El quinto día (139 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

Un
Deepflight
provisto de torpedos.

Inmediatamente después de la explosión se había desatado un infierno. Shankar se había estrellado contra la consola y el cráneo le sangraba terriblemente. Crowe lo había ayudado a levantarse; a continuación habían irrumpido soldados y técnicos y los habían sacado del CIC. El ronco sonido discontinuo de la alarma los había puesto en movimiento. La gente se agolpaba en las escaleras, pero la tripulación del
Independence
todavía parecía tener la situación bajo control. Los recibió un oficial, que fue con ellos hasta una escalera de popa que subía.

—Vayan por la isla hasta la cubierta de aterrizaje —dijo—. No se detengan. Esperen instrucciones.

Crowe empujó al mareado Shankar por la escalera. Ella era pequeña y delicada, y Shankar alto y pesado, pero Crowe reunió todas sus fuerzas.

—Muévete, Murray —jadeó. Las manos de Shankar se agarraban temblorosas a los travesaños. Subía con mucho esfuerzo.

—Siempre me imaginé los contactos con otras formas de vida de un modo distinto —tosió.

—Eso es porque no has visto las películas adecuadas.

Le vendría bien un cigarrillo para calmarse. Pensó afligida en el que había encendido unos segundos antes de la explosión. Había quedado humeando en el CIC. ¡Lástima! ¡Lo que hubiera dado por un cigarrillo! Fumarse uno más antes de que todos cayeran muertos. Algo le decía que sus oportunidades de supervivencia no eran muy altas.

Un pensamiento se le pasó por la cabeza. ¡Qué estupidez! No necesitamos los botes salvavidas.

¡Tenemos los helicópteros!

Sintió un gran alivio. Shankar había llegado al extremo superior de la escalera y unas manos se tendieron para ayudarlo. Crowe lo siguió y se preguntó si no acababan de vivir exactamente el tipo de contacto en que tan experta era la raza humana: agresivo, despiadado, mortal.

Los soldados la llevaron al interior de la isla.

«Eh, señorita Alien —pensó—. ¿Sigues fascinada por la posibilidad de que haya vida inteligente en el universo?».

—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó a uno de los soldados.

El hombre se quedó mirándola.

—¿Se ha vuelto loca? ¡Vamos, apresúrese a salir!

Buchanan

En el puente, Buchanan estaba con el segundo oficial y el piloto; se informaba continuamente de las novedades y daba instrucciones. Mantenía la calma y la prudencia. Al parecer la explosión había destruido parte de las bodegas y la sala de máquinas. Lo de las bodegas no era tan terrible, pero parecía que en la sala de máquinas se había desatado una reacción en cadena en los conductos de combustible. Se produjeron más explosiones. Uno tras otro fueron fallando todos los sistemas. El consumo de electricidad del buque dependía de una serie de grupos electrógenos movidos por motores. Además de las dos turbinas a gas LM-2500, había seis generadores diesel que suministraban energía al
Independence
; y ahora uno a uno estaban dejando de funcionar. En las profundidades de las catacumbas, bajo las cubiertas de vehículos y de carga, probablemente ya no quedaba nadie con vida. En el momento en que dio la orden de cerrar las compuertas, Buchanan había entregado a la tripulación de la sala de máquinas a la muerte; pero ahora no podía permitirse el lujo de pensar en eso. Tenían que evacuar el buque. No se atrevía a prever cuánto tiempo más se mantendría abajo la estabilidad. El impacto se había producido en el centro del barco, pero no habían podido impedir que parte de las bodegas de carga de proa se inundaran, de modo que ahora el
Independence
se hundía por su parte delantera.

En el casco había demasiada agua. Ejercía una enorme presión, por lo que se abriría paso hacia el extremo de la proa y rompería las compuertas que daban al nivel superior. Si además cedían las compuertas de popa, el buque correría el riesgo de inundarse.

Buchanan no se entregó a especulaciones sobre si pasaría eso o no. El único interrogante era cuándo sucedería. Dominar aquella crisis dependía sólo de él y de su capacidad para evaluar correctamente la situación. De momento calculaba que los próximos espacios invadidos por el agua serían la cubierta de carga para vehículos, debajo del laboratorio, y parte de los alojamientos contiguos. Lo único que lo consolaba de todo aquello era la circunstancia de que no hubiera
marines
a bordo. En caso de guerra tendría que haber evacuado a unos tres mil hombres. Ahora eran apenas ciento ochenta, y estaban en los niveles superiores.

Algunos de los monitores que retransmitían al puente las imágenes del CIC habían dejado de funcionar. Justo encima de su cabeza destacaba el teléfono rojo precintado que en situaciones excepcionales comunicaba directamente con el Pentágono. Paseó la mirada por el conjunto de instalaciones y aparatos de comunicaciones, los instrumentos de navegación y las mesas de mapas. Nada de ello les servía ahora.

Trastos inútiles.

En la cubierta principal, el personal de aterrizaje desplegaba una actividad frenética. Sacaban a la gente de la isla a la cubierta de aterrizaje y la conducían a los helicópteros preparados, que ya esperaban con los rotores en funcionamiento; todo se hacía a la carrera. Buchanan habló brevemente con el centro de control de vuelos y volvió a mirar hacia afuera por los cristales verdes del puente. Un helicóptero ya había despegado y se alejaba rápidamente del buque. Toda celeridad era poca. Si la proa seguía inclinándose, la cubierta de aterrizaje se convertiría en un tobogán. Las aeronaves estaban bien aseguradas, pero llegaría el momento en que la situación sería crítica.

Nivel 03

Anawak no se encontró con mucha gente. Temía toparse con Li y Peak, pero al parecer iban en dirección opuesta. Sin aliento y con el tórax dolorido, corrió por el pasillo que llevaba a la enfermería.

El hospital estaba desierto. Ni rastros de Angelí y su personal. Dio con diversas salas llenas de camas antes de hallar una habitación con equipamiento médico. Era como si hubiera habido un terremoto. Había armarios abiertos, el suelo estaba cubierto de objetos rotos que crujían bajo sus pasos. Fue abriendo uno a uno todos los cajones y revolvió los anaqueles de las estanterías, llenos de cosas rotas, sin encontrar una sola jeringa.

¿Dónde estaban las malditas jeringuillas?

¿Dónde estaban normalmente cuando uno iba al médico?

Siempre estaban en algún cajón. Eso lo sabía bien. En armarios pequeños y blancos con muchos cajones.

Muy abajo se produjo un ruido sordo. Un quejido hueco subió hasta él. El acero se torcía.

Anawak corrió al cuarto de enfrente. Allí también se habían roto todo tipo de cosas, pero algunos de los pequeños armarios blancos parecían bien firmes. Los abrió, miró por todas partes, tiró su contenido sin prestar atención y en el último encontró por fin lo que buscaba. A toda velocidad tornó una docena de jeringuillas con sus envases estériles y se las metió en el bolsillo de la chaqueta. Ahora, a volver.

Qué idea tan extravagante.

O Karen tenía razón, y entonces era un plan genial, o se estaban haciendo una idea completamente falsa de la realidad. Por una parte era plausible, pero al tiempo la propuesta de Karen sonaba como ingenua e irrealizable, sobre todo en comparación con los complejos mensajes que Crowe había enviado a las profundidades. Por otra parte...

¿Crowe? ¿Dónde estaba Crowe?

Samantha Crowe, que se le había aparecido en sueños hacía mucho tiempo y le había indicado el camino de Nunavut.

Un clone inmenso llegó a sus oídos, como si una campana hubiera saltado en pedazos. El suelo se inclinó un poco más. De las profundidades del barco le llegó un murmullo sordo.

¡Agua!

Anawak se preguntó si le quedaría tiempo para salir de allí. Luego dejó de hacerse preguntas y salió corriendo.

Laboratorio

Weaver no sabía qué podía esperarle. La idea de volver a abrir la puerta del laboratorio le producía malestar. Pero si querían poner en práctica el plan su única oportunidad era el laboratorio.

El suelo tembló. Directamente bajo sus pies oyó murmullos y gorgoteos. Johanson estaba reclinado junto a ella; respiraba con dificultad.

—Vamos, date prisa —le dijo.

Weaver vio titilar la luz roja de emergencia sobre el teclado. Al salir, Li había logrado activar el cierre de emergencia: el laboratorio estaba cerrado herméticamente. Pulsó la combinación de números adecuada y la puerta se abrió. El agua se derramó hacia ellos y les bañó las piernas. Brotó de la sala iluminada, pero en lugar de fluir rampa abajo, se arremolinó en torno a sus tobillos y subió. De pronto Weaver supo cuál era el motivo. El
Independence
estaba tan inclinado que el agua no podía fluir desde la rampa hasta la cubierta del pozo. Como consecuencia de la inclinación, probablemente esa parte de la rampa ya se había convertido en un plano horizontal.

Retrocedió.

—Hemos de tener cuidado —dijo—. La sustancia podría haber llegado al exterior.

Johanson echó un vistazo al interior. Muy cerca del tanque reventado flotaban dos cuerpos sin vida. Con cuidado se abrió paso hacia la sala grande luchando con el torrente de agua que salía. Weaver lo siguió. Su primera mirada fue para los contenedores del laboratorio de máxima seguridad; parecían intactos. Sintió alivio. Lo último que necesitaban ahora era una peste de
Pfiesteria
.

En dirección a popa el suelo asomaba levemente del agua, pero hacia proa el agua estaba mucho más alta.

—Están todos muertos —susurró Weaver.

Johanson entrecerró los ojos y exclamó:

—¡Ahí!

A poca distancia de los soldados flotaba otro cuerpo. Era Rubín. Weaver se tragó el asco y el miedo.

—Necesitamos uno —dijo—. No importa cuál.

—Para eso tenemos que ir más adentro.

—Sí. No hay más remedio. —Y se puso en movimiento.

—¡Karen, cuidado!

Era Johanson. Iba a darse la vuelta cuando sintió un fuerte golpe por detrás. Se resbaló. Cayó gritando al agua, se incorporó tosiendo y se puso de espaldas.

Uno de los soldados les apuntaba con un fusil macizo y negro.

—Oh, no —dijo el soldado lentamente—. Oooh, no.

Su mirada reflejaba una mezcla de miedo mortal e inicio de locura. Weaver se incorporó lentamente y alzó las manos para que él pudiera verle las palmas.

—Oh, no —repitió el hombre.

Era muy joven. Weaver calculó que tendría diecinueve años. El arma temblaba en sus manos. Retrocedió un paso y los miró alternativamente.

—Eh —dijo Johanson—, queremos ayudarlo.

—Nos encerraron —dijo el soldado. Sonó a lloriqueo, como si estuviera a punto de ponerse a gritar.

—No fuimos nosotros —dijo Weaver.

—Nos dejaron con... con este... Nos dejaron solos con eso.

Lo que les faltaba. El
Independence
se hundía, tenían que detener a Li, conseguir de algún modo uno de los cadáveres para ejecutar su plan, y ahora encima tenían que vérselas con un muchacho presa de un ataque de pánico.

—¿Cómo se llama? —preguntó Johanson súbitamente.

—¿Qué? —Los ojos del soldado flamearon. Luego alzó el fusil y apuntó a Johanson.

—¡No! —gritó Weaver.

Johanson alzó la mano en señal de que estaba bien. Miró la boca del arma y bajó la voz.

—Por favor, díganos su nombre. —El soldado vaciló—. Es importante que sepamos su nombre —repitió Johanson en tono amable.

—MacMillan. Soy... me llamo MacMillan.

En seguida Weaver comprendió lo que se proponía Johanson. El primer modo de devolver a alguien a la normalidad consiste en recordarle quién es.

—Bien, MacMillan, muy bien. Escuche, necesitamos su ayuda. Este barco se está hundiendo. Tenemos que llevar a cabo un experimento que podría salvarnos a todos...

—¿A todos?

—¿Tiene familia, MacMillan?

—¿Por qué quiere saberlo?

—¿Dónde vive su familia?

—Boston. —Los rasgos del muchacho se deformaron. Se puso a llorar—. Pero Boston está...

—Lo sé —dijo Johanson, imperativo—. Escuche, todavía podemos hacer algo para que todo vuelva a estar bien. También en Boston. Pero para eso necesitamos su ayuda. ¡La necesitamos ahora! Cada segundo que perdemos tal vez suponga la última oportunidad de su familia.

—Por favor —dijo Weaver—. Ayúdenos.

La mirada del soldado siguió vagando alternativamente entre Johanson y Weaver. Se sopló sonoramente los mocos. Después bajó el arma.

—¿Nos van a sacar de aquí? —preguntó.

—Sí —asintió Weaver—. Se lo prometo.

«Dios mío —pensó—. Qué estás diciendo. No puedes prometer absolutamente nada. Nada de nada.».

Li

El laboratorio secreto estaba asombrosamente intacto. Se encuentra a un nivel superior al oficial. El suelo aparece sembrado de objetos rotos, pero todo lo demás parecía estar en su lugar.

En algunos monitores seguían oscilando imágenes.

«¿Dónde tendrá los tubos?», pensó Li.

Metió el arma en la funda y miró a su alrededor. La sala estaba desierta. Esperó ver un destello azul en el pequeño tanque de alta presión, pero luego recordó lo que había dicho Rubin: las pruebas del veneno habían sido un éxito. Miró por uno de los ojos de buey. Nada. Ni organismo ni luz.

Peak daba vueltas entre las mesas y los armarios.

—Aquí —dijo.

Li se acercó apresurada. Una estantería se había caído. Había varios tubos delgados con forma de torpedo amontonados unos sobre otros; cada uno de ellos medía algo menos de un metro. Fueron levantando los tubos. Dos de ellos eran claramente más pesados que los demás, y de pronto Li vio también las marcas. Rubin las había hecho con un marcador a prueba de agua.

—Sal —dijo fascinada—. Tenemos el nuevo orden mundial en nuestras manos.

—Qué bien. —Peak miró nervioso a su alrededor. Una probeta cayó rodando de una mesa y se rompió con un ligero tintineo. La alarma seguía rugiendo por todo el barco—. Entonces saquemos de aquí el nuevo orden mundial lo más rápidamente posible.

Li largó una carcajada. Entregó a Peak uno de los tubos, tomó el otro y salió del laboratorio al pasillo.

—En cinco minutos enviaré al infierno a esta insolencia de la creación, Sal, ¡no le quepa ninguna duda!

—¿Con quién va a bajar? ¿Cree que Mick estará vivo todavía?

—Me importa un carajo si todavía está vivo.

—Podría acompañarla yo.

—Gracias, Sal, demasiado generoso. ¿Qué quiere hacer? ¿Crisparme los nervios allí abajo porque podría tener la osadía de matar una viscosidad azul?

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