El que habla con los muertos (5 page)

El hombre desnudo se irguió en la silla. Un insistente estremecimiento recorrió su cuerpo, y la lividez invadió de nuevo sus miembros, toda su figura.

—Sí, Gregor —dijo.

A pesar de que Dragosani no podía verlo, Borowitz hizo un gesto de asentimiento, antes de decir:

—¿Entonces me comprende?

El hombre desnudo suspiró, dejó caer otra vez la cabeza y preguntó:

—¿Qué quiere saber?

Borowitz se pasó la lengua por los labios, se inclinó hasta quedar más cerca de la pantalla y dijo:

—Dos cosas: el nombre del hombre que conspiraba con el cerdo que está destripado, y alguna prueba que pueda presentar ante el Presidium. Si no averiguo esto, no sólo yo estoy en peligro: también lo está usted. Sí, y toda la organización. Boris Dragosani, recuerde que en la KGB hay gente que nos destriparía… si le diéramos ocasión de hacerlo.

El otro no dijo nada pero regresó junto a la mesa de ruedas donde estaban los trozos del cadáver. Se quedó de pie junto a los restos ultrajados, y en su rostro llevaba escrito su propósito: el ultraje definitivo. Respiró hondo, dilatando sus pulmones y luego dejó salir poco a poco el aire. Repitió luego el procedimiento varias veces, y con cada repetición su pecho parecía hacerse un poco más grande mientras su tez volvía rápida y visiblemente a su profunda palidez de antes. Después de varios minutos así, Dragosani dirigió por fin la mirada hacia la bandeja de instrumentos quirúrgicos.

Borowitz estaba ahora agitado, perturbado, tenso. Se sentó en medio de sus hombres, y pareció encogerse dentro de sí mismo.

—Eh, ustedes dos —gruñó a sus subordinados—. ¿Se encuentran bien? ¿Le queda algo por vomitar, Mikhail? Si es así, manténgase lejos. —Esto lo dijo para el hombre a su izquierda, en cuya cara blanca como la tiza destacaban como fosas negras los orificios de la nariz—. Y usted, Andrei, ¿ha terminado con sus flexiones y sus ejercicios respiratorios?

El hombre de la derecha abrió la boca pero no dijo nada; no apartó los ojos de la pantalla mientras su nuez de Adán subía y bajaba. El otro dijo:

—Déjeme ver al menos el comienzo. Pero preferiría no vomitar. Además, cuando todo haya terminado, le agradeceré que me dé una explicación. Por muy bien que usted hable de ese hombre, camarada general, yo creo que deberían acabar con él.

Borowitz asintió.

—Cuando llegue el momento recibirá una explicación. Mientras tanto, estoy de acuerdo con usted. ¡Yo también preferiría no vomitar!

Dragosani había cogido en una mano algo que parecía un escoplo de metal hueco, y en la otra un pequeño mazo de cobre. Apoyó el escoplo en el centro de la frente del cadáver y lo hundió con un solo golpe de mazo. Tras el golpe el mazo rebotó, y por el tubo hueco del escoplo salió un poco de líquido del cerebro. Para Mikhail esto fue suficiente; tragó saliva una vez más y regresó a su rincón con el rostro vuelto hacia el otro lado, y allí se quedó temblando. El hombre llamado Andrei permaneció en su lugar, paralizado; pero Borowitz advirtió que abría y cerraba los puños que colgaban a los lados de su cuerpo.

Dragosani se apartó un poco del cadáver, se agachó y miró fijamente el escoplo que emergía del cráneo perforado. Hizo un lento gesto de asentimiento, y después se levantó y fue hacia la mesa donde estaban los instrumentos. Tiró el mazo al suelo embaldosado, cogió un delgado tubo de acero y, casi sin mirar, lo dejó caer con gran precisión en el hueco del escoplo. El delgado tubo se hundió lentamente hasta atravesar toda la extensión del escoplo, entonces sólo sobresalió su boquilla.

—¡Boquilla! —graznó de repente Andrei, y se levantó y caminó tambaleándose por la habitación—. ¡Dios mío, Dios mío, la
boquilla!

Borowitz cerró los ojos. Aunque él era un hombre duro, no podía mirar aquello. Ya lo había visto antes, y lo recordaba demasiado bien.

Pasaron unos instantes: Mikhail en su rincón, temblando; Andrei al otro lado del cuarto, de espaldas a la pantalla, y su superior con los ojos fuertemente cerrados, acurrucado en su asiento. Y entonces…

El grito que llegó por el altavoz era de los que destrozan los nervios más resistentes; de los que, a no dudarlo, pueden levantar a los muertos. Estaba lleno de horror, de una monstruosa sabiduría, lleno de… indignación. Sí, indignación…, el grito de una fiera herida que clamaba venganza. Y enseguida, el caos.

Borowitz abrió los ojos cuando el grito se hizo menos violento, y sus espesas cejas parecían formar una tienda de campaña sobre ellos. Durante un instante se quedó sentado, como un búho sorprendido, tenso, con los dedos como garfios sobre los brazos del sillón. Después lanzó un gemido ronco, se cubrió la cara con el brazo y echó su pesado cuerpo hacia atrás. El sillón se tumbó y esto le permitió rodar y ponerse a cubierto tras la silla de la izquierda cuando la pantalla estalló en una lluvia de cristales y pequeñas tiras de plomo retorcido, y apareció en ella un gran agujero por el que sobresalían las patas de la silla metálica que había estado en la otra habitación. Luego retiraron la silla y volvieron a lanzarla, destrozando los paneles de cristal que quedaban sanos y regándolo todo con trozos de cristal.

—¡Cerdo! —El grito de Dragosani se oyó a través del altavoz y de la pantalla rota—. ¡Usted es un cerdo, Gregor Borowitz! ¡Usted lo envenenó, le dio algo que pudrió su cerebro y ahora
yo he probado ese veneno!

Y tras la voz indignada y llena de odio vino Dragosani mismo, que permaneció un instante enmarcado en los rotos cristales de la pantalla antes de lanzarse por entre la mesa y las sillas tumbadas al lugar donde se acurrucaba Borowitz. Algo brillaba en su mano, plata contra el color grisáceo de su piel.

—¡No! —aulló Borowitz, y su voz de rana gigantesca retumbó llena de terror en la pequeña habitación—. No, Boris, se equivoca. ¡Usted no está envenenado, hombre!

—¡Mentiroso! ¡Lo leí en su cerebro muerto! Sentí el dolor de su muerte. Y ahora la sustancia que lo mató está en mí.

Se lanzó entonces sobre Borowitz, que luchaba por ponerse en pie, y lo arrojó de nuevo al suelo. El hombre desnudo alzó el instrumento plateado en forma de guadaña que sostenía en la mano.

El hombre llamado Mikhail, que hasta ese instante se había agitado detrás como un espantapájaros movido por el viento, fue hacia los contendientes con la mano en el interior de la chaqueta. Cogió la mano de Dragosani justo cuando comenzaba a bajar. Experto en el uso de la cachiporra, Mikhail lo golpeó en el punto preciso, justo como para aturdirlo. La brillante hoja de acero cayó de los insensibles dedos de Dragosani, y el hombre se desplomó boca abajo sobre Borowitz, que consiguió rodar y librarse del otro. Luego Mikhail lo ayudó a incorporarse, mientras Borowitz maldecía furioso, y daba uno o dos puntapiés al hombre desnudo, que yacía gimiente. Una vez en pie, el general hizo a un lado a su subordinado y comenzó a quitarse el polvo de la ropa. Pero un segundo después vio la cachiporra en la mano de Mikhail y comprendió lo que había pasado. Abrió muy grandes los ojos, repentinamente ansioso y conmovido.

—¿Qué? —dijo, y abrió la boca en un gesto de incredulidad—. ¿Lo ha golpeado? ¿Utilizó esa cachiporra con él? ¡Idiota!

—Pero camarada Borowitz, mi general, él…

Borowitz lo interrumpió con un gruñido, puso sus manos sobre el pecho de Mikhail y le dio un empujón que lo hizo tambalear.

—¡Imbécil! ¡Estúpido! Ruegue que no le haya sucedido nada. Si cree en algún dios, niéguele que este hombre no haya sufrido ningún daño permanente. ¿No le dije que es único?

Se agachó y, apoyado sobre una rodilla, le dio la vuelta al hombre que estaba en el suelo hasta dejarlo de espaldas. Los colores volvían poco a poco al rostro de Dragosani, los colores de un hombre normal, pero en el lugar donde su cráneo se unía al cuello crecía un abultado chichón. Mientras Borowitz lo miraba con ansiedad a la cara, los párpados de Dragosani se movieron ligeramente.

—¡Luz! —pidió con brusquedad el anciano general—. Enciendan todas las luces. Andrei, no se quede allí como un… —Borowitz se interrumpió y miró a su alrededor cuando Mikhail encendió las luces. No se veía a Andrei por ningún lado, y la puerta de la habitación estaba entreabierta—. ¡Perro cobarde! —gruñó.

—Puede que haya ido a pedir ayuda —tartamudeó Mikhail. Y continuó—: Camarada general, si yo no hubiera golpeado a Dragosani, él habría…

—Lo sé, lo sé —protestó impaciente Borowitz—. Eso ahora no tiene importancia. Ayúdeme a sentarlo en un sillón.

Cuando lo levantaron y lo sentaron, Dragosani sacudió la cabeza, gimió ruidosamente y abrió los ojos. Su mirada se fijó en la cara de Borowitz con expresión acusadora.

—¡Usted! —dijo entre dientes y trató de incorporarse, pero no lo consiguió.

—Cálmese —dijo Borowitz—. Y no sea tonto. Usted no está envenenado. Hombre, ¿cree que me desprendería con tanta facilidad de la persona más valiosa de que dispongo?

—¡Pero a él lo envenenaron! —jadeó Dragosani—. Hace sólo cuatro días. El veneno le quemó el cerebro y murió entre terribles dolores, con la sensación de que se le derretía la cabeza. ¡Y ahora la misma sustancia está en mi interior! ¡Tengo que vomitar enseguida! ¡Tengo que vomitar! —dijo, y luchó frenéticamente para ponerse en pie.

Borowitz asintió, lo retuvo con fuerza en su lugar y se sonrió como un lobo siberiano. Se alisó la franja de pelo de la parte superior de la cabeza, donde su negra cabellera no tenía una sola cana, y le respondió:

—Sí, así murió él, pero a usted no le sucederá lo mismo, Boris. Usted no morirá. El veneno era muy especial, una variedad búlgara. Actúa muy deprisa y se dispersa con la misma rapidez. En unas pocas horas se desvanece, no deja rastros, se vuelve imposible de detectar. Es como un puñal de hielo: hiere y luego se derrite.

Mikhail lo contemplaba con los ojos muy abiertos, como quien oye algo increíble.

—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Cómo puede saber él que envenenamos al segundo de a bordo de…

—¡Cállese! —Una vez más Borowitz se volvió contra su subordinado—. ¡Mikhail Gerkhov, usted tiene la lengua tan suelta que un día se la tragará!

—Pero…

—¿Es usted ciego, hombre? ¿No ha aprendido nada?

El otro se encogió de hombros y no dijo nada. Aquello era demasiado para él, lo sobrepasaba. Desde que lo habían enviado a aquella sección, hacía ya tres años, había visto muchas cosas extrañas —había visto y oído cosas que jamás hubiera imaginado que fueran posibles—, pero esto se apartaba tanto de todo lo que había experimentado que escapaba a la lógica.

Borowitz había vuelto a dedicar su atención a Dragosani, y tenía la mano apoyada en su cuello, donde comenzaba el hombro. El hombre desnudo estaba pálido; su color no era el lívido gris de antes ni el rosado habitual de la tez de los hombres, sino un tono pálido. Tembló cuando Borowitz le preguntó:

—Boris, ¿consiguió averiguar su nombre? Es muy importante.

—¿Su nombre? —Dragosani levantó la vista y lo miró. Parecía enfermo.

—Usted dijo que el hombre que planeó mi asesinato junto con el perro que está descuartizado allí era alguien muy cercano a mí. ¿Quién es, Boris? ¿Quién?

Dragosani asintió, y, con los ojos entrecerrados, dijo:

—Sí, muy cercano a usted. Su nombre es… Ustinov.

—¿Qué? —Borowitz se puso de pie, atónito.

—¿Ustinov? —repitió incrédulo Mikhail Gerkhov—. ¿Andrei Ustinov? ¡Imposible!

—Sí que es posible —dijo desde el umbral de la puerta una voz muy conocida.

Ustinov entró en la habitación, el rostro tenso y una metralleta en los brazos. Dirigió el cañón del arma hacia adelante y apuntó a los tres hombres.

—Sí, decididamente es posible.

—Pero ¿por qué?

—¿No es evidente, «camarada general»? Cualquier hombre que hubiera estado el tiempo que he estado yo con usted, desearía matarlo. Demasiados años, Gregor. He sufrido sus rabietas y sus enfados, todas esas mezquinas intrigas y ese despotismo estúpido. Sí, y le he servido lealmente… hasta ahora. Pero usted nunca me estimó, nunca me permitió participar en nada. No he sido para usted más que un cero a la izquierda, un apéndice despreciable. Bien, ahora podrá apreciar que, después de todo, soy un buen alumno. ¿Pero su sustituto? No, nunca lo fui. ¿Y debería hacerme a un lado para dejarle el paso libre a ese advenedizo? —dijo mientras señalaba a Gerkhov con un gesto burlón.

La expresión de Borowitz mostraba claramente su disgusto.

—¡Y pensar que usted habría sido el elegido! —exclamó—. ¡Ja! No hay nadie más tonto que un viejo tonto…

Dragosani gimió y se llevó la mano a la cabeza. Hizo un gesto como si fuera a levantarse y se cayó de la silla. Se apoyó un instante sobre las rodillas y luego cayó boca abajo en el suelo sembrado de fragmentos de cristal. Borowitz hizo ademán de arrodillarse a su lado.

—¡No se mueva! —le ordenó Ustinov—. Ya no puede ayudarlo. Es un hombre muerto. Todos ustedes lo son.

—No se saldrá con la suya —dijo Borowitz; pero su rostro estaba cada vez más pálido y su voz era poco más que un tenue chasquido.

—Claro que lo haré —se burló Ustinov—. ¿Quién se daría cuenta, en medio de este caos infernal, de esta locura? Puede estar seguro de que mi historia será muy buena… sobre usted, un loco furioso, y sobre la gente que emplea, peores que el peor de los dementes. ¿Y quién podrá desmentirme?

Dio un paso hacia adelante, y la metralleta hizo un ruido metálico cuando la amartilló.

Boris Dragosani, tirado en el suelo a sus pies, no estaba inconsciente. Su desmayo había sido una estratagema para ponerse fuera del alcance del arma. Los dedos de Dragosani se cerraron sobre el mango de hueso del pequeño bisturí con forma de cimitarra que estaba en el suelo. Ustinov, sonriente, se acercó un poco más, dio vuelta el arma y le dio un culatazo en la cara a Borowitz, que no se lo esperaba. Cuando el jefe de la Sección de PES retrocedió, de su boca aplastada manaba sangre. Ustinov le apuntó nuevamente y apretó el gatillo.

La primera ráfaga alcanzó a Borowitz en el hombro derecho; el general giró como una peonza antes de desplomarse. La misma ráfaga de metralleta arrojó a Gerkhov al otro lado de la habitación hasta aplastarlo contra la pared. Permaneció allí durante un instante como un hombre crucificado, dio luego un solo paso hacia adelante, escupió un chorro de sangre y cayó boca abajo. En el lugar donde su espalda había tocado la pared, ésta se tiñó de rojo.

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