El quinto día (53 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

La casa de Greywolf estaba situada en el sector menos presentable de Ucluelet. Siguiendo un sendero alejado de la calle principal y plagado de raíces, que tenía el ancho suficiente para un coche y era la perdición de cualquier amortiguador, se salía, unos cientos de metros más adelante, a un claro rodeado de enormes árboles milenarios. La casa, una choza lamentable con un establo vacío anexado, estaba en el medio. No se veía desde el pueblo, de modo que había que conocer el camino.

Nadie mejor que su único habitante sabía lo poco confortable que era aquella cabaña. Si el tiempo se lo permitía —y en opinión de Greywolf el mal tiempo comenzaba en algún lugar entre un tornado y el fin del mundo—, Greywolf se mantenía en el exterior: caminaba por los bosques, llevaba a los turistas a ver los osos negros y aceptaba todo tipo de trabajos temporales. La probabilidad de encontrarlo allí a menudo se reducía a cero, incluso de noche. Dormía al aire libre o en las habitaciones de turistas ávidas de aventuras, que estaban convencidas de haber seducido al buen salvaje.

Anawak llegó a Ucluelet a primera hora de la tarde. Había planeado viajar hasta Nanaimo y tomar luego el ferry a Vancouver; por diversas razones, esta vez prefirió renunciar al helicóptero. Shoemaker, que iba a encontrarse con Davie en Ucluelet, se ofreció a llevarlo, con lo cual le proporcionó la excusa propicia para hacer una parada allí. En esos días, Davie reflexionaba en voz alta sobre extensos recorridos turísticos de aventuras: si ya no puedes ofrecer a la gente dos horas en el mar, ofréceles una buena semana en el campo. Anawak se había negado a estar presente en la conversación durante la cual Davie y Shoemaker querían discutir la reestructuración de la empresa. Sentía que su tiempo en la isla de Vancouver llegaba a su fin, más allá de cómo evolucionaran las cosas. ¿Qué lo retenía realmente? ¿Qué quedaba una vez suspendida la observación de ballenas? Una parálisis que se camuflaba como amor a la isla y en cuyo molesto símbolo se había convertido su dolorida rodilla.

Aquello no tenía sentido.

Había pasado varios años de su vida distrayéndose. Y aunque había obtenido un título de doctor y algún reconocimiento, había perdido ese tiempo. Sólo que una cosa era no vivir bien y otra muy distinta tener la muerte ante las narices; y en las semanas anteriores había estado a punto de morir dos veces. Desde la caída del hidroavión todo había cambiado. Anawak se sentía amenazado en lo más profundo. En su interior, un ser que perseguía épocas largamente olvidadas había olfateado su miedo y retomado su rastro. Un fantasma glacial le ofrecía una última oportunidad de tomar las riendas de su vida y le tenía preparadas la soledad y la miseria si fracasaba. El mensaje era muy claro: «Rompe el círculo.» La vieja y siempre válida máxima de los psicólogos.

Casi por casualidad y sin urgencia alguna, sus pasos lo llevaron a ascender por el sendero repleto de raíces. Había caminado por la calle principal y doblado en el último segundo, como si la idea se le hubiera ocurrido súbitamente. Ahora estaba parado en el claro, frente a la casucha, y se preguntaba qué diablos estaba haciendo allí. Subió los pocos peldaños que lo separaban del miserable porche y llamó a la puerta.

Greywolf no estaba en casa.

Dio algunas vueltas alrededor del lugar. En cierto sentido, se sentía desilusionado. Por supuesto que podría haber pensado que no encontraría a nadie. Pensó que tal vez debería marcharse. Quizá estaba bien así. En cualquier caso, lo había intentado, aunque sin éxito.

Pero no se fue. De pronto le pasó por la cabeza la imagen de un hombre con dolor de muelas que llama a la consulta de un dentista y huye porque no le abren de inmediato.

Sus pasos lo llevaron nuevamente ante la puerta de la casa. Estiró la mano y movió el picaporte hacia abajo. La puerta M se abrió hacia dentro con un leve crujido. No era inusual en esa zona que la gente dejara la casa abierta. Un recuerdo lo estremeció. También en otro lugar se vivía así, se había vivido así. Se detuvo, indeciso; luego entró vacilante.

Hacía una eternidad que no iba allí y lo que vio le causó un profundo asombro. En su recuerdo, Greywolf había vivido en un caos mugriento. En lugar de eso, tenía ante sí una habitación sencilla pero bien arreglada, de cuyas paredes colgaban máscaras y tapices indios. En torno a una mesa baja de madera había sillones de mimbre pintados. Unas mantas indias adornaban el sofá. Dos estanterías estaban repletas de todo tipo de objetos de uso cotidiano, pero también de matracas de madera como las que utilizaban los nootka en sus ceremonias y cantos rituales. Anawak no vio ningún televisor. Dos hornillos indicaban que la habitación servía también de cocina. Siguiendo el pasillo se llegaba a un segundo cuarto, en el que dormía Greywolf, según recordó Anawak.

Por un momento estuvo tentado de echarle una mirada. Seguía preguntándose qué diablos hacía allí. Aquella casa era como una máquina del tiempo. Lo empujaba al pasado, más de lo que podía gustarle.

Su mirada se quedó suspendida en una gran máscara. Parecía dominar toda la habitación.

La máscara lo miraba.

Se acercó un poco. Muchas máscaras indias destacaban los rasgos faciales con una exageración simbólica: ojos inmensos, cejas muy pronunciadas, narices aguileñas como picos de pájaros. Aquélla era una fiel reproducción de un rostro humano. Mostraba la cara tranquila de un hombre joven con una nariz recta, labios gruesos y arqueados y una frente ancha y lisa. Los cabellos estaban enmarañados, pero parecían naturales. Si se dejaba de lado que las pupilas habían sido recortadas para permitirle a su portador ver a través de la máscara, los ojos con los globos pintados de blanco parecían vivos. Miraban tranquilos y serios, casi como en trance.

Anawak se quedó inmóvil frente a la máscara. Conocía montones de máscaras indias. Las tribus las confeccionaban con madera de cedro, corteza y cuero y podían adquirirse prácticamente en cualquier lugar, ya que eran uno de los artículos que se vendían a los turistas. Sin embargo, aquélla se salía de la norma. Una máscara así no se encontraba en las tiendas de souvenirs.

—Es de los pacheedaht.

Se giró en redondo. Greywolf estaba parado directamente detrás de él.

—Para ser un aprendiz de indio, eres muy sigiloso —dijo Anawak.

—Gracias. —Greywolf sonrió. No parecía molesto por aquella visita inesperada—. No puedo devolverte el cumplido. Para ser un auténtico indio, te anuncias como un corneta. Podría haberte dejado seco y no lo habrías notado.

—¿Cuánto hace que estás detrás de mí?

—Acabo de entrar. No me dedico a esos jueguecitos, ya deberías saberlo. —Greywolf retrocedió un paso y observó a Anawak como si acabara de darse cuenta de que no lo había invitado—. Por cierto, ¿qué es lo que quieres?

«Buena pregunta», pensó Anawak. Volvió a girar involuntariamente la cabeza hacia la máscara, como si pudiera delegarle la conversación.

—¿De los pacheedaht, dices?

—¿Otra vez no puedes orientarte, eh? —Greywolf suspiró y sacudió indulgente la cabeza. Olas centelleantes recorrieron sus largos cabellos—. Los pacheedaht...

—Sé quiénes son los pacheedaht —dijo Anawak, enfadado. El territorio de esa pequeña tribu nootka quedaba al sur de la isla, al norte de Victoria—. Me interesa la máscara. Parece antigua, no como los cachivaches que les venden a los turistas.

—Es una réplica. —Greywolf se puso a su lado. En lugar de su grasiento traje de cuero llevaba vaqueros y una camisa descolorida que alguna vez había sido a cuadros. Pasó los dedos por los contornos del rostro de cedro—. Es la máscara de un antepasado. El original lo guarda la familia Queesto en su
HuupuKanum
. ¿Te explico lo que es un
HuupuKanum
?

—No. —Anawak conocía la palabra, pero no sabía con exactitud qué significaba. Algo ritual—. ¿Es un regalo?

—La hice yo mismo —dijo Greywolf. Se apartó y fue hasta los sillones—. ¿Quieres tomar algo?

Anawak miraba la máscara absorto.

—La has...

—He estado tallando un montón de cosas estos últimos meses. Mi nueva pasión. Los Queesto me permitieron copiar la más cara. Bueno, ¿quieres tomar algo o no?

Anawak se volvió.

—No.

—Hum... ¿Qué te trae por aquí?

—Quería darte las gracias.

Greywolf arqueó las cejas. Se sentó en el borde del sofá y se quedó allí como un animal preparado para el salto.

—¿Por qué?

—Te debo la vida.

—Ah, eso. Pensaba que no lo habías notado. —Greywolf se encogió de hombros—.De nada. ¿Algo más?

Anawak se quedó parado en la habitación sin saber qué hacer. Había esquivado el asunto durante semanas, y ahora ya estaba: gracias, de nada. En realidad, ya podía irse. Había hecho lo que debía hacer.

—¿Qué tienes de beber? —preguntó en cambio.

—Cerveza fría y Coca-Cola. La nevera palmó la semana pasada. Me llevó tiempo, pero ahora funciona de nuevo.

—Bueno. Coca-Cola.

De pronto Anawak notó que el gigante parecía inseguro. Greywolf lo observaba como si de algún modo no supiera cómo seguir. Señaló la pequeña nevera junto a la improvisada cocina.

—Sírvete tú mismo. Para mí, una cerveza.

Anawak asintió. Abrió la nevera y sacó dos latas. Algo tieso, se sentó frente a Greywolf en uno de los sillones de mimbre, y bebieron.

Durante un momento nadie habló.

—¿Y qué más, León?

—Yo... —Anawak hizo girar la lata en sus manos. Luego la dejó—. Escucha, Jack, hablo en serio. Tendría que haber venido mucho antes. Me sacaste del agua y... bueno, ya sabes lo que pienso de tus campañas y de tu conducta india. No puedo negar que estaba muy furioso contigo, pero eso es otro asunto. De no ser por ti, unas cuantas personas ya no estarían vivas. Eso es mucho más importante y... vine para decírtelo. Te llaman el héroe de Tofino y creo que en cierto modo lo eres.

—¿Lo dices realmente en serio?

—Sí.

Se hizo de nuevo un largo silencio.

—Lo que tú llamas conducta india, León, es algo en lo que yo creo. ¿Quieres que te lo explique?

En otras circunstancias la conversación habría terminado allí. Anawak se habría marchado con los nervios destrozados y Greywolf le habría gritado algo ofensivo mientras se iba. No, no era del todo cierto. Anawak habría sido el primero en decir algo ofensivo.

—Bien —suspiró—. Explícamelo.

Greywolf lo miró largo rato.

—Tengo un pueblo al que pertenezco. Elegí uno.

—Fantástico. Elegiste un pueblo.

—Sí.

—¿Y ellos? ¿También te han elegido a ti?

—No lo sé.

—Andas por ahí como la versión de feria de tu pueblo, si me permites decirlo. Como un personaje de un western malo. ¿Y qué dice tu pueblo al respecto? ¿Consideran que les haces un favor?

—No es mi tarea hacerle ningún favor a nadie.

—Sí. Si perteneces a un pueblo, asumes una responsabilidad. Es así.

—Me aceptan. No quiero más que eso.

—¡Se ríen de ti, Jack! —Anawak se inclinó hacia adelante—. ¿No lo entiendes? Has reunido a tu alrededor a un montón de fracasados. Puede ser que entre ellos haya unos cuantos indios, pero son de esos tipos que ni su propia gente quiere relacionarse con ellos. Nadie lo entiende. Y yo tampoco. No eres indio más que un veinticinco por ciento, el resto es blanco, y para colmo, irlandés. ¿Por qué no te sientes parte de los irlandeses? Por lo menos tendrías el nombre correcto.

—Porque no quiero —dijo Greywolf tranquilamente.

—Ningún indio anda por ahí con un nombre como el que te has echado.

—Yo sí.

«Es inútil —pensó Anawak—. Has venido para darle las gracias y ya lo has hecho. Todo lo demás no tiene sentido. ¿Qué haces aún sentado aquí? Deberías irte».

Pero no se marchó.

—Muy bien, explícame una cosa, por favor: si le das tanta importancia a que tu pueblo elegido te acepte, ¿por qué no intentas ser auténtico por una vez?

—¿Como tú?

Anawak dio un respingo.

—No me mezcles a mí en eso.

—¿Por qué? —ladró Greywolf, belicoso—. Realmente no veo por qué tengo que recibir yo los palos que te corresponden a ti.

—Porque yo los reparto.

De pronto volvió a invadirlo la furia, más fuerte que nunca. Pero no estaba dispuesto a llevársela a casa como siempre y encerrarla en su interior para que acabara creándole una úlcera. Era demasiado tarde. No había marcha atrás. Iba a tener que mirarse a los ojos, y sabía lo que eso significaba. Con cada victoria sobre Greywolf se propinaría a sí mismo una derrota.

Greywolf lo miró con los párpados entornados.

—No has venido para darme las gracias, León.

—Por supuesto que sí.

—¿De verdad?... Sí, estás convencido. Pero en realidad has venido por otra razón. —Hizo una mueca sarcástica y se cruzó de brazos—. Bueno, suéltalo. ¿Qué es eso tan importante que quieres decirme?

—Sólo una cosa, Jack. Puedes llamarte mil veces Greywolf, y seguirías siendo lo que eres. Hay reglas por las que los indios antes lograban ganarse sus nombres, y ninguna de ellas se aplica a ti. Tienes una bella máscara colgada ahí, pero no es un original. Es una falsificación, igual que tu nombre. Y algo más: tu estúpida organización de protección de la naturaleza es otra falsificación. —De golpe le brotaba a borbotones lo que no había querido decir en absoluto. No había ido para insultar a Greywolf, pero no podía contenerse—. Tu nivel son los vagos y los pillos, que se recuestan sobre tus espaldas. ¿No te das cuenta? No obtienes ni lo más mínimo con tu organización. Tu idea de lo que es la protección de las ballenas es infantil. Y eso del pueblo elegido es una estupidez. Ellos jamás comprenderán tus chifladuras.

—Si tú lo dices.

—Sabes muy bien que los indios vuelven a cazar ballenas. Quieres impedirlo, lo cual es muy loable de tu parte, pero parece que no has escuchado a tu propia gente. Te vuelves contra el pueblo que supuestamente...

—Tonterías, León. Entre los makah hay montones de gente que piensa como yo.

—Sí, pero...

—¡Ancianos, León! No todos los indios consideran que un grupo étnico deba expresar su cultura con rituales de muerte. Dicen que los makah son tan parte de la sociedad del siglo XXI como todos los demás habitantes de Washington.

—Conozco el argumento —contraatacó Anawak, desdeñoso—. No es tuyo ni de ningún anciano, sino de la protectora de animales Sea Shepherd Conservation Society. Ni siquiera ofreces tus propios argumentos, Jack. Dios mío, es increíble. ¡Falsificas hasta tus propios argumentos!

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