El que habla con los muertos (4 page)

El hombre desnudo apartó las manos del cadáver, arrojó un gas maloliente con un ffff, y se echó hacia atrás haciendo descansar todo el peso sobre los talones. Por un instante dio la impresión de que iba a caerse de espaldas, pero luego se echó de nuevo hacia adelante. Y una vez más puso sus manos con mucho cuidado sobre el cadáver. Demacrado y pálido como una sábana, acarició la carne del cadáver. Sus dedos temblaban mientras iban, leves como mariposas, de la cabeza a los pies y de vuelta a la cabeza. Tampoco ahora había en el gesto ningún erotismo, pero el hombre de la izquierda del trío de espectadores murmuró:

—¿Es un necrófílo? ¿Qué es esto, camarada general?

—Cállese y aprenda —gruñó el hombre del medio—. Sabe dónde se encuentra, ¿no es verdad? Nada de lo que suceda en este lugar debería sorprenderle. Y en cuanto a esto…, a lo que ese hombre es…, dentro de muy poco tiempo lo sabrá. Pero le diré algo: que yo sepa, en toda la URSS sólo hay tres hombres como él. Uno es un mongol de la zona de Altai, el brujo de una tribu, gravemente enfermo de sífilis, por lo que no nos sirve de nada. El otro está loco y muy pronto se le practicará una lobotomía, después de la cual él también estará fuera de nuestro alcance. Sólo queda este hombre, entonces, y su habilidad es instintiva, difícil de enseñar. Lo que hace de él alguien
sui generis
. Ésta es una expresión en latín, una lengua muerta. Muy apropiada. ¡Y ahora, cállese! ¡Están contemplando un talento único!

Entre tanto, el «talento único», detrás del cristal que permitía a los observadores ver sin ser vistos, parecía galvanizado. Sus movimientos, bruscos e inesperados, eran tan irregulares que parecía espástico, como si colgara de los hilos de un titiritero loco. El brazo y la mano derechos fueron hacia el maletín, y estuvieron a punto de hacerlo caer de la mesa. La mano, contraída por un espasmo hasta parecer una garra gris, describió un amplio movimiento, como si estuviera dirigiendo un esotérico concierto, pero no sostenía una batuta sino un brillante escalpelo en forma de media luna.

Los tres observadores estiraban ahora el cuello para mirar con los ojos como platos y boquiabiertos. Los rostros de los dos de los costados estaban contraídos en una especie de rictus de denegación —preparados para retroceder, e incluso lanzar una exclamación ante lo que sospechaban iba a suceder—, en tanto que la expresión de su superior no trasuntaba más que conocimiento y una malsana expectación.

Con una precisión que desmentía la rareza —o por lo menos la incertidumbre— de los movimientos de sus otras extremidades, que se retorcían como las patas de una rana muerta, en las que se hubiera provocado una ficción de vida mediante una corriente eléctrica, el brazo y la mano del hombre desnudo abrieron en canal el cadáver desde abajo de la caja torácica hasta la masa de gris vello púbico. Otros dos cortes, al parecer hechos al azar pero absolutamente precisos, siguieron al primer movimiento, y el vientre del cadáver quedó marcado con una gran «I» de largas barras horizontales.

El autómata que realizaba esta horrible cirugía arrojó enseguida el escalpelo al otro lado de la habitación, hundió sus
manos
hasta las muñecas en la incisión central y abrió los pliegues del vientre del muerto como si fueran las puertas de un armario. Las entrañas así expuestas, frías, no humearon. No corrió sangre, pero cuando el hombre desnudo retiró las manos, éstas brillaban con un opaco color rojo, como recién pintadas.

Para realizar esta abertura en el cadáver había sido necesario un esfuerzo casi hercúleo —visible en el repentino abultamiento de los músculos de los brazos, los hombros y los flancos del hombre desnudo—, pues todos los tejidos exteriores del estómago debían ser cortados de una sola vez. La operación había sido realizada, además, con un gruñido claramente audible en la otra habitación, y una fiera mueca que había contraído los labios sobre los apretados dientes, y había puesto en relieve los rígidos tendones del cuello.

Pero ahora, con las vísceras del cadáver enteramente expuestas, una extraña calma descendió sobre el hombre desnudo. Más pálido que antes, si eso era posible, se irguió una vez más y se balanceó hacia atrás apoyado sobre los talones, dejando que las manos teñidas de rojo colgaran a sus costados. Luego se balanceó hacia adelante, bajó los ojos azules de mirada neutra y comenzó un lento y minucioso examen de las entrañas del cadáver.

En la otra habitación el hombre de la izquierda estaba sentado y tragaba saliva sin parar, las manos aferradas a los brazos del sillón y el rostro brillante con una fina capa de sudor. El de la derecha se había puesto lívido y temblaba de la cabeza a los pies, aspirando rápidas bocanadas de aire en un intento de controlar los latidos agitados de su corazón. Pero sentado entre ellos, el ex general del ejército, Gregor Borowitz, ahora director de la muy secreta Sección para el Desarrollo del Espionaje Paranormal, estaba absorto por completo, con su leonina cabeza echada hacia adelante y una expresión de asombro y admiración en su rostro de mandíbula cuadrada, mientras absorbía todos y cada uno de los detalles y matices de la actuación. Borowitz ignoraba lo mejor que podía la incomodidad de sus delfines, pero en el borde mismo de su conciencia se formó un pensamiento: se preguntaba si los otros se enfermarían, y quién sería el primero en vomitar. Y
dónde
vomitaría.

En el suelo, debajo de la mesa, había una papelera de metal que contenía unos pocos papeles arrugados y colillas de cigarrillos. Borowitz, sin quitar los ojos de la pantalla, tendió la mano, levantó la papelera pasándola por entre sus rodillas y la puso en la mesa, delante de él. «Que se la disputen», pensó. En todo caso, cualquiera que fuese el que cediera primero al impulso de vomitar, su acción sin duda provocaría una respuesta en el otro.

El hombre de la derecha, como si leyera sus pensamientos, dijo con voz entrecortada:

—Camarada general, no creo que yo…

—¡Callado! —exclamó Borowitz, y dio un puntapié que alcanzó al otro en el tobillo—. Si puede, mire. Y si no puede, cállese y deje que lo haga yo.

La espalda del hombre desnudo estaba arqueada ahora, y su rostro a pocos centímetros de las vísceras del cadáver. Los ojos, rápidos como flechas, se movían de izquierda a derecha y de abajo arriba como si buscaran algo que estuviera escondido allí. Sus fosas nasales estaban abiertas, y olfateaba con desconfianza. Su frente lisa estaba ahora extremadamente fruncida. Su actitud hacía pensar más que nada en un enorme sabueso desnudo concentrado en seguir el rastro de una presa.

De pronto una sonrisa astuta curvó sus labios pálidos, el destello de una revelación —de un secreto descubierto, o a punto de serlo— brilló en sus ojos. Fue como si hubiera dicho:

—¡Sí, aquí hay algo! ¡Algo que intenta ocultarse!

Y luego echó hacia atrás la cabeza y rió —una carcajada sonora, aunque breve— antes de volver a un frenético escrutinio. Pero no, no era suficiente, lo que estaba escondido no aparecía, se encogía hasta desaparecer de la vista. La alegría del descubrimiento se convirtió pronto en ira.

Jadeando furioso, con el rostro lívido estremecido por emociones inimaginables, el hombre desnudo cogió un fino instrumento cuyo aguzado filo brillaba como un espejo. Al principio empezó a cortar los diversos órganos, tubos y vesículas de manera más o menos metódica, pero a medida que su trabajo progresaba se volvió más violento e indiscriminado, hasta que las entrañas, parcial o totalmente separadas del resto del cuerpo, colgaron del borde de la mesa de metal acanalado en grotescos fragmentos. Pero aún no era suficiente; la cosa que perseguía todavía lo eludía.

El hombre desnudo lanzó un chillido que se oyó por el altavoz en la otra habitación como el ruido de una tiza en la pizarra, como una pala que remueve cenizas, y con una horrible mueca empezó a arrancar trozos de víscera y a arrojarlos a su alrededor, Se frotó con ellos el cuerpo, los acercó a su oído y «escuchó». Los desparramó por la estancia, los arrojó por encima del hombro, los tiró a la bañera, al lavabo. Había sangre en todas partes, y el grito de frustración, de extraña angustia desgarró el aire a través del altavoz.

—¡Aquí no! ¡Aquí no!

En el cuarto contiguo los jadeos del hombre de la derecha se habían transformado en espasmos convulsivos. De repente cogió la papelera de arriba de la mesa, se puso en pie con torpeza y caminó tambaleándose hacia un rincón de la habitación. Borowitz, aunque de mala gana, tuvo que reconocer que había hecho muy poco ruido.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —había comenzado a exclamar el hombre de la izquierda, y en cada repetición alzaba un poco más el tono de voz. Y también—: ¡Horrible! ¡Horrible! ¡Es un depravado, un demente, un desalmado!

—¡Es brillante! —gruñó Borowitz—. ¿Lo ve? ¡Ahora va derecho al quid del asunto!

Detrás de la pantalla el hombre desnudo había cogido un bisturí de borde dentado. Su brazo, su mano y el instrumento mismo parecían una mancha borrosa roja, gris y plateada mientras serraba de abajo arriba en el centro del esternón. El sudor surcaba su piel salpicada de sangre y caía de su cuerpo como una lluvia caliente mientras forcejeaba con el pecho del cadáver. No cedía; la hoja de la sierra se quebró y el hombre desnudo la arrojó al suelo, Gimiendo como un animal, con movimientos frenéticos, alzó la cabeza y miró a su alrededor, buscando algo. Sus ojos se posaron un instante en una silla de metal, y se abrieron, como si algo lo hubiera inspirado. Cogió enseguida la silla y utilizó dos de sus patas como palancas en el recién abierto canal.

El lado izquierdo del pecho del cadáver se alzó con un crujido de huesos y de carne desgarrada, lo empujó hacia abajo, una escotilla en el tórax. Las manos del hombre desnudo penetraron por la abertura… un terrible desgarrón… y salieron. Sostenían en alto el trofeo…, pero sólo un momento. Luego… con los brazos extendidos hacia adelante y el corazón que acababa de extraer en las manos, bailó por la habitación, dando vueltas como en un vals. Después lo abrazó, lo acercó a sus ojos y a sus oídos. Lo apretó contra el pecho, lo acarició, mientras gemía como un niño de pecho. Lloraba de alivio; por sus lívidas mejillas caían lágrimas ardientes. Y un momento después pareció como si las fuerzas lo hubieran abandonado por completo.

Sus piernas temblorosas se volvieron blandas como la jalea. Todavía abrazado al corazón cayó al suelo, acurrucado en una posición casi fetal con el corazón abrigado en la curva de sus brazos, y se quedó allí acostado, inmóvil.

—¡Ya está todo hecho! —dijo Borowitz—. Creo…

Se puso de pie, fue hasta el altavoz y apretó el segundo botón, marcado con la palabra «Interfono». Pero antes de hablar miró con los ojos entrecerrados a sus subordinados. Uno de ellos no se había movido del rincón, donde estaba sentado con la cabeza gacha y la papelera entre las piernas. En otro ángulo de la habitación el otro hombre, con las manos en las caderas, hacía flexiones de cintura, arriba abajo, arriba abajo, e inhalaba cuando se erguía y exhalaba el aire cuando se agachaba. Los rostros de los dos hombres brillaban a causa del sudor.

—¡Ja! —gruñó Borowitz, y luego habló en dirección al altavoz—: ¿Boris? ¿Boris Dragosani? ¿Me oye? ¿Todo está bien?

En el otro cuarto el hombre acostado en el suelo se sacudió, se estiró, levantó la cabeza y miró a su alrededor. Luego, tras un estremecimiento, se puso rápidamente en pie. Ahora parecía mucho más humano, y no el autómata desquiciado de hacía unos momentos, aunque aún estaba lívido. Sus pies desnudos resbalaban en el suelo viscoso y se tambaleó un poco, pero de inmediato recuperó el equilibrio. Entonces vio el corazón que aún sostenía en las manos, se estremeció una vez más y lo arrojó lejos de sí y se frotó las manos contra los muslos para limpiarlas.

Borowitz pensó que parecía alguien que acabara de despertarse de una pesadilla… pero no había que dejar que despertara demasiado rápido. Había algo que Borowitz debía saber. Y debía enterarse ahora, que aún estaba fresco en la mente del otro.

—Dragosani —dijo de nuevo, con el tono de voz más suave que pudo—. ¿Me oye?

Los compañeros de Borowitz consiguieron por fin dominarse y se reunieron con él junto a la gran pantalla. El hombre desnudo miró hacia ellos. Boris Dragosani dio por primera vez señales de conocer la existencia de la pantalla, que de su lado no era más que una ventana compuesta por muchos y pequeños cristales emplomados. Los miró fijamente, casi como si de verdad los viese, de la manera que miran a veces los ciegos, y respondió:

—Sí, lo oigo, camarada general. Usted tenía razón: él había planeado asesinarlo.

—¡Ah! ¡Bien! —Borowitz se golpeó con el puño la palma de la mano izquierda—. ¿Y cuántos participaban en el complot?

Dragosani parecía agotado. El color volvía a su tez, y las manos, las piernas y la parte inferior del cuerpo ya tenían un matiz más parecido al habitual en la carne humana. Después de todo, no era más que un hombre, y ahora parecía a punto de desplomarse. Poner derecha la silla de metal que había tirado y sentarse no requería más que un pequeño esfuerzo, pero al parecer esto consumió el último resto de energía que le quedaba. Se sentó con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, mirando al suelo.

—¿Bien? —dijo Borowitz en dirección al altavoz.

—Sólo había otro más —respondió por fin Dragosani sin alzar los ojos—. Alguien muy cercano a usted. No pude leer su nombre.

Borowitz estaba decepcionado.

—¿Eso es todo?

—Sí, camarada general. —Dragosani alzó los ojos, miró hacia la pantalla, y en sus ojos de un pálido azul había algo parecido a un ruego. Se dirigió luego a Borowitz con una familiaridad que resultaba sorprendente para los subordinados del general—: Gregor, por favor, no me lo pida.

Borowitz permaneció en silencio.

—Gregor —dijo otra vez Dragosani—, me prometió que…

—Le prometí muchas cosas —lo interrumpió de inmediato Borowitz—. Sí, y las tendrá.
¡Muchas
cosas! Le pagaremos con creces. La URSS reconocerá con abrumadora gratitud los más pequeños servicios que usted le preste… aunque el reconocimiento se demore. Boris Dragosani, usted ha llegado a profundidades equivalentes a nuestra conquista del espacio, y yo sé que su valor es mayor al de cualquier cosmonauta. A pesar de las novelas de ciencia ficción, donde ellos van no hay monstruos. Pero las fronteras que usted cruza son verdaderas guaridas del terror. Yo
conozco
esas cosas…

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