El puente de Alcántara (89 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Ibn Ammar dejó el al–Qasr poco después de la salida del sol. Se echó encima el manto de su mozo de cámara, cogió también el caballo de éste y se sujetó el tailasán de modo que le cubriera la nariz y la boca, dejando libres sólo los ojos.

Cuando llegó a casa, entró por la puerta trasera. Frente a la puerta principal empezaban a agolparse ya los solicitantes de cargos públicos, que como cada mañana esperaban a que el nuevo hadjib saliera rumbo a la sala de audiencias del al–Qasr.

41
SEVILLA

SABBAT 14 DE SIWAN, 4831

14 DE RADJAB, 463 / 17 DE MAYO, 1071

Cuando el cantor suplente se colocó tras el atril, el cuchicheo de la galería de mujeres subió tanto de volumen que el rabino dio una patada al suelo y pidió silencio con la voz temblorosa de irritación. Su arrebato sólo consiguió acallar a la mujeres unos instantes, y el murmullo no tardó en reiniciarse. Pero algo había en los rumores. Karima también lo había oído. Se había difundido por toda la comunidad como una fiebre contagiosa.

Por lo visto, el joven cantor, a quien Yunus tanto admiraba, el hazzán de hermosa voz gracias al cual la congregación palestina era envidiada por todos los demás judíos de Sevilla, al–Amalfii, el hombre de Amalfi, como era llamado por su ciudad natal, había sido visto en una posada de Taryana hacía una semana, la víspera del Shavuot; en una casa de citas regentada por una cristiana de más que dudosa reputación.

Lo había descubierto un venerable anciano, un miembro del Consejo de la comunidad. El anciano se había demorado en el camino de regreso de Huelva, y había llegado a la ciudad tan tarde que las puertas ya estaban cerradas, de modo que había tenido que pasar la noche en el suburbio. Allí, le había parecido escuchar la voz inconfundible y melodiosa del joven cantor, y había seguido la voz hasta encontrar finalmente al joven, en compañía poco recomendable, en esa posada cristiana de mala muerte.

Algunas mujeres de la galería pretendían saber que el cantor había caído en el vino hacía mucho tiempo, y que eso a menudo lo arrastraba a tabernas de dudosa reputación, aunque hasta entonces el asunto había podido mantenerse en secreto.

Karima vacilaba entre la compasión y el desprecio. Qué podía haber llevado al cantor a Taryana. Todo miembro respetable de la comunidad judía evitaba en lo posible aquel suburbio del otro lado del río. Tenía muy mala fama. Cuando una nube de olor pestilente volaba sobre Sevilla, procedía de Taryana. Cuando se producía algún robo o algún atraco, había sido la gente de Taryana. ¿A qué podía haber ido allí el hazzán? Era un miembro distinguido de la comunidad; tenía una mujer encantadora y tres hijos pequeños. ¿Qué lo había llevado a cantar por la noche en casas de putas?

El hombre ya había sido juzgado y condenado. Al principio sólo se había hablado de una taberna poco recomendable, pero ahora las mujeres ya hablaban de que sus compañeros de copas eran ladrones y prostitutas, y lo que más espantaba a las mujeres era que el hazzán tratara con cristianos. En Taryana, la mayor parte de la gente era cristiana. ¿Qué podía estar buscando allí que no pudiera encontrar en el recogimiento de la comunidad judía de Sevilla?

Karima no sabía mucho de Taryana. Sólo conocía la amplia avenida que iba del embarcadero de los transbordadores a la puerta exterior, por donde tenía que pasar con Yunus cada vez que iban a la nueva casa de campo. Tampoco conocía a ningún cristiano, a excepción de un pan de pacientes de su padre a las que había visto una o dos veces, y algunos buhoneros que llamaban regularmente a la puerta de casa: el comprador de bujías, que recogía cada mes los restos de sebo, y los limpiadores de letrinas, que vaciaban dos veces al año el silo de casa.

Y conocía a Lope.

Se estremeció cuando la imagen de éste le vino de pronto a la cabeza, y miró furtivamente a su alrededor, como si pudieran haberla descubierto. Oh, Dios todopoderoso, qué a menudo había intentado arrancarse el recuerdo del corazón; cuántas veces se había dicho que el mero hecho de pensar en él era ya de por si absurdo, sin esperanzas, contra toda razón. Todo había sido inútil. Todo en vano. Sus pensamientos encontraban una y otra vez un camino hacia él, incluso aquí, en el sinagoga, durante el servicio del sabbat.

Por un par de alusiones de su padre, Karima había sabido que Lope se había recuperado bien de su herida y había abandonado el hospital hacía algún tiempo. Pero no sabía nada más. Desconocía su paradero. ¿Estaría en Alcalá de Guadaira, donde se encontraba acantonado el ejército? ¿O en una de las residencias del príncipe, en las afueras de la ciudad? Ni siquiera sabía si seguía en Sevilla. No tenía nadie a quien preguntar, nadie a quien pedir consejo. Se sentía tan sola y desamparada como no se había sentido nunca. A veces su desesperación era tal que no se veía capaz de soportar aquello mucho más tiempo. En las últimas semanas había deseado con nostalgia una madre en quien confiar. ¿Por qué justamente ahora, y así, de repente? Desde que estaba en casa de Yunus jamás había echado en falta a una madre. Dada había sido su madre. Dada le había enseñado lo que una madre enseña a su hija. Yunus también había asumido una parte del papel de la madre. Mientras Dada se había mostrado severa, Yunus había sido indulgente y comprensivo. Karima siempre había podido contárselo todo, nunca había tenido secretos para él, y jamás le había faltado cariño y amor. Pero ahora, de pronto, todo había cambiado. No cabía esperar que Dada comprendiera los sentimientos que la acosaban y contra los cuales era incapaz de luchar. Tampoco podía acudir a Yunus. En su desesperación, había intentado confiarse a Ammi Hassán, pero éste se había tapado los oídos para no ser infiel a su señor. Karima había llegado a jugar con la idea de contárselo todo a Nabila, en la esperanza no confesada de que su hermana entraría en complicidad con su suegro, Ibn Eh, quien seguramente sabía dónde encontrar a Lope y, de alguna misteriosa manera, podría hacer un milagro que lo solucionara todo. A veces su fantasía volaba tan alto que perdía toda base en la tierra. Miró a Ibn Eh, abajo, sentado en la primera fila. Yunus ocupaba el asiento contiguo. El hakim no sospechaba siquiera el trance por el que estaba pasando su hija. Una vez le había dicho que la encontraba muy pálida, pero aquello sólo se había debido a que se preocupaba por su salud. No, no sospechaba nada. Pero pronto empezaría a hacer preguntas para las cuales ella no tenía respuestas. Tres filas más atrás que Yunus estaba sentado Zacarías. Pronto cumpliría veinticinco años, y toda la comunidad esperaba que se casara de una vez, no sólo debido a su profesión de médico, sino porque la gente poco a poco empezaba a preguntarse por qué aún no se había celebrado el matrimonio. A todo el mundo le parecía evidente que Zacarías tomaría por esposa a la hija de su mentor, y cada semana que pasaba le dirigían miradas más penosas. Sólo el gran prestigio del que gozaba Yunus impedía que las habladurías prosperaran. Pero Karima no podría seguir postergando mucho tiempo su decisión. Pronto, quizá ya la próxima semana, Yunus hablaría con ella. Si se negaba a casarse con Zacarías, le pediría una explicación. ¿Qué podía decirle? Aquello a lo que se aferraba, ¿no sería sólo un sueño disparatado? ¿Cómo podía estar segura de que Lope no la había olvidado?

Estaba tan absorta en sus desconsolados pensamientos que no se había dado cuenta de que ya había terminado el servicio. Sólo cuando la vieja Dada la cogió del brazo y tiró de ella, volvió a la realidad.

Como de costumbre, los miembros de la comunidad se quedaron un rato en el antepatio de la sinagoga. Los jóvenes, curioseando entre la gente; los mayores, discutiendo en grupos más o menos grandes; los niños, intentando escapar de sus madres para buscar nuevos compañeros de juego. Yunus se había quedado a la puerta de la sinagoga, con el rabino y la mayor parte de los miembros influyentes de la congregación. Sin duda estaban hablando sobre el hazzán. El joven cantor también era el único tema de conversación entre las mujeres.

Karima se quedó con Dada a la sombra del muro que separaba el antepatio de la calle. Saludó a las mujeres que conocía, pero siempre manteniéndose apartada. No estaba de humor para el cotorreo habitual. Hacía como si tuviera prisa en volver a casa y esperase a su padre. Cuando vio a Lope se sobresaltó hasta tal punto que casi gritó.

Estaba cerca de la puerta que daba a la calle. Llevaba una faja blanca alrededor de la cabeza y una túnica clara. Vestía de un modo tan andaluz que cualquiera lo habría tomado por un invitado de alguna otra comunidad. Debido a su juventud, no se notaba que tenía la barbilla afeitada. Karima a punto había estado de no advertir su presencia, y tampoco parecía haber llamado la atención de los demás.

Miraba fijamente a Karima, y ella no podía apartar la mirada. Le flaqueaban las rodillas, estaba petrificada, temblorosa y sin aliento, como un pajarillo al borde del nido, a punto de emprender su primer vuelo. No veía nada más que a Lope, y no oía nada más que los latidos de su corazón, y por unos instantes de despreocupada felicidad todo fue tan fácil… Él estaba ahí, estaba frente a ella, a unos pocos pasos de distancia, y ella sólo necesitaba acercársele para preguntarle: ¿Cómo estás? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí? Sólo necesitaba dar un par de pasos. Pero un instante después recordó que Dada estaba a su lado y, de repente, vio que el viejo Jafet, el criado de la sinagoga, se dirigía a Lope y le pedía con un claro ademán que saliera del antepatio. Vio que el anciano lo empujaba hacia la salida y recibió una última minada impotente e interrogante del español. Luego ya lo habían echado a la calle y cerrado la puerta a su espalda, y el viejo Jafet se había plantado ante la entrada como un ángel vigilante.

Karima se estremeció. De pronto se dio cuenta de que todos cuantos se encontraban en el antepatio debían de haber estado mirándola. Se sentía como en aquel sueño en el que uno se encuentra desnudo en plena calle, expuesto a las miradas de personas extrañas. Se sintió empequeñecer, deseó hacerse invisible. Pero luego algo dentro de ella la hizo erguirse, colmándola de un consolador orgullo que la predispuso a afrontarlo todo. ¿Por qué no podían verlo? ¿Por qué no podían saberlo todo? Las cosas eran como eran. Ella amaba a ese extranjero. No podía evitarlo.

Levantó la cabeza para mirar a todos a los ojos, y se quedó desconcertada. Nadie la estaba mirando, nadie le dedicaba ni la menor atención. Las mujeres seguían cotorreando, los niños seguían corriendo de un lado a otro, y Yunus seguía conversando con el rabino.

Vio por el rabillo del ojo que Zacarías se estaba acercando. Los sabbat Zacarías nunca desaprovechaba la oportunidad de saludarla en el antepatio de la sinagoga y de intercambiar unas palabras con ella. Antes de que sus miradas se cruzaran, Karima se volvió hacia Dada, como si acabara de ocurrírsele algo que tenía que decirle en ese mismo instante. Y entonces vio el rostro de Dada, vio sus ojos y vio en ellos el reproche y la pregunta, y supo que Dada se había dado cuenta de todo.

Dada era la única que se había dado cuenta de todo.

Muy entrada la noche, ese mismo sabbat, cuando Karima por fin apagó la luz de su habitación, Yunus se sentó al escritorio de la biblioteca y se confió a su diario. Dio una y otra vuelta a cada frase antes de escribirla. Era una noche calurosa, y tenía la frente empapada de sudor. Necesitó horas para terminar las pocas frases en las que plasmó su preocupación.

Vaya día. El día en que el sol está perpendicular sobre la Meca y el disco solar se refleja a mediodía en el pozo Zem–Zem, como dicen los musulmanes. También para nosotros ha empezado la época de calor… Que Dios me ayude, escribo sobre cosas secundarias porque no tengo el valor de escribir sobre lo que me oprime.

A mediodía, cuando he vuelto de la recepción del nasí, Dada me estaba esperando en el vestíbulo. Afirma haber visto en el antepatio de la sinagoga a Lope, el joven de Guarda. Afirma que Karima, que Dios la proteja, siente por ese joven más… Piensa que ambos ya se han encontrado varias veces, dentro de lo posible, y que lo de Karima es peor de lo que yo puedo imaginar. No he querido creerlo. Claro que no le he creído, he sido ciego, sordo, ignorante, no tenía ni la menor sospecha, como de costumbre. Aún no he hablado con Karima. La he estado observando en secreto. He estado pensando en ella, Y mientras más pienso en ciertos detalles de su comportamiento de las últimas semanas, más concluyentes me parecen las suposiciones de Dada. (¡Siempre ha tenido mucho mejor ojo que yo para ese tipo de cosas!) En cualquier caso, yo también había notado la palidez de Karima, su falta de apetito y su reserva. Ha perdido mucho peso, como he podido comprobar hoy. Oh, Dios mío, desde el principio tuve un mal presentimiento cuando trajeron al joven con esa herida a nuestra munya. Pero qué podía hacer. En ese estado era imposible llevarlo a otro lugar. Desde luego, tendría que haber enviado inmediatamente a Karima a Sevilla, con Ammi Hassán. Tendría que haberlo intuido. Un hombre joven en la misma casa, y además gravemente herido. Dios sabe que es inevitable. Docenas de gorriones revolotean alrededor y uno ni los ve, pero si uno tiene un ala rota nos llega al corazón.

Ahora estoy convencido de que Dada tiene razón. Pero ¿qué debo hacer? Llevo horas pensando en lo mismo, y no doy con una respuesta. ¿Un sermón? ¿Una orden tajante de padre? No creo que sirva de nada. No con Karima. Sólo serviría para que se obstine aún más y se obsesione con esta historia. (Por suerte, los recuerdos de mi propia juventud aún no se han desvanecido por completo.) ¿Tendría que enviarla un tiempo a otra ciudad? ¿A Córdoba, a casa de Masliah ibn Elha? ¿O a Lucena, a casa de Abú Zikri? Dada defiende esta salida. Pero Karima me preguntaría el motivo del viaje. ¿Qué explicación podría darle? ¿Y qué le digo a Zacarías? No; tengo que encontrar otra solución.

Por la mañana se posó sobre el sol un turbio velo que venía del sur y que se hizo cada vez más denso, hasta cubrir todo el cielo con un amarillo opaco y ponzoñoso. Yunus estaba solo en el consultorio, y se apresuró a cerrar los postigos de las ventanas, estopar la puerta y tapar el tiro de la chimenea. Aún no había terminado cuando las primeras ráfagas de viento empezaron a barrer las callejuelas. El bawarih, el viento del desierto. Este año se había retrasado unos cuantos días, pero ahora azotaba la ciudad con redoblada furia. El viento era tan caliente y seco, y soplaba con tal fuerza, que arrebataba a Yunus el aire de la boca.

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