El puente de Alcántara (90 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

La repentina ola de calor mantendría a los pacientes alejados del consultorio. Yunus tenía por delante mucho tiempo para pensar.

Por la tarde envió a un muchacho al palacete de Ibn Ammar, a que preguntara cuándo regresaría el hadjib de cumplir sus obligaciones oficiales. Había decidido recurrir al hadjib en busca de ayuda. El hadjib tenía autoridad para trasladar al joven español a otra ciudad, y eso era precisamente lo que Yunus quería pedirle.

Desde que Ibn Ammar había regresado de Silves, Yunus poseía un documento de su puño y letra que ordenaba a todos los guardias y criados que lo dejaran entrar inmediatamente siempre que lo desease y sin preguntarle a qué venía. Yunus nunca había pensado usar esa llave mágica, pero ahora se encontraba en una situación muy apurada, en la que no se trataba de sí mismo sino de su hija, y que requería actuar con la máxima urgencia. No había tiempo para delicadezas.

El hadjib lo recibió muy entrada la noche. Se sentaron en un patio interior agradablemente fresco, protegido del viento y el polvo por un toldo. Detrás de una mampara, una muchacha cantaba acompañándose con un laúd, suave y discreta, y tan apartada de ellos que no podía seguir la conversación.

Yunus se esforzaba por dirigirse a Ibn Ammar con las fórmulas prescritas, pero el hadjib lo interrumpió en seguida.

—¡Olvida eso, Yunus ibn al–Awan! —dijo con una sonrisa abochornada—. Hubo un tiempo en que fui un hombre insignificante ante ti. Me da vergüenza que ahora quieras hacerme tan grande.

El hadjib escuchó con sincera atención las preocupaciones de Yunus. Luego dijo:

—No tengo ninguna experiencia como padre de una hija. Me temo que soy un mal consejero.

—Ya es demasiado tarde para consejos —respondió Yunus, afligido—. Ya he hecho mal todo lo que podía hacer mal. Ya sólo me queda la esperanza de que mi hija olvide a ese joven si deja de verlo. Quería preguntante si es posible que lo envíes un tiempo fuera de Sevilla. Es sólo una pregunta.

—¿Estás seguro de que ésa es la solución correcta? —preguntó Ibn Ammar.

—¿Conoces otra? —devolvió la pregunta Yunus, desesperanzado.

Ibn Ammar lo miró pensativo. Para él, era algo nuevo ver así de desorientado a aquel hombre cuya inteligencia tanto valoraba.

—Yo tengo en mucho a ese chico —dijo—. Incluso había pensado pedirle al conde de Guarda que lo eximiera de su servicio para que pudiera instalarse definitivamente en Sevilla. Podría hacerlo capitán. Podría darle una casa y trescientos dinares al año…, quizá más, si los vale, cosa que no dudo. —Vio los ojos de Yunus dirigidos hacia él con una minada de incomprensión y se apresuró a hacer aún más concesiones—: También podría darle un cargo en mi plana mayor. Ya sé que le falta la educación necesaria, no habla apenas una palabra de árabe, pero confío en que aprenderá rápidamente lo necesario. Tiene la mente clara, y es joven. Tú sabes que me siento tan obligado con él como contigo. Puedes confiar en que haré cuanto esté en mi mano para darle una posición adecuada.

Yunus levantó las manos en gesto de defensa.

—Pero no es eso lo que te pido —dijo, desconcertado.

—Sería una posibilidad —contestó Ibn Ammar.

—Esa posibilidad está fuera de discusión —dijo Yunus solemnemente.

¿Por qué? —preguntó Ibn Ammar—. ¿No has dicho que tu hija ama a ese joven? ¿Y acaso no la ama él también? A juzgar por lo que me han contado de él, no parece menos…

—Yo no he dicho que mi hija ame a ese chico —interrumpió Yunus con inesperada vehemencia.

Ibn Ammar gritó a la música que parara de tocar. Su voz sonó disgustada, como si de pronto el fondo musical le hubiera parecido inapropiado.

—¿Ya has hablado con tu hija sobre el chico? —preguntó.

Yunus negó con la cabeza.

—¿Por qué no?

—No me ha parecido correcto —respondió Yunus, agobiado.

—¿No está prometida a otro hombre, a ese joven médico? ¿No habías cerrado con él hace mucho un contrato de matrimonio?

Yunus volvió a negar con la cabeza, mirándose los pies en obstinado silencio. Se sentía tan ridículo como un estudiante que sólo da con las respuestas equivocadas.

—¿No estribará el problema en que el joven es cristiano? —preguntó Ibn Ammar con interesada paciencia.

Yunus lo miró aliviado, como si se sintiera contento de no haber tenido que plantear él mismo ese argumento.

Ibn Ammar le devolvió la mirada con una sonrisa incrédula.

—Jamás lo hubiera sospechado —dijo el hadjib—. No de tí.

—¿Por qué no? —preguntó Yunus con torpe seriedad.

Ibn Ammar lo examinó con ojos curiosos, como si de pronto hubiera descubierto un rasgo nuevo en su rostro.

—En tu casa recibes a cristianos, judíos y musulmanes. No haces ninguna distinción por cuestiones de religión. En Barbastro me dio la impresión de que te burlabas de los ortodoxos y dudabas de Dios. ¿Por qué de pronto esos principios?

—Dudo de Dios, pero sigo sus leyes —dijo Yunus sin dar un tono particular a sus palabras.

—¿Y vuestras leyes no conocen excepciones?

—Tan poco como las vuestras.

—Siempre hay una puerta de escape —dijo Ibn Ammar con una sonrisa triunfante.

—No para mi. No en este caso —respondió Yunus, inflexible.

Ibn Ammar comprendió que hablaba a una pared, pero no estaba dispuesto a darse por vencido.

—¿Y si los dos se amaran sinceramente? —preguntó, cargado de compasión.

Yunus negó con la cabeza.

—Se aman como se aman los jóvenes. Las llamas brotan rápidamente y luego vuelven a apagarse con igual prontitud.

—Los libros están repletos de historias así —respondió Ibn Ammar con una sonrisa. Y sin dar a Yunus tiempo de replicar, añadió—: ¿Qué hubieras hecho tú si de joven te hubieras enamorado de una cristiana? ¿O de una musulmana?

—Esa pregunta no viene al caso —respondió parcamente Yunus.

—¿Qué hubiera hecho tu padre?

—Hubiera hecho todo lo posible para evitar que su hijo diera un paso tan imprudente.

—¿Como intentas hacer tú en el caso de tu hija?

—Exacto.

Se quedaron un rato en silencio, sentados el uno frente al otro, Yunus en una postura de rígida dignidad, que parecía subrayar aún más la inflexibilidad de su punto de vista; Ibn Ammar desenvuelto y amable, casi dispuesto a abandonar la discusión.

—Yo realmente aprecio mucho a ese joven —dijo Ibn Ammar. Y con una ligera sonrisa que pedía perdón, añadió—: Confieso que al principio me agradó la idea de ver a ese chico unido a tu familia. A lo mejor él estaría dispuesto a convertirse a vuestra religión.

Yunus resopló por la nariz y cerró los ojos, como si la mera idea le causara un dolor físico. Quiso contestar algo, pero Ibn Ammar se le adelantó:

—Ya sé que una profesión de fe que puede recitarse en un instante o un poco de agua sobre la coronilla no os bastan —dijo sin querer burlarse—. Pero ¿estás realmente seguro de que vuestro Dios vería con malos ojos que un hombre de otra religión se casara con tu hija?

Yunus no dijo nada.

—¿Estás seguro de que no harás infeliz a tu hija? —continuó Ibn Ammar en voz baja. Ya había desistido de hacer cambiar de opinión a Yunus. Ahora sólo preguntaba por interés.

Yunus vaciló dos veces antes de responden, pero cuando lo hizo su voz sonó firme, y sus ojos se dirigieron a Ibn Ammar con serena seguridad.

—Podría seguir mis sentimientos, pero mis sentimientos pueden engañarme. Podría seguir lo que me dicta la razón, pero la razón puede equivocarse. ¿Quién soy yo? Así que sigo las leyes de mi pueblo. No son perfectas, pero centenares de generaciones las han mantenido, y los hombres más sabios las han pulido y limado. —Hizo una pausa, bajó la mirada y continuó, titubeando y en voz baja—: Es posible que a veces el amor sea más fuerte que la ley. Es posible. Pero si es así, hay que demostrarlo. Yo sólo desempeño mi papel. No tiene ninguna importancia lo que yo considere correcto o erróneo. Yo soy el padre. Yo no soy el que tiene que allanar el camino, sino el que debe observar la ley. Así que desempeño mi papel lo mejor que puedo y ruego a Dios que con ello no haga infeliz a mi hija.

Calló, y echó a Ibn Ammar una mirada preocupada que en poco se adecuaba a sus palabras. Parecía como si estuviera desempeñando contra su voluntad el papel del que hablaba.

—Te ayudaré en todo cuanto esté en mis manos —dijo Ibn Ammar con afecto. Luego se puso en pie y levantó la mirada hacia el toldo, que chasqueaba y crepitaba bajo las ráfagas de viento. Llevándose las manos a la espalda, se puso a andar lentamente de un lado a otro.

—Podría alejar al joven de Sevilla, como me proponías antes —dijo en tono pensativo—. Podría trasladarlo a él y a su gente a Córdoba. Pero creo que eso no ayudaría mucho. No; tiene que ocurrírsenos alguna otra cosa. Creo que puedo encontrar una solución mejor.

Se detuvo frente a Yunus.

—¿Qué aspecto tiene tu hija? —preguntó el hadjib.

Yunus lo miró sin comprender.

—¿Es alta? ¿De tu estatura?

Yunus asintió.

—¿Pelo negro? ¿Rizado?

Yunus volvió a asentir. Todavía no entendía adónde quería ir a parar Ibn Ammar.

—¿Cuántos años tiene?

—Quince —dijo Yunus con voz ronca.

—Quince —repitió Ibn Ammar—. Y obviamente es bella como una flor. —Meció la cabeza sonriendo—. Igual que en todas las historias hermosas. Siempre las mismas historias. ¿No es curioso cómo se repiten una y otra vez?

—¿Qué estás pensando? —preguntó Yunus, angustiado.

—Me ocuparé de que el joven olvide a tu hija —respondió Ibn Ammar—. No sé si tendré éxito, pero lo intentaré. Tú, por tu parte, intenta que tu hija olvide al muchacho.

Yunus quiso hacer una pregunta, pero no se atrevió.

Ibn Ammar le dirigió una mirada de compasión.

—Me temo que tu tarea será mucho más ardua que la mía —dijo en voz baja el hadjib.

42
SEVILLA

VIERNES 23 DE MAYO. 1071

20 DE SIWÁN, 4831 / 20 DE RADJAB, 463

A veces le parecía como si estuviera sumido en un sueño dentro de otro sueño. A veces estaba tan despierto que nada se le escapaba, ni el más fugitivo aroma ni un movimiento ni un sonido. A veces, cuando estaba tumbado sobre la espalda, todo su cuerpo era un sólo oído atento, y afuera el canto de los pájaros era tan fuerte como si cantaran dentro de su propia cabeza. A veces le parecía como si estuviera cayendo en un abismo sin fondo y sentía pánico, aunque al mismo tiempo se daba cuenta de que sólo estaba cayendo en su imaginación, y que le bastaba usar la razón para detener la caída. A veces se sentía tan ligero como una pluma al viento y se estiraba entre los cojines, agotado como un niño lo está de jugar, y se dejaba arrullar por tiernos laúdes, y sus pensamientos revoloteaban ante sus ojos como mariposas, flotando ligeros y ajenos a todo. A veces se desvanecían todos sus pensamientos, reventaban como irisadas pompas de jabón, con un delicado sonido, apenas perceptible, y entonces no quedaba nada, nada más que un vago recuerdo de algo dueño de una belleza irreal. ¿Era eso el paraíso? ¿No era todo lo que había vivido en esos últimos días tan irreal como un sueño del paraíso? ¿Seguía siendo él mismo? ¿Acaso todo lo que percibía no había cambiado extrañamente? ¿No eran las siluetas más perfiladas, los colores más vivos, los aromas incomparablemente más ricos que nunca antes? ¿No estaba cada sonido como reforzado por su propio eco?

A veces, cuando se separaban y él se volvía y cerraba los párpados, veía ante si a Karima, veía sus ojos serios e interrogantes dirigidos hacia él, y lo embargaba un sentimiento nostálgico que le oprimía la garganta, como un dolor taladrante o como el punzante recuerdo de un dolor que una vez se posara, insoportable, muy hondo dentro de él. A veces, cuando se abrazaban, creía tener entre sus brazos a Karima. ¿Era el dolor real? ¿No era también únicamente parte de un sueño, un penoso engendro de su fantasía, irreal como todo lo demás? A veces se sentía inclinado a aceptarlo todo sin hacer preguntas. Algo le había ocurrido. No era responsable, simplemente se dejaba llevar, estaba como en un borrachera, el pasado y el presente se confundían en su mente, le costaba mucho traer a la memoria el devenir de los acontecimientos, ya no sabía hasta qué punto podía confiar en sus recuerdos.

Cuando estaba acostado junto a ella, junto al cuerpo blanco de la muchacha estirada entre las almohadas de seda, relajada por el sueño, el rostro oculto en los brazos, el cabello brillante como vellón negro sobre sus hombros, cuando era consciente de su belleza y no quería creer en sus ojos, sólo tenía que alargar una mano para cerciorarse. Algo se estremecía bajo la piel de la muchacha cuando él la acariciaba con la punta de los dedos, y el fino vello se erizaba como si pasara entre ellos una corriente de aire. Él sintió cómo ella se movía bajo su mano antes de despertar. Vio cómo pestañeaban sus ojos. Estaba tan cerca, yacía tan cerca de él… Ella lo miró por encima del brazo, y él le devolvió la mirada, perplejo como un niño, como si aún no pudiera comprender que él la había despertado a la vida con el contacto de su mano. Y ella levantó la cabeza, se apartó los cabellos de la cara con el brazo, se estiró complacida bajo su mano y se acercó a él con un movimiento flexible, se arrimó a él, le susurró al oído palabras tiernas, que él no comprendió.

La muchacha se llamaba Nujum. En algún momento había dicho su nombre. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Se habían amado, luego él le había preguntado su nombre, y ella se lo había dicho.

Nujum. Él ya no sabía exactamente si significaba «estrella» o «estrellas», o si era el nombre de una estrella determinada. Ella se lo había explicado, pero él no lo había entendido bien. Al principio le había costado mucho entender lo que decía. La muchacha hablaba un español notablemente cortado, como él sólo había oído hablar una vez, en Córdoba, a uno de los jinetes de la tropa bereber. Ella venía de la misma región que el bereber, del otro lado del mar. El pueblo del que venía se encontraba a los pies de una cordillera de cumbres nevadas. Eso era lo único que recordaba la muchacha. La habían vendido a un comerciante cuando era aún muy pequeña. Ni siquiera recordaba a su madre, sólo esas cumbres cubiertas de nieve.

Entre tanto, él ya se había acostumbrado a su español cortado. Oía su voz muy cerca de su oreja. Ella lo llamaba por su nombre. Sonaba como si la lengua de la muchacha jugara con las letras para acostumbrarse al sonido de su nombre. No podía pronunciarlo correctamente; lo que decía sonaba como «Lubb» o algo así.

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