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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (34 page)

—Para él, cincuenta mil dólares anuales. Quizá más. Para un joven recién salido de la escuela rabínica, seis mil. Para un rabino de cierta edad que haya tenido muchas congregaciones, seis mil. Para un buen elemento con un par de años de experiencia, unos diez mil.

—Podemos olvidarnos del gran hombre. ¿Puede indicarme usted uno o dos hombres pertenecientes a las otras categorías?

El rabino partió cuidadosamente su panecillo.

—Conozco a alguien que es muy bueno. Estuvo breve tiempo de ayudante en una gran congregación de Florida y, luego, ha trabajado como rabino ambulante en una extensa congregación de Arkansas. Es joven, dinámico, de mucha personalidad y sumamente brillante.

—¿Dónde está ahora?

—Aquí, en Nueva York. Se dedica a enseñar hebreo a los niños.

Schoenfeld le dirigió una penetrante mirada.

—¿Dedica a ello todo su tiempo?

—Sí.

—¿Por qué?

—Ha tropezado con ciertas dificultades para encontrar una congregación. Hace varios meses se casó con una joven convertida del cristianismo.

—¿Católica?

—Creo que no.

—No me parece que el matrimonio nos importe mucho a ninguno de nosotros —murmuró Schoenfeld—. Vivimos en estrecha comunicación con nuestros vecinos cristianos. Y, dado que el hombre está en esa situación, podremos contratarle por siete mil, ¿Qué le parece a usted?

Algo, Schoenfeld no hubiera sabido decir exactamente qué, revoloteó fugazmente por el rostro del rabino y, luego, desapareció.

—Eso tendrá que ser tratado entre ustedes y él —dijo cortésmente Sher.

Schoenfeld sacó un cuaderno de pastas de cuero y una pluma.

—¿Cómo se llama?

—Rabbi Michael Kind.

26

En el Bronx compraron un descapotable azul Plymouth usado, fabricado hacía dos años, y un juego de neumáticos casi nuevos. Luego, volvieron al apartamento de la calle 60 Oeste y tomaron las medidas necesarias para que les fueran enviadas por ferrocarril la mesa de Leslie y su biblioteca.

Cenaron por última vez con los padres de él en una incómoda velada que se arrastró bajo el peso de las cosas pasadas, tanto de las dichas como de las silenciadas. («Maldito imbécil —había exclamado su padre al comunicarle la noticia—, no te cases». Y él había visto en los ojos de Abe Kind, por detrás de las sombras de desesperación, el brillo de la parpadeante llama alimentada durante largos años en brasas de culpabilidad). Dorothy y Leslie estuvieron charlando toda la noche sobre recetas de cocina. Cuando, finalmente, se besaron para despedirse, Dorothy tenía los ojos secos y el semblante preocupado. Abe lloraba.

A la mañana siguiente, se dirigieron en coche a Hartford.

En el interior de la iglesia congregacional de Hastings, permanecieron sentados en un banco de madera de nogal, en un sombrío vestíbulo, hasta que el reverendo señor Rawlins salió de su despacho despidiendo a la pareja de jóvenes.

—Las bodas con poca gente son las mejores —decía mientras les acompañaba a la puerta—. Más cálidas e íntimas.

Volvió la vista hacia ellos.

—Hola, Leslie —dijo el reverendo mirando a su hija y sin cambiar de tono.

Michael y Leslie se pusieron en pie. Ella les presentó.

—¿Queréis tomar un poco de té?

Les hizo pasar a su despacho, donde se sentaron y tomaron té con pastas, servido por una mujer de edad madura y rostro inexpresivo. Sostuvieron una pequeña conversación, durante la cual experimentaron cierta sensación de embarazo.

—¿Recuerdas las pastas de especias que hacía tía Sally? —preguntó Leslie a su padre mientras era retirado el servicio del té—. A veces, pienso en ella y me parece que todavía noto el gusto que tenían.

—¿Pastas de especias? —dijo él. Se volvió a Michael—. Sally era mi cuñada. Una buena mujer. Murió hace dos años.

—Lo sé —dijo Michael.

—Le dejó a Leslie mil dólares. ¿Todavía tienes ese dinero, Leslie?

—Sí —respondió Leslie.

El clérigo llevaba gafas sin montura; desde detrás de ellas, sus azules ojos observaron a Michael.

—¿Crees que te gustará el sur?

—He pasado varios años en Florida y Arkansas —repuso Michael—. Creo que las personas son iguales en todas partes.

—A medida que uno envejece empieza a notar significativas diferencias.

Los tres permanecieron unos instantes en silencio.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo Leslie besando la suave y pálida mejilla—. Cuídate, padre.

—El Señor cuidará de mí —dijo, acompañándoles a la puerta.

—El cuidará también de nosotros —repuso Michael.

Su suegro pareció no haberle oído.

Dos días después, Leslie y Michael llegaron a Cypress, Georgia, en una calurosa tarde de principios de verano que presagiaba lo que sería el mes de agosto en aquella ciudad. En la plaza mayor, el calor vibraba en ondas visibles, que ascendían desde la superficie de bronce de la estatua ecuestre del general Thomas Mott Lainbridge.

Michael condujo lentamente el coche en torno al musgoso pedestal que sostenía la estatua, y lo miraron bajo la radiante luz del sol. Sólo pudieron distinguir el nombre.

—¿Has oído hablar de él? —preguntó Michael.

Leslie negó con la cabeza. Él acercó el coche al bordillo de la acera. Cuatro muchachos estaban a la puerta de un bar, protegidos del sol por el toldo.

—Oye —dijo Michael a uno de ellos. Señaló con el pulgar al general Thomas Mott Lainbridge—. ¿Quién es?

El chico miró a sus amigos, y éstos sonrieron.

—Lainbridge.

—Su nombre, no —dijo Leslie—. ¿Que hizo?

Uno de los chicos salió de la sombra proyectada por el toldo y caminó lentamente hacia la estatua. Acercó la cara a la placa que había en el pedestal y se detuvo, moviendo silenciosamente los labios. Luego, volvió.

—General en jefe del Segundo Regimiento de fusileros de Georgia.

—Los fusileros eran de infantería —objetó Leslie—. ¿Qué está haciendo a caballo?

—¿Cómo?

—Gracias dijo Michael. ¿Sabes dónde podemos encontrar el 18 de la calle Piedmont?

Estaba a tres minutos en coche. Resultó ser una casita verde, con un abombado porche y un descuidado jardín. Las ventanas estaban sucias.

—Parece bonita —dijo ella en tono vacilante.

Él la besó en la mejilla.

—Bienvenida al hogar.

Michael se quedó en el asiendo delantero del descapotable y escrutó el lado de los impares de la calle, ya que el templo tenía el número 45. No logró averiguar cuál de los edificios alineados a lo largo de la calle podría ser la sede de su nuevo cargo.

—Espera un momento —dijo Leslie. Bajó del coche y subió ágilmente los escalones. La puerta no estaba cerrada—. Ve tú delante —añadió—. Contémplalo tú solo la primera vez. Luego, ven a buscarme.

—Te quiero —dijo Michael.

Los números habían sido quitados cuando pintaron el templo, por lo que pasó por delante de él sin darse cuenta. Pero el 47 estaba claramente marcado en la casa siguiente. Dio la vuelta al coche y aparcó en el terreno del templo. No había ningún letrero. Tendría que haber alguno, una placa pequeña y sobria.

Al entrar, sacó una yarmulka del bolsillo y se la puso.

Hacía fresco en el interior. Los tabiques divisorios habían sido derribados para dar mayor amplitud al templo. Subsistían la cocina y el baño, y había dos pequeñas habitaciones que podrían acondicionarse como oficina general y despacho del rabino. Los suelos estaban recién barnizados. Caminó sobre un sendero de periódicos extendidos que le condujo de habitación en habitación.

No había
Bemá
, pero sí un arca apoyada contra una pared. La abrió y vio que contenía una
Torá
. Sobre la cubierta de terciopelo había una delgada placa de plata que le informó de que la
Torá
había sido donada por el señor y la señora Ronald G. Levitt en memoria de Samuel y Sara Levitt. Acarició el rollo de pergamino y, luego se besó las yemas de los dedos, como le había enseñado su abuelo hacía tanto tiempo.

—Gracias por mi primer templo —dijo en voz alta—. Trataré de hacer de él una verdadera casa del Señor.

Las desnudas paredes le devolvieron los ecos de su voz. Todo olía a pintura.

El número 18 de la calle Piedmont no estaba pintado. Y tampoco había sido limpiado desde hacía mucho tiempo. El polvo lo cubría todo. Pequeñas arañas rojas se movían por los techos, y una larga hilera de secos excrementos de aves mancillaba la ventana delantera.

Leslie encontró un cubo. Lo llenó de agua y lo colocó sobre el hornillo de gas, que estaba tratando, en vano, de encender.

—No hay agua caliente —dijo—. Necesitamos estropajo, cepillo y jabón. Será mejor que haga una lista.

Su voz era demasiado tranquila; una advertencia para Michael de lo que podía esperar al recorrer la casa. El mobiliario estaba destartalado y necesitaba algo más que pintura. A una de las desvencijadas sillas le faltaba un travesaño; a otra, un pedazo de respaldo. En el dormitorio, el sucio colchón estaba doblado, exhibiendo los muelles oxidados. El papel de las paredes parecía ser de antes de la guerra.

Cuando Leslie volvió a la cocina, Michael se sintió incapaz de sostener su mirada. Ella había gastado su última cerilla tratando de encender el gas.

—No sé qué le pasa a este cacharro —dijo Leslie.

—Espera un momento —dijo Michael—. ¿Tienes un alfiler?

Lo único que ella pudo encontrar fue el imperdible de un camafeo, que él utilizó para limpiar los pequeños agujeros del quemador. Luego, encendió una de sus cerillas, y el gas prendió con blanco azulada llama.

—Cuando vuelvas con el jabón, el agua estará ya caliente —dijo ella.

Pero Michael apagó el gas.

—Esta noche trabajaremos los dos. Pero hay que cenar primero.

Al subir al coche, cada uno de ellos sabía que el otro experimentaba una sensación de alivio al salir de la destartalada y sucia casa.

Aquella noche, mientras el sudor les escocía en los ojos y chorreaba de sus rostros, fregaron los muebles y las paredes. Cuando terminaron, pasada ya la medianoche, entraron en el cuarto de baño y se lavaron el uno al otro. Había una ducha, pero no tenía cortina. Leslie abrió por completo la llave del agua fría, sin importarle que el líquido rebotara sobre sus cuerpos y mojara todo el cuarto de baño.

—Deja que se seque —dijo cansadamente. Se dirigió desnuda al dormitorio y gimió—. No hay sábanas. —Señaló el manchado colchón, y, por primera vez, sus labios temblaron—. No puedo dormir encima de eso.

Michael se puso los pantalones y, descalzo y sin camisa, fue hasta el coche, en el que había dos mantas azules de la Armada compradas en un almacén de géneros sobrantes de Manhattan. Llevó las mantas a la casa y las extendió sobre el colchón. Leslie apagó la luz. Quedaron tendidos juntos en la oscuridad, y él, en su deseo de consolarla, la rodeó con sus brazos y atrajo hacia sí su desnudez. Pero ella emitió un breve sonido gutural, medio gemido, medio suspiro.

—Hace calor —dijo.

Él la besó en la cabeza y se dejó caer hacia atrás. Era la primera vez que Leslie se le negaba. Hizo un esfuerzo por pensar en otras cosas: el templo, su primer sermón, proyectos de una escuela de hebreo… Con el calor y las ásperas mantas de lana debajo, acabaron durmiéndose.

Por la mañana, Michael fue el primero en despertarse. Miró a su mujer, que continuaba dormida; sus cabellos, lacios y desordenados por la ducha de la noche anterior y por la humedad; las aletas de su nariz, que se movían casi imperceptiblemente cada vez que exhalaba aire; el oscuro lunar que rodeaba a un solitario pelo dorado que le nacía bajo el seno derecho; su carne, pálida y suave por el húmedo calor. Por fin, Leslie abrió los ojos. Estuvieron largo rato mirándose uno a otro. Luego, ella se estiró el cabello sobre el pecho y saltó de la cama.

—Vamos, rabbi, tenemos por delante un día muy atareado.

Quiero convertir este basurero en un hogar.

Volvieron a ducharse y, luego, completamente empapados, descubrieron que las otras toallas limpias estaban todavía en el coche. Se pusieron la ropa interior sobre sus chorreantes cuerpos y dejaron que se les secara la piel al aire, mientras desayunaban la leche y los panecillos que habían comprado la noche anterior.

—Lo primero que quiero hacer es comprar sábanas —dijo Leslie.

—Me gustaría tener una cama decente. Y una mesa para comer.

—Habla primero con el propietario. Al fin y al cabo, los muebles entran también en el alquiler. Tal vez sustituya algunos.

—Frunció el ceño—. ¿Cuánto dinero hemos dejado en el banco?

Vamos a tener que pagar noventa dólares al mes por este palacio, según su carta.

—Tenemos suficiente —dijo él—. Voy a telefonear a Ronald Levitt, el presidente de la congregación, para averiguar qué establecimientos de la ciudad son propiedad de miembros del templo. Podría comprar todo lo que necesitamos a quienes me pagan mi sueldo.

Se afeitó lo mejor que pudo con agua fría; luego, se vistió y se despidió de ella con un beso.

—No te preocupes por mí hoy —dijo Leslie—. Compra lo que necesitemos y déjalo en el coche, pues estarás ocupado en el templo. Iré a comer a la plaza del General.

Cuando él se hubo marchado, Leslie sacó sus viejos pantalones y un jersey de la maleta y se los puso. Se recogió el pelo hacia atrás y utilizó una cinta elástica para hacerse una cola de caballo. Luego, calentó agua y, con los pies descalzos, se arrodilló y empezó a fregar los suelos.

Hizo primero el cuarto de baño y la alcoba y, después, el cuarto de estar. Había fregado ya la tercera parte del suelo de la cocina y se encontraba de espaldas a la puerta, cuando experimentó la impresión de que la estaban mirando. Volvió la vista por encima del hombro.

El hombre estaba de pie en el porche trasero, sonriéndole a través de la persiana de la puerta. Ella dejó caer el estropajo en el cubo y se puso en pie, secándose las palmas de las manos en los muslos.

—¿Sí? —dijo débilmente.

El hombre llevaba pantalones a rayas blancas y azules, camisa blanca de manga corta, corbata y un sombrero panamá, pero iba sin chaqueta. «Tendré que decirle a Michael —pensó— que probablemente es correcto aquí no llevar traje completo».

—Soy David Schoenfeld —dijo—. El dueño de la casa.

Schoenfeld. Pertenecía al consejo del templo, recordó.

—Pase —dijo—. Lo siento, estaba fregando con tanta fuerza que no le he oído llamar.

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