El quinto día (126 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

—¡Lo sacaremos de ahí, Gerhard! Antes de que se le acabe el aire.

—Se lo ruego.

Poco a poco fue entrando algo más de luz en la grieta. La corriente que pasaba por la ladera arrastraba partículas de sedimento. Si Van Maarten estaba en lo cierto, la luz se extinguiría pronto.

Entonces quedaría solo en el mar tenebroso. Hasta que llegara alguien para competir con un par de centenas de tiburones martillo.

Para luchar con la inteligencia desconocida.

Un tiburón que conservara sus instintos naturales jamás se hubiera acercado al campo electromagnético. Un tiburón martillo no hubiera atacado a dos buzos con exosuits, y si lo hubiera hecho, se habría apartado en seguida de ellos. Los tiburones martillo eran considerados potencialmente peligrosos y a veces tenían una curiosidad enervante, pero la mayoría de las veces eludían todo lo que les parecía sospechoso.

Y, generalmente, no se metían en las grietas de las rocas.

Bohrmann aguardó sentado en su cueva, provisto de oxígeno para veinte horas más y de un sistema de defensa contra tiburones que no funcionaba. Esperaba que no hubiera otra carnicería cuando bajara la gente de Van Maarten. Cuando bajaran...

Una matanza en las tenebrosas aguas...

Apagó el reflector de su rastreador para ahorrar energía. De inmediato lo rodeó una negrura infinita. Por la grieta sólo entraba una luz muy débil.

Y cada vez era más débil.

«Independence», mar de Groenlandia

Johanson no estaba tranquilo.

Había estado en la cubierta del pozo, donde los hombres de Li, controlados por Rubin, preparaban el traslado de la gelatina al simulador. El tanque fue vaciado y descontaminado. Los cangrejos infectados con
Pfiesteria
fueron a parar al nitrógeno líquido. Toda la operación se llevó a cabo bajo las máximas medidas de seguridad. Johanson y Oliviera habían acordado comenzar con las pruebas de seguimiento de fases en cuanto la masa estuviera en el tanque. Mientras Crowe y Shankar trabajaban en la decodificación de la segunda señal
Scratch
, ellos deliberaron y fijaron el orden de las pruebas.

—El terror ha calado hondo —había dicho Li en un breve discurso improvisado—. Todos estamos profundamente conmovidos. Han intentado desmoralizarnos, destruirnos, pero no debemos dejar que eso nos paralice. Quizá se pregunten si este barco sigue siendo seguro. Pues bien, puedo asegurarles que es seguro. Mientras no demos al enemigo ninguna oportunidad de penetrar, no tenemos nada que temer a bordo del
Independence
. No obstante, se impone la celeridad. No debemos cejar en nuestros esfuerzos por establecer contacto. Ahora menos que nunca. Tenemos que convencerlos de que detengan el terror contra la raza humana.

Johanson subió a la cubierta de aterrizaje, donde el personal de servicio del barco estaba limpiando los restos de la interrumpida fiesta. El sol volvía a estar en el cielo; el mar tenía el aspecto de siempre. No había luces azules ni rayos. No había ningún sueño de luz convertido en pesadilla.

Regresó al punto de partida de sus pensamientos, antes de que Li le diera la copa de vino tinto e intentara hacerle hablar sobre su aventura nocturna. Había comprendido rápidamente dos cosas. Primero, que Li sabía lo que había pasado realmente. Segundo, que no estaba segura de lo que él recordaba y de si decía la verdad, y eso la tenía preocupada.

Le habían mentido. No se había caído.

Y había estado a punto de creerlo. Si Oliviera no le hubiera dicho en la rampa que la noche anterior él había creído ver a Rubin pasar por una puerta secreta en la cubierta del hangar, no se habría vuelto a acordar de ello y sumisamente se habría dado por satisfecho con la explicación proporcionada por Angelí y los demás. Pero la observación de Oliviera había puesto algo en marcha. Su cerebro empezó a reprogramarse, en él surgieron y desaparecieron imágenes enigmáticas. Con los ojos clavados en el mar uniformemente agitado, Johanson dirigió la mirada a su interior. Volvió a verse sentado en el cajón con Oliviera, bebiendo vino, y vio a Rubin cruzar la puerta de la pared del hangar. Ellos se hallaban algo alejados de esa puerta, pero otra imagen le sugería que él había estado muy cerca; para Johanson esto era prueba suficiente de la existencia del enigmático acceso.

¿Pero qué había pasado después?

Habían bajado al laboratorio; luego él había regresado a cubierta. ¿Para qué? ¿Para algo relacionado con esa puerta?

¿O eran todo imaginaciones suyas?

«Quizá sin darte cuenta te hayas hecho viejo y extravagante», pensó. Lo que, desde luego, sería penoso. Ir a ver a Li y pedirle explicaciones para acabar reconociendo que estaba un poco chiflado no era una idea estimulante.

Aún seguía cavilando cuando el destino se compadeció de él y le envió a Weaver. A Johanson le alegró ver que su silueta pequeña y compacta cruzaba la cubierta en dirección a él. Últimamente apenas habían estado en contacto. Al principio le había parecido una aliada secreta, pero en seguida había tenido que reconocer que Weaver no valía como sustituto de Lund. Se entendían bien, pero ni en el Château ni en el
Independence
había surgido un lazo más profundo. Quizá había esperado reparar con ella algo de lo sucedido con Lund. Pero ahora la situación era distinta. Johanson ya no estaba seguro de tener que saldar una deuda ni de que entre él y Weaver hubiera una intimidad como la que había compartido con Lund. De momento más bien le parecía que entre ella y Anawak estaba naciendo algo y que armonizaban mucho mejor.

De modo que no había intimidad.

Pero sí confianza, que era algo completamente distinto. Confiar en Weaver sólo podía ser beneficioso. Ella era demasiado sensata para obtener satisfacciones románticas de acontecimientos enigmáticos. Lo escucharía y le daría a entender claramente si lo consideraba un loco.

Con unas pocas frases le contó de qué se acordaba, qué le causaba confusión, en qué puntos desconfiaba de sí mismo y qué había sentido cuando Li intentó sonsacarle algo.

Tras reflexionar un momento, Weaver le preguntó:

—¿Has revisado la pared?

Johanson sacudió la cabeza.

—No he tenido oportunidad.

—Seguro que no te han faltado oportunidades. Pero tienes miedo de hacerlo porque temes no encontrar nada.

—Puede que tengas razón.

Weaver asintió.

—Bien. Entonces iremos juntos.

Weaver había dado en el clavo. Efectivamente, a medida que se aproximaban a la cubierta del hangar Johanson sentía miedo e inseguridad ¿Y si no encontraban nada? Ahora estaba casi seguro de que no encontrarían la puerta, de modo que tendría que hacerse a la idea de que padecía esquizofrenia. Tenía cincuenta y seis años. Era un hombre bien parecido y de reconocida inteligencia, que irradiaba erotismo y encanto y tenía una alta cuota de éxitos con las mujeres.

Y al parecer era un anciano senil.

Salió como había temido. Recorrieron varias veces la pared de punta a punta, pero no hallaron nada que pareciera un acceso.

Weaver lo miró.

—Bien... —musitó Johanson.

—No pasa nada —replicó Weaver. Y para gran sorpresa suya, añadió—: La pared tiene remaches, tuberías y soldaduras por todas partes, hay infinidad de posibilidades de empotrar una puerta de modo que no se vea. Intenta recordar dónde viste exactamente esa puerta.

—¿Quieres decir que me crees?

—Te conozco muy bien, Sigur. No eres un chiflado ni un borracho y tampoco consumes drogas. Tú eres un sibarita, y los sibaritas saben ver detalles que los demás no apreciamos. Yo soy más del tipo
fish'n'chips
. Probablemente no vería esa puerta aunque la abrieran delante de mis narices, sencillamente porque no puedo concebir que alguien haga algo tan retorcido. No sé qué has visto, pero... sí, te creo.

Johanson sonrió. Siguiendo un impulso le dio un beso en la mejilla y bajó bastante animado por la rampa camino del laboratorio.

Laboratorio

Rubin estaba aún muy pálido y, cuando hablaba, su voz sonaba como el graznido de un loro. La verdad es que había faltado poco para que se muriera. Greywolf había estado a punto de mandarlo al más allá. El biólogo intentaba mostrarse comprensivo. Sonreía con orgullo, actitud que a Johanson le recordaba a la enfermera Ratched de
Alguien voló sobre el nido del cuco
después de que Nicholson intentara estrangularla. Al mirar a los lados giraba el torso, hacía participar a todos de su lamentable estado físico y repetía que no guardaba rencor a Greywolf.

—Estaban juntos, ¿verdad? —Dijo con un ronquido—. Debe de ser terrible para él... Y fui yo quien quiso abrir de nuevo la esclusa. Quiero decir que no debió atacarme, pero puedo entenderlo muy bien.

Oliviera intercambiaba alguna que otra mirada con Johanson y callaba.

En el tanque flotaban grandes trozos de masa. Habían empezado a emitir luz otra vez. Pero lo que más interesaba a los tres biólogos en esos momentos no era la gelatina sino la nube. Cuando los soldados de Li depositaron en el simulador dos toneladas y media de gelatina, entraron también grandes cantidades de la sustancia deshecha. Entre los microorganismos y trozos de materia que flotaban libremente circulaba un robot repleto de sensores de suma precisión que medían sin cesar la composición química del agua y reenviaban los datos a los monitores de la consola. La parte exterior del robot estaba equipada con tubos de ensayo que se podían sacar, abrir, cerrar y volver a introducir pulsando un botón. Robusto y ágil, el aparato entero no era mucho más grande que el
Spherobot
.

Johanson estaba sentado ante la consola en pose de capitán de nave espacial y esperaba con las manos sobre las dos palancas de mando. Habían reducido la intensidad de las luces del tanque y del laboratorio al mínimo indispensable para poder observar mejor lo que sucedía. Y así fueron testigos de la paulatina recuperación de la masa. Los pedazos de gelatina adquirieron más intensidad luminosa, corrientes de luz azul vibraban en su interior.

—Creo que empieza —susurró Oliviera—. Está cambiando.

Johanson dirigió el robot hacia uno de los pedazos, abrió un tubo de ensayo e hizo que penetrara en la masa. El extremo del tubo era afilado como un cuchillo. Separó un poco de la gelatina, volvió a cerrarse por sí solo y regresó al robot. El pedazo no reaccionó a la punción. Envuelto en una nube azul, se deformó ligeramente. Johanson esperó unos segundos y repitió la operación en otro lugar.

En el conglomerado de gelatina brillaron luces diminutas. Tenía el tamaño de un delfín mular adulto. Cuanto más miraba mientras llenaba los tubos, más seguro estaba Johanson de que esa apreciación era exacta. Era tan grande como un delfín. Es más, tenía forma de delfín.

En ese mismo instante Oliviera dijo:

—Es increíble. Parece un delfín.

Johanson dejó de manejar el robot. Observaba fascinado cómo cambiaban de forma los pedazos restantes. Algunos eran como tiburones; otros parecían calamares.

—¿Cómo es posible? —dijo Rubin con un ronquido.

—Por programación —dijo Johanson—. Sólo puede ser así.

—¿Y cómo saben lo que han de hacer?

—Simplemente lo saben, lo han aprendido.

—¿Cómo?

—Si están en condiciones de imitar formas y movimientos —dijo Oliviera—, tienen que ser maestros del camuflaje, ¿no creéis?

—No sé —dijo Johanson, escéptico—. No estoy seguro de que lo que vemos ahí tenga como fin el mimetismo. Me parece más bien que es como si... recordaran algo.

—¿Qué quieres decir?

—Tú sabes lo que sucede cuando pensamos. Se activan determinadas neuronas, grupos y conexiones y surge un modelo. Nuestro cerebro no puede cambiar de forma, pero en cierto modo esas estructuras neuronales constituyen una forma. Si supiéramos leerlas podríamos decir con bastante exactitud en qué está pensando el sujeto en cuestión.

—¿Quieres decir que piensan en un delfín?

—Eso no tiene aspecto de delfín —opinó Rubin.

—Sí, es... —Johanson se detuvo desconcertado. Rubin tenía razón. La gelatina había cambiado. Ahora parecía más bien una especie de raya que subía por el tanque dando ligeros aleteos. De sus aletas salían filamentos delgados que tanteaban la pared.

—¡Mirad eso!

La forma de raya desapareció en algo sinuoso. La masa se dispersó. De pronto miles de peces diminutos parecieron pasar como flechas con movimientos sincrónicos y volvieron a juntarse. La formación cambiaba de aspecto en una sucesión cada vez más rápida, como si estuviera activando un programa. En fracciones de segundo alternaron formas conocidas con formas extrañas. Todos los pedazos de gelatina sufrían el mismo proceso. Luego empezaron a unirse. Refulgieron los ya conocidos rayos y durante un momento terrible, siniestro, Johanson creyó percibir en el veloz cambio de figuras el contorno de un ser humano.

Todo confluyó, la materia y los jirones de nube quedaron unidos.

—¡Se fusiona! —gimió Rubin. Miraba con ojos brillantes los visores del monitor que tenía ante él. Pasaban datos—. ¡El agua está saturada de una materia nueva, una combinación química!

Johanson describía curvas con el robot entre la sustancia colapsante recogiendo muestras constantemente. Manejaba el aparato como en una carrera de coches. ¿Qué cantidad de materia podría reunir? ¿Cuándo convenía emprender la retirada? La masa parecía haberse recuperado por completo. Formó un círculo y se expandió. Lo que ya habían visto una vez a pequeña escala se estaba verificando a gran escala: la creación de un ser a partir de células individuales. Un organismo que no tenía ojos ni oídos ni otros órganos de los sentidos, ni tampoco corazón, cerebro y vísceras; un conglomerado homogéneo que pese a su carencia de órganos era apto para desarrollar procesos complejos.

Surgió algo enorme. Las bombas hidráulicas habían devuelto al mar más de la mitad de la sustancia que había llegado a cubierta. No obstante, la porción que conservaban era de grandes dimensiones. Por la ventana oval del tanque observaron cómo se aglomeraba y compactaba la gelatina. Johanson dirigió el robot hacia los márgenes de la fusión, desde donde los velos azules acudían sin cesar al centro. Tres de los tubos estaban vacíos. Los sacó del robot y dio un nuevo asalto a la masa.

La criatura se replegó como un rayo y creó docenas de tentáculos que se apoderaron del robot. Johanson perdió el control de la máquina. El robot quedó inmovilizado por la sustancia, que se hundía hacia el fondo del tanque produciendo al mismo tiempo una especie de pie informe. De repente apareció un hongo inmenso con una corona de brazos dúctiles.

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