El puente de Alcántara (98 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

—Tiene razón —dijo Ibn Ammar, despreocupado—. Pronto habrá cambios. Me reemplazará uno de los príncipes, probablemente este mismo año.

—No se refería a eso —replicó Zohra—. Me han recomendado que preste atención a Ibn Rashiq, el señor de Baldj. Él será el próximo hombre.

—¿Ibn Rashiq? —preguntó Ibn Ammar—. ¿Estás segura de que tu consejero no se equivoca? ¡Ibn Rashiq es mi aliado! —Hasta entonces, Ibn Ammar no había tenido motivo para dudar de la lealtad de Ibn Rashiq. ¿Estaba acaso equivocado? ¿Podía Ibn Rashiq convertirse en un peligro? Sopesó rápidamente las posibilidades y llegó a una conclusión negativa—. No —dijo firmemente—. Estoy convencido de que no son más que rumores.

—Hasta ahora siempre he podido fiarme de los consejos de ese hombre —respondió Zohra—. Creí que debía advertirte. —Su voz ya no sonaba tan segura como hacía un momento.

—Mandaré que se hagan algunas indagaciones —dijo Ibn Ammar, saliéndole al paso—. Es posible que haya dos o tres nobles que preferirían ver en mi cargo a Ibn Rashiq. Pero creo que los sensatos están de mi parte, y la mayoría de los comerciantes lo son.

—Yo no creo que tengas de tu parte al bazar de Murcia —dijo ella.

—¿Por qué lo dices?

—He aprendido mucho en los últimos años, desde la muerte de Ibn Mundhir —dijo, eludiendo la pregunta.

—Eres una mujer extraordinaria —dijo Ibn Ammar con sincera admiración—. Lo has sido siempre.

—Soy la madre de un hijo que aún era muy joven para dirigir el negocio cuando murió su padre —dijo ella.

Ibn Ammar se sobrecogió al oírla decir que Ibn Mundhir era el padre del joven. Pero se recuperó rápidamente. Qué otra cosa habría podido decir.

—Lo he visto —dijo Ibn Ammar en voz muy baja—. Lo he visto en el bazar.

Ella lo miró espantada.

—No has debido hacer eso, Abú Bakr —dijo en ligero tono de reproche—. No has debido hacerlo.

—Sólo lo vi cuando pasaba por allí —dijo, con conciencia de culpa, y añadió rápidamente—: Si lo deseas, no volveré a pisar el bazar.

—Te lo ruego —contestó Zohra, y su voz sonó tan dura que Ibn Ammar agachó la cabeza, afectado.

—¿No es también hijo mío? —preguntó en un susurro apenas audible.

—No es hijo tuyo —respondió ella.

Ibn Ammar vio sus ojos dirigidos hacia él con serena seguridad, y se esforzó por no apartar la mirada. Lo que acababa de oir le dolía. No sabía qué responden. Luego la vio sonreír debajo del velo. Era la primera vez que sonreía durante la conversación.

—No me comprendes, Abú Bakr —dijo Zohra—. No quiero herir tu orgullo. Probablemente has averiguado la fecha de nacimiento de mi hijo y has hecho tus cálculos. —Ahora la sonrisa estaba en sus ojos—. Sí —continuo—, ese día, cuando nos vimos por última vez, deseé tener un hijo, Abú Bakr. Quería un hijo tuyo. Pero no quería que ese hijo creciera sin padre. Por eso di motivos a Ibn Mundhin para que creyera que él era el padre. Y lo he llamado Abdallah, como mi padre.

Ibn Ammar calló, avergonzado, y por un momento se quedaron sentados el uno frente al otro en silencio, sin siquiera mirarse.

—Ahora tengo que irme —dijo finalmente Zohra.

La idea de penderla de vista para siempre le hizo sentir pánico.

—¿No podemos volver a vernos? —preguntó, casi suplicante.

Ella negó con la cabeza.

—No, Abú Bakr —dijo—. Lo estropearíamos todo. —Tras una breve pausa, añadió—: Cada persona sigue su propio camino. A veces los caminos desembocan el uno en el otro. A veces sólo se cruzan. En cualquier caso, debemos estar agradecidos.

Zohra se disponía ya a marcharse, pero Ibn Ammar preguntó una vez mas:

—¿Es hijo mío?

Ella lo miró con ojos sonrientes.

—Eso sólo lo sé yo.

—¿Me darás noticias, si te enteras de algo más? —dijo Ibn Ammar, en un desesperado intento para impedir que se rompiera el lazo tan pronto.

—No creo que haga falta —dijo Zohra, serena—. Probablemente tienes razón, y me he estado preocupando sin motivo. —Sonrió a través del velo—. Que Dios te acompañe, Abú Bakr —dijo.

Ibn Ammar sabía que no volvería a verla jamás.

44
SEVILLA

SABBAT, 9 DE ELUL 4842

6 DE AGOSTO, 1082 / 8 DE RABÍ I,475

Los dolores habían aparecido por primera vez el otoño anterior. Yunus lo recordaba perfectamente, pues había sido el primer día frío del otoño, ese día en el que toda la ciudad, como obedeciendo un secreto acuerdo, dejaba a un lado las túnicas blancas del verano para echarse encima los oscuros abrigos de lana de cada invierno. Primero había sentido sólo un ligero tirón, una sensación desagradable en el vientre, encima del hígado. Los dolores habían venido y se habían vuelto a marchar. En el invierno se habían hecho más intensos, y ya constantes. Fue entonces cuando empezó a sospechar que tenía un tumor.

Durante un tiempo, pudo vencer el dolor mediante una dieta estricta, pero ya esa primavera se vio obligado a renunciar a su puesto en la corte y, poco después, también a su consultorio. Los dolores se habían vuelto tan insoportables, que no había tenido más remedio que aplacarlos con opio.

Se había suministrado dosis cada vez mayores, hasta que ya sólo yacía en el lecho sin sentir nada ni poder pensar en nada, en un estado de semiinconsciencia. La vieja Dada había muerto, y dos días después había muerto también Ammi Hassán, el anciano criado, sin que Yunus se enterara siquiera.

Cuando en un momento de claridad tomó conciencia de esto, hizo a un lado el opio y reinició la lucha contra el dolor. Varias veces estuvo a punto de terminar con su vida, pero no encontró nunca el valor necesario.

Había adelgazado terriblemente. Desde hacía semanas, su estómago ya sólo toleraba alimentos líquidos, y desde hacía cuatro días ni siquiera eso. Vomitaba todo lo que Karima le daba.

Ese sabbat, había invitado a su casa a todos sus amigos, para despedirse de ellos. Se sentía sorprendentemente fresco, la vida volvía a defenderse con todas sus fuerzas contra la muerte, hasta los dolores parecían soportables, como si su cuerpo hubiera terminado por acostumbrarse a ellos. Los postigos de madera cubrían la ventana, impidiendo la entrada del calor.

Hatillos de hierba colgaban tras ellos para dar un aroma fresco al aire que pasaba. La habitación estaba sumida en una tenue penumbra.

Escuchó la voz de Karima; estaba en el patio, hablando con la mujer de Toledo, y de repente el bebé empezó a berrear y las dos mujeres intentaron calmarlo, creyendo, probablemente, que el llanto lo molestaría. Pero no era así. Yunus encontraba más bien consuelo en la idea de que allí fuera se anunciaba una nueva vida, mientras la suya llegaba a su fin. Él mismo había ayudado a traer a ese niño al mundo. Sus padres habían llegado de Toledo en primavera. Durante el viaje habían sido asaltados y les habían robado todo lo que tenían. Yunus los había acogido en su casa. Desde la muerte de Dada, la mujer se ocupaba de la casa y ayudaba a Karima con sus obligaciones.

Tras el servicio religioso fueron a la casa sus hijas, Nabila y Sarwa, con sus familias, y al–Rashidi, el farmacéutico. Ibn Eh había tenido que aceptar una invitación urgente a una reunión de los notables de la comunidad, en casa del nasí. También faltaba Zacarías. Había salido de su casa, junto con Karima, a primera hora de la mañana para visitar en el hospital a dos pacientes que habían sido operados el día anterior. Luego había ido a la sinagoga, pero no había llegado a tiempo.

Ibn Eh y Zacarías no llegaron a la casa hasta pasado el mediodía, cuando todos, salvo Karima, se habían manchado ya. Estaban extrañamente serios y parcos, y Yunus advirtió que les costaba mucho hallar el tono que suele emplearse al pie de un lecho de enfermo. El rostro de Zacarías resultaba impenetrable.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Yunus—. ¿Qué os ha demorado?

—Sentía que le estaban ocultando algo.

—Nada importante —respondió rápidamente Ibn Eh—. Nada por lo que debas preocupante.

Yunus vio la mirada de Karima dirigida con expresión interrogante al rostro de Zacarías, y vio cómo Zacarías movía ligeramente la cabeza, y esbozaba luego una sonrisa ausente al descubrir que Yunus lo estaba observando.

—¿Qué pasa? ¿Queréis evitarme las malas noticias? —preguntó Yunus, en tono de reproche.

—Deberías intentar dormir un poco, padre —dijo dulcemente Karima.

Yunus apartó la mano de su hija.

—Tengo bastante tiempo para dormir. ¡Quiero saber qué es lo que está pasando aquí! —Los observó uno a uno, y como todos apartaron la vista, miró a Zacarías a los ojos y dijo—: Puedo imaginarme lo que ha pasado. En el hospital te han entregado tus instrumentos y tus libros y te han mostrado la puerta. Es eso, ¿verdad?

Examinó el resultado que producían sus palabras en el rostro de Zacarías.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ibn Eh.

—No sé nada, sólo hago suposiciones —dijo Yunus—. Pero desde hace varias semanas estoy esperando que caiga el rayo y se desate la gran tormenta.

—¿Basándote en qué información? —preguntó Ibn Eh.

—¡Ay, mi querido Etan, qué quieres que te diga! —respondió Yunus—. Se está anunciando desde hace meses. Yo mismo he podido verlo, cuando aún me tenía en pie. Las mezquitas llenas como nunca antes, la repentina hostilidad surgiendo por doquier. Al–Balia, el nasí, no ha sido recibido por el príncipe desde hace ocho semanas, como mínimo. En su lugar está un nuevo astrólogo de Bizancio o de no sé dónde. Zacarías continúa en la lista de los médicos de la corte, pero hace casi diez meses que no han vuelto a llamarlo. E igual pasó conmigo. Ni una sola consulta en cinco meses, hasta que yo mismo tuve que renunciar por mi enfermedad. No hay un solo comerciante judío que no se queje de que han bajado las ventas. Hace tres semanas, esos disturbios en Taryana contra el despacho de vinos. Hace una semana, los aguateros, que de pronto se negaron a suministrar agua a las casas judías. Todo apunta en la misma dirección. La atmósfera está tan cargada que casi se podría cortan con un cuchillo.

—Has sabido intuirlo mejor que yo —dijo Ibn Eh en tono sombrío.

—Es posible —dijo Yunus—. Quizá uno se vuelve más perspicaz cuando no está implicado en el asunto. —Paseó la mirada entre Zacarías e Ibn Eh—. Así pues, ¿qué ha pasado en casa del nasí? ¿Es que no va a decírmelo nadie?

Ibn Eh intercambió una breve mirada con Zacarías y dijo luego, en voz baja:

—Corren rumores de que Ibn Ammar ha perdido el favor del príncipe.

—Más que rumores —añadió Zacarías.

—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Yunus. Y dirigiéndose a Zacarías, añadió, preocupado—: ¿Así que lo que yo suponía era cierto?

—No me han echado a la calle —respondió Zacarías con una amarga sonrisa—. Pero me han sugerido que abandone mi puesto antes de que llegue una orden de arriba.

—¿Qué motivo alegan? —preguntó Yunus.

—Ninguno —dijo Zacarías—. Todo el mundo da por sentado que soy un hombre de Ibn Ammar, así que intentan deshacerse de mi. Toda la gente de Ibn Ammar está abandonando sus cargos.

—¿No hay esperanzas? —preguntó Yunus.

Ibn Eh se encogió de hombros. Callaron, turbados, y por un momento la enfermedad de Yunus pareció quedar olvidada ante las preocupaciones del día.

Fuera, el bebé seguía llorando, sin que su madre pudiera calmarlo.

—¿Se sabe cuál ha sido el motivo del cambio? —preguntó Yunus un rato después.

—Nada preciso, sólo rumores —dijo Ibn Eh—. Se dice que Ibn Ammar ha llegado a un acuerdo con el rey de León para ponerse bajo su protección.

—Pero eso es completamente absurdo —protestó Yunus.

—Es lo que se dice —ratificó Ibn Eh, encogiéndose de hombros—. Y es lo que la gente cree. Lo que creen los altos cargos, sobre todo.

—Fue un error que dirigiera él mismo esa campaña —dijo Yunus—. Fue un error desde el principio. Se equivocó al alejarse tanto. Se equivocó al dejar solo al príncipe durante tanto tiempo, en esta mala época.

—Circulan por ahí poemas sarcásticos sobre el príncipe —dijo Zacarías en voz baja.

—De eso hemos hablado hoy en casa del nasí —confirmó Ibn Eh—. Por lo visto, cierto poetilla caprichoso, un judío de Valencia, ha traído consigo unos cuantos versos burlones que, según dicen, han sido escritos por Ibn Ammar.

—Que Dios se apiade de él —dijo Yunus—. Es irónico que ya sólo sean malas lenguas y calumniadores quienes tienen la última palabra en la corte. Se avecinan malos tiempos para nosotros, creedme. El nasí también es considerado hombre de Ibn Ammar. —Volviéndose hacia Ibn Eh, añadió—: Y tú también, Etan.

—El nasí se mantiene a distancia desde hace mucho tiempo —dijo Ibn Eh con ligero sarcasmo—. Hoy se ha mostrado optimista en lo que respecta a su posición en la corte. Al parecer, el nuevo astrólogo no ha sido acogido tan bien. Y el príncipe se muestra más inseguro que nunca. Está convencido de que su capacidad no tardará en ser puesta en duda.

—Se lo debe todo a Ibn Ammar —dijo Yunus.

—Hoy ya no quiere ni recordarlo —respondió Ibn Eh.

—Es triste —dijo Yunus.

—Lo triste es que cierta gente se haya hecho de la noche a la mañana con la voz cantante —dijo Ibn Eh—. No sólo en la corte, sino también en el bazar. Y no estoy hablando de los ortodoxos fanáticos, que ya los conocemos. Hablo de los pequeños comerciantes y artesanos, que han empezado a mostrar un nauseabundo fervor religioso desde que los negocios no manchan tan bien. Hablan de defender la verdadera fe, y en realidad lo único que pretenden es acabar de raíz con la competencia. No tengo miedo de la gente que quizá podría criticarme por haber mantenido buenas relaciones con un hadjib caído en desgracia. A los que temo es a esos fanáticos que salen arrastrándose de sus agujeros para quemar primero libros, y después hombres.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Yunus.

Ibn Eh extendió los brazos.

—No temo por mi —dijo—. Pero he aconsejado a mis hijos que dejen la ciudad por un tiempo. No al menor. Un insignificante maestro no tiene nada que temer. Pero los dos mayores tendrán que pagar caro nuestras estrechas relaciones comerciales con Ibn Ammar. Será mejor que se pierdan de vista un tiempo. Supongo que irán a Córdoba o a Lucena, y seguirán dirigiendo el negocio desde allí, hasta que la situación se calme. —Hizo una pausa, y añadió, pensativo—: Si es que algún día se calma.

Yunus miró preocupado a Karima, luego a Zacarías.

—¿Y vosotros? —preguntó—. ¿Qué vais a hacer?

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