El puente de Alcántara (101 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

—¡Gracias, señor! —gritó—. ¡Que Dios os bendiga, señor! ¡Que Dios vierta sobre vos todos sus dones! ¡Que Dios os proteja en todos los caminos, señor! —Desempeñaba muy bien su papel.

Ibn Ammar espoleó su caballo. Encontró una mirada interrogante en el rostro de Hadi y asintió con un movimiento de cabeza apenas perceptible. Al parecer, Hadi también había reconocido al joven.

—¡Que Dios pose sus ojos sobre vos, señor! ¡Que Dios os bendiga, señor! —siguió gritando el muchacho mientras ellos se alejaban.

Ibn Ammar escuchó la voz del joven y tuvo que apretar los dientes para no ceder a la irresistible tentación de volver la mirada una vez más. No podía volverse; de hacerlo, estaría poniendo al joven en peligro de muerte. No podría intentar nada hasta que el joven estuviera lo bastante lejos de allí. Desplegó la hoja de papel. Reconoció la letra. Era la letra de Zohra. Unas pocas líneas, escritas con gran premura:

¡Oh Abú Bakr, que Dios sea contigo! El hombre al que dejaste en tu puesto ha dejado entrar en el al–Qasr a Ibn Rashiq. Ha dado la orden de que seas apresado y llevado a Sevilla encadenado. Te envío a mi hijo para alertarte. Él es mi vida entera, piensa en ello. ¡Él es mi vida entera!

Ibn Ammar se quedó mirando fijamente el trozo de papel que tenía entre las manos, y un cálido sentimiento de dicha lo invadió de repente. Era como si aquel mensaje no le afectara en absoluto. Se sentía bien. Allí tenía la prueba que ya nunca se habría atrevido a esperar. Allí tenía la respuesta que Zohra no había querido darle en el antepatio de aquella pequeña mezquita cercana a la Puerta del Río. «Te envió a mi hijo». No habría enviado a su hijo a alertarme si éste fuera hijo de otro hombre, pensó Ibn Ammar, llenándose de orgullo.

Sólo poco a poco fue tomando conciencia del alcance de la noticia que tenía en las manos. Por lo visto, habían llegado emisarios de Sevilla. Pero no se habían detenido a hablar con Ibn Ammar. Hasta ahí todo estaba claro. Ibn Ammar había sido juzgado y condenado. El príncipe debía de haber estipulado que Ibn Rashiq lo sucediera en Murcia, pues el naqib jamás habría entregado el al–Qasr al señor de Baldj sin orden expresa del príncipe. No cabía otra explicación. Dejando de lado la desgracia personal de Ibn Ammar, la decisión del príncipe era un error fatal. Ibn Rashiq despediría a las tropas sevillanas apenas se presentara la oportunidad, y declararía Murcia independiente. Todo estaba perdido.

Pasó un largo rato sin ser capaz de hilvanar un solo pensamiento claro. Hizo trizas el papel en el que había leído su sentencia de muerte y dejó caer los trocitos al suelo. Cuando hubo dejado atrás el último fragmento de papel, su cabeza empezó a pensar con claridad.

Tenía que darse prisa. Estaban a sólo una hora de Murcia. No le quedaba mucho tiempo si quería intentar algo para salvarse.

Contó a Salim lo que ocurría. El secretario se quedó mirándolo boquiabierto, mudo de espanto. Era un buen hombre, y un fiel consejero, pero no servía de gran ayuda en situaciones críticas. Se volvió espantado hacia la escolta.

—Tranquilo, Salim —dijo Ibn Ammar—. Comportémonos de modo que no llamemos la atención.

—Perdonadme, señor, pero si es como vos decís, probablemente en Alhama un mensajero…

—Puedes estar seguro, Salim. Puedes estar seguro —dijo Ibn Ammar—. La escolta ya no nos sigue para protegernos, sino para vigilarnos.

—¡Pero son hombres de vuestra guardia personal! ¡El capitán os lo debe todo a vos!

—Es posible que les hayan mostrado una carta con el sello del príncipe. Los soldados sólo son leales a los señores victoriosos. —El evidente temor de Salim ponía cada vez más nervioso a Ibn Ammar—. Cuenta a los lanceros que van en la avanzada —dijo—. Hasta ayer la avanzada estaba formada siempre por sólo cuatro hombres. Desde Alhama son ocho.

Salim se quedó mirando desesperado a los jinetes que cabalgaban delante de ellos, como si quisiera contarlos uno a uno, cuando podía verse de un vistazo cuántos eran. Estaba pálido como un cadáver.

—¿Qué habéis pensado hacer, señor? —preguntó con la lengua seca.

—Intentaremos escapar —dijo Ibn Ammar, mostrando los dientes en una sonrisa.

Pusieron al corriente de lo que ocurría a Djabir y Hadi y, entre los cuatro, empezaron a calcular sus posibilidades.

Sólo había un refugio seguro y a una distancia accesible: Aledo, el nido pedregoso de la vieja sayyida, de la Gallega. El castillo se encontraba en la dirección de la que venían. Tenían que regresan a Alhama, seguir otras dos horas río abajo hacia Totana y, una vez allí, internarse en las montañas. Tenían mejores caballos que los hombres de la escolta, pero Salim era un mal jinete, y la edad de Ibn Ammar también hacía dudar de que estuviera en condiciones de efectuar una cabalgada tan larga a marcha forzada.

—Podemos ahorrarnos esas reflexiones —dijo Ibn Ammar, como para infundirse valor—. No nos queda otra salida.

Examinaron el terreno a ambos lados de la carretera. Sólo tendrían una oportunidad de escapar si conseguían de algún modo hacer un arco alrededor de los hombres de la escolta y regresar a la carretera detrás de ellos. Estaban en medio de las huertas. A derecha e izquierda de la carretera se extendían leguas de verde, pequeños sembrados rodeados por zanjas de riego, viñedos, campos de hortalizas, plantaciones de frutales. De las grandes ruedas de molino del río salían canales de distribución dispuestos sobre paredes más altas que un hombre, que dividían el verde fondo del valle en porciones regulares y atravesaban la carretera en puentes en forma de arco. Estos canales estaban flanqueados por caminos para carros, que desembocaban en la carretera. La pregunta era si en el interior de las huertas también había caminos paralelos a la carretera. No podían verlo: los árboles y viñas les estorbaban la visibilidad. Sólo cabía esperar que el capitán no adivinara sus intenciones y que los siguiera ciegamente. Si conseguían llevarlo lo bastante lejos de la carretera y encontraban luego un camino secundario, por el que pudieran retroceder la porción de terreno que separaba un canal del siguiente, habrían ganado una ventaja considerable.

Divisaron el siguiente canal y acordaron un orden: primero Djabir; luego Ibn Ammar; detrás de éste, Salim, y, cerrando la fila, Hadi. Djabir tendría la misión de ahuyentar del camino a los campesinos. Hadi intentaría mantener a distancia a la escolta. Hadi era un maestro con el arco.

Cuando llegó el momento, sacaron sus caballos del paso al galope, y la sorpresa los ayudó a ganar una cierta ventaja. El camino paralelo al canal estaba desierto. Djabir se internó en éste gritando tanto como podía. Sólo cuando estaban ya treinta o cuarenta pasos en el interior de las huertas, giraron por el camino los primeros hombres de la escolta.

Corrieron a todo galope a lo largo del muro sobre el cual fluía el canal. Oyeron que el capitán espoleaba a sus hombres con estridentes órdenes. Estaba haciendo precisamente lo que habían esperado de él; lo acompañaba toda su jauría. Djabir se volvió, señaló hacia delante con la mano libre, en la que llevaba la lanza, y se precipitó en diagonal hacia un camino lateral. Allí estaba el sendero que habían buscado. Ibn Ammar miró a su alrededor antes de girar, y vio con espanto que el capitán había detenido su caballo y estaba intentando explicar a sus hombres con gritos y agitados movimientos de brazos que dieran media vuelta y volvieran por la carretera. No eran tan tontos como habían supuesto. Ibn Ammar tenía que haberlo sabido. Él mismo había elegido a aquel hombre y lo había nombrado capitán.

Ahora corrían un grave peligro. Si los últimos jinetes de la escolta reaccionaban con la suficiente rapidez, les contarían el camino de regreso a la carretera.

Ibn Ammar se volvió en su silla.

—¡Hadi! —gritó, indicándole con un expresivo gesto que se colocara al frente del grupo. El peligro ya no venía de detrás, los esperaba en la desembocadura del camino en la carretera. Hadi montaba el caballo más veloz y era el más ligero de los cuatro. Hadi tenía que conseguir llegar a la carretera antes que los lanceros.

Hadi levantó la mano, dando a entender que había comprendido la orden, se inclinó sobre el pescuezo de su animal para decirle al oído que galopara lo más rápido posible, y salió disparado a un ritmo demencial, adelantándolos a todos, incluso a Djabir, antes aún de llegar al siguiente canal. Tomó la curva a tal velocidad que los demás creyeron que se estrellaría contra el muro del canal, cogió el arco con la pierna izquierda para tensar la cuerda, todavía a galope tendido, y cuando llegó a la carretera ya tenía la primera flecha en la mano. Los otros no podían ver a través de los árboles dónde se encontraban ya los lanceros; sólo vieron que Hadi disparaba la primera flecha antes de que su caballo se detuviera por completo. Cuando ellos llegaron y doblaron la esquina, Hadi acababa de disparar la segunda flecha y estaba sacando la tercera de la aljaba.

Los primeros lanceros estaban a menos de veinte pasos de distancia; se habían detenido. Uno de los caballos se había levantado sobre las patas traseras, con una flecha clavada en el pescuezo; un segundo había derribado a su jinete.

Ibn Ammar y los suyos siguieron a todo galope por la carretera, con Djabir nuevamente al frente, y Hadi cerrando el grupo a una cierta distancia de los otros. La escolta se mantenía a la misma distancia. Dejaron que los caballos galoparan a un ritmo moderado. Mientras la carretera siguiera flanqueada por muros y vallados, y mientras Hadi siguiera cubriéndoles las espaldas, no tenían mucho que temer. Si los caballos resistían, podían llegan a Totana en dos horas.

Dejaron atrás Alcantarilla y siguieron por la larga y recta carretera que atravesaba el amplio valle del Guadalentín. El sol estaba ahora tan alto en el cielo que los árboles ya apenas si daban sombra. Ibn Ammar frenó un tanto su caballo, hasta quedar a la altura de Salim, que cabalgaba con los músculos agarrotados y el rostro tenso. Ibn Ammar le sonrió, intentando infundirle ánimos, y Salim hizo un valiente intento de devolverle la sonrisa.

—Disculpadme, señor —dijo el secretario—. Pero ¿no es posible que el capitán haya avisado a Murcia, y que desde allí hayan intentado poner sobre aviso con palomas mensajeras a los castillos de Alhama y Totana?

—Supongo que eso es precisamente lo que ha hecho —respondió Ibn Ammar—. Supongo que ése es el motivo de que el capitán no nos ataque. Ha de pensar que queremos refugiarnos en uno de esos dos castillos, y que nos estamos dirigiendo hacia una trampa. No correremos auténtico peligro hasta que hayamos dejado atrás Totana; entonces se dará cuenta de que nos dirigimos a Aledo.

Salim asintió, pero Ibn Ammar no estaba seguro de que hubiera creído sus razonamientos. El secretario era demasiado listo para engañarse. Ambos sabían que el capitán tenía en su grupo ocho arqueros, y que éstos no eran peones que Hadi. Sin embargo, y por los motivos que fueran, los perseguidores no disparaban.

Dejaron atrás Alhama, manteniendo el ritmo. La escolta seguía a la misma distancia. El capitán tenía cuatro caballos de reemplazo, y los mandaba intercambiar regularmente. Sus hombres no tenían problemas en perseguir al grupo. Sólo poco antes de llegar a Totana, Ibn Ammar mandó apretar el paso, y la distancia entre ambos grupos se incrementó. Pero, de repente, el caballo de Salim empezó a rezagarse. El secretario ya no tenía la fuerza suficiente para mantener su caballo al galope, apenas podía mantenerse en la silla.

Cuando dejaron la carretera y tomaron el camino hacia Aledo, su ventaja no era de más de cuarenta cuerpos de caballo. El capitán instó a sus hombres a sacar lo último a sus animales. Ibn Ammar y los suyos oían a sus perseguidores increpando a sus caballos.

El camino llevaba directamente a la cadena montañosa que cerraba el valle por el norte. La pendiente era moderada, pero constante, y los caballos avanzaban con mayor lentitud. Salim seguía colgando de la silla.

Ibn Ammar intentó infundirle ánimos, pero el secretario ya no parecía oír nada. Tenía que resistir hasta que llegaran al pie de la montaña que se levantaba ante ellos. En ese lugar el camino desembocaba en una garganta, que Hadi, con su arco, podía defender sin ayuda contra todo un escuadrón.

Dos millas antes de llegar a la garganta, tuvieron que salir de las huertas y cabalgar por terreno abierto, en un lugar donde la carretera se bifurcaba en varios senderos. Ahora la ventaja era de los perseguidores. El capitán podía ordenar a sus arqueros que abrieran filas e intentaran cercarlos. Ahora todo dependía de los caballos.

Hadi avanzó.

—¡Vamos muy despacio, señor! —gritó, intentando apremiar a los otros. Djabin frenó un tanto su cabalgadura, hasta quedar en posición de cubrir las espaldas a Ibn Ammar. Los tres sabían que Salim no podría mantener ese ritmo durante las dos millas que quedaban hasta la entrada de la garganta. Y Salim también lo sabía. Sus ojos se dirigieron a Ibn Ammar con expresión desesperada, y sus labios se movieron sin dejar salir ningún sonido. Parecía como si quisiera pedir perdón a Ibn Ammar. Hasta en ese momento de máximo agotamiento y miedo parecía querer observar las formas de la etiqueta cortesana.

—¡Señor! —gritó Hadi, y ahora su voz delataba miedo—. ¡Más rápido, señor!

Ibn Ammar espoleó su caballo. Vio de reojo que Djabir desenvainaba su espada, y apartó la mirada. Dios determina la hora en que debe morir cada uno de nosotros, pensó. Salim sabía demasiado. Djabin sólo estaba siguiendo las instrucciones que le había dado el propio secretario. Todo ocurre por la voluntad de Dios, pensó Ibn Ammar, intentando concentrarse en el camino y en su caballo, que ahora, a pesar de la terrible carrera que había realizado, volvió a aumentar la velocidad a las órdenes de su jinete.

Aledo se encontraba tras la cima montañosa que se elevaba al norte del valle del Guadalentín, en un estrecho y alargado saliente rocoso que, en tres de sus lados, lindaba con un profundo abismo contado a pique. La entrada estaba protegida por una imponente muralla, tras la cual se agolpaba la ciudad, pequeñas casitas blancas y resplandecientes sobre el gris del desierto montañoso. En la punta del saliente se levantaba el castillo, una colosal torre de base cuadrada que parecía crecida de la misma roca: el nido de águilas de la vieja Gallega.

La guardia de la puerta exterior los dejó entrar, pero el centinela de la puerta del castillo sólo abrió la mirilla y los despidió gruñendo, sin dejarse impresionar por nada. Era francés, a juzgar por su pronunciación, apenas inteligible. La señora del castillo estaba enferma, no recibía a nadie, había dado la orden expresa de no dejar entran a nadie.

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