El quinto día (85 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

—¿De veras crees que hacen todo eso por propia voluntad?

Greywolf iba a hablar , sacudió la cabeza y se limitó a decir:

—Ya no me interesa por qué hacen algo. Ya nos hemos interesado demasiado por ellas no quiero saberlo, León, sólo quiero que las dejen en paz las están obligando. Tenemos pruebas. No debería contártelo, pero necesito la información. Si quieres ahorrarles sufrimiento, actúa. En este momento están sufriendo mucho más de lo que puedas imaginar...

—¿Más de lo que pueda imaginar? —Greywolf se puso en pie de un salto—. ¿Y tú qué sabes? ¡No sabes nada! —Entonces explícamelo.

—Yo... —El gigante parecía luchar consigo mismo. Los dientes le rechinaban. Apretó los puños. Luego se produjo en él una transformación. Su cuerpo se distendió, se relajó—. Ven —dijo—. Vamos a pasear.

Durante un rato caminaron juntos sin hablar. Cuando llegaron a la periferia, Greywolf se internó por un sendero que llevaba hasta el agua bajo un techo de árboles. Poco después llegaban a la pendiente de la orilla. Un muelle inestable que se adentraba en el agua ofrecía un panorama de la áspera belleza de la bahía. Greywolf avanzó lentamente sobre las planchas deformadas y se sentó al final del muelle. Anawak lo siguió. De Tofino sólo asomaban, tras una lengua de tierra, a la derecha, el muelle de Davie y algunas casas sobre postes. Estuvieron allí un rato sentados mirando las montañas, cuyos colores relucían con fuerza a la luz del atardecer.

—Tu información no es del todo completa —dijo finalmente Greywolf—. Oficialmente hay cuatro grupos, de MK4 a MK7, pero existe un quinto grupo cuyo seudónimo es MKO. Por cierto, la marina prefiere el término «sistema» al término «grupo». A cada sistema le corresponden determinadas tareas. Es cierto que San Diego tiene la coordinación, pero yo estuve la mayor parte del tiempo en Coronado, California, donde se entrena a muchos de los animales. El ejército los tiene en su hábitat natural, en bahías e instalaciones portuarias. Allí están muy bien. Los alimentan con regularidad y gozan de una atención médica excelente, es más de lo que tiene mucha gente.

—¿Y eras responsable de ese quinto grupo... quinto sistema?

—Te estás haciendo una idea inexacta. MKO es diferente. Por lo general cada sistema abarca entre cuatro y ocho animales con misiones bien definidas. MK4, por ejemplo, tiene como tarea localizar y marcar minas ancladas en el fondo del océano. Son todos delfines. Además se los entrena para que anuncien intentos de sabotaje a barcos. MK5 es una escuadra de leones marinos. También MK6 y MK7 buscan minas, pero se utilizan principalmente para repeler a buzos enemigos.

—¿Atacan a los buzos?

—No. Le dan al intruso un empujón con la nariz y al mismo tiempo le fijan en el traje un cordón enrollado cuyo extremo está provisto de un flotador. Este flotador está conectado a una luz estroboscópica que nos indica la posición del buzo. Del resto nos encargamos nosotros. Algo parecido pasa con las minas. Los animales anuncian el hallazgo. En algunos casos se sumergen con un imán y lo colocan en la mina; del imán pende una cuerda cuyo extremo nos traen. Si la mina no está bien anclada, basta con tirar de la cuerda, y listo. Las orcas y las ballenas blancas traen torpedos de hasta un kilómetro de profundidad. Es impresionante. Imagínate, para un ser humano buscar minas es una ocupación letal. No tanto porque pueda explotar junto a ti como porque casi siempre hay que buscarlas cerca de la orilla, y principalmente donde hay alboroto. Te disparan desde tierra.

—¿Y las minas no matan a los animales?

—Oficialmente, ni un solo animal ha muerto de ese modo. De hecho hay excepciones, pero están dentro de lo tolerable. El caso es que al principio, de MKO sólo había oído hablar y lo consideraba un cuento. No es un auténtico sistema, sino el seudónimo de toda una serie de programas y experimentos que se llevan a cabo en diversos sitios y cada vez con nuevos animales. Los animales de MKO tampoco están en contacto con animales de otros sistemas, si bien a veces se recluían para MKO animales de sistemas regulares, y en tal caso desaparecen para siempre. —Greywolf hizo una pausa—. Yo era un buen entrenador. MK6 fue mi primer sistema. Participamos en todas las maniobras de mediana Importancia. En 1990 me hice cargo de MK7 y todos me daban palmadas en la espalda. Elogiaban mi trabajo con entusiasmo, hasta que finalmente a alguien se le ocurrió que tal vez yo tuviera que estar un poco más enterado.

—Enterado sobre MKO.

—Por supuesto, yo sabía que los delfines mulares habían proporcionado a la marina su primer gran éxito a principios de los setenta en Vietnam, donde protegían puertos en la bahía de Cam-Ranh y combatían los sabotajes submarinos del Vietcong. Siempre es lo primero que te cuentan en el MMS, y están increíblemente orgullosos de ello. Lo que no cuentan son las circunstancias de su logro. Tampoco sueltan ni palabra sobre el Swimmer Nullification Program, que funciona de modo un tanto distinto. Entrenan a los animales para que quiten la máscara y las aletas a los hombres rana enemigos, además de arrancarles los tubos de aire. Ya es bastante brutal, pero además en Vietnam llevaban en el morro y en las aletas unos cuchillos largos con forma de estilete, mientras que algunos transportaban arpones en el lomo. Lo que te atacaba bajo el agua ya no era un delfín, sino una máquina de matar. E incluso esto resulta inofensivo comparado al truco que se les ocurrió después en la marina, cuando colocaban en el morro de los animales jeringas subcutáneas con las que tenían que embestir a los buzos, cosa que hacían con toda aplicación. Para el buzo en cuestión el problema era que la jeringa le metía en el cuerpo una carga de 3.000 psi de dióxido de carbono, es decir ácido carbónico comprimido. El gas se expande en pocos segundos y la víctima explota. Queda hecha jirones. Nuestros animales mataron de este modo a más de cuarenta soldados del Vietcong, y sin querer también a dos americanos; pero siempre hay alguna pérdida.

Anawak sintió un retortijón de estómago.

—Algo parecido sucedió a fines de los ochenta en Bahrein —continuó Greywolf—. Era la primera vez que yo estaba en el frente. Mi sistema hizo perfectamente su trabajo, y yo no tenía idea de MKO. Tampoco sabía que en las zonas inaccesibles lanzaban a los animales con paracaídas, en parte desde una altura de tres kilómetros, y que no todos sobrevivían. A otros los tiraban sin paracaídas desde helicópteros a veinte metros de altura, que ya es mucho. Y finalmente a otros los mandaban con minas para que las adhirieran a los cascos de los barcos y submarinos enemigos. A veces se esperaba a que los animales estuvieran bastante cerca y se hacía estallar las minas por control remoto. Operaciones camicaces. Lo supe muy poco después. —Greywolf se calló un momento—. Ya entonces tendría que haberme ido, León, pero la marina era mi hogar. Yo era feliz allí. No sé si puedes entenderlo, pero era así.

Anawak guardó silencio. Lo entendía muy bien.

—Así que me consolaba pensando que formaba parte de «los buenos». Pero el mando superior llegó a la conclusión de que en el futuro sería bueno integrarme en el programa MKO. «Los malos» consideraban que yo tenía un talento extraordinario para entenderme con los animales. —Greywolf escupió—. En eso tenían razón los hijos de puta, y yo fui idiota, porque en vez de darles un puñetazo dije que sí. Me auto convencí de que la guerra es así. Las personas caen en combate, pisan minas, los matan a tiros o mueren quemados, así que ¿para qué tanto lamento por unos delfines? El caso es que fui a San Diego, donde estaban trabajando en equipar a orcas con ojivas nucleares...

—¡¿Cómo?!

Greywolf lo miró.

—¿De qué te extrañas? Yo hace ya tiempo que dejé de extrañarme de nada. Existen proyectos de mandar orcas con esa carga. Una ojiva de ésas pesa siete toneladas, y una orca adulta la transporta a muchas millas hasta un puerto enemigo. Detener a una ballena asesina nuclear es casi imposible. No sé cuánto habrán avanzado, pero calculo que esto hoy día ya no constituye un problema. Por aquel entonces todavía estaban ensayando. En ese contexto fui testigo de otro experimento. A la marina le gusta mostrar a los periodistas vídeos de delfines que salen nadando con una mina cargada en la boca y la traen de vuelta contentos, en lugar de volarle el culo al capitán del submarino ruso al que estaba destinada. Así fundamentan su afirmación de que esos comandos asesinos no existen. De hecho esto pasa, pero es raro. En el peor de los casos vuela por los aires una embarcación con tres tripulantes. La marina puede soportarlo. No ha sido disuadida de proseguir estos experimentos. —Greywolf hizo una pausa—. Otra cosa distinta es que no puedas controlar el rumbo de una ballena nuclear. Si vuelve y la cosa está cargada, tienes un problema. La marina puede despachar cuantas orcas quiera, pero tiene que asegurarse de que a los animales no se les ocurrirá una idea tonta. Y el mejor modo de evitar las ideas tontas es, directamente, no permitirlas.

—John Lilly —musitó Anawak.

—¿Qué?

—Un investigador. En los sesenta hizo experimentos con cerebros de delfines.

—Recuerdo que fue nombrado en algún momento —dijo Greywolf, pensativo—. El caso es que en San Diego fui testigo de cómo trepanaban la cabeza a los delfines. Fue en 1989. Les hacían agujeritos en la tapa de los sesos con martillo y trépano. Los animales estaban completamente conscientes y había que sostenerlos entre varios hombres fuertes porque intentaban constantemente saltar de la mesa. Me explicaron que no era por el dolor, sino porque el martilleo los ponía nerviosos. Que de hecho el procedimiento parecía mucho más doloroso de lo que en realidad era. Por los agujeros se les introducían luego electrodos para estimular el cerebro con impulsos eléctricos.

—Sí. ¡Ése es John Lilly! —gritó Anawak, excitado—. Intentó confeccionar una especie de mapa del cerebro.

—Créeme, la marina ya ha confeccionado esos mapas —dijo Greywolf con amargura—. Me sentí mal pero cerré la boca. Me mostraron un delfín que nadaba en una piscina y llevaba en la nuca un dispositivo parecido a un arnés. Era un dispositivo que metía electrodos por la tapa de los sesos. Habían logrado manejar al animal mediante señales eléctricas. Era algo sorprendente, hay que reconocerlo. Podían hacer que el delfín nadara hacia la izquierda o hacia la derecha, diera saltos, agrediera y atacara a maniquíes en forma de buzo; además se podía estimular su mecanismo de fuga y provocar una especie de estado de calma. La voluntad del animal de participar o no carecía de importancia. Ese delfín ya no tenía voluntad. Funcionaba como un coche con control remoto, como un juguete infantil. El caso es que estaban entusiasmados. Todo parecía indicar que la cosa iba a ser un gran éxito. En 1991 estábamos de viaje hacia el Golfo y llevábamos alrededor de dos docenas de esos delfines con control remoto, mientras en San Diego seguían trabajando en las ballenas nucleares. Yo seguía allí, seguía cerrando la boca, en otras circunstancias tan abierta, y me engañaba pensando que al fin y al cabo no se trataba de mi proyecto. Mis delfines buscaban minas, estaban bien alimentados, se los acariciaba. Me urgían a participar activamente en el MKO, pero yo siempre pedía tiempo para reflexionar. El tiempo para reflexionar no es cosa muy popular en el ejército. Imagínate, ¡reflexión! Pero, bueno, me lo concedían. Pasamos Gibraltar y realizamos varias series de pruebas en alta mar. Al principio todo funcionaba perfectamente. Luego se presentaron los primeros problemas. En los laboratorios y acuarios de San Diego, el comando a distancia había funcionado sin dificultades, pero en mar abierto los animales estaban expuestos a otros estímulos. Empezamos a tener pérdidas. Sencillamente, aquello no funcionaba en plena naturaleza, al menos no como habían supuesto los coordinadores del proyecto, y los animales se convirtieron en un riesgo para la seguridad. No podíamos devolverlos a Estados Unidos y nadie quería llevarlos al Golfo. Anclamos a la altura de Francia. Allí hay un instituto semejante al nuestro donde expertos franceses trabajan también en el programa MKO. Los franceses no son precisamente nuestros mejores amigos, pero saben muchísimo de investigación marina, así que se habían establecido alianzas. Esperábamos encontrar allí algunas respuestas. Nos recibió un hombre llamado Rene Guy Busnel; me lo presentaron como jefe del destacado Laboratorio de Acústica Animal. Prometió hacerse cargo de nuestro problema y nos invitó a hacer un recorrido. Ya en el primero de esos destacados laboratorios nos mostró un delfín inmovilizado con una serie de clavijas y completamente mutilado. Del lomo le salía un cuchillo de un brazo de altura. No pregunté para qué hacían eso, pero estaba presente cuando los asistentes del laboratorio nos entregaron una postal del instituto que habían firmado con la sangre del delfín; y todos se rieron.

Greywolf se detuvo. De las profundidades de su inmenso tórax se oyó un sonido indefinible, algo así como un suspiro resignado.

—Busnel nos dio explicaciones técnicas sobre los experimentos cerebrales y llegó a la conclusión de que aquello no funcionaba. Al parecer los coordinadores del proyecto habían pasado por alto o calculado mal esto o lo otro, qué sé yo. De vuelta a bordo se celebró un consejo de guerra y se adoptó la decisión de deshacerse de los delfines. Simplemente los hicimos nadar mar adentro, y una vez a unos cientos de metros del barco, alguien apretó un botoncito. Habían puesto cápsulas detonantes en el arnés de electrodos para impedir que los detalles técnicos cayeran en manos enemigas. No era mucho, lo suficiente para detonar el arnés y los electrodos. Así se mató a los animales. Después seguimos viaje.

Greywolf se mordió el labio inferior; luego miró a Anawak.

—Ésos son los delfines que aparecieron en la costa francesa. Tu noticia de Island Earth. Ahora ya lo sabes.

—Y tú te...

—Les dije que ya tenía bastante. Intentaron hacerme cambiar de opinión. Fue inútil. Por supuesto, no les gustaba tener que poner en sus actas por escrito que uno de sus mejores entrenadores dejaba el servicio por causas no declaradas. Cuando pasa algo así en seguida suelen echársete encima cientos de periodistas, la televisión llama por teléfono... Ya sabes lo que pasa. Hubo idas y venidas. Finalmente acordamos que me darían un montón de dinero y que a cambio me declararían no apto por motivos de salud. En realidad soy buzo de combate. Si padeces debilidad del músculo cardíaco tienes que dejar el oficio. Cuando te declaran no apto por debilidad cardíaca nadie hace preguntas estúpidas. Y me fui.

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