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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (38 page)

—No importa lo que le digan —dijo—, aquí no echan nada en el café.

Había esperado que la observación resbalara sobre ella, pero la muchacha le miró a los ojos y sonrió, como si lo que acababa de decir la hubiese complacido.

—Tal vez puedas resolver el problema con una enfermera —dijo.

Dick tomó nota mentalmente de que tenía que citarse con ella en cuanto le dieran de alta.

La quinta noche de su estancia en el hospital llegó su tío Myron.

—¿Por qué tenía que decirte nada Sheldom? —exclamó Dick con fastidio—. Me encuentro perfectamente.

—Esto no es una visita a un enfermo —dijo Myron—. Se trata de una reunión de negocios.

Durante largos años, Myron Kramer y su hermano Aaron habían estado al frente de sendos negocios idénticos en ciudades diferentes. Fabricaban muebles de comedor. Estando Myron en Emmetsburgh y Aaron en Cypress, disfrutaban de la independencia que supone el no estar ligados por lazos de sociedad; sin embargo, como eran hermanos, se sentían facultados para hacer economías tales como utilizar los mismos diseños de muebles y emplear un solo representante de ventas para la promoción de sus estilos en las exposiciones nacionales. Cuando, dos años atrás, Aaron falleció de trombosis coronaria, Myron se hizo cargo de la administración del negocio de su hermano, en la inteligencia de que Dick asumiría esta responsabilidad cuando se graduara en la universidad.

—¿Pasa algo malo con el negocio, tío Myron? —preguntó.

—El negocio marcha muy bien —repuso su tío—. ¿Qué de malo va a pasar?

Hablaron de fútbol, tema del que el mayor de los Kramer apenas sabia nada.

Myron Kramer buscó al médico de su sobrino antes de marcharse de Atlanta.

—Su madre murió cuando él era pequeño. Cáncer. Mi hermano murió hace un par de años —dijo—. El corazón. Así, pues, yo soy el único que queda y quiero que me diga cómo está mi sobrino.

—Me temo que hay una masa mediastina.

—Explíqueme qué quiere decir esto —dijo pacientemente Myron.

—Hay una excrecencia. En la espalda, detrás del corazón.

Myron hizo una mueca y cerró los ojos.

—¿Puede usted hacer algo?

—No sé hasta qué punto, con un tumor de este tipo —dijo cuidadosamente el doctor—. Y puede que haya otros. El cáncer desarrollado es una planta que rara vez arroja una sola semilla. Necesitamos averiguar qué otros puntos del cuerpo de su sobrino pueden estar también afectados.

—¿Se lo dirá a él? ¿Ssabrán?

—No; todavía no. Esperaremos algún tiempo y le observaremos.

—¿Y si hay otras… cosas? —preguntó Myron—. ¿Cómo lo sabrán?

—Si se ha producido una metástasis —repuso el doctor—, será demasiado fácil decirlo, señor Kramer.

Al noveno día, Dick fue dado de alta del hospital. Antes de que se vistiera, el médico le dio unos frascos de complejos vitamínicos y enzimas pancreáticas.

—Esto te vigorizará —dijo. Luego añadió otro frasco de cápsulas—. Estas rosadas son Darvon. Toma una siempre que sientas dolor. Cada cuatro horas.

—No tengo ningún dolor —dijo Dick.

—Ya lo sé —contestó el médico—. Pero es conveniente tenerlas en casa, por si ocurre algo.

Había perdido seis días de clases y tenía que recuperar el tiempo desperdiciado. Durante cuatro días estudió con ahínco. Luego, su ímpetu decreció. Aquella tarde, telefoneó a Betty Ann Schwartz, pero ella tenía un compromiso.

—¿Y mañana por la noche?

—También tengo una cita, Dick. Lo siento.

—Bueno, está bien.

—Dick, no te estoy dando calabazas. Tengo unas ganas terribles de salir contigo. El viernes por la noche estoy libre. ¿Qué te parece? Podemos hacer todo lo que quieras.

—¿Todo lo que quiera?

Ella se echó a reír.

—Casi todo.

—Te he oído la primera vez. De acuerdo.

La tarde siguiente, se sentía demasiado agitado para estudiar. Aunque sabía que no podía permitirse ese lujo después de haber estado ausente toda la semana anterior, dejó de asistir a dos clases y se fue en coche al club de tiro. Allí, utilizando por primera vez su nueva escopeta en competición, derribó 48 pichones de barro de cincuenta, de pie bajo el cálido sol y abatiéndolos uno a uno, bam, bam, bam, bam, bam, hasta ganar el primer premio. Cuando volvía, sintió que le faltaba algo y se esforzó por descubrir lo que era. Luego, con una sonrisa, se dio cuenta de que era la sensación de júbilo que generalmente acompañaba a la victoria. Se sentía decaído sin saber por qué. Notaba un ligero latido en la ingle derecha.

A las dos de la madrugada, el latido se había convertido en dolor. Abrió el cajón de su mesa y sacó el frasco de las cápsulas rosadas. Se echó una en la palma de la mano y la miró.

—Al diablo —dijo.

Volvió a meterla en el frasco y guardó éste de nuevo en el cajón. Se tomó dos tabletas de aspirina, y el dolor desapareció.

Dos días después, se presentó de nuevo.

Aquella tarde salió con Redhead al bosque a cazar pájaros, pero se volvió a casa porque tenía tan entumecida la mano que no podía cargar la escopeta.

Aquella noche se tomó una cápsula.

El viernes por la mañana fue al hospital. Betty Ann Schwartz le visitó por la tarde. Pero no pudo quedarse mucho tiempo.

El viejo doctor se lo explicó con mucha suavidad.

—¿Me operará igual que antes? —dijo Dick.

—Es una situación algo distinta —repuso el doctor—. Hay una cosa nueva que ha tenido cierto éxito en algunos casos. Se trata del gas mostaza, que en otro tiempo se utilizó en la guerra. Sólo que éste mata al cáncer, no a los soldados.

—¿Cuándo quiere empezar los tratamientos?

—Enseguida.

—¿Puede esperar a mañana?

El doctor titubeó y, luego, sonrió.

—Desde luego. Tómate un día de asueto.

Dick salió del hospital antes de comer y recorrió en coche el casi centenar de kilómetros que le separaban de Athens. Se detuvo en un restaurante, pero no tenía hambre y, en vez de pedir comida, entró en la cabina telefónica y llamó a Betty Ann Schwartz a la residencia femenina. Tuvo que esperar mientras la iban a buscar al comedor. Aquella noche estaba libre, le dijo, y le encantaría salir con él.

No quería encontrarse con ninguno de sus compañeros de residencia, y tenía por delante toda la tarde. Así que se fue al cine. En Athens había tres cinematógrafos, sin contar el reservado a los negros. En dos de ellos se proyectaban películas de horror, y en el tercero, Días sin huella, que ya había visto. Sin embargo, volvió a verla, comiendo palomitas de maíz en la oscuridad, sentado en su butaca. La primera vez, había disfrutado con la película, pero, la segunda, las escenas dramáticas parecían ridículas, y despreciaba a Ray Milland por perder todo aquel tiempo buscando botellas de whisky escondidas, cuando podía haber estado con Jane Wyman y escribiendo artículos para The New Yorker.

Al terminar la película, todavía era demasiado temprano. Compró una botella de whisky, sintiéndose como Milland, y salió de la ciudad. Buscó cuidadosamente en los alrededores y encontró un lugar ideal de aparcamiento en los bosques que dominaban el río Oconee, donde permaneció largo rato. El dolor era ahora muy intenso, y se sentía débil. Eso era porque no había comido, se dijo a sí mismo, sólo aquellas malditas palomitas de maíz, y le mortificó el pensar que a veces se comportara tan neciamente.

Cuando recogió a Betty Ann, la llevó a un buen restaurante, un lugar llamado Maxés, y tomaron un par de copas cada uno y un magnífico solomillo. Después de cenar, bebieron coñac. Al salir del restaurante, él condujo el coche directamente al lugar en que había estado antes, sobre el río.

Dick sacó la botella de whisky, la abrió, y ella bebió un trago y se la devolvió a él que bebió también Dick conectó la radio, cuya música sonaba suavemente. Bebieron otro trago, y, luego, él empezó a besarla. No hubo resistencia por parte de ella. Por el contrario, le animó más, mordisqueándole suavemente en la cara y en el cuello; y él se dio cuenta, con cierta incredulidad, de que aquello era lo que finalmente iba a suceder, pero, cuando llegó el momento, no reaccionó como debería haber reaccionado, nada sucedió, y dejó, por fin, de intentarlo.

—Creo que será mejor que me lleves a casa —dijo ella, y encendió un cigarrillo.

Dick puso el motor en marcha, pero no hizo arrancar al coche.

—Necesito explicarte —dijo.

—No tienes que explicar nada —repuso ella.

—Hay algo que marcha mal en mí —dijo.

—Ya me he dado cuenta.

—No, algo realmente grave. Tengo cáncer.

La muchacha permaneció en silencio, fumando. Luego, dijo:

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Es alguna nueva clase de broma?

—Esto habría sido importante para mí. Si muero, tú podrías haber sido la única.

—¡Santo Dios! —exclamó Betty Ann en voz baja.

Dick acercó la mano a la palanca de cambios, pero ella le tocó con las yemas de dos dedos.

—¿Quieres probar otra vez?

—No creo que sirviera de nada —respondió él. Pero apagó el contacto—. Me gustaría saber realmente cómo está hecha una chica —dijo—. ¿Puedo mirarte?

Ella levantó los talones hasta el borde del asiento y se echó hacia atrás, con los ojos cerrados.

—No me toques —dijo.

Al cabo de un rato, Dick puso de nuevo el motor en marcha.

Cuando sintió que el coche empezaba a moverse, ella bajó los pies.

Mantuvo cerrados los ojos hasta que hubieron recorrido la mitad del camino y apartó el cuerpo mientras terminaba de vestirse.

—¿Quieres tomar un café? —preguntó Dick, al pasar junto a un restaurante.

—No, gracias —contestó la muchacha.

Cuando llegaron a la residencia de Betty Ann, Dick empezó a decir algo, pero ella no quiso escucharle.

—Adiós —dijo—. Buena suerte, Dick.

Abrió la portezuela del coche y salió. Él se quedó mirando cómo corría por el sendero, subía los escalones de piedra y cruzaba el amplio porche, hasta que la puerta se cerró de golpe tras ella. No quería ir a su residencia, y le parecía absurdo irse a un hotel, así que volvió al hospital.

Permaneció en el hospital los diez días siguientes.

Una bella enfermera, de cabellos castaños cortados a la italiana, le administraba todos los días una inyección intravenosa. El primer día, él bromeó con ella, contempló su hermoso cuerpo y confió en que el fracaso de la noche anterior hubiese sido un error, una alteración transitoria de tipo psicológico, algo que no fuera consecuencia de su enfermedad. Al tercer día, ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba en la habitación. El gas mostaza le mareaba y le daba náuseas. Llegó el médico y rectificó la dosis, pero siguió sentándole mal.

Su tío Myron acudía a Atlanta tres veces a la semana. Se sentaba a su lado y se limitaba a mirarle, hablando muy poco.

Sheldom fue a verle una vez. Se quedó mirando fijamente a Dick y finalmente se marchó, murmurando que tenía que preparar los exámenes. No volvió más.

Al final del décimo día, fue dado de alta.

—Tendrás que volver al hospital dos veces a la semana, como paciente externo —dijo el viejo doctor.

—Vivirá en mi casa —dijo su tío Myron.

—No —replicó él—. Me quedaré en la universidad.

—Me temo que la universidad queda excluida —dijo el médico.

—También tu casa —le dijo a Myron—. Voy a ir a Cypress. No soy un inválido.

—¿Qué es lo que te pasa? ¿Quién piensa que lo seas? —preguntó Myron—. ¿Por qué tienes que ser tan obstinado?

Pero el médico comprendió.

—Déjele. Estará perfectamente solo durante algún tiempo tOdavía —dijo el médico.

Recogió sus cosas a eso del mediodía, cuando la residencia estaba casi desierta. Ni siquiera se despidió de Sheldom. Puso sus bultos en el coche, y a Redhead encima de los bultos, colocó la escopeta sobre una manta tendida en el suelo, detrás del asiento delantero, y condujo unos momentos por los terrenos de la universidad. Las hojas empezaban a cambiar de color. En una de las residencias femeninas, las chicas habían salido con cubos y brochas para pintar su edificio y habían atraído a una multitud de chicos que gritaban y silbaban.

Salió a la autopista. A los pocos minutos, la aguja del cuentakilómetros señalaba los ciento treinta kilómetros por hora. Los neumáticos rechinaban en las curvas, y se lanzaba a toda velocidad en las rectas. Mientras, a su espalda, Redhead gemía débilmente. Él esperaba que el coche patinara en una curva y se estrellara contra un árbol, una tapia o un poste de teléfonos. Pero nada interrumpió su carrera, ni la muerte, ni siquiera un policía para multarle por exceso de velocidad, y, como un hombre que cabalgara sobre un cohete, cruzó como una centella a través de medio Estado de Georgia.

Abrió de nuevo la casa de su padre y contrató a una mujer de color para hacer la limpieza y ocuparse de la cocina; era la mujer de uno de los camioneros que transportaban los muebles. El segundo día, bajó a la fábrica. Dos de los empleados le dijeron que tenía mal aspecto, y otro se le quedó mirando. Después de aquello, se mantuvo alejado de la fábrica de muebles. A veces, paseaba por el bosque con Redhead; el perro gemía y saltaba cuando veía codornices o palomas, pero Dick no manifestaba deseos de cazar. Hubo días en que podía haberlo hecho, cuando el entumecimiento y el dolor no se dejaban sentir. Pero ya no le apetecía matar seres vivientes. Por primera vez, se le ocurrió pensar en que había estado destruyendo la vida de los pájaros que derribaba del cielo, y ya no disparaba ni siquiera a los pichones de barro.

Dos veces a la semana, hacía el largo viaje hasta Atlanta y el hospital, pero conducía lentamente, casi descuidado, sin tratar ya de apresurar nada.

Empezaba a hacer frío. Desaparecieron los grillotalpas que había en los campos situados detrás de la casa. ¿Habían desaparecido realmente, se preguntaba, o se recluían en alguna madriguera oculta para revivir de nuevo en la primavera?

Empezó a pensar en Dios.

Empezó a leer. Leía durante toda la noche, cuando no podía dormir, y durante casi todo el día, acabando por quedarse dormido sobre el libro al caer la tarde. Leyó en el News de Cypress que se iba a celebrar un servicio religioso judío, y asistió a él. Cuando empezaron a celebrarse servicios regularmente todos los viernes, Dick se convirtió en uno de los asistentes habituales. Sabía que la mayoría de la gente estaba enterada de que había vuelto de la universidad porque estaba enfermo. Todo el mundo le demostraba gran deferencia, y las mujeres flirteaban con él y le trataban maternalmente, asediándole con ofertas de refrescos en el Oneg
Shabbat
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