El quinto día (88 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

Colgó con una sonrisa. Eso era exactamente lo que esperaba. Johanson no era de los que estiran los plazos hasta el último segundo, y era demasiado cortés para dejar que vencieran. Quería determinar el momento él, aunque fuera en plena noche.

Llamó a la central telefónica.

—Difiera media hora mi comunicación con el Pentágono. —Pensó un momento, y luego se corrigió—. No, una hora.

Seguro que Johanson tendría cosas que contarle.

Isla de Vancouver

Tras la descripción de Greywolf, de momento Anawak perdió el apetito. Pero Shoemaker se superó a sí mismo: había cocinado una carne que hacía sospechar su precio y había elaborado una ensalada con picatostes y nueces. Los tres comieron en la galería. Delaware, que evitó hablar de su nueva relación, resultó de lo más entretenida. Sabía un montón de chistes y hasta los más sosos los contaba tan bien que podría haberlo hecho desde un escenario. Era realmente graciosa.

Aquella noche era una isla en un mar de desgracias.

En la Europa medieval, cuando rondaba la peste, la Muerte Negra, la gente bailaba y festejaba. En este caso no llegaron tan lejos, pero de todos modos lograron hablar varias horas de cualquier tema que no fueran los tsunamis, las ballenas y las algas asesinas. Anawak agradecía la distracción. Shoemaker contó historias de los primeros tiempos de Davies. Rieron, charlaron y disfrutaron de la noche templada, estiraron las piernas y contemplaron las aguas oscuras de la bahía.

Anawak se despidió alrededor de las dos. Delaware se quedó. Ella y Shoemaker habían visto unas películas viejas y habían abierto otra botella de vino. Como parecían enfilarse paulatinamente hacia un plano alcoholizado de la existencia, él se tomó otro vaso de agua, dio las gracias y se dirigió caminando en plena noche por la calle principal hasta la estación. Allí conectó el ordenador y entró a Internet.

A los pocos minutos había encontrado al profesor doctor Kurzweil.

Al alba, un cuadro empezaba a perfilarse.

12 de mayo. Château Whistler, Canadá

«Cabe la posibilidad —pensó Johanson— de que éste sea el punto de inflexión».

O de que yo sea un viejo chiflado.

Se hallaba de pie en el pequeño estrado, a la izquierda de la pantalla de proyección. El proyector estaba apagado. Habían tenido que esperar unos minutos a Anawak, que había pasado la noche en Tofino, pero ahora estaban todos. En primera fila estaban Peak, Vanderbilt y Li. Peak parecía agotado. Había vuelto por la noche de Nueva York, donde parecía haber dejado la mayor parte de su energía.

Johanson, que se había pasado media parte de su vida en auditorios, estaba acostumbrado a hablar en público. De vez en cuando agregaba a las nociones académicas sus propios conocimientos e hipótesis, y aceptaba discutirlos con especialistas auténticos y con otros que se autodenominaban especialistas. Por lo demás, los auditorios eran para él terreno conocido: uno explicaba los descubrimientos de otros y después hacía un examen a los asistentes.

Aquella mañana tuvo la inusual experiencia de la duda. ¿Cómo exponer su teoría sin que los demás se cayeran de risa de la silla? Li había admitido que quizá tuviera razón. Y eso ya era muchísimo. Con un optimismo moderado, incluso podría decirse que estaba dispuesta a seguir sus razonamientos. Pero los restos de inseguridad fermentaron en él —no sabía si le saldría bien o lo estropearía todo— y le hicieron pasar la mayor parte de la noche reescribiendo una y otra vez su exposición. Johanson no se hacía ilusiones. Sólo tenía un disparo. O se ganaba a los demás en un ataque por sorpresa o lo declaraban demente.

Todos los ojos estaban clavados en él. Reinaba un silencio mortal.

Echó una mirada a la primera hoja de su manuscrito. La introducción era exhaustiva. Ahora, tras dormir tres horas, de pronto le pareció que era incomprensible y complicada. ¿Realmente debía exponerlo así? Por la noche, cuando los ojos le ardían y de puro cansancio ya no podía pensar con claridad, le había parecido satisfactorio. Pero ahora que lo leía... La argumentación se abría camino tortuosamente por entre las profundidades. Todo un zigzag retórico.

Johanson vaciló.

Luego apartó el manuscrito.

Al instante sintió un enorme alivio, como si aquel delgado montón de papeles pesara toneladas. Su seguridad volvió como vuelve la caballería dispuesta para el combate, con la bandera ondeante y a toque de clarín. Se adelantó un paso, miró a todos, se aseguró de que le prestaban atención y dijo:

—Es muy sencillo. Las consecuencias nos depararán quebraderos de cabeza terribles, pero en el fondo es algo verdaderamente sencillo y obvio. No sufrimos una catástrofe natural. Tampoco nos enfrentamos a grupos terroristas o a estados canallas. Ni la evolución ha enloquecido. Nada de esto es cierto. —Hizo una pausa—. Lo que está sucediendo es algo completamente distinto. Estos días somos testigos de la tantas veces descrita guerra interplanetaria. Dos planetas que no reconocemos como tales sólo porque se han fundido en uno. Mientras nosotros mirábamos hacia arriba a la espera de otras inteligencias del universo, ahora resulta que se muestran como parte de nuestro mundo, una parte que nunca nos hemos esforzado por conocer de verdad. En este planeta coexisten dos sistemas de vida inteligente radicalmente distintos que hasta el momento se han dejado mutuamente en paz. Pero mientras que uno de los sistemas tenía conocimiento de la evolución del otro, el otro no ha tenido hasta el momento ni la menor idea de la complejidad del mundo que hay bajo las aguas, o, si lo prefieren así, del extraño universo con que compartimos el globo. El mundo espacial está en los océanos. Los extraterrestres no vienen de lejanas galaxias, sino que se han desarrollado en las profundidades marinas. La vida en el agua es mucho más antigua que la vida en tierra, y calculo que esos seres serán mucho más viejos que nosotros. No tengo ni idea de cuál es su aspecto ni de cómo viven, cómo piensan y cómo se comunican. Pero tendremos que acostumbrarnos a la idea de que hay una segunda raza divina cuyo hábitat llevamos décadas destruyendo sistemáticamente. Y, señoras y señores, parece que los de abajo están verdaderamente cabreados con nosotros, y con toda la razón.

Nadie dijo nada.

Vanderbilt lo miraba fijamente. Los mofletes le temblaban. Su enorme cuerpo empezó a vibrar como si de su interior surgiera una risa que se abatiría sobre Johanson como la salva de una ejecución. Sus carnosos labios temblaron. Vanderbilt abrió la boca.

—Su idea me parece plausible —dijo Li.

Aquello fue para el subdirector de la CÍA como si le hundieran un puñal entre las costillas. Su boca volvió a cerrarse. Se agitó violentamente y miró a Li con perplejidad.

—No lo dirá en serio —jadeó.

—Claro que sí —respondió Li tranquilamente—. No he dicho que el doctor Johanson tenga razón, pero me parece adecuado prestarle atención. Supongo que podrá fundamentar su suposición.

—Gracias, general —dijo Johanson con una leve inclinación—. Efectivamente, puedo hacerlo.

—Entonces propongo que continúe. Trate de que su exposición sea sucinta para que podamos pasar al debate lo antes posible.

Vanderbilt parecía en estado de
shock
. Johanson paseó la mirada por las filas. Trató de que resultara casual para no despertar la impresión de que buscaba una reacción. Casi nadie mostraba un rechazo abierto. La mayor parte de las caras estaban paralizadas por la sorpresa, unas fascinadas, otras incrédulas, varias inexpresivas. Ahora había de dar el segundo paso. Tenía que llevarlos a hacer suya la idea y a seguir desarrollándola de forma autónoma.

—Nuestro principal problema en los días y semanas pasados —dijo— ha consistido en relacionar los distintos hechos. No parecía haber un vínculo entre ellos hasta que tropezamos con una sustancia gelatinosa que se presenta en diversas cantidades y se descompone rápidamente al aire libre. Lamentablemente, este descubrimiento sólo ha servido para aumentar nuestra confusión, pues hemos encontrado la sustancia tanto en cangrejos y moluscos como en la cabeza de las ballenas, es decir, en seres vivos que no podrían ser más distintos. Una explicación posible es que se tratase de una especie de epidemia. Un hongo, una rabia hecha sustancia, algún tipo de mal como EEB o la peste porcina. Pero esto no explica el hundimiento de los barcos ni que los cangrejos transporten algas asesinas. Y los gusanos de los taludes continentales no presentan nada gelatinoso. Pero son portadores de bacterias que reducen el metano y son responsables de la liberación de grandes cantidades de gas de efecto invernadero, lo que llevó en última instancia al desprendimiento del borde de la plataforma y al tsunami. Entretanto han aparecido en vastas zonas del mundo organismos que parecen mutaciones, y los bancos de peces se comportan contra su naturaleza. El conjunto de todo esto no constituye un cuadro. Por eso Jack Vanderbilt tiene toda la razón al referirse a un intelecto planificador responsable de todo. Pero ignora que ningún científico sabe lo suficiente sobre ecosistemas marinos como para manipularlos de ese modo. Suele decirse que sabemos más sobre el universo que sobre las profundidades marinas. Es verdad. Habría que añadir por qué es así: porque en el universo podemos movernos y ver mejor que en los mares. El telescopio
Hubble
observa sin dificultades lejanas galaxias. Mientras que los reflectores más potentes sólo nos permiten ver el mundo subacuático en un radio de unas pocas docenas de con libertad prácticamente por todo el espacio, mientras que a partir de cierta profundidad un buzo es aplastado aunque lleve un traje de alta tecnología. Los sumergibles, los AUV y los ROV sólo funcionan en condiciones muy especiales. Definitivamente, no disponemos del equipamiento técnico ni de las condiciones físicas para depositar en los hidratos miles de millones de gusanos, y menos aún disponemos de los conocimientos precisos para criarlos en un mundo que apenas conocemos. Han sido destruidos cables submarinos, y no sólo por el deslizamiento. De las aguas abisales suben bancos de moluscos, medusas y aguamalas. Desde luego, estos fenómenos resultan más fáciles de explicar si presuponemos que un intelecto los planifica. Pero en tal caso hemos de ser consecuentes y llevar la idea hasta el final: todo lo que está sucediendo sólo es posible porque allí abajo hay alguien que conoce ese mundo tan bien como conocemos nosotros el de la superficie. Es decir, alguien que vive allí y que tiene en su mundo un papel dominante.

—¿He entendido bien? —dijo Rubin, excitado—. ¿Quiere decir que compartimos este planeta con una segunda raza inteligente?

—Sí, eso creo.

—Si es así —preguntó Peak—, ¿por qué no hemos visto ni oído hasta el momento nada referente a esa raza?

—Porque no existe —dijo Vanderbilt hoscamente.

—Incorrecto —dijo Johanson sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Hay al menos tres razones. Primero, la ley del pez invisible.

—¿La qué?

—La mayoría de los seres vivos de las profundidades marinas no ven más que nosotros en el sentido tradicional, pero han desarrollado otros órganos sensoriales que sustituyen a la vista. Reaccionan a los más leves cambios de presión. Perciben las ondas sonoras a cientos e incluso a miles de kilómetros. Oyen a cualquier vehículo submarino mucho antes de que sus propios ocupantes vean algo. En teoría, en una zona pueden vivir millones de peces de una especie determinada, pero si se mantienen en la oscuridad, no los vemos. ¡Y en este caso se trata de seres inteligentes! Jamás podremos observarlos mientras ellos no lo quieran. La segunda razón es que no tenemos ni idea del aspecto de estos seres. Hemos grabado en vídeo algunos fenómenos enigmáticos, la nube azul, las descargas como rayos, el asunto del talud continental noruego. ¿Se trata de expresiones de una inteligencia desconocida? ¿Qué es esa gelatina? ¿Qué son los ruidos que no ha podido clasificar Murray Shankar? Y hay una tercera razón. Antes se suponía que sólo era habitable el estrato superior de los mares, donde llega la luz solar. Ahora sabemos que en todos los estratos abunda la vida. Hasta a once mil metros de profundidad hay vida. Hay muchos organismos que no tienen motivo alguno para establecerse más arriba. La mayor parte ni siquiera podrían hacerlo, porque el agua le resultaría muy caliente y la presión muy baja, y además no dispondrían de la alimentación que necesitan. Por otra parte hemos explorado los estratos superiores del agua, pero en las profundidades sólo han estado algunos robots y un par de hombres en batiscafos blindados. Si comparamos estas excursiones ocasionales con agujas, habrá que imaginar un pajar del tamaño de nuestro planeta. Es como si unos extraterrestres bajaran desde su nave espacial hasta la tierra unas cámaras cuyo objetivo sólo captaran lo que puede verse en un radio de pocos metros. Una de esas cámaras filma un trocito de la estepa de Mongolia. Otra hace instantáneas del Kalahari, y una tercera desciende sobre la Antártida. Otra logra llegar a una gran ciudad, por ejemplo al Central Park de Nueva York, donde graba un par de metros cuadrados de césped verde y a un perro orinando en un árbol. ¿A qué conclusión llegarían los extraterrestres? Que se trata de un planeta deshabitado en el que esporádicamente se hallan formas de vida primitiva.

—¿Y qué pasa con su tecnología? —Preguntó Oliviera—. Tienen que disponer de tecnología para hacer todo eso.

—También he pensado en eso —respondió Johanson—. Creo que una tecnología como la nuestra tiene alternativas. Nosotros transformamos materia muerta en aparatos, casas, medios de locomoción, radio, ropa, etcétera. Pero el agua de mar es mucho más agresiva que el aire. Allí abajo sólo una cosa cuenta: la adaptación óptima. Y por lo general son las formas de vida las que alcanzan una adaptación óptima, de modo que cabe imaginar una mera biotecnología. Si partimos de la idea de una inteligencia superior, también podemos presuponer un alto nivel de creatividad y un conocimiento exacto de la biología de los organismos marinos. Y en comparación con esto, ¿qué hacemos nosotros?

Los seres humanos se sirven de otros seres vivos desde hace milenios. Los caballos son motos vivientes. Aníbal cruzó los Alpes con elefantes, esto es, camiones biológicos de carga pesada. Siempre se ha adiestrado a los animales. Hoy en día se transforman genéticamente. Clonamos ovejas y cultivamos maíz transgénico. ¿Qué pasa si seguimos desarrollando esa idea? Pues que podemos llegar a una raza que ha creado su cultura y su tecnología sobre una base exclusivamente biológica. Cultivan lo que necesitan para la vida diaria, para desplazarse, para hacer la guerra.

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