El quinto día (20 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

—En parte, es culpa nuestra. La ciencia se ha encerrado en sí misma la mayor parte del tiempo.

—¿Eso cree? La charla que acaba de dar es todo menos encerrarse en sí mismo.

—Pero no sé si todo el teatro de las relaciones públicas sirve de algo —dijo Bohrmann mientras bajaban por una escalera—. Los días de puertas abiertas tampoco influyen demasiado en esta apatía... Hace poco tuvimos uno. El instituto estaba abarrotado de visitantes, pero si a continuación le hubieran preguntado a alguno de ellos si deberían darnos diez millones más...

Johanson se quedó callado un momento. Luego dijo:

—Creo que el problema está en la poca comunicación que hay entre los científicos. ¿Usted qué opina?

—¿Porque hablamos muy poco entre nosotros?

—Sí. O la ciencia y la industria, o la ciencia y los militares. Todos hablan muy poco entre sí.

—¿O la ciencia y las empresas petrolíferas? —Bohrmann le dedicó una larga mirada. Johanson sonrió.

—Estoy aquí porque alguien necesita una respuesta, no para obtenerla por la fuerza.

—La industria y los militares dependen de la ciencia, les guste o no —opinó Sahling—. Hablamos entre nosotros. Me parece más bien que el problema es que no podemos transmitirnos nuestros respectivos puntos de vista.

—¡Y además no queremos!

—Es cierto. Lo que unos y otros hacemos en el hielo puede ayudar a impedir el hambre, pero también puede llevar a la construcción de una arma nueva. Miramos lo mismo, pero cada uno ve una cosa distinta.

—Y pasa por alto el resto —asintió Bohrmann—. Esos animales que usted nos ha enviado, doctor Johanson, son un buen ejemplo. No sé si por ellos podría cuestionarse el proyecto del talud continental. Pero, ante la duda, me inclino por suponerlo y desaconsejar el proyecto preventivamente. Tal vez ésa sea la diferencia fundamental entre la ciencia y la industria. Nosotros decimos: mientras no esté suficientemente probado qué importancia tiene ese gusano, no podemos recomendar una perforación. La industria parte de la misma premisa pero llega a otra conclusión.

—Mientras no esté probado qué importancia tiene el gusano, no tiene ninguna. —Johanson lo miró—. ¿Y usted qué cree? ¿Tiene importancia?

—Todavía no puedo decirlo. Lo que nos ha enviado es... bueno, por decirlo con suavidad, es muy inusual. No quisiera desilusionarlo, lo que hemos averiguado hasta ahora también podría habérselo dicho por teléfono, pero... bueno, pensé que le gustaría saber más al respecto. Y aquí podremos enseñarle diversas cosas.

Llegaron a una pesada puerta de acero. Bohrmann activó un interruptor en la pared y la puerta se deslizó en silencio. Detrás de la puerta había un pabellón, y en el centro, una caja enorme, de la altura de un edificio de dos pisos. Había ojos de buey a intervalos regulares. Unas escalerillas de acero llevaban a unos circuitos y pasaban junto a aparatos conectados con la caja por medio de tuberías.

Johanson se acercó.

Había visto imágenes en Internet, pero no estaba preparado para esas dimensiones. Lo invadió una extraña sensación al pensar en la inmensa presión que había en el interior del tanque repleto de agua. Un ser humano no sobreviviría ni un minuto ahí dentro. Aquella caja era la verdadera razón por la que Johanson había enviado una docena de gusanos al instituto de Kiel. Era un simulador oceánico. Albergaba un mundo construido artificialmente, con lecho marino, talud y plataforma continental.

La puerta se cerró tras ellos.

—Hay gente que pone en duda el sentido de estas instalaciones —dijo Bohrmann—. El simulador sólo puede transmitir una imagen aproximada de los datos reales, pero es mejor que salir continuamente de expedición. El problema de la investigación en geología marina sigue siendo que sólo podemos ver fragmentos muy pequeños de la realidad. Aquí estamos en condiciones, por lo menos parcialmente, de formular tesis de validez general. Por ejemplo, podemos investigar mejor la dinámica de los hidratos de metano en condiciones cambiantes.

—¿Tienen hidratos de metano ahí dentro?

—Aproximadamente, doscientos cincuenta kilos. Hace poco que hemos logrado fabricar un poco, pero preferimos no hablar de eso. A la industria le gustaría que pusiéramos el simulador completamente a su servicio. Y a nosotros, obviamente, nos gustaría tener el dinero de la industria. Pero no para que nos compren así la investigación independiente.

Johanson echó la cabeza hacia atrás y alzó la vista hacia la caja. Sobre ésta, en el último circuito, se había reunido un grupo de científicos. Todo el escenario tenía un aspecto de extraña irrealidad, como en una película de James Bond de los años ochenta.

—La presión y la temperatura del tanque tienen regulación continua —prosiguió Bohrmann—. En este momento se corresponden con una profundidad de alrededor de ochocientos metros. En el suelo hay una capa de hidratos estables de dos metros de grosor, en una proporción de uno a veinte o treinta con la naturaleza. Por debajo de la capa simulamos el calor del interior de la Tierra y estamos frente a gas libre. Es decir, tenemos un lecho marino completo en formato de maqueta.

—Fascinante. Pero ¿qué es exactamente lo que hacen aquí? Quiero decir, pueden observar continuamente la evolución de sus hidratos, pero... —estaba buscando las palabras.

Sahling lo ayudó.

—¿Qué hacemos exactamente, además de mirar?

—Sí.

—Actualmente estamos intentando recrear un período de la historia de la Tierra, hace aproximadamente cincuenta y cinco millones de años. En algún momento entre el Paleoceno y el Eoceno parece ser que hubo en la Tierra una catástrofe climática de proporciones bastante grandes. El océano dio un verdadero vuelco. Murieron el setenta por ciento de todos los seres vivos del fondo del mar, principalmente los unicelulares. Sectores completos del mar profundo se convirtieron por un tiempo en zonas hostiles a la vida. En los continentes, en cambio, se produjo una revolución biológica. En el Ártico aparecieron cocodrilos, y desde las latitudes subtropicales emigraron primates y mamíferos modernos hacia Norteamérica. Un terrible desorden.

—¿Cómo saben todo eso?

—Por los núcleos de perforación. Todo lo que sabemos sobre la catástrofe climática se lo debemos a un núcleo de perforación de una profundidad marina de dos kilómetros.

—¿Y el núcleo revela algo sobre las causas?

—Metano —dijo Bohrmann—. El mar debió de haberse calentado en aquella época, de modo que se desestabilizaron cantidades relativamente grandes de hidratos de metano. En consecuencia, los taludes continentales se desprendieron y liberaron más yacimientos de metano. Al cabo de pocos milenios, tal vez siglos, miles de millones de toneladas de gas llegaron al océano y a la atmósfera. Un círculo vicioso. El metano impulsa el efecto invernadero con una potencia treinta veces mayor que la del CO2. Calentó la atmósfera, de modo que volvieron a calentarse los océanos, se desintegraron más hidratos, y así sucesivamente. La Tierra se transformó en un horno. —Bohrmann lo miró—. Que el agua del fondo del mar alcanzara los quince grados de temperatura, en lugar de nuestros dos o cuatro grados actuales, es bastante.

—Para unos fue desastroso, para otros... bueno, en cierto modo, un arranque en caliente. Lo he entendido. En el próximo capítulo de nuestra breve pero cultivada conversación el tema probablemente será el fin de la humanidad, ¿no es cierto?

Sahling sonrió.

—No creo que sea algo tan inminente. Pero, de hecho, hay indicios de que nos encontramos en una fase de fluctuaciones sensibles. Las reservas de hidrato de los océanos son sumamente inestables. Ésa es la razón por la que prestamos tanta atención a su gusano.

—¿En qué puede cambiar un gusano las condiciones de estabilidad de los hidratos de metano?

—En realidad, en nada. El gusano de hielo puebla la superficie de capas de hielo que tienen varios cientos de metros de espesor. Derrite unos cuantos centímetros y se conforma con las bacterias.

—Pero este gusano tiene mandíbulas.

—Este gusano es una criatura que no tiene sentido. Lo mejor es que lo vea usted mismo.

Se acercaron a una mesa de control situada al final del pabellón. A Johanson le recordó el cuadro de mandos de
Victor
, sólo que un poco más grande. Allí había aproximadamente dos docenas de monitores. La mayoría de ellos estaban encendidos y mostraban tomas del interior del tanque. El técnico que estaba de servicio los saludó.

—Nos dedicamos a estudiar lo que sucede ahí dentro a través de veintidós cámaras; también sometemos cada centímetro cúbico a mediciones continuas —explicó Bohrmann—. Las áreas blancas en los monitores de la hilera superior son hidratos. ¿Ve? Aquí a la izquierda está el área en que hemos colocado a dos de los poliquetos. Eso fue ayer por la mañana.

Johanson entrecerró los ojos.

—Sólo veo el hielo.

—Acérquese más.

Johanson estudió cada particularidad de la imagen. De pronto notó dos manchas oscuras. Las señaló.

—¿Qué es eso?, ¿cavidades?

Sahling intercambió unas cuantas palabras con el técnico. La imagen se transformó; de pronto se pudieron ver los dos gusanos.

—Las manchas son agujeros —explicó Sahling—. Estamos pasando la película a cámara rápida.

Johanson vio cómo los dos gusanos se retorcían espasmódicamente por el hielo. Durante un momento se arrastraron de un lado a otro, como si intentaran localizar de dónde procedía algún olor. A mayor velocidad de la cinta, sus movimientos parecían muy extraños. Los penachos de cerdas a ambos lados de los cuerpos de color rosa temblaban como electrizados.

—Ahora preste atención.

Uno de los gusanos se había detenido. Unas ondas pulsantes le recorrieron el cuerpo.

Luego desapareció en el hielo.

Johanson soltó un suave silbido.

—¡Caramba! Se está metiendo en el hielo.

El segundo animal seguía tendido un poco más alejado. La cabeza se movía como al ritmo de una música inaudible. De pronto sacó la trompa con las mandíbulas de quitina.

—Roen el hielo —dijo Johanson.

Miraba la imagen de vídeo como paralizado. «Qué es lo que te extraña —pensó—. Viven en simbiosis con bacterias que desintegran hidrato de metano, y no obstante tienen mandíbulas para perforar».

La única conclusión posible era que los gusanos querían llegar hasta las bacterias que estaban en el interior del hielo. Johanson miraba con gran interés cómo los cuerpos cubiertos de cerdas se metían cavando en el hielo. Con la imagen acelerada, la región posterior de sus cuerpos temblaba. De repente habían desaparecido. Sólo quedaron los agujeros como manchas oscuras en el hielo.

«No hay motivos para preocuparse —pensó—. Hay otros gusanos que también perforan. Les gusta perforar. Algunos horadan los barcos hasta que no queda nada.

«Pero ¿por qué hacen perforaciones en los hidratos?».

—¿Dónde están los animales ahora? —preguntó.

Sahling miró el monitor.

—Están muertos.

—¿Muertos?

—Han reventado. Se han asfixiado. Los gusanos necesitan oxígeno.

—Lo sé, ahí radica toda simbiosis: el gusano se alimenta a través de las bacterias, que, a su vez, se nutren del oxígeno del gusano. Lo que no entiendo es lo que ha sucedido en este caso.

—Lo que ha sucedido es que los gusanos han cavado su propia tumba. Se han introducido en el hielo haciendo agujeros como si fuera mermelada hasta que se han topado con la burbuja de gas en la que se han asfixiado.

—Camicaces —murmuró Johanson.

—De hecho suena como un suicidio.

Johanson pensó.

—Pero también es posible que algo los lleve a tener este comportamiento tan extraño.

—Es posible. Pero ¿qué? En el interior de los hidratos no hay nada que pueda desencadenar una reacción así.

—¿Tal vez el gas libre que está dentro?

Bohrmann se frotó el mentón.

—Ya hemos pensado en ello, pero sigue sin explicar por qué se suicidan.

Johanson recordó aquella masa del fondo del mar, y su malestar creció. Si millones de gusanos perforaban el hielo, ¿cuáles serían las consecuencias?

Bohrmann pareció adivinarle el pensamiento.

—Los animales no pueden desestabilizar el hielo. Los campos de hidrato del mar son enormemente más gruesos que los de aquí. Como mucho, estos bichos estúpidos arañan la superficie; como máximo, una décima parte de la capa de hielo. Luego se mueren inexorablemente.

—¿Y ahora qué? ¿Van a seguir analizando gusanos?

—Sí. Todavía tenemos un par. Tal vez también aprovechemos la oportunidad para echar un vistazo in situ. No creo que Statoil nos lo deniegue. En las próximas semanas, el
Sonne
tiene que subir hasta Groenlandia. Podríamos adelantar la marcha de la expedición y visitar el lugar donde se han encontrado estos poliquetos. —Bohrmann alzó las manos—. Pero eso no debo decidirlo yo; eso lo deciden otros. A Heiko y a mí se nos ha ocurrido espontáneamente .

Johanson miró por encima del hombro hacia el enorme tanque y pensó en los gusanos muertos que había allí dentro.

—Es una buena idea —dijo.

Más tarde Johanson se dirigió hacia su hotel para cambiarse de ropa. Intentó ponerse en contacto con Lund, pero no cogía el teléfono. Se la imaginó en brazos de Kare Sverdrup, se encogió de hombros y colgó.

Bohrmann lo había invitado a cenar a un restaurante de moda de Kiel. Johanson fue al baño y se contempló en el espejo. Consideró que debía recortarse la barba, tenía por lo menos dos milímetros de más; el resto estaba en orden. El pelo, todavía intacto, en otra época oscuro y ahora cada vez más salpicado por mechones grises, caía abundante hacia atrás. Bajo las cejas anchas y negras, la mirada seguía brillando como siempre. De vez en cuando había situaciones en las que se enamoraba de su propio carisma; otras veces, sobre todo a primera hora de la mañana, era incapaz de encontrar su carisma. Hasta ahora había tenido suficiente con un par de tazas de té y algunos cuidados cosméticos para reponerse rápidamente. Hacía poco una estudiante lo había comparado con el actor alemán Maximilian Schell, y Johanson se sintió halagado hasta que se dio cuenta de que Schell tenía más de setenta años. Después de eso, cambió de crema.

Revolvió su maleta, eligió un suéter con cremallera, se puso la chaqueta del traje y se echó una bufanda al cuello. No iba muy bien vestido, y eso era exactamente lo que le gustaba: no ir bien vestido. Cultivaba su desaliñada manera de vestir y disfrutaba de no tener que abrumarse con la moda. Sólo en momentos de gran lucidez estaba dispuesto a admitir que su apariencia descuidada constituía en sí una moda, de la que dependía igual que otra gente dependía de los dictados de la alta costura, y que perdía más tiempo en darse ese aire despeinado que el grueso de la humanidad en peinarse correctamente.

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