El quinto día (122 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

Se hundió en un remolino de burbujas de aire. Sus piernas tocaron una masa de destellos azules. La golpeó con el arpón y cedió. Por encima de él, la orca volvía a caer sobre el agua. Desplazó entonces una enorme onda de presión que lo hizo girar varias veces sobre sí mismo. Vio abrirse las hileras de dientes a menos de un metro, colocó el arpón entre las fauces de la orca y disparó.

Por un momento, todo pareció detenerse.

De la cabeza de la orca salió una detonación sorda. No fue muy ruidosa, pero bastó para que las aguas se tiñeran de rojo. Peak salió propulsado hacia atrás junto con una masa de sangre y pedazos de carne. Dio una voltereta, chocó contra la pared lateral y de un impulso volvió a subir al muelle. Jadeando, subió a la dársena. Había sangre por todas partes. Una masa grasienta de color rojo se mezclaba con tejido adiposo y pedazos de huesos. Trató de ponerse en pie, resbaló y volvió a caer sentado. Se estremeció de dolor. Su pie izquierdo quedó desviado en un ángulo que no auguraba nada bueno, pero en ese instante eso carecía de importancia.

Contempló estupefacto la escena que ante él se presentaba.

El organismo parecía fuera de sí. Sus tentáculos restallaban desenfrenados por la dársena. Caían estanterías; volaban equipos por el aire. De los varios soldados que antes estaban en la dársena, sólo se veía a uno, que disparaba desde el muelle; poco después uno de los tentáculos lo lanzó al agua. De pronto una figura medio transparente pasó sobre Peak, y éste se agachó para esquivarla. Aquello no era una serpiente ni tampoco un tentáculo; no se parecía a nada que él conociese. Con los ojos desorbitados, percibió que su extremo se transformaba en pleno vuelo y adoptaba durante un segundo la forma de un pez, para después ramificarse en filamentos sibilantes. Por la dársena parecían moverse animales grandes, crecían y volvían a desaparecer aletas dorsales, salían cabezas deformadas que estiraban sus trompas, extrañamente gelatinosas e inacabadas, se descomponían y caían al agua como trozos informes.

Peak se frotó los ojos. ¿Acaso no parecía que el nivel del agua estaba bajando? Junto al ruido general oyó el rugido de las máquinas, y entonces comprendió: ¡estaban vaciando el pozo! Sacaban el agua de los tanques de lastre. La popa del
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subía imperceptiblemente mientras el contenido de la dársena volvía a fluir hacia el mar. Los tentáculos que restallaban por todas partes se retiraban. De pronto, la criatura quedó completamente sumergida. Peak se levantó apoyándose en la pared, pero su pie izquierdo no soportó el peso y se le doblaron las rodillas. Antes de que llegara a desplomarse lo cogieron dos manos.

—Apóyese —dijo Greywolf.

Peak se agarró a los hombros del gigante e intentó caminar. Aunque no era precisamente bajo, comparado con Greywolf parecía flaco y débil. Lanzó un gemido. Sin pensarlo, Greywolf se lo cargó a la espalda y avanzó con él por el muelle hasta la playa.

—Alto —jadeó Peak—. Ya está. Bájeme.

Greywolf lo depositó en el suelo con suavidad. Se hallaban ante el túnel que conducía al laboratorio. Desde allí podían ver toda la dársena. Peak se dio cuenta de que reaparecían las paredes laterales del delfinario. Las bombas seguían rugiendo como antes. Pensó en las personas que quedaron en la dársena; probablemente habían muerto todas, los soldados, Delaware, Browning...

¡Anawak!

Su mirada registró el agua. ¿Dónde estaba Anawak?

Apareció tosiendo, justo frente a la playa. Greywolf se acercó de un salto y lo ayudó a subir. Contemplaron el agua, que seguía bajando. En ese momento vieron a una gran criatura que irradiaba una luz azul opaca y se arrastraba por la dársena como si buscase una salida hacia el exterior. Por su forma recordaba a una ballena delgada o una serpiente marina regordeta. Ya no refulgían destellos sobre su cuerpo, ni salían tentáculos de la masa. Nadaba hacia todos los rincones, serpenteaba por las paredes, buscaba rápida y sistemáticamente la salida que no había.

—¡Maldito animal de mierda! —Jadeó Peak—. Ahora se quedará sin agua.

—No. Tenemos que salvarlo.

Era la voz de Rubin. Peak giró la cabeza y vio que el biólogo caminaba por el túnel. Temblaba y se protegía del frío con los brazos, pero sus ojos brillaban como cuando insistió en que dejaran entrar la gelatina al buque.

—¿Salvarlo? —repitió Anawak.

Rubin se acercó con paso vacilante. Miraba atentamente la dársena, donde la criatura daba vueltas cada vez más rápido. El nivel del agua no superaba los dos metros. El ser extendía su cuerpo, probablemente para reducir su calado.

—Es una oportunidad única —dijo—. ¿Es que no lo entienden? Tenemos que descontaminar inmediatamente el simulador. Debemos sacar a los cangrejos, poner agua limpia e introducir todo lo que podamos de esta cosa. Es mucho mejor que los cangrejos. De ese modo podemos...

De un salto, Greywolf se acercó a él, rodeó su cuello con las dos manos y apretó. El biólogo abrió la boca y los ojos; asomó la lengua.

—¡Jack! —Anawak intentó tirar de sus brazos—. ¡Basta!

Peak se puso en pie como pudo. Su pie izquierdo soportó el peso. No parecía estar roto, pero le dolía terriblemente, así que apenas podía caminar. Daba igual. Le gustara o no, tenía que hacer algo por ese hijo de puta.

—Jack, no sirve de nada —dijo—. Suelte a ese hombre.

Greywolf no reaccionó. Alzó a Rubin, cuyo rostro tenía ya un ligero color azulado.

—¡Es suficiente, O'Bannon!

Li salió del túnel acompañada por algunos soldados.

—Lo mataré —dijo Greywolf con calma.

La comandante se acercó y agarró la muñeca derecha de Greywolf.

—No, O'Bannon, no lo hará. Sean cuales sean las cuentas pendientes que tiene con Rubin, no me importan; su trabajo es importante para nosotros.

—Ahora ya no.

—¡O'Bannon! No me ponga en la lamentable situación de tener que herirlo.

Los ojos de Greywolf brillaron. Clavó la mirada en Li. Al parecer había entendido que hablaba en serio, ya que bajó lentamente a Rubin y le soltó el cuello. El biólogo cayó de rodillas soltando un ronquido. Se atragantó y escupió.

—Por su culpa ha muerto Licia —dijo Greywolf en voz baja.

Li asintió. De repente su rostro adoptó una expresión completamente diferente.

—Jack —dijo casi con suavidad—, lo siento. Le prometo que no habrá muerto en vano.

—Siempre se muere en vano —respondió Greywolf con voz apagada. Y, dándose la vuelta, dijo—: ¿Dónde están mis delfines?

Li se dirigió con sus hombres hacia el muelle. Peak era un imbécil. ¿Por qué no había armado a su gente desde el principio con proyectiles explosivos? ¿Acaso no podía preverse algo así? ¡Qué estupidez! Eso era exactamente lo que ella había previsto. Una montaña de problemas. No sabía de qué modo aparecerían, pero había tenido claro que aparecerían. Lo había sabido antes de que los primeros científicos llegaran al Château, y había tomado las medidas necesarias.

En la dársena apenas quedaban unos cuantos charcos de agua. Ante sus ojos Li vio una escena desoladora. Directamente bajo ella, a cuatro metros de profundidad, yacía el cadáver de la orca. Una pasta rojiza se extendía por donde había estado la cabeza con la boca repleta de dientes. Un trecho más allá vio los cuerpos inmóviles de algunos soldados. Salvo tres delfines, el resto de los animales habían desaparecido. Probablemente, los demás habían preferido, en pleno pánico, abandonar el barco mientras la esclusa estuvo abierta.

—Qué porquería —dijo.

La cosa informe apenas se movía en medio de la dársena. Había adquirido un color blanco pálido. En los bordes, bañados por los últimos restos de agua, se formaban tentáculos cortos que reptaban por el suelo como culebras. La criatura se moría. Tan inaudita era su capacidad de cambiar de forma y de lanzar tentáculos, como desesperada parecía ahora su situación. La parte superior de la montaña de gelatina mostraba los primeros signos de descomposición. De ella goteaba un líquido claro como la cera.

Li recordó que el coloso encallado no era un solo ser, sino una aglomeración de miles y miles de millones de unicelulares que estaban separándose. Rubin estaba en lo cierto. Tenían que salvar todo lo que pudieran. Cuanto más rápido actuaran, mayor cantidad del colectivo sobreviviría.

Anawak se acercó sin decir ni una palabra. Li siguió revisando la dársena. No reparó en el cuerpo bamboleante de Roscovitz, o, mejor dicho, en lo que quedaba de él. De reojo percibió un movimiento en el fondo de la dársena, fue hasta el final del muelle y bajó por una escalerilla. Anawak la siguió. Algo había llamado su atención y ahora se sustraía a su mirada. Pasó a una distancia respetuosa del torso, que comenzaba a despedir un olor desagradable, y escuchó que Anawak la llamaba desde el otro lado. Rodeó tan apresuradamente la montaña que a punto estuvo de tropezar con Browning.

La mujer yacía con los ojos abiertos, prácticamente sepultada por la masa que se fundía.

—Ayúdeme —dijo Anawak.

Sacaron juntos a la mujer de debajo de la masa. La sustancia era tenaz y se resistía a desprenderse de sus piernas. El cadáver le pareció a Li inusualmente pesado. Su rostro brillaba como si estuviera barnizado, y Li se inclinó sobre él para examinarlo mejor.

El tórax de Browning se incorporó.

—¡Mierda!

Li retrocedió de un salto y vio que Browning empezaba a sacudirse como en un ataque epiléptico y que hacía muecas. La mujer alzó los brazos, abrió la boca y volvió a desplomarse. Sus dedos se curvaron en forma de garras. Dio algunas patadas, enderezó la espalda y agitó violentamente la cabeza varias veces.

¡Era imposible! ¡Completamente imposible!

Li era una mujer curtida, pero en ese momento sintió auténtico terror. Clavó la mirada en el cadáver viviente mientras Anawak, con expresión de asco, se acuclillaba junto a él.

—Jude —dijo en voz baja—, tendría que ver esto.

Dominando su repugnancia, Li se acercó.

—Aquí —dijo Anawak.

Li miró mejor. La película brillante del rostro de Browning comenzó a gotear, y súbitamente Li comprendió lo que era. Unos cordones apelmazados, viscosos, recorrían los hombros y el cuello de la mujer y desaparecían en sus orejas...

—Ha entrado —susurró Li.

—La sustancia ha intentado apoderarse de ella. —Anawak asintió. Su rostro tenía un color blanco grisáceo, lo cual era un cambio de color notable en el caso de un inuk—. Probablemente se introduce por todas partes para familiarizarse con su nueva realidad. Pero Browning no es una ballena. Creo que en su cerebro un último resto de impulso neuronal reacciona contra el intento de posesión. —Hizo una pausa—. Morirá de un momento a otro.

Li calló.

—Esta sustancia puede dominar todo tipo de funciones cerebrales —dijo Anawak—. Pero no comprende al ser humano. —Se puso en pie—. Browning está muerta, general. Lo que vemos es un experimento que está llegando a su fin.

«Heerema», costa de La Palma, islas Canarias

Bohrmann observaba con escepticismo los trajes de la pequeña base de inmersión. De brillante color plata, tenían cascos transparentes, extremidades segmentadas y pinzas prensiles. Estaban colgados como muñecos sin vida en un gran contenedor de acero que se abría mirando hacia la nada.

—No pensé que fuéramos a la Luna —dijo.

—¡Geerraaad! —Frost se rió—. Bajar a cuatrocientos metros de profundidad es como viajar a la Luna. Tú quisiste venir, de modo que no te quejes.

En realidad, Frost había querido hacer la inmersión con Van Maarten, pero Bohrmann había objetado que el holandés era quien mejor conocía los sistemas del Heerema y que lo necesitaban arriba. Con tal comentario expresaba tácitamente la posibilidad de que abajo se produjeran dificultades.

—Además —había observado—, no quiero veros andar por las profundidades sin saber qué hacer. Aunque seáis unos buceadores excelentes, el que entiende de hidratos sigo siendo yo.

—Precisamente por eso debes quedarte en el barco —replicó Frost—. Eres nuestro experto en hidratos. Si te sucede algo, no tenemos a otro.

—Sí, contamos con Erwin. Él sabe tanto como yo. Incluso más.

Suess ya había llegado de Kiel.

—Una inmersión no es como un paseo —dijo Van Maarten—. ¿Ha buceado alguna vez?

—Sí, unas cuantas.

—Quiero decir, ¿ha estado realmente bien abajo?

Bohrmann vaciló.

—He descendido hasta los cincuenta metros, en buceo convencional con botellas. Pero estoy en excelente estado físico. Y tampoco soy tonto —agregó tercamente.

Frost pensó.

—Bastará con dos hombres fuertes —dijo—. Llevaremos unas pequeñas cargas explosivas y...

—Ya empezamos —gritó Bohrmann, aterrorizado—. ¡Cargas explosivas!

—¡De acuerdo, de acuerdo! —Frost alzó las manos—. Ya veo que sin ti no funcionará. Vendrás conmigo. Pero luego no te quejes si te resulta incómodo.

Se hallaban en el interior del pontón de babor, a dieciocho metros de la superficie. Los pontones estaban llenos, pero Van Maarten había reservado una pequeña zona que estaba conectada a la plataforma por unas escalerillas. Precisamente desde ese lugar habían bajado el robot. Como sabía que podían necesitar equipos para sumergirse a varios cientos de metros de profundidad, Van Maarten no se había conformado con los sistemas convencionales de buceo y había pedido trajes especiales a Nuytco Research, una empresa de Vancouver que era conocida por sus revolucionarias innovaciones.

—Parecen pesados —dijo Bohrmann.

—Noventa kilos, básicamente titanio. —Frost acarició casi amorosamente el frente de cristal de uno de los cascos—. Un exosuit es pesado como una roca, pero bajo el agua no lo notas. Puedes subir y bajar a voluntad. El traje se alimenta de oxígeno, y como te cubre todo el cuerpo, no se forman burbujas de nitrógeno en la sangre. De ese modo te ahorras las estúpidas paradas de descompresión.

—Tiene aletas.

—Es genial, ¿no? En vez de hundirte como una piedra, nadas como un hombre rana. —Frost señaló los numerosos anillos articuladores—. Está construido de tal modo que puedes moverte con total libertad incluso a cuatrocientos metros de profundidad. Las manos están protegidas por semiesferas. No pudieron acoplar guantes, pues son demasiado sensibles, pero los dos brazos terminan en un sistema prensil controlado por ordenador. Sus sensores transmiten al interior una especie de sentido del tacto. Reaccionan con tanta sensibilidad que podrías firmar tu testamento con ellos.

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