIL, 1070

Al oeste, en el cielo, se extendía una cinta de nubes cuyo desflecado borde superior llegaba hasta el cenit, y que ahora, cuando el sol empezaba a hundirse en el horizonte, se transformaba lentamente en una bandera roja como el fuego. Un viento fresco soplaba desde el mar, meciendo suavemente la hamaca redonda de esteras en la que descansaba Ibn Ammar, colgada con una larga cuerda de la rama de un plátano. El poeta estaba relajado entre los cojines, con las manos cruzadas bajo la nuca. El viento le acariciaba la piel como una mano tierna. Veía a la muchacha a través de los rosales, allí donde el arroyo que serpenteaba por los jardines del palacio se precipitaba en centelleantes cascadas por una balaustrada de mármol. La muchacha se hallaba sentada al borde del estanque en que caían las cascadas, cantando para sí una extraña melodía, cargada de rara nostalgia, que perdía, retomaba y volvía repetir una y otra vez, como si un hermoso recuerdo estuviera ligado a ella. Ibn Ammar había olvidado el nombre extranjero que la muchacha le había mencionado, y aún no le había dado ningún otro. Dulce muchacha morena.

Nadie sabía de dónde había venido. Hacía tres semanas, un comerciante franco la había ofrecido a un precio asombrosamente bajo. La muchacha no hablaba ni una sola palabra de árabe, ni de ningún otro idioma mediante el cual uno pudiera entenderse con ella. No tenía educación alguna, ni como cantante ni como bailarina ni como concubina. Pero el comerciante había asegurado que aún era virgen, y una criada lo había confirmado. Y cuando se desnudó frente a Ibn Ammar, éste sencillamente se quedó sin habla. Era hermosa como una flor por la mañana, bella como una hurí. Una esbelta gacela de ojos negros de la que podía pensarse realmente que venía del paraíso.

En Sevilla, en la maslah del hammami ash–Shattara, la casa de baños más bella de la ciudad, había una estatua de mármol blanco que en tiempos del viejo qadi había sido desenterrada en Itálica, la antigua colonia romana del otro lado del río. La estatua representaba a una mujer joven con un niño sobre su regazo, que, con una expresión indescriptiblemente hermosa, mezcla de temor y preocupada ternura, ahuyentaba una serpiente que amenazaba al niño.

Ocurría con frecuencia que hombres, lo mismo jóvenes que ancianos, se enamoraban de esa mujer de mármol y pasaban semanas y meses visitando cada día la casa de baños para adorarla con mudo embeleso.

De similar y casi inaccesible hermosura era esta muchacha morena que Ibn Ammar había comprado al comerciante franco.

Ibn Ammar aún no la había tocado. La había reservado para este día, que debía ser un día de perfecta armonía. Había esperado hasta este día.

Desde un principio había sabido que no se quedaría mucho tiempo en Silves. Ningún paraíso terrenal es eterno. Había sido demasiado hermoso. Una región tranquila y pacífica, apartada de todos los conflictos y guerras. Campesinos amigables que, llenos de orgullo, le llevaban sus melones más grandes al palacio del gobernador: frutas tan grandes que un campesino no podía llevar más de cuatro a la espalda. Aplicados viñadores que prensaban un vino suave y aterciopelado, que calentaba el corazón. Pescadores arrojados que conducían sus diminutas barcas a través de la rompiente, en busca del atún. Una tierra bendecida por la mano de Dios, tan pobre que no daba pasto a la envidia, pero lo bastante rica para que cualquier campesino pudiera tener un asno.

El día anterior, dos horas antes de la puesta de sol, había llegado extenuado un correo rápido con una carta que llevaba el sello de al–Mutamid. La carta seguía cerrada junto a Ibn Ammar. Ya sabía lo que decía. Había mandado llamar a su secretario particular y le había hecho anular todas las obligaciones del día siguiente: la habitual audiencia matutina en el madjlis, la entrevista con el muhtasib y el director de la cámara de finanzas, la vista judicial acordada con el qadi. Había pasado la noche solo, mandando antes de acostarse que su cantante favorita lo despertara al amanecer con una canción. De mañana había paseado por el parque y había hablado con el jardinero sobre la posibilidad de plantar una pequeña algaba de naranjos.

Tras la salida del sol había dado un paseo a caballo, escoltado sólo por dos guardias, a los que había pedido que permanecieran apartados para no perturbar su soledad. Había cabalgado hacia el sur, hasta ver el mar. El «Mar de las Tinieblas», como lo llamaban los geógrafos porque estaba sumido en la oscuridad cuando el sol se encontraba sobre la parte habitada del globo terráqueo; el «Mar Verde», como decía la gente de la costa, que lo veía cada día.

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