El puente de Alcántara (99 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

—Aún no lo hemos pensado —dijo Zacarías.

—El consultorio aún está vacante —dijo Yunus.

—No sé —contestó Zacarías—. No creo que esté ya todo decidido. Ibn Ammar no es un hombre que se deje derribar tan fácilmente. De lo contrario no sería el colaborador más estrecho del príncipe desde hace no sé cuántos años, no sería hadjib desde hace más de una década… Simplemente no puedo concebir que un par de calumniadores… No me cabe en la cabeza.

—Ibn Ammar sólo ha vivido buenos tiempos —repuso Ibn Eh—. Le falta la dureza. Le falta ser despiadado con sus enemigos. Todo su poder se apoya únicamente en sus estrechas relaciones con el príncipe. Ahora sus enemigos han conseguido por primera vez ponen al príncipe en su contra. Al–Mutamid debe de haber montado en cólera cuando esos versos llegaron a sus oídos.

—Monta en cólera a menudo —respondió Zacarías—. Incluso sin motivo. Últimamente bebe demasiado, según dicen mis colegas. Su estado de ánimo puede cambiar completamente de un momento a otro.

—Pero los enemigos de Ibn Ammar se encargan de mantener encendida la furia del príncipe —dijo Ibn Eh—. E Ibn Ammar no está aquí para defenderse. Pronto será ya demasiado tarde, y no tendrá ninguna oportunidad de defender sus asuntos ante el príncipe.

El dolor volvió a cebarse en Yunus, impidiéndole ver y oir, y robándole casi la conciencia. Era como si tuviera dentro una fiera que le desgarrara las entrañas con sus afilados colmillos. La lengua se le trabó y los ojos se le endurecieron, y aunque hizo acopio de todas sus fuerzas para intentar que los demás no lo advirtiesen, Karima se dio cuenta e hizo una señal a Ibn Eh y Zacarías para que se marchasen. Se acercaron a la cama para despedirse. A Ibn Eh le corrían lágrimas por las mejillas. Yunus no podía consolarlo. Estaba tan debilitado por el dolor que ni siquiera podía pronunciar una palabra. Sin embargo, cuando Zacarías se arrodilló junto a su cama, encontró fuerzas para ponerle la mano sobre la cabeza y vocalizar con labios mudos una bendición.

Karima se quedó con él. Desde hacía dos semanas no se apartaba de su lado. Por las noches dormía en el madjlis, frente a la puerta abierta de la habitación de Yunus. Nabila y Sarwa se habían ofrecido para reemplazarla, pero ella se había negado. Yunus estaba contento de tenerla cerca; el corazón se le calentaba nada más verla. Todos los días daba gracias a Dios por esa hija, a la que amaba más que a nada en el mundo. Todos los días pedía a Dios que tuviese a bien bendecirla con hijos.

Hacia el atardecer, cuando los dolores habían cedido un tanto, Yunus pidió a Karima el cuaderno que usaba como diario. Hacía mucho tiempo que no anotaba nada. Al principio de su enfermedad había escrito sobre su lucha contra el dolor y sobre su derrota, y había descrito los pensamientos que lo habían llevado a reiniciar la lucha. Pero luego había dejado de escribir. En algún momento, sus palabras le habían parecido absurdas y carentes de todo valor. No había palabras para expresan los dolores que sufría.

Al revisar las últimas anotaciones que había hecho, se dio cuenta de que había dejado de escribir precisamente el día que había empezado a prepararse para la muerte. Había pensado mucho en ello, y no había querido hacerse ilusiones ni alimentar falsas esperanzas. Había tenido una vida plena, en la que sólo unas pocas cosas no se le habían concedido. Había desempeñado su puesto no demasiado mal, con la ayuda de Dios; ahora volvía a dejarlo vacante. Se llevaría a la tumba un par de secretas ambiciones que había mantenido ocultas durante toda su vida, pero estaba satisfecho de la vida que Dios le había concedido, y por eso no temía a la muerte. A veces se sentía ya tan lejos de la vida que se imaginaba a sí mismo como una de esas viejas que se pasan el día en el mirador de su casa, contemplando la calle a través de las rejas, ya casi sin vivir, sólo observando la vida de los demás. Eso era también lo que a veces lamentaba: no ver cómo seguiría todo, perderse el final de la partida.

A veces disfrutaba con la idea de que quizá Dios reservaba a los muertos la posibilidad de contemplar como desde una plataforma elevada los ires y venires del mundo. Era una idea que tenía ya desde niño, y que le había sido inculcada por su abuelo. El abuelo, en su lecho de muerte, le había dicho que lo estaría viendo aunque se escondiera en el sótano más profundo y atrancara la puerta tras él. Y, de hecho, durante mucho tiempo se había sentido observado y obligado a comportarse bien por ese abuelo de ojos pícaros y cejas hirsutas; mucho más que por aquel Dios abstracto con el que sus maestros habían intentado encaminarlo por el estrecho sendero de una vida temerosa de Dios.

Esos últimos días había sostenido largas charlas con Karima. Había esperado que la certeza de la muerte, el hecho de saber que estaba próximo el inevitable fin de su vida, le depararía algún tipo de conocimiento insospechado, algún tipo de visiones fugaces e iluminadoras. Pero nada de eso había ocurrido. Estaba desilusionado por la inesperada banalidad de la muerte. Ese era también el motivo de que pidiera su diario. Algunos de los pensamientos que pasaban por su cabeza le parecían tan banales que no quería expresarlos ante Karima, sino que prefería confiarlos primero al papel, para, por así decirlo, ponerlos ante sus ojos en un intento de juzgarlos mejor.

Escribió trabajosamente. Tenía que emplear todas sus fuerzas para poder dirigir la pluma. Tenía que tomar impulso para dibujar cada una de las letras.

Escribió tan sólo unas pocas líneas.

La vejez no nos hace sabios, y la muerte no nos acerca a Dios. No somos más que hombres mortales. El que nos creó puso en nosotros una chispa de su espíritu, y la intuición de que, en algún lugar, arde una llama. Pero nos deja en la oscuridad.

Tachó cuidadosamente las dos líneas siguientes, hasta dejarlas ilegibles. Debajo, anotó con una letra casi indescifrable:

Tenemos que hacer brillar la chispa, para iluminar la oscuridad que nos asusta. Pero sólo los bienaventurados tienen la fuerza necesaria, y los fuertes, y no por méritos propios. A los otros sólo les queda la fe, para superar el temor. La fe no necesita luz, pues es ciega. Hay tan pocas islas de luz en este oscuro mar de necedad y superstición.

Debajo, en letras grandes, claramente legibles, que no delataban debilidad alguna:

Tras la muerte no hay nada más que la huella que dejamos en la Tierra. Lo sé. Pero ¿qué sé yo?

Muy tarde, por la noche, Yunus volvió a quedarse dormido. Cuando despertó, por la mañana, estaba tan débil que ya no podía hablar. Su rostro seguía desfigurado por los tormentos que había padecido, pero sonreía, como si los dolores no tuvieran ya ningún poder sobre él.

Murió antes de la salida del sol. Karima lo tuvo cogido de la mano, sintiendo cómo se iba enfriando entre sus dedos.

Lope se enteró de la muerte de Yunus esa misma mañana, por pura casualidad.

Lu'lu, el administrador negro del palacete ocupado por el hijo del conde y sus acompañantes, había sido paciente del hakim judío. El joven conde había salido de cacería, y Lope era el hombre de mayor rango que se había quedado en la casa, por lo que Lu'lu acudió a él a pedir permiso para asistir al entierro.

Lope lo acompañó. Para llegar al barrio judío tenían que ir a Taryana, cruzar el río y atravesar el gran bazar. Lu'lu había aconsejado a Lope que se vistiera al estilo moro, para no llamar la atención. Sólo cuando dejaron atrás el transbordador, comprendió Lope la preocupación de Lu'lu. Toda la ciudad parecía presa de una gran excitación. Ante el puerto habían apostado lanceros a caballo. Las guardias de las puertas habían sido reforzadas, y los centinelas inspeccionaban los carros y bultos de mercancías e incluso detenían a los transeúntes y los cacheaban en busca de armas. Lope también fue registrado. En la ciudad, en los cruces de las calles y en las entradas del gran bazar, había un gran número de hombres armados y parejas de guardias que, a pesar del calor, llevaban yelmo y protectores en el cuello. En la plaza que se extendía frente a la gran mezquita se había reunido una multitud. Gritos y tumulto ante la entrada. Dos o tres señores distinguidos montados a caballo, a quienes sus criados y lanceros abrían camino a gritos.

Cuando, rodeando la muralla del al–Qasr, doblaron por una estrecha calleja del barrio judío y vieron que también la puerta interior de la ciudad estaba vigilada por una guardia doble, a pesar de que era de día, Lu'lu tiró de Lope hacia un rincón y le susurró precipitadamente:

—Creo que sería mejor que no dijeras nada. Si nos dicen algo, déjame hablar a mí. —Estaba muy nervioso. Sin embargo, los guardias los dejaron pasar sin molestarlos.

Detrás de la puerta, las callejas se hallaban extrañamente desiertas. No se veía a nadie, todo el barrio estaba como aletargado. Llegaron a una plazuela en la que crecían dos naranjos, y Lope recordó de repente que ya había hecho ese casa antes, aquella vez en que fue a la sinagoga. Lo recordaba tan vivamente que hubiera podido hallar el camino sin dificultad.

Imágenes largo tiempo olvidadas volvieron a emerger ante él. Karima junto a la vieja en el antepatio de la sinagoga. Karima a los pies de su lecho de enfermo cuando tenía aquella herida de lanza en la pierna. Ella estaría aullando llevaran al hakim a la tumba. Iría detrás del féretro.

La calleja que daba a la sinagoga estaba repleta de gente. Toda la comunidad judía de ciudad parecía haberse congregado allí. Con gran dificultad, consiguieron abrirse paso hasta que vieron el antepatio de la sinagoga, donde había sido instalada la capilla ardiente. Apretujados entre la multitud, esperaron que terminaran los oficios religiosos, pero cuando la gente empezó a salir de la sinagoga, la marea humana los hizo retroceder hasta el extremo de Ia calle. Finalmente, Lu'lu encontró un rincón, detrás de una columna donde pudo sostenerse, y consiguió acomodar a Lope a su lado, mientras la muchedumbre pasaba silenciosa ante ellos.

Luego, el féretro salió por la puerta de la sinagoga, lento y solemne, como flotando sobre las cabezas. Poco a poco, a medida que se acercaba el féretro con infinita lentitud, el murmullo de las oraciones de los hombres fue en aumento y los agudos gritos de dolor e incesantes sollozos de las mujeres se intensificaron, Lope reconoció entre los portadores del féretro a Ibn Eh y a Zacarías, el médico, a pesar de la ceniza que les cubría el rostro. Y entonces vio a Karima.

Iba inmediatamente detrás del féretro, entre otras dos mujeres que llevaban consigo a un tropel de niños. Como las otras, Karima no llevaba pañuelo en la cabeza; se había echado ceniza en el pelo y se había rasgado el vestido. Tenía la cabeza gacha, pero andaba erguida. Caminaba exactamente detrás del féretro como si sus pies no sintieran los desniveles del suelo. Pasaba a través de la multitud como Moisés lo hiciera a través del mar.

Lope y Lu'lu se unieron al cortejo. El féretro estaba tan lejos de ellos que lo perdían de vista una y otra vez. Finalmente, llegaron a la amplia calle que conducía a la puerta de Carmona, donde por primera vez abarcaron con la mirada a toda la comitiva fúnebre. Debían de ser varios miles los que seguían el féretro del hakim. Lope estaba impresionado con la idea de que Yunus hubiera conocido a tanta gente, y de que hasta él mismo pudiera contarse conocido del hakim.

De pronto, llegaron desde delante fuentes gritos, que apagaron los lamentos de las mujeres. El féretro estaba a sólo un par de pasos de la puerta. Los portadores se habían dividido para dejar pasar a un notable, que entró por la puerta acompañado de una escolta a caballo. Los jinetes intentaron hacer un lugar a su señor y su séquito, pero no consiguieron avanzar. El cortejo ocupaba todo el ancho de la calle. Lope era uno de los pocos que podía observarlo todo, pues era lo bastante alto para poder minar por encima de las cabezas de los demás. Sólo ahora advirtió que todas las tiendas de ambos lados de la calle estaban cerradas, con las puertas atrancadas y las ventanas ocultas tras los postigos. La gente estaba en los tejados, mirando desde las balaustradas. Vio que, delante, los jinetes metían sus caballos entre la multitud y empezaban a espantar a la gente a latigazos. Vio cómo, contra lo que era de esperar, se abría una calle ante los caballos y la multitud era obligada a estrecharse contra los lados, mientras, en los bordes, algunos huían para refugiarse en las callejas laterales. Vio algunos puños levantándose sobre las cabezas, mientras el griterío se hacía cada vez más intenso. Vio de repente que, delante, a la izquierda de la puerta, un grupo de hombres salía corriendo de la calle que bordeaba la muralla interior y se precipitaba sobre la multitud con terribles rugidos, como si acudieran en ayuda de los jinetes.

Y luego todo sucedió muy de prisa. El féretro, tambaleándose sobre los hombros de sus portadores, desapareció en la oscuridad de la puerta. Uno de los caballos se levantó sobre las patas traseras y derribó a su jinete, que sin embargo no soltó las riendas y siguió sujetando a su montura desde el suelo, mientras el animal daba coces hacia atrás, intentando liberarse. La gente del cortejo se apartó espantada por el caballo. También los de delante, los que iban a la cabeza de la comitiva fúnebre empezaban ahora a retroceder. Allí aparecían cada vez más hombres que se precipitaban con abierta hostilidad contra los miembros del cortejo. Algunos iban armados con palos.

Luego Lope vio volar las primeras piedras. También desde los tejados arrojaban piedras. Lope se mantuvo firme ante la marea de gente que intentaba huir. Oyó la voz de Lu'lu detrás de él:

—¡Señor! ¡Sayyid! ¡Tenemos que largarnos de aquí! ¡Escuchadme, sayyid, tenemos que irnos!

De pronto vio a Karima, a menos de cincuenta pasos, de pie con su oscuro vestido de luto, la espalda recta y extrañamente serena en medio de la caótica muchedumbre, hasta que el caballo sin jinete le cubrió la vista. Quienes intentaban ponerse a salvo de sus cascos corrían unos contra otros, empujándose y, al agarrarse, cayendo al suelo; hombres, mujeres, niños, todos revueltos, mientras otros huían pisoteando sin contemplaciones a los caídos. Finalmente, el caballo consiguió soltarse y, aterrorizado, galopó relinchando y con la cabeza en alto hacia donde se encontraban los otros jinetes, que habían retrocedido hacia el camino que llevaba a la puerta. Karima ya no estaba a la vista. Lope la buscó en vano con la mirada. La calle empezaba a quedar vacía, y Lope observó una a una a las personas que yacían en el suelo, entre la gente que huía.

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