El quinto día (62 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

En una plataforma, quince metros no era algo por lo que preocuparse seriamente... siempre que se tratara de una ola de tempestad normal.

En cambio una ola de choque, que vibraba desde el lecho marino hasta la superficie del agua, coronada por una montaña de agua de quince metros de altura y que se desplazaba a cuatrocientos kilómetros por hora, producía el efecto de un Jumbo a reacción al estrellarse.

Gullfaks C, plataforma continental noruega

Por un momento, Lars Jórensen pensó que estaba demasiado viejo para resistir el último par de meses en GuUfaks. Le temblaba todo el cuerpo. ¿Qué pasaba? Temblaba tanto que la baranda parecía temblar con él, y no tenía la menor idea del motivo. Propiamente hablando, no se sentía mal. Deprimido tal vez, pero no enfermo. ¿Sería eso lo que se notaba al sufrir un ataque cardíaco?

Luego se dio cuenta de que en realidad no era él quien temblaba, sino la baranda.

En GuUfaks C había un temblor.

Darse cuenta de ello resultó ser una sorpresa.

Miró fijamente a la torre de extracción, y luego otra vez hacia el mar. Abajo bramaba la tempestad, pero él había vivido cosas peores, mucho peores, sin que apenas se hubieran notado en la plataforma. Jórensen conocía este temblor sólo por relatos, cuando una perforación mal ejecutada producía un escape de metano y el petróleo y el gas salían disparados hacia arriba debido a su elevada presión. Era entonces cuando podía pasar que la plataforma entera se pusiera a vibrar intensamente. Pero en GuUfaks algo así era imposible. Bombeaban el petróleo de reservas semivacías a tanques submarinos, y no lo hacían directamente bajo la plataforma, sino en un amplio circuito a su alrededor.

En el negocio de mar abierto había algo así como una lista de las diez principales catástrofes potenciales. Se podían quebrar los puntales transversales de los esqueletos de acero en que muchas plataformas se apoyaban. Las llamadas olas extremas, las máximas olas que podían llegar a agruparse en el mar por efecto del viento y las corrientes, se consideraban el mayor peligro predecible de la industria petrolera. Igualmente temidas eran las colisiones con pontones desprendidos o buques cisterna sin capacidad de maniobra. Todos estos elementos constituían los puntos de máximo terror, encabezados por las fugas de gas. Las fugas eran casi indetectables. A menudo se descubrían cuando ya era demasiado tarde y entraban en contacto con el fuego. En tal caso explotaba la plataforma entera, como el caso de la británica
Piper Alpha
, del lado británico, que fue la mayor catástrofe de la historia de la industria petrolera y se cobró la vida de más de ciento sesenta personas.

Pero la pesadilla por antonomasia eran los maremotos.

Y esto, reconoció Jórensen, era un maremoto.

Ahora podía pasar cualquier cosa. Cuando la tierra temblaba, se perdía todo el control. El material se deformaba y se rajaba. Surgían fugas y estallaban incendios. Cuando un temblor hacía vibrar una plataforma, lo único que cabía esperar era que no fuera más terrible, que el suelo marino no se desmoronara o se desprendiera, que las construcciones ancladas resistieran los embates. Pero incluso entonces el temblor causaba otro problema, contra el que no había nada que se pudiera hacer, absolutamente nada.

Y a la plataforma se le venía encima ese problema. Jórensen vio cómo se acercaba y supo que sus oportunidades eran nulas. Se dio la vuelta y quiso bajar corriendo la escalera de acero para alejarse de la galería al aire libre.

Todo sucedió muy de prisa.

Dio un traspié y se cayó. Instintivamente sus manos se clavaron en la rejilla del suelo. Se desató un ruido infernal, estruendos y estrépitos como si toda la plataforma se partiera en pedazos. Se escucharon gritos, luego un estampido ensordecedor rasgó el aire, y Jórensen fue a dar contra la baranda. Un dolor intenso le recorrió el cuerpo. Colgado de la reja, notó que el mar de pronto pareció pararse. Más arriba, el metal chirriaba al reventar. Lleno de espanto, comprendió que la enorme plataforma comenzaba a inclinarse, y dejó de actuar como un ser racional. Lo que quedó fue un ser presa del pánico que emprendió el disparatado intento de escapar reptando para arriba, fuera del alcance del agua que se acercaba. Se deslizó hacia arriba por la diagonal que hasta un momento antes había sido el suelo, pero la diagonal se empinó más aún, y Jórensen comenzó a gritar.

Sus fuerzas se paralizaron. Los dedos de la mano derecha se soltaron del puntal metálico, y se resbaló. Una terrible sacudida le recorrió el brazo izquierdo. Quedó colgando de una sola mano. Gritando todavía, echó la cabeza hacia atrás y vio la torre de extracción cayéndose y el brazo con la llama de gas, que ya no se recortaba sobre el agua sino contra el cielo negro como un cuervo.

Por un momento, la llama solitaria pareció casi sublime. Un saludo a los dioses. Hola a los de allá arriba. Ahí vamos.

Luego voló todo por los aires en una nube incandescente de un amarillo claro, y Jórensen cayó al mar. No sintió el dolor del medio brazo arrancado, la mano izquierda siguió aferrada a la reja de la galería. Antes de que la bola de fuego pudiera atraparlo, el tsunami que se aproximaba a toda velocidad se estrelló contra la plataforma a medio hundirse, y GuUfaks C fue destrozada mientras los pilares de cemento desaparecían en la profundidad junto con el borde del zócalo que caía.

Abuelo, cuéntanos una historia...

Oslo, Noruega

La mujer escuchaba y arrugaba la frente.

—¿Qué quiere decir? —preguntó—. ¿Algo así como una reacción en cadena?

Formaba parte del Comité de Catástrofes del Ministerio de Medio Ambiente y estaba acostumbrada a que le plantearan las teorías más extrañas. Conocía el centro de investigaciones Geomar y sabía también que allí la gente no se aventuraba a las fantasías, de modo que intentó comprender lo más rápidamente posible lo que el científico alemán le comunicaba por teléfono.

—No directamente —contestó Bohrmann—, sino más bien un proceso simultáneo. La destrucción avanza a lo largo de todo el talud. Sucede al mismo tiempo en todas partes.

La mujer tragó saliva.

—Y... ¿qué zonas estarían afectadas?

—Depende de dónde se produzca exactamente el desprendimiento y en qué extensión. Calculo que gran parte de la costa noruega. Las olas de un tsunami se propagan miles de kilómetros. Estamos informando a todos los países vecinos, Islandia, Gran Bretaña, Alemania, todos.

La mujer miró absorta por la ventana del edificio público. Pensó en las plataformas. Cientos de plataformas que subían hasta Trondheim.

—¿Cuáles serían las consecuencias para las ciudades costeras? —preguntó con voz casi inaudible.

—Deberían pensar en evacuarlas.

—¿Y para la industria submarina?

—Créame, es difícil decirlo. En el mejor de los casos se dan una serie de pequeños deslizamientos, en cuyo caso sólo se agitarán un poco. En el peor de los casos significa...

En ese momento se abrió la puerta y un hombre entró precipitadamente, el rostro pálido. Le puso una hoja de papel en el escritorio y le hizo señas para que terminara la conversación. Ella tomó la hoja y echó una ojeada al breve texto. Era la copia de un mensaje de radio. Lo había emitido un barco.

Thorvaldson
, leyó.

Luego siguió leyendo; sintió que el suelo parecía desaparecer bajo sus pies.

—Hay indicios de alerta —estaba diciendo Bohrmann—. En caso de que sucediera, la gente de la costa debe saber a qué tiene que prestar atención. Los tsunamis se anuncian. Momentos antes de que lleguen se puede observar un rápido ascenso y descenso del nivel del mar. Varias veces seguidas. Un ojo entrenado lo nota. Diez o veinte minutos después, el agua se retira de repente, alejándose mucho de la orilla. Se pueden ver los arrecifes y las rocas. Verán lecho marino que normalmente no se ve jamás. Como muy tarde, en ese momento deben dirigirse a una zona más alta.

La mujer no dijo nada más y apenas siguió escuchando. Había intentado imaginarse qué sucedería si el hombre que estaba al teléfono decía la verdad. Ahora trataba de imaginarse lo que estaba sucediendo.

Sveggesundet, Noruega

Lund se moría de aburrimiento.

Era una tontería estar sentada en el restaurante vacío tomando café. Toda forma de inactividad le parecía una tortura. La asistente de cocina había sido amable y había puesto en marcha sólo por ella la máquina con que preparaban café expreso y capuchino. El café estaba exquisito, y a pesar del tiempo tormentoso y la mala visibilidad, la vista al mar desde las grandes ventanas panorámicas era impresionante. No obstante, para Lund esperar era enormemente aburrido.

Estaba sacando de la taza una cucharada de leche espumosa cuando llegó alguien, y con él entró una ráfaga.

—Hola, Tina.

Levantó la vista. Era un amigo de Sverdrup. Sólo lo conocía como Áke, no sabía su apellido. Tenía en Kristiansund un alquiler de botes que funcionaba bien y en los meses de verano ganaba muchísimo dinero.

Intercambiaron algunas palabras sobre el tiempo, luego Áke le preguntó:

—¿Qué haces aquí? ¿Vienes a visitar a Kare?

—Eso había planeado—dijo Lund con una sonrisa torcida.

Áke la miró con ojos asombrados.

—¿Y qué haces sentada aquí sola? ¿Por qué el muy tonto no está aquí contigo, que es donde tendría que estar?

—La culpa es mía. He llegado muy temprano.

—Llámalo.

—Ya lo he hecho. Buzón de voz.

—¡Ah, es cierto! —Áke se golpeó la frente—. Donde está ahora no tiene cobertura.

Lund prestó atención.

—¿Sabes dónde está?

—Sí, he estado con él hasta hace un momento en Hauffen.

—¿Hauffen? ¿La destilería?

—Sí. Está comprando aguardientes. Hemos probado algunos, pero ya conoces a Kare. Toma menos alcohol que un monje haciendo ayuno, y he tenido que hacerme cargo de la degustación.

—¿Y todavía está allí?

—Cuando me he ido estaban todos juntos charlando en la bodega. ¿Por qué no vas? ¿Sabes dónde queda Hauffen?

Lund lo sabía. La pequeña destilería, que hacía un excelente aguardiente no destinado a la exportación, estaba en una meseta baja yendo hacia el sur, a diez minutos de camino. Con el coche tardaría dos minutos si tomaba el camino del interior. Sin embargo, en aquel momento la atrajo más la idea de dar un paseo corto. Ya había estado bastante tiempo sentada en el coche.

—Iré andando —dijo.

—¿Con este tiempo asqueroso? —Áke hizo una mueca—. Has de saber que te saldrán escamas.

—Son mejor que las raíces. —Se puso en pie, agradecida por la información—. Hasta luego. Voy a buscarlo.

Afuera se alzó el cuello de la chaqueta, bajó hasta la playa y empezó a caminar por el barro. En los días despejados, la destilería se veía bien desde allí. Ahora parecía un espectro gris bajo la lluvia que caía oblicua.

¿Se alegraría de verla?

¡Increíble! Pensaba como una adolescente enamorada. Tina Lund, quién lo diría. Claro que se alegraría, ¿cómo no?

Mientras se alejaba del Fiskehuset, su mirada se dirigió al mar. Se dio cuenta de que antes debía de haberse equivocado. Había pensado que la playa rocosa estaba más ancha que de costumbre, pero estaba como siempre. No, en realidad hasta parecía más angosta.

Se detuvo un momento.

¿Cómo era posible confundirse de esa manera?

Tal vez era por la tormenta. Las olas rompían a veces más adentro, a veces más afuera. Probablemente se estuviera intensificando justo ahora. Se encogió de hombros y siguió caminando.

Cuando entró completamente empapada en la destilería, no encontró a nadie en la pequeña recepción. En la pared del fondo había una puerta de madera abierta. Desde la bodega llegaba luz. No dudó, bajó y encontró a dos hombres que charlaban recostados contra los barriles, con sendos vasos en la mano. Eran los dos hermanos dueños de la destilería, dos amables ancianos con el rostro curtido por el clima. A Kare no se lo veía por ninguna parte.

—Lo siento —dijo uno de los dos—. Se ha ido hace un par de minutos. No lo has encontrado por poco.

—¿Iba a pie? —preguntó. Posiblemente podría alcanzarlo.

—No. —El otro sacudió la cabeza—. Con la camioneta. Ha comprado algunas cosas, demasiadas para cargar con ellas.

—¿Les ha dicho si volvía al restaurante?

—Sí, iba hacia allí.

—Muy bien. Gracias.

—Eh, espera. —El viejo se separó del barril y se le acercó—. Ya que has venido en vano, por lo menos toma una copa con nosotros. ¡No puede ser que entres a una destilería y te vayas sobria!

—Gracias, muy amable pero...

—Tiene razón —apoyó calurosamente el hermano—. Tienes que beber algo.

—Yo...

—Fuera el mundo se viene abajo, niña. ¿Cómo quieres volver sin algo caliente en el estómago?

Ambos la miraron con ojitos tiernos. Lund sabía que daría una alegría a los viejos si se quedaba a tomar una copa.

¿Y por qué no?

—Una —dijo.

Los hermanos asintieron e intercambiaron una seña, como si acabaran de tomar Constantinopla.

Islas Shetland, Gran Bretaña

El helicóptero se preparó para aterrizar.

Johanson miró hacia fuera. Habían pasado sobre la escarpada costa, siguiendo su curso, y ahora se dirigían a la pequeña pista en que lo recogería Karen Weaver. La rompiente caía suavemente hacia el este y terminaba en una bahía en forma de arco. A partir de allí, la tierra era llana. Había infinitas playas de arena y guijarros, una detrás de la otra, y tras ellas empezaba el magro paisaje de musgos, típico de las Shetland: colinas bajas y alargadas, y entre ellas caminos que parecían arañazos en el suelo.

El helipuerto pertenecía a una estación de oceanografía que albergaba a media docena de científicos y que apenas merecía tal denominación: una área de grava más o menos circular en medio de la extensión verde grisácea; la propia estación era poco más que un grupo de barracas desiguales. Había un camino angosto que bajaba por las colinas y terminaba en un muelle. Johanson no vio botes. Junto a las barracas había estacionados dos vehículos todoterreno y una oxidada furgoneta Volkswagen. Weaver estaba escribiendo un artículo sobre focas, por eso había elegido aquel lugar. Salía al mar regularmente con los científicos, buceaba con ellos y vivía en una de las cabañas.

Una última ráfaga hizo temblar al Bell; luego las ruedas tomaron contacto con el suelo. El helicóptero aterrizó suavemente.

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