El quinto día (143 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

—No lo sé.

—Yo tampoco. ¿Tienes una idea mejor que pudiera funcionar dentro de los próximos diez segundos?

—No.

—Podemos salir con el batiscafo. —Anawak abrió los brazos—. ¡Salta de una vez! Yo te ayudo.

—Olvídalo, León. Lo mejor es que corras.

—¡No hagas discursos y salta!

Crowe echó un último vistazo por encima del hombro. Las llamas se acercaban. Las lenguas de fuego la seguían hambrientas.

Cerró un segundo los ojos y los volvió a abrir.

—¡Ahí voy, León!

Cubierta del pozo

¿Dónde diablos se había metido Anawak?

Johanson, agazapado en el batiscafo que se mecía suavemente, miró hacia abajo. Hasta el momento, en el agua oscura de la esclusa no había aparecido nada que hiciera suponer la presencia inmediata de los yrr. ¿Para qué? ¿Por qué tendrían que haber atacado de nuevo? Sólo tenían que esperar que el buque se hundiera. Al final los yrr habían acabado hasta con el
Independence
.

Los cinco minutos ya habían pasado.

En realidad ya podía desaparecer. Quedaba todavía el otro batiscafo para que salieran Anawak y Crowe.

¿Y Shankar?

Entonces serían cuatro. No podía irse. Si Anawak iba con Crowe y con Shankar, necesitarían ambos batiscafos.

Comenzó a tararear muy bajo la
Primera sinfonía
de Mahler.

—¡Sigur!

Se giró en redondo. Sintió en el tronco un dolor punzante que le cortó la respiración. En el muelle, justo detrás del batiscafo, estaba Li en pie; le apuntaba con una pistola. A su lado, en el suelo, había dos tubos delgados.

—Bájese de ahí, Sigur. No me obligue a matarlo.

Johanson se agarró al cable del que colgaba el
Deepflight
.

—¿Obligarla? Pensaba que para usted era una diversión.

—Abajo.

—¿Pretende amenazarme, Jude? —Se rió secamente mientras pensaba a toda velocidad. Tenía que entretenerla de alguna manera. Improvisar. Fingir mientras pudiera hasta que llegara Anawak—. Yo en su lugar no dispararía, pues se quedaría sin su pequeña inmersión.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ya lo verá.

—Hable.

—Hablar es aburrido. Vamos, comandante general Judith Li. No sea tan melindrosa. Máteme y averígüelo.

Li vaciló.

—¿Qué le ha hecho al batiscafo, maldito idiota?

—¿Sabe una cosa? Se lo voy a decir. —Johanson se incorporó con gran esfuerzo—. Incluso voy a ayudarla a prepararlo de nuevo, pero antes usted me explicará algo a mí.

—No hay tiempo para eso.

—¿Ah, no? Qué lástima.

Li le miró con ojos llameantes de furia. Bajó el arma.

—Pregunte.

—Ya conoce la pregunta. ¿Por qué?

—¿Lo pregunta en serio? —Li resopló—. Haga un esfuerzo con su tan desarrollado cerebro. ¿Dónde cree que estaría el mundo sin los Estados Unidos de América? Somos el único factor de estabilidad que queda. Hay un único modelo posible de éxito nacional e internacional, verdadero y de validez universal para toda persona en toda sociedad: el americano. No podemos permitir que el mundo resuelva el problema de los yrr. No podemos permitírselo a las Naciones Unidas. Los yrr han hecho un gran daño a la humanidad, pero disponen de un enorme potencial de saber y de conocimientos. ¿En manos de quién quiere ver ese saber, Sigur?

—En manos de aquel que mejor pueda utilizarlo.

—Exacto.

—¡Pero en esto hemos trabajado todos, Jude! ¿No estamos del mismo lado? Podemos llegar a un acuerdo con los yrr. Podemos...

—¿Es que todavía no lo entiende? Nos está vedada la posibilidad de un acuerdo. Contradice los intereses de mi país. Nosotros, Estados Unidos, tenemos que acceder a ese saber, y a la vez tenemos que hacer todo lo posible para que nadie más lo alcance. No hay más alternativa que liberar al mundo de los yrr. Ya la coexistencia sería una admisión de nuestra derrota, de la derrota de la humanidad, de la fe en Dios, de la confianza en nuestro dominio. Pero lo peor de la coexistencia es que acarrearía un nuevo orden mundial. Ante los yrr todos seríamos iguales. Cualquier país tecnológicamente al día podría comunicarse con ellos. Todos especularían con aliarse con los yrr, apoderarse de sus conocimientos e intentar finalmente llegar a dominarlos. El que lo consiga dominará el planeta en lo sucesivo. —Dio un paso hacia él—. ¿Entiende lo que eso significa? Esa raza de ahí abajo dispone de una biotecnología con la que nosotros hasta ahora ni siquiera nos hemos atrevido a soñar. Con ellos no hay más vinculación posible que la vía biológica, y en todo el mundo sería perfectamente legítimo experimentar con microbios. Eso no podemos permitirlo. No hay más alternativa que destruir a los yrr, y no hay más alternativa que Estados Unidos. Nadie más puede encargarse, ni siquiera esos débiles de la ONU, donde cualquier canalla tiene voz y voto.

—Usted no está en sus cabales —dijo Johanson; tosió—. ¿Qué clase de persona es usted, Li?

—Soy una persona que ama a Dios...

—¡Usted ama su carrera profesional! ¡Usted es una megalómana absoluta!

—¡Y a mi país! —Gritó Li—. Y usted ¿en qué cree? Yo sé en qué creo. Sólo a los Estados Unidos de América les compete salvar a la humanidad...

—Para dejar claro de una vez y para siempre cómo se distribuyen los papeles, ¿no?

—Sí, ¿y qué? Todo el mundo quiere siempre que Estados Unidos haga el trabajo sucio, ¡y es lo que estamos haciendo ahora! ¡Y así está bien! No podemos permitir que el mundo se reparta los conocimientos de los yrr, así que tenemos que destruirlos y preservar esos conocimientos. Después manejaremos definitivamente la historia del planeta y cualquier dictador o régimen que no esté en buenas relaciones con nosotros no podrá ni siquiera cuestionar nuestro dominio.

—¡Lo que se propone es la destrucción de la humanidad!

Li le mostró los dientes.

—Oh, ustedes los científicos siempre sueltan esos argumentos con gran facilidad. Nunca creyeron que se podría someter a este enemigo, y tampoco que su destrucción resolvía nuestro problema. No dejan de temblar y de quejarse de que el exterminio de los yrr podría destruir los ecosistemas del planeta. ¡Pero los yrr ya lo están destruyendo! ¡Nos están exterminando! ¿No sería mejor causar un poco de daño al medio ambiente si a largo plazo volvemos de esa manera a ser la raza dominante?

—Usted es la única que quiere dominar algo aquí, pobre loca. ¿Cómo quiere controlar los gusanos e impedir que...?

—Primero envenenaremos a unos y después a los otros. En cuanto nos hayamos librado de los yrr, allí abajo podremos hacer y deshacer.

—¡Va a envenenar a la humanidad!

—¿Sabe una cosa, Sigur? Diezmar a la humanidad también es una oportunidad. En realidad al planeta le haría mucho bien disponer de un poco más de aire. —Los ojos de Li se redujeron a finas rayas—. Y ahora apártese de mi camino.

Johanson no se movió. Agarrado al cable, sacudió despacio la cabeza.

—El batiscafo no puede utilizarse —dijo.

—No le creo una palabra.

—Entonces tendrá que correr el riesgo.

—Lo haré —asintió Li. Alzó el brazo con la pistola y disparó. Johanson trató de esquivar el tiro. Sintió que la bala le atravesaba el esternón y que una ola de frío y dolor lo inundaba.

Esa basura había disparado.

Lo había matado de un tiro.

Sus dedos se fueron soltando del cable uno a uno. Flaqueó, trató de decir algo, giró y cayó boca abajo en la cabina del piloto.

Elevador externo

En el momento en que vio saltar a Crowe, Anawak dudó repentinamente de que aquello saliera bien. Crowe pataleó en el aire y saltó muy a la izquierda. Anawak se tiró dando un salto al lado y de espaldas, abrió los brazos y confió en que no cayeran ambos al mar.

Para ser tan pequeña y delicada, Crowe le alcanzó con la violencia de un autobús a toda velocidad.

Anawak cayó de espaldas con Crowe sobre él. Resbalaron juntos por la pendiente. La oyó gritar y oyó sus propios gritos. Intentó con todas sus fuerzas afirmar los pies en el suelo mientras su cabeza bajaba y golpeaba el asfalto. Era la segunda vez en aquel día que tenía un encuentro desagradable con el elevador y deseó fervientemente que fuera la última.

Se detuvieron un poco antes del borde.

Crowe lo miró.

—¿Estás bien? —preguntó con voz ronca.

—Nunca he estado mejor.

Crowe se apartó rodando, intentó ponerse en pie, hizo una mueca y se cayó.

—No puedo —dijo.

Anawak se incorporó de un salto.

—¿Qué pasa?

—El pie. El pie derecho.

Se arrodilló a su lado y le palpó la articulación.

Crowe lanzó un gemido.

—Creo que se ha roto.

Anawak se detuvo. ¿Se equivocaba o el buque acababa de inclinarse un poco más hacia adelante?

La plataforma rechinó.

—Agárrate a mi cuello.

Ayudó a Crowe a ponerse de pie. Al menos podía ir saltando sobre una pierna junto a él. Llegaron trabajosamente al interior del hangar. No se veía absolutamente nada. Y ahora la pendiente era mayor.

«¿Cómo pasaremos la rampa? —Pensó Anawak—. Se habrá convertido en un verdadero precipicio».

De pronto sintió que la furia lo invadía.

Aquello era el mar de Groenlandia. El extremo norte. Él procedía del extremo norte. Era un inuk. ¡Ciento por ciento inuk! Había nacido en el Ártico y éste era su lugar. Pero con toda seguridad no iba a morir aquí, y Crowe tampoco.

—Vamos —dijo—. Sigamos.

Deepflight 3

Li corrió a la consola de control. «Demasiado tiempo perdido —pensó—. No tendría que haberme metido en esa absurda disputa con Johanson».

Subió un poco el
Deepflight
y lo hizo girar por encima del muelle hasta que lo tuvo colgando sobre ella. En seguida vio los dos huecos vacíos. Los torpedos antiblindaje estaban en sus soportes y los dos torpedos pequeños habían sido retirados para dejar sitio a los dos tubos cargados de veneno. ¡Excelente! El
Deepflight
seguía disponiendo de un armamento considerable.

Rápidamente, empujó los dos tubos en sus alojamientos y los aseguró. El sistema estaba perfectamente planeado. En cuanto fueran disparados, por ejemplo contra la nube azul, una pequeña cápsula explosiva haría que el veneno saliera eyectado a alta presión. El agua se encargaba de la distribución, y del resto se ocupaban —involuntariamente— los propios yrr. Era lo mejor del plan: la muerte celular programada de Rubin. Una vez infectado, el colectivo se destruiría a sí mismo en una maravillosa reacción en cadena.

Rubin había trabajado bien.

Controló los enganches por última vez, volvió a maniobrar el
Deepflight
por encima de la esclusa y lo bajó hasta que quedó meciéndose en la superficie del agua. Ya no tenía tiempo de ponerse un traje de neopreno. Tendría que ser prudente. Bajó apresuradamente por la escalerilla, corrió hasta el batiscafo y trepó a él. El
Deepflight
se sacudió. Su mirada cayó sobre la cabina abierta del piloto y vio a Johanson tirado en su interior, inmóvil y con la cara hacia abajo.

Ese cabezota estúpido. ¿Por qué no habría caído de costado, hundiéndose en la esclusa? Ahora ella tenía que librarse del cadáver, era el colmo.

De pronto sintió un poco de lástima. De alguna manera ese hombre le había gustado, lo había admirado.

En otras circunstancias, tal vez...

El buque experimentó una sacudida.

No, era demasiado tarde para evacuarlo. Y en realidad tampoco era importante. El batiscafo también podía manejarse desde el sitio del copiloto. Las funciones eran transferibles. Además, podía deshacerse de Johanson bajo el agua.

De algún lugar procedió el estruendo del acero al reventar.

Reptando a toda prisa, Li se metió en el batiscafo y cerró las cabinas, que bajaron simultáneamente y quedaron selladas. Sus dedos se deslizaron por el panel de instrumentos. Un zumbido leve llenó el espacio interior y se encendieron hileras de luces y dos pequeños monitores. Todos los sistemas estaban preparados. El
Deepflight
yacía sereno sobre el verde oscuro del mar de Groenlandia, listo para bajar a las profundidades por el pozo de tres metros; Li se sintió eufórica.

¡Al fin lo había logrado!

Refugio

Johanson estaba sentado junto al lago.

Lo tenía ante sí, en calma, lleno de estrellas. Cuánto había deseado ese regreso. Miraba el paisaje de sus amores, lleno de veneración y felicidad. Se sentía extrañamente incorpóreo, sin sensaciones de frío o de calor. Había algo que era distinto. Le pareció que él mismo era el lago, la casita que quedaba detrás, el bosque secreto y negro alrededor, los ruidos de la maleza, la luna manchada, todo. Él era todo eso y todo estaba en él.

Tina Lund.

Qué lástima. Qué lamentable que no estuviera allí. Él le hubiera transferido esa calma, esa paz profunda. Pero estaba muerta. Había muerto en ese enorme levantamiento de la naturaleza contra la plaga de la civilización que se extendía por las costas como una invasión de hongos. Borrada, como había sido borrado todo, menos esa imagen en su retina. El lago era eterno. La noche no acabaría nunca. Y a su soledad se añadiría la benéfica nada, el goce final del egoísta.

¿Era lo que quería? ¿Realmente quería estar solo?

Por una parte, ¿por qué no? Estar solo tenía una serie de ventajas inapreciables. Se compartía el valioso tiempo con uno mismo. Prestaba oído a su interior y oía cosas asombrosas.

Por otra parte, ¿dónde estaba el límite con la soledad?

De pronto sintió temor.

El temor dolía. Se le metía en el pecho, le quitaba la respiración. De repente sintió frío. Comenzó a tiritar. Las estrellas del lago crecieron hasta volverse luces rojas y verdes que emitieron un zumbido electrónico. Toda la imagen se convirtió en algo brillante y anguloso; ya no estaba sentado junto al lago, ya no era el lago, estaba aprisionado en un túnel, en una larga cañería.

Al instante recuperó la conciencia.

«Estás muerto», pensó.

No, no estaba del todo muerto. Pero sintió que le quedaban pocos segundos. Estaba en el interior del batiscafo que debía llevar el veneno a las profundidades para responder al delito de los yrr, si es que era un delito, con uno mayor aún: un delito contra los yrr y contra la humanidad.

No eran estrellas lo que titilaba ante él, era el tablero del
Deepflight
. Funcionaba. Alzó la vista, miró por la cabina transparente y vio el borde de la cubierta del pozo que desaparecía por encima.

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