El quinto día (61 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

Alban decidió quedarse.

Abajo se producía un desastre.

Los hidratos destruidos (antes campos de hielo estables y vetasen los sedimentos, ahora ruinas carcomidas por los gusanos y las bacterias) se habían desmoronado en un instante. En una extensión de ciento cincuenta kilómetros, la gélida combinación de agua y metano se transformó en una explosión de gas. Mientras Alban tomaba la difícil decisión de aguantar, el gas se abrió camino hacia el exterior, voló paredes empinadas, quebró rocas e hizo temblar la plataforma, que cayó hacia adelante. En pocos segundos se derrumbaron kilómetros cúbicos de piedra. Mientras en el fondo iban cayendo capa sobre capa, todo el borde continental superior se empezó a mover y a presionar. En una poderosa reacción en cadena, las masas se desprendían y se arrastraban unas a otras, se estrellaban contra las últimas estructuras sólidas y las molían, transformándolas en barro.

El zócalo ubicado entre Escocia y Noruega, con sus bombas, oleoductos y plataformas, mostró las primeras fisuras.

A través de la tormenta alguien le gritó a Alban, que dándose la vuelta vio al subjefe científico que agitaba los brazos enloquecido. Sus palabras apenas se oían en la tormenta.

—El talud —es lo único que oyó Alban—. El talud.

Tras la breve y engañosa calma, ahora el mar estaba verdaderamente desenfrenado. La mar gruesa acosaba al
Thorvaldson
. Alban lanzó una mirada desesperada en dirección a la grúa que había ayudado a bajar el Deep Rover al agua. El oleaje producía espuma. El hedor a metano se había vuelto insoportable. Apartó la mirada y corrió al centro del barco. El científico lo agarró de la manga.

—¡Venga, Alban! ¡Dios mío! Tiene que ver esto.

El barco se estremeció. Hasta los oídos de Alban llegó un estruendo sordo, un ruido procedente de las profundidades del mar. Dando tumbos subieron por la escalera, angosta y tambaleante, hasta el puente.

—¡Allí!

Alban observó la consola de instrumentos; el sonar continuaba explorando el lecho marino. No dio crédito a sus ojos.

Ya no había fondo.

Era como si estuviera contemplando un maelstrom.

—El talud se está desprendiendo —susurró.

En ese mismo instante reconoció que ya no podía hacer nada por el ingeniero loco y por Eddie. Lo que había intuido se convirtió en una terrible certeza.

—Tenemos que irnos —dijo—. De inmediato.

El timonel giró la cabeza hacia él:

—¿Y adonde?

Alban pensó febrilmente. Ahora tenía una certeza absoluta. Sabía lo que estaba pasando ahí abajo, y por eso sabía también lo que los esperaba a muy corto plazo. Quedaba excluido poner proa hacia un puerto. El
Thorvaldson
no tenía más oportunidad que poner rumbo lo más rápidamente posible hacia aguas profundas.

—Manden un mensaje —dijo—. A Noruega, Escocia e Islandia, todas las costas limítrofes. Que evacúen el litoral. ¡Repítanlo una y otra vez! Que por lo menos llegue a alguien.

—¿Qué ha pasado con Stone y...? —comenzó a preguntar el subjefe.

Alban lo miró.

—Están muertos.

No se atrevió a imaginar la magnitud del deslizamiento. Pero lo que mostraba el sonar fue suficiente para que un escalofrío le corriera por la espalda. Todavía estaban en la zona crítica. Unos pocos kilómetros hacia el interior de la plataforma y zozobrarían. Mar adentro cabía la esperanza de salvar el pellejo. Aunque tendrían que exponerse a la furia de la tempestad, se las arreglarían.

Alban pensó en la morfología del talud. Hacia el noroeste, el lecho marino caía en grandes terrazas. Si tenían suerte, el alud se interrumpiría en la zona superior. Pero en un efecto Storegga no había interrupción posible. El talud entero se deslizaría hacia el fondo del mar en una extensión de cientos de kilómetros y hasta tres mil quinientos metros de profundidad. Las masas llegarían hasta aguas abisales en el este de Islandia y sacudirían el mar del Norte y el mar noruego como si fuera el maremoto del milenio.

¿Adónde ir?

Alban apartó la vista de los mandos.

—Rumbo a Islandia —dijo.

Millones de toneladas de barro y escombros se precipitaban hacia el fondo.

Cuando las primeras prolongaciones del alud alcanzaron el canal situado entre las islas Feroe y las Shetland, entre Escocia y la fosa de Noruega ya no había terrazas, sólo una masa desprendida que se precipitaba hacia abajo con violencia y arrastraba consigo todo lo que hasta ese momento había poseído estructura y forma. Parte del deslizamiento fue a parar al oeste de las islas Feroe para detenerse finalmente en los bancos submarinos que rodeaban la cuenca islandesa. Otra parte del alud se distribuyó a lo largo de la dorsal entre Islandia y las islas Feroe.

Pero la mayor parte se despeñó por el canal existente entre las Feroe y las Shetland como por un gigantesco tobogán. Nada detuvo la caída. La misma cuenca oceánica que hacía miles de años había absorbido el deslizamiento Storegga, se llenó ahora de un alud aún mayor que avanzaba sin cesar, generando al tiempo un inmenso torbellino.

Luego se desprendió el borde de la plataforma.

Fue barrido, sencillamente, en un ancho de cincuenta kilómetros. Y eso sólo era el comienzo.

Sveggesundet, Noruega

Inmediatamente después de la partida de Johanson, Tina Lund había cargado el equipaje en el jeep y se había ido.

Condujo con rapidez. La lluvia que empezaba a caer embarraba el camino. Probablemente Johanson hubiera protestado, pero Lund pensaba que al coche había que exigirle todo lo que diera de sí. Además, con un tiempo tan nublado no había mucho que ver.

A cada kilómetro que se acercaba a Sveggesundet sentía más alivio.

El nudo se había roto. Una vez aclarada la cuestión de Stone, había llamado en seguida a Kare Sverdrup y le había propuesto pasar un par de días juntos en el mar. Le pareció que Sverdrup se alegraba y que también se quedaba un tanto perplejo. Algo en su reacción le hizo sospechar que Johanson tenía razón. Que en el último segundo había rectificado el curso zigzagueante de las semanas anteriores, pues de otro modo Kare Sverdrup se hubiera ido. Por un momento temió haberlo estropeado todo y se oyó a sí misma diciendo cosas que denotaban un nivel de compromiso claramente intranquilizador.

Johanson había derrumbado una casa. Bueno. Se podría intentar construir otra.

Cuando, tras un veloz viaje, el jeep rodó por la calle principal de Sveggesundet, que llevaba a la costa, Lund sintió que el pulso se le aceleraba. Dejó el coche en un aparcamiento público más arriba del Fiskehuset. Desde allí, un acceso para coches y un sendero llevaban a la playa. No era una auténtica playa de arena; el musgo y los helechos recubrían los guijarros y las piedras aplanadas. En torno a Sveggesundet, el paisaje era chato pero tenía un romanticismo agreste; y el Fiskehuset, con su terraza frente al mar, ofrecía una vista particularmente bella incluso hoy, bajo la lluvia y con mala visibilidad.

Lund se acercó lentamente al restaurante y entró. Sverdrup no estaba, y además aún no habían abierto. Una asistente de cocina que estaba entrando cajones de verdura le hizo saber que Sverdrup tenía cosas que hacer en el pueblo. Que tal vez estuviera en el banco, en la peluquería o en cualquier otro lado, pero que en todo caso no había dicho cuándo volvería.

«La culpa es tuya», pensó Lund.

Se habían citado allí. Había llegado una hora antes, quizá gracias al viaje con el jeep de Johanson. ¿Pero cómo había podido calcular tan mal? Tendría que sentarse a esperar en el restaurante. Era una estupidez, parecería poco adecuado: ¡cucú, mira quién llega! O peor aún: eh, Kare, ¿dónde estabas? ¡Te he esperado mucho rato!

Salió a la terraza del Fiskehuset. La lluvia le azotó la cara. Otra persona hubiera vuelto a entrar en seguida, pero Lund era insensible al mal tiempo. Había pasado la infancia en el campo. Le gustaban los días soleados, pero también la tormenta y la lluvia le resultaban atractivas. Sólo ahora se dio cuenta de que las ráfagas que durante la última media hora habían sacudido el jeep se habían transformado en una tormenta formidable. Ahora no había tanta bruma, pero las nubes corrían más bajas por el cielo. Hasta donde podía ver, el mar estaba estriado y cubierto de espuma blanca.

Algo le pareció extraño.

Había estado allí un número suficiente de veces como para conocer bien la zona. Y el caso es que la orilla le pareció más ancha que de costumbre. Pese a las olas entrantes, la extensión de guijarros y rocas que se prolongaba hasta el mar era mayor de lo habitual. Casi parecía que se estuviera produciendo una marea baja a destiempo.

«Debes de estar equivocada», pensó.

Tomando una decisión repentina, sacó su teléfono móvil y marcó el número del de Sverdrup. Daba igual que le dijera que ya había llegado. No le importaba estropear la sorpresa. Probablemente veía fantasmas, pero prefería que él lo supiera. Hoy no podía tolerar una cara larga o ni siquiera una mera falta de alegría.

Sonó cuatro veces y luego apareció el buzón de voz.

Bien. El destino lo había querido así.

De modo que a esperar.

Se retiró el cabello mojado de la cara y volvió a entrar con la esperanza de que al menos ya funcionara la máquina de café.

Tsunami

El mar estaba lleno de monstruos.

Desde que el hombre tenía memoria, el mar le había ofrecido un espacio para los mitos, las metáforas y los miedos ancestrales.

Los compañeros de Ulises cayeron presa de las seis fauces de Escila. Poseidón, enojado por la soberbia de Casiopea, creó al monstruo Ceto, y en venganza por traicionar a Troya echó sobre Laoconte una serpiente de mar inmensa. Con las sirenas lo único que valía era ponerse cera en los oídos. Las ondinas, los saurios marinos y los pulpos gigantes hacían vacilar la fantasía. Finalmente,
Vampyrotheutis infemalis
se convirtió en lo contrario de todos los valores humanos. Hasta la bestia cornuda de la Biblia había surgido del mar. Y resulta que la ciencia, escéptica por naturaleza, desde que habían encontrado el celacanto y demostrado la existencia del calamar gigante, últimamente predicaba la existencia del núcleo de todas las leyendas e informes inquietantes. Tras haber temido durante milenios a los habitantes de las aguas abisales, ahora los seres humanos les pisaban los talones con entusiasmo. Ya nada era sagrado para el espíritu ilustrado, ni siquiera el miedo. Los monstruos se habían convertido en los mejores compañeros de juego, tanto los auténticos como los imaginarios, animalitos para la investigación.

Excepto uno.

Era el peor de todos. Causaba pánico al más sereno de los intelectos. Cada vez que surgía del mar y caía en tierra causaba muerte y destrucción. Le habían dado nombre unos pescadores japoneses que estaban en alta mar y que no se enteraron del terror producido por el monstruo hasta volver a su pueblo y hallar a éste devastado y a sus familiares muertos. Para nombrarlo habían encontrado una palabra que traducida literalmente significaba «ola en el puerto».
Tsu
, «puerto», y
nami
, «ola».

Tsunami.

La decisión de Alban de poner rumbo a aguas profundas mostraba que tenía conocimiento del monstruo y de sus peculiaridades. El mayor error hubiera sido poner proa a la supuesta protección del puerto.

De modo que hizo lo único que era adecuado.

Mientras el
Thorvaldson
luchaba por surcar la mar gruesa, el talud continental y el borde de la plataforma seguían precipitándose hacia las profundidades. El torbellino que surgió hizo descender el nivel del mar en una vasta extensión. Las olas, propagadas en torno al sitio de la caída, salieron en forma de anillos a toda velocidad y en todas las direcciones. Sobre el centro del temblor, una zona de varios miles de kilómetros cuadrados, las olas aún eran tan chatas que apenas se apreciaban en el furor de la tormenta. Su amplitud no llegaba a un metro sobre el nivel del mar.

Más tarde llegaron a la zona poco profunda de la plataforma.

Alban había aprendido en su momento en qué se distinguen las olas de un tsunami de las olas tradicionales: en casi todo. Normalmente la marejada era causada por el movimiento del aire. Cuando la irradiación solar calentaba la atmósfera, el calor no siempre se distribuía uniformemente por toda la superficie terrestre. Surgían vientos compensadores que generaban fricciones en la superficie del agua y, por lo tanto, olas. Ni siquiera los huracanes llegaban a levantar el mar más de quince metros. Las olas gigantes, como las temidas olas extremas, eran una excepción. La velocidad máxima de las olas normales de tempestad era de noventa kilómetros por hora, y el efecto del viento se limitaba a las capas superiores del mar. A partir de doscientos metros de profundidad, todo estaba en calma.

Pero las olas de un tsunami no se generaban en la superficie del mar, sino en su fondo. No se debían a la velocidad del viento, sino que surgían de un choque sísmico, y las olas de choque se desplazaban a velocidades muy distintas. Pero, sobre todo, la energía de una ola de tsunami se transmitía desde la columna de agua hasta el lecho marino. De modo que en cada punto del mar, por profundo que fuera, la ola tenía contacto con el suelo. Lo que vibraba era la masa de agua entera.

El mejor ejemplo de cómo imaginar un tsunami no se lo habían mostrado a Alban con un ordenador, sino de modo mucho más simple. Alguien había llenado de agua un balde de latón y le había dado un golpe por debajo. Como consecuencia en su superficie se propagaron varias olas concéntricas. El temblor del fondo, transmitido al contenido completo, llegó a la superficie en forma de ola.

Este efecto, le habían dicho, sencillamente tenía que imaginárselo a una escala millones de veces mayor.

Sencillamente.

El tsunami desencadenado por el deslizamiento salió en todas las direcciones a una velocidad inicial de setecientos kilómetros por hora, con unas crestas chatas y extremadamente alargadas. Sólo la primera ola llevaba ya un millón de toneladas de agua con su correspondiente e inmensa energía. Pocos minutos después chocaba con el borde de desprendimiento de la plataforma. Al hacerse menos profundo, el lecho marino frenó la ola y redujo la velocidad de su frente, sin que por ello disminuyera sustancialmente la energía transportada. Las masas de agua siguieron empujando, y como ya no avanzaban tan rápidas, se empezaron a agrupar. Cuanto más disminuía la profundidad, más crecía el tsunami, al tiempo que su longitud de onda se reducía de modo espectacular. Y las olas de la tormenta cabalgaban sobre su cresta. Al llegar a las primeras plataformas de extracción del zócalo del mar del Norte, la velocidad de las olas era de sólo cuatrocientos kilómetros por hora, pero su altura alcanzaba ya los quince metros.

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