El quinto día (55 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El dique tenía agua.

El
Barrier Queen
no estaba en seco. Olas diminutas se acanalaban donde se tendría que ver la quilla sobre los bloques. El agua cristalina cubría entre ocho y diez metros del dique.

Anawak se acuclilló y se quedó mirando el agua negra.

¿Por qué la habían hecho entrar? ¿Acaso habían terminado de reparar el timón? Pero entonces también hubieran podido sacar el
Barrier Queen
del dique.

Reflexionó.

Y de pronto supo por qué.

De la excitación dejó caer la bolsa tan rápido que chocó contra el suelo ruidosamente. Asustado, recorrió con la mirada el solitario muelle. Estaba oscureciendo. Los proyectores irradiaban una luz fría de un verde blanquecino a lo largo del dique. Escuchó atentamente, pero, salvo los ruidos de la ciudad que traía el viento, no se oía nada.

Al ver la dársena con agua le asaltaron de pronto las dudas. Quizá estaba cometiendo un error. Había ido allí porque estaba enfadado por el secretismo del gabinete de crisis, ¿pero quién era él para cuestionar sus decisiones? Lo que estaba llevando a cabo era una acción propia de Rambo, que posiblemente le quedaba un poco grande. Pero no había pensado en eso antes.

Por otra parte, ya estaba allí, y, además, ¿qué podía pasar? En veinte minutos desaparecería tan inadvertido como había llegado. Y sabiendo un poco más.

Anawak abrió la bolsa. Tenía todo preparado. No había excluido la posibilidad de tener que bucear. Si el
Barrier Queen
hubiera estado en el dique flotante, habría tenido que acercarle desde el exterior, pero, naturalmente, así era más fácil.

Así era perfecto.

Se quedó en ropa interior, sacó la máscara, las aletas y la lámpara y se abrochó un recipiente para muestras en torno a las caderas. El estuche con el cuchillo completaba el equipo. No necesitaría oxígeno. Luego colocó la bolsa bajo un bolardo y, con equipo apretado bajo el brazo, caminó a buen paso bordeando dársena hasta que llegó a una angosta escalerilla que deseen hacia el agua. Echó una última ojeada al muelle. El barracón guía iluminado. No se veía a nadie. Rápidamente y sin hacer do, bajó los escalones, se colocó la máscara y las aletas y se deslizó en el agua.

Un frío cortante se le metió en los huesos. Sin traje de neopreno debía apresurarse, aunque, de todos modos, no tenía visto permanecer mucho tiempo abajo. Pataleando enérgicamente y con la lámpara encendida, descendió hacia la quilla. El agua estaba menos turbia que en el borde de la dársena, de modo que pudo ver claramente el casco de acero ante él. La luz de la 1ámpara hacía brillar la pintura con un rojo intenso. Pasó los dedos por la superficie, se detuvo un instante, se apartó de golpe y siguió nadando.

Unos metros más adelante el costado desaparecía bajo una espesa costra de moluscos.

Fascinado, siguió pataleando. La quilla seguía teniendo esa misma costra. Tras haber recorrido casi la mitad de la distancia que le separaba de la proa, le pareció que la costra incluso había aumentado. Así que era eso. No la habían quitado. Estudiaban la sustancia y todo lo que podía contener directamente en el barco. Por eso el
Barrier Queen
estaba en un dique seco, porque éste, a diferencia de los diques flotantes, podía cerrarse herméticamente, y de ese modo no llegaría al mar nada que no debiera llegar. Habían convertido el
Barrier Queen
en un laboratorio. Y para que todo lo que estaba adherido a él y vivía allí siguiera viviendo, habían llenado de agua el dique.

De golpe también le quedó claro qué hacían allí los vehículos militares. Si el instituto de Nanaimo no intervenía en el asunto, eso sólo podía significar una cosa: que el ejército había monopolizado las investigaciones. Todo lo demás sucedía a puerta cerrada.

Anawak vaciló. Otra vez lo asaltó la duda de si estaba haciendo lo correcto. Aún estaba a tiempo de escapar. Luego desechó la idea; al fin y al cabo, aquello no le llevaría mucho tiempo. Sacó rápidamente el cuchillo y comenzó a cortar moluscos. Para no dañar las conchas, deslizaba cuidadosamente el cuchillo por debajo del animal y lo despegaba de golpe. Un molusco tras otro fueron a parar al recipiente. Eso estaba bien. Seguro que Oliviera le daría un beso.

La necesidad de respirar se hizo incontenible. Anawak guardó el cuchillo y emergió. El aire le entró frío en los pulmones. Por encima de él se erguía oscuro y vertical el costado del barco. Respiró hondo varias veces. Lo próximo era buscar un sitio similar a aquel en el que le había salido al encuentro la cosa destellante. Tal vez se ocultaran más criaturas de ésas entre los moluscos. Esta vez estaría preparado.

Cuando estaba a punto de volver a sumergirse, escuchó pasos sigilosos.

Se giró en el agua y observó el borde de la pared de la dársena. Pasaban dos personas junto a las columnas de alumbrado.

Miraban hacia abajo.

Sin hacer ruido se hundió bajo la superficie. Probablemente los vigilantes o dos trabajadores rezagados. Seguro que había un montón de gente que tenía motivos para pasar por allí a esa hora. Tendría que prestar atención cuando se fuera de la dársena.

Luego se le ocurrió que podían ver el resplandor de la lámpara bajo el agua.

La apagó. Lo rodeó la oscuridad.

¡Qué tonto!... Aquellos dos iban en dirección a la popa. Tal vez podría nadar hacia la proa y continuar allí su inspección. Comenzó a bucear con golpes de aleta regulares. Poco después volvió a subir, se puso de espaldas e inspiró, la mirada dirigida a la pared del muelle; no se veía a nadie.

Volvió a hundirse a la altura del ancla. Sus dedos palparon cuidadosamente el costado del barco. También ahí los moluscos formaban extrañas protuberancias. Buscó hendiduras o huecos más grandes, pero no encontró nada parecido. Lo mejor sería llenar el recipiente con más moluscos y volver a desaparecer lo más rápido posible. Ante la urgencia, ahora arrancaba los animales con menos cuidado. Le temblaban las manos. Se dio cuenta de que aquello no era más que el plan de un aficionado. Tenía un frío terrible y había perdido toda sensibilidad en las yemas de los dedos.

Las yemas de los dedos...

De golpe notó que podía ver sus dedos. Se miró el cuerpo: también podía ver sus brazos y sus piernas, tenían luz. No, el agua había comenzado a irradiar luz. Brillaba con un azul intenso.

«Oh, Dios mío», pensó.

Al instante lo enfocó una luz estridente. Levantó instintivamente los brazos y se protegió los ojos. Destellos. La nube. ¿Qué le estaba pasando? ¿Dónde se había metido?

Pero no era un destello. La luz estridente seguía. Anawak constató que estaba siendo alumbrado por un reflector subacuático. A lo largo del fondo del dique se encendieron más reflectores, que envolvieron el casco del
Barrier Queen
en una luz clara e intensa. Vio con toda nitidez las costras estriadas e irregulares que formaban los moluscos y se estremeció.

Lo habían descubierto.

Por un momento no supo qué hacer. Pero sólo había un camino. Tenía que tratar de volver hacia la popa, donde estaba la escalerilla y lo esperaban sus cosas. Con el corazón latiendo enloquecido, pasó rápidamente por delante de las luces estridentes. El agua murmuraba en sus oídos. Empezó a quedarse sin aire, pero no quería emerger antes de haber llegado a la escalerilla.

Descendía en zigzag hacia el fondo del dique.

Se agarró a la barandilla y subió. Arriba se oían gritos fuertes y pies en movimiento. A toda velocidad se quitó la máscara y las aletas, enganchó la lámpara al cinturón y se deslizó agachado hacia arriba hasta que pudo mirar por el borde.

Tres bocas de fusil le estaban apuntando.

En el barracón le dieron una manta. Había tratado de explicarles a los soldados que era asesor científico del gabinete de crisis, pero no quisieron escucharlo. Su tarea consistía en arrestarlo. Dado que no ofreció resistencia y que tampoco intentó huir, lo habían llevado al barracón, donde había más soldados y un oficial en servicio que lo acribilló a preguntas. Anawak sabía que no tenía sentido contar cualquier historia. De todos modos no iban a soltarlo. Así que contó quién era y por qué estaba allí; es decir, les dijo la verdad.

El oficial lo escuchaba pensativo.

—¿Tiene algún documento de identidad? —le preguntó.

Anawak sacudió la cabeza.

—Mi documentación está en la bolsa, ahí fuera. Podría ir a buscarla.

—Díganos dónde está.

Describió a los soldados dónde había depositado la bolsa. Cinco minutos después el oficial tenía su documentación en las manos y la estudiaba atentamente.

—Si sus papeles no son falsos, su nombre es León Anawak, domiciliado en Vancouver...

—Es lo que les he estado diciendo todo el tiempo.

—Se dicen muchas cosas. ¿Quiere un café? Parece tener mucho frío.

—Es que tengo mucho frío.

El oficial se levantó de su escritorio, fue hasta una máquina y pulsó una tecla. Abajo apareció un vaso de cartón que se llenó con un líquido humeante. Anawak bebió a pequeños sorbos y sintió que su aterido cuerpo recuperaba un poco de calor.

—No sé qué pensar de su historia —dijo el oficial mientras daba vueltas lentamente alrededor de Anawak—. Si pertenece al gabinete de crisis, ¿por qué no presentó una solicitud oficial?

—Pregúnteselo a sus superiores. Hace semanas que intento ponerme en contacto con Inglewood.

El oficial arrugó la frente.

—¿Es usted asesor independiente del gabinete?

—Sí.

—Entiendo.

Anawak miró a su alrededor. Supuso que la estancia, amueblada con sillas Resopal y mesas desgastadas, servía de lugar de descanso para los operarios del dique. Al parecer había sido reacondicionada como unidad de comando provisional.

Había evaluado mal toda la situación.

—¿Y ahora? —preguntó.

—¿Ahora? —El oficial se sentó frente a él y entrelazó los dedos—. Tengo que pedirle que permanezca aquí. Su caso no es tan sencillo. Se encuentra en una zona de exclusión militar.

—No he visto ningún cartel, si me permite la observación.

—Tampoco hay ningún cartel que autorice la entrada, doctor Anawak.

Anawak asintió. No tenía por qué quejarse. Probablemente había sido una idea descabellada. En cualquier caso, ahora sabía que el ejército estaba trabajando en el asunto, que estaban estudiando y manteniendo con vida los organismos del casco. Era muy poco probable que los moluscos que había recogido llegaran a Nanaimo mientras los responsables se siguieran manteniendo a la defensiva.

El oficial se sacó del cinturón un aparato de radio y mantuvo una breve conversación.

—Realmente tiene suerte —dijo después—. Vendrá alguien para ocuparse de usted.

—¿Por qué no me toma los datos y me deja marchar?

—No es tan sencillo.

—No he hecho nada ilegal —dijo.

No sonó muy convincente, ni siquiera en sus propios oídos.

El oficial sonrió.

—Las normas legales sobre irrupción en propiedad ajena también rigen para los miembros de los gabinetes de crisis.

Salió. Anawak se quedó en el barracón junto con los demás soldados. No hablaban con él, pero lo vigilaban. Poco a poco fue entrando en calor, gracias al café y al enfado por haberlo estropeado todo. Se había comportado como un completo estúpido. Su único consuelo era la posibilidad de obtener alguna información cuando llegara el que iba a «ocuparse» de él.

Pasó media hora de espera sin que sucediera nada. Luego oyó que se acercaba un helicóptero. Volvió la cabeza y miró por la ventana que daba a la dársena. Un haz de luz entró en el barracón. Un potente reflector flotaba sobre el agua. El tableteo ensordecedor de los rotores aumentó brevemente cuando el helicóptero sobrevoló el edificio y descendió. Luego el tableteo se convirtió en un temblor rítmico. El aparato había aterrizado.

Anawak suspiró. Ahora tendría que contar todo por segunda vez: quién era, por qué había ido allí...

Se oyeron pasos sobre los adoquines y retazos de conversación. Entraron dos soldados, seguidos por el oficial.

—Doctor Anawak, tiene visita.

El oficial dio un paso al lado. La silueta de otra persona apareció en el vano iluminado de la puerta. Anawak la reconoció en seguida. Se detuvo allí un momento como si quisiera tener una visión de conjunto. Luego se acercó lentamente, hasta quedar parada frente a él, muy cerca. Anawak miró los ojos azul claro. Dos aguamarinas en un rostro asiático.

—Buenas noches —dijo una voz baja, cultivada.

Era la comandante general Judith Li.

3 de mayo. Thorvaldson, talud continental noruego

Clifford Stone vino al mundo en Aberdeen, Escocia. Era el segundo de tres hijos, y desde su primer año de vida estuvo falto de ternura. Pequeño y delgado, tenía una fealdad impropia de un niño. Su familia lo trataba con distancia, como si fuera un accidente, un molesto contratiempo menos apreciable cuanto menos se lo tuviera en cuenta. A Clifford no le transfirieron ninguna responsabilidad, a diferencia del primogénito, y no lo malcriaron como a su hermana menor. Pero tampoco podía decirse que lo maltrataron, pues en el fondo no le faltó nada.

Salvo cariño y atención.

Jamás experimentó la sensación de aventajar en algún aspecto a los demás.

De niño no tuvo amigos, a los dieciocho se le cayó el pelo, y luego, cuando fue mayor tampoco encontró novia. Ni siquiera la circunstancia de haber realizado un bachillerato brillante pareció interesar a nadie. El tutor de su curso le entregó el diploma con cierta perplejidad, como si fuera la primera vez que veía al muchacho de desafiantes ojos negros. Stone tenía unas notas excelentes, de modo que lo saludó con una amable inclinación de cabeza, sonrió brevemente y al momento olvidó su delgado rostro.

Stone estudió ingeniería y resultó tener mucho talento. Y finalmente, se podría decir que de la noche a la mañana, le fue otorgado el reconocimiento que siempre había ansiado. Pero se limitaba a su vida profesional. El Stone privado se desvanecía por momentos, no tanto porque nadie tuviera relaciones con él como porque él mismo no se permitía una vida privada. La intimidad le daba miedo. La intimidad significaba volver a caer en la desatención. Mientras el ingeniero Clifford Stone, con su aguda inteligencia, hacía carrera en Statoil, empezó a despreciar al hombre calvo que regresaba solo a su casa por las noches por todos los miedos que éste tenía, hasta que finalmente le denegó todo derecho a la existencia.

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