El quinto día (120 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

En cuanto tuvieron espacio suficiente, los animales entraron en la esclusa, donde fueron recibidos por Greywolf y Anawak.

Peak vio que Roscovitz volvía a cerrar la compuerta de vidrio. Tenía la mirada clavada en los monitores. Rubin se había acercado al borde de la dársena y contemplaba absorto la esclusa.

—Sólo quedan dos —musitó Roscovitz.

Por los altavoces se oyeron los silbidos y clics de los delfines que aún aguardaban en el exterior. Estaban cada vez más nerviosos. La cabeza de Greywolf apareció en la superficie; luego emergieron Anawak y Delaware.

—¿Qué dicen los animales? —quiso saber Peak.

—Repiten siempre lo mismo —respondió Greywolf—: orcas y forma de vida desconocida. ¿Alguna novedad en los monitores?

—No.

—Quizá sea una falsa alarma. Recojamos a los dos últimos delfines.

Peak prestó atención. Los bordes de las pantallas habían empezado a iluminarse de color azul profundo.

—Creo que deberían darse prisa —dijo—. Se está acercando.

Los científicos volvieron a sumergirse en dirección a la esclusa. Peak llamó al CIC.

—¿Qué ven allí arriba?

—El anillo sigue estrechándose —rechinó la voz de Li por los altavoces de la consola—. Los pilotos dicen que la formación se sumerge, pero en la imagen del satélite todavía se la reconoce claramente. Da la impresión de que quiere meterse bajo el barco. Pronto se iluminarán las aguas allí abajo.

—Ya se están iluminando. ¿De qué se trata esta vez? ¿De la nube?

—¿Sal? —Era la voz de Johanson—. No, no creo que haya adoptado aún forma de nube. Las células están unidas. Es una prolongación de gelatina compacta que se contrae. No sé lo que está sucediendo exactamente, pero intenten acabar pronto.

—Terminaremos en seguida. ¿Rosco?

—Ya está —dijo Roscovitz—. Abriré la compuerta.

Anawak flotaba como hechizado sobre la cubierta de vidrio. En esta ocasión vio algo diferente cuando se separaron las planchas de acero. La primera vez había visto unas sombras de color verde oscuro. Ahora las profundidades estaban iluminadas por una tenue luz azul que se iba intensificando lentamente.

«Esto no tiene el mismo aspecto que la nube —pensó—. Más bien es como un rayo de luz irradiado en círculos.» Pensó en la imagen del satélite que habían visto en el CIC. En la garganta del inmenso tubo sobre la que flotaba el
Independence
.

De golpe se dio cuenta de que contemplaba el interior de ese tubo. Al pensar en las enormes dimensiones de esa manga sintió un vuelco en el estómago. El miedo le sobrevino como un ataque. Cuando apareció como salido de la nada el cuerpo del quinto delfín y nadó velozmente hacia la esclusa, Anawak retrocedió, pues apenas podía contener su deseo de huir. El delfín se apretó contra la cubierta de vidrio. Anawak se obligó a calmarse. Al instante apareció el sexto animal en la esclusa, y las planchas de acero se cerraron lentamente. Los sensores examinaron la calidad del agua, enviaron su confirmación a Roscovitz y la cubierta de vidrio se abrió.

Browning dio un salto enorme hasta el
Deepflight
.

—¿Qué hace? —quiso saber Roscovitz.

—Los animales están en la esclusa, de modo que ya puedo hacer mi trabajo.

—Eh, que no era para tanto.

—Sí, es importante. —Browning se acuclilló y abrió una cubierta en la popa del batiscafo—. Ahora terminaré de reparar este maldito chisme.

—Tenemos cosas más importantes que hacer, Browning —dijo Peak, enfadado—. Deje eso. —No podía apartar la mirada de los monitores, que se iluminaban cada vez más.

—Sal, ¿han terminado allí abajo? —sonó la voz de Johanson.

—Sí. ¿Qué sucede?

—El borde del tubo avanza por debajo del barco.

—¿Puede causarnos algún daño?

—No lo creo. Ningún organismo podría hacer temblar el
Independence
. Ni siquiera esta cosa. Es gelatina. Como un músculo de goma.

—Y está debajo de nosotros... —dijo Rubin desde el borde de la dársena. Se dio la vuelta. Sus ojos brillaban—. Vuelva a abrir la esclusa, Luther. Rápido.

—¿Qué? —Roscovitz lo miró estupefacto—. ¿Se ha vuelto loco?

Con unos pocos pasos, Rubin se acercó a él.

—¿General? —dijo por el micrófono de la consola.

Se oyó un chasquido en la línea.

—¿Qué hay, Mick?

—Tenemos ante nosotros una oportunidad fabulosa: podemos atrapar una gran cantidad de esa gelatina. Yo he sugerido que vuelvan a abrir la esclusa, pero Peak y Roscovitz...

—Jude, no podemos correr ese riesgo —dijo Peak—. No podemos controlarlo.

—Sólo tenemos que abrir la compuerta de acero y esperar un momento —dijo Rubin—. Quizá el organismo sienta curiosidad. Cogemos unos cuantos trozos y luego volvemos a cerrar la esclusa. Así tendremos una enorme muestra de material de investigación. ¿Qué le parece?

—¿Y si está infectada? —dijo Roscovitz.

—Dios mío. ¡Objetores por todas partes! Podemos analizarla. Y por supuesto, ¡dejaremos la cubierta de vidrio cerrada hasta que estemos seguros!

Peak sacudió la cabeza.

—No me parece una buena idea.

Rubin hizo un gesto de impaciencia.

—General, ¡es una oportunidad única!

—De acuerdo —dijo Li—. Pero tengan cuidado.

La mirada de Peak se ensombreció. Rubin soltó una carcajada, se acercó al borde de la dársena y movió enérgicamente los brazos.

—Eh, acabad de una vez —les gritó a Greywolf, Anawak y Delaware, que estaban quitando los arneses a los animales bajo el agua—. Daos prisa... —No podían oírlo—. Bah, no importa. Vamos, Luther, abra la maldita compuerta. Mientras la cubierta de vidrio esté cerrada no pasará nada.

—¿No deberíamos esperar a que...?

—No podemos esperar —lo increpó Rubin—. Ya ha oído la orden de Li. Además, si esperamos, desaparecerá. Simplemente deje entrar un poco de gelatina en la esclusa y vuelva a cerrarla. Me basta con un metro cúbico, más o menos.

«Capullo impertinente», pensó Roscovitz. Le hubiera encantado arrojarlo al agua, pero ese tipo de mierda tenía la autorización de Li.

Ella había dado la orden.

Roscovitz pulsó el mando de la compuerta.

Delaware tenía que habérselas con un ejemplar particularmente nervioso. Estaba inquieto e impaciente. Cuando intentó quitarle la cámara, el delfín se escurrió y se sumergió en dirección a la esclusa, arrastrando consigo la mitad del arnés. Lo vio nadar en círculos sobre la cubierta de vidrio y lo siguió pataleando enérgicamente.

De lo que se habló arriba no se enteró.

«¿Qué te sucede? —pensó—. Ven aquí. No tienes nada que temer».

Luego vio lo que estaba pasando.

La compuerta de acero se abría de nuevo.

Durante un momento se quedó tan perpleja que dejó de nadar y se hundió hasta tocar el vidrio con la punta de los pies. Abajo, la compuerta seguía abriéndose. El mar estaba iluminado de un azul intenso. En las profundidades refulgían unas descargas a modo de rayos.

¿Qué diablos estaba haciendo Roscovitz? ¿Por qué abría la compuerta?

El delfín giraba enloquecido sobre la esclusa. Nadó hacia ella y le dio un empujón. Al parecer, intentaba alejarla de la compuerta. Como Delaware no reaccionó en seguida, hizo un par de piruetas y se alejó a toda velocidad.

Delaware contempló el abismo iluminado.

¿Qué pasaba allí abajo? Vio sombras que se deslizaban como espectros y luego una mancha que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba.

Y avanzaba con rapidez.

La mancha adquirió forma, se vio una figura.

De golpe comprendió qué era lo que se dirigía hacia ella. Reconoció la enorme cabeza con la frente negra y la parte inferior blanca, los dientes distribuidos en hileras regulares entre la boca semiabierta. Era el ejemplar más grande que había visto en su vida. Y se aproximaba en vertical desde las profundidades, cada vez más rápido, al parecer sin la menor intención de desviarse. Pensó a toda velocidad. En fracciones de segundo reunió cuanto sabía: que la cubierta de vidrio era gruesa y robusta, pero no lo suficientemente resistente como para soportar el impacto de una bomba viviente. Que ese animal debía de medir más de doce metros. Que podía catapultarse a las alturas a una velocidad de cincuenta y seis kilómetros por hora.

Era demasiado rápido.

Desesperada, intentó alejarse de la esclusa.

Como un torpedo, la orca chocó contra la cubierta de vidrio y la atravesó. La onda de presión hizo girar a Delaware sobre sí misma. Confusamente, vio que caía sobre ella un torbellino de fragmentos de acero y de vidrio. Apenas frenado por el impacto, el lomo blanco de la orca se erguía sobre la cubierta destrozada. Algo le dio dolorosamente entre los omóplatos. Dio un grito y le entró agua en los pulmones; agitó las manos hacia todos lados y perdió el sentido de la orientación.

Estaba aterrorizada.

Roscovitz apenas tuvo tiempo de comprender la situación. El muelle rugió y trepidó bajo sus pies cuando la orca atravesó la compuerta. Una inmensa montaña de agua levantó el
Deepflight
. Vio que Browning se tambaleaba agitando los brazos mientras la orca se hundía brevemente y volvía a acercarse a toda velocidad.

—¡La compuerta! —Gritó Rubin—. ¡Cierre la compuerta!

La cabeza de la orca embistió el sumergible lanzándolo hacia arriba. El soporte de la cadena saltó con un claro estampido. El cuerpo de Browning voló por los aires y se estrelló contra la consola de mando. Una de sus botas golpeó a Roscovitz en el pecho y lo empujó hacia atrás. Roscovitz chocó contra la pared del hangar, arrastrando consigo a Peak.

—¡El batiscafo! —Gritó Rubin—. ¡El batiscafo!

Con la frente ensangrentada, Browning volvió a caer al agua. Por encima de ella, la popa del
Deepflight
se alzó en vertical; pocos segundos después el batiscafo se inundó y se hundió. Roscovitz logró levantarse. Cuando intentaba acercarse a la consola oyó que algo emitía un silbido. Alzó la vista y vio que la cadena suelta caía oscilando como un látigo. Apresuradamente, trató de esquivarla; sintió que el extremo le rozaba la sien y se enrollaba alrededor de su cuello. Se quedó sin aire.

Salió arrastrándose y resbaló por el borde de la dársena.

Greywolf se hallaba tan lejos que no pudo ver qué había desencadenado la catástrofe; y como estaba en el agua, no oyó el temblor. Sólo vio el batiscafo arrancado del soporte y lo que provocó en Browning y Roscovitz. Rubin gritaba y gesticulaba junto a la consola. Tras él apareció la cabeza de Peak. Los soldados habían cogido sus armas y corrían hacia el lugar del desastre.

Velozmente, su mirada recorrió la superficie en busca de Delaware. Anawak estaba a su lado, pero no veía a Delaware por ninguna parte.

—¿Licia?

No hubo respuesta.

—¿Licia?

Sintió un temor helado en el corazón. Se zambulló de un impulso y nadó veloz hacia la esclusa.

Delaware nadaba en la dirección equivocada. Sentía un dolor atroz en la espalda y temía asfixiarse. De golpe se encontró nuevamente sobre la esclusa. Las dos partes de la cubierta de vidrio habían sido arrancadas; la compuerta de acero había comenzado a cerrarse. Abajo, el mar estaba completamente iluminado.

Se puso de espaldas.

¡No!

El
Deepflight
caía de proa hacia ella, con las escotillas abiertas, hundiéndose como una piedra. Empezó a patalear con todas sus fuerzas. El batiscafo la aplastaría. Vio que los brazos robot plegados se aproximaban, de modo que se estiró como una nutria, pero no fue suficiente: el sumergible chocó contra su cuerpo. Sintió que sus costillas se rompían; abrió la boca, gritó y tragó aún más agua. Implacable, el batiscafo la empujó hacia abajo, en dirección a la esclusa y al mar abierto. El frío penetró en sus huesos como un impacto. Casi inconsciente, vio que el batiscafo chocaba con la compuerta de acero y que ya no se hundía. Quedó atascado, mientras que ella seguía hundiéndose. Al pasar junto al batiscafo estiró los brazos e intentó agarrarse, pero sus dedos resbalaron. No tenía fuerzas; sus pulmones eran como una papilla. Y además su abdomen parecía completamente aplastado.

«Por favor —pensó—, quiero volver, regresar al barco. No quiero morir».

Entre la compuerta bloqueada y el sumergible aprisionado vislumbró el rostro borroso de Greywolf, pero quizá fuera la proyección de un deseo, de un hermoso sueño: él vendría a salvarla.

Algo oscuro y grande vino del costado: fauces abiertas e hileras de dientes cónicos.

La dentellada de la orca le partió el tórax.

Delaware no pudo ver la masa luminosa que pasaba como un rayo a su lado. Cuando el organismo atravesó la esclusa, ella ya estaba muerta.

Peak, furioso, dio un puñetazo en la consola de control. No había podido cerrar la compuerta. El
Deepflight
bloqueaba las dos planchas de acero. O volvía a abrirlas y sacrificaba el batiscafo, o se arriesgaba a que aquella cosa entrara en la esclusa.

Browning había desaparecido. Roscovitz colgaba de la cadena sacudiéndose, con las piernas sumergidas en el agua y las manos aferradas en torno al cuello.

¿Dónde estaba la maldita orca?

—¡Sal! —bramó Rubin.

El agua bullía llena de espuma. Los soldados corrían confundidos, sin saber qué hacer. Greywolf se había sumergido. De Anawak no había ni rastro. ¿Y Delaware? ¿Dónde estaba Delaware?

Sintió un golpe en el costado.

—¡Maldita sea, Sal! —dijo Rubin apartándole de la consola. Sus manos volaron por el teclado, oprimiendo botones—. ¿Por qué no cierra de una vez la maldita esclusa?

—Estúpido hijo de puta —gritó Peak. Alzó el brazo y le propinó un puñetazo en pleno rostro. El biólogo se tambaleó y cayó al agua. Entre la espuma, Peak vio alzarse la aleta dorsal de la orca y dirigirse hacia ellos.

Rubin emergió tosiendo de las aguas.

También él vio la aleta. Empezó a gritar.

Peak pulsó el botón para abrir la compuerta de acero y soltar el
Deepflight
a las profundidades.

Tendría que encenderse una luz de control.

No pasó nada.

Greywolf creyó que perdía la razón.

Bajo el
Independence
pasaba una manada de orcas. Uno de los animales se había apoderado de Delaware y había arrastrado su cuerpo fuera del campo visual. Sin pensarlo, Greywolf nadó hacia las compuertas bloqueadas y entre ellas vio que algo se acercaba velozmente desde las profundidades. Ante él resplandecieron rayos y descargas que parecían centellas; luego lo alcanzó algo que parecía un puño gigantesco y lo tiró hacia atrás. Todo se puso patas arriba. A su izquierda apareció Anawak un momento y volvió a desaparecer. Más allá, dos piernas pataleaban en el agua. Un cuerpo se precipitaba sobre él, un lomo blanco... Era la orca que había entrado en el barco cruzando por encima. Luego otra vez la esclusa con el batiscafo atascado.

Other books

My House, My Rules by Constance Masters
My Perfect Life by Dyan Sheldon
Erin M. Leaf by You Taste So Sweet
Guarding the Socialite by Kimberly Van Meter
Burning Attraction by Beale, Ashley
Downrigger Drift by James Axler
The Secret Passage by Nina Bawden