Durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada, y entonces ella se irguió un poco más —aunque no tanto como se habría tenido que erguir para llegar a la mejilla de Robert Oliver— y me besó con formalidad.
—Que tengas un buen viaje de vuelta —me dijo—. Conduce con cuidado. —No me dio recuerdos para nadie.
Asentí, incapaz de hablar, y bajé los escalones, oyendo como ella cerraba la puerta a mis espaldas por última vez. En cuanto me incorporé a la carretera, subí el volumen de la radio del coche, luego la apagué y canté en voz alta en medio del silencio, en voz más alta, golpeando con fuerza el volante con la mano. Aún podía ver los cuadros de Robert a la luz de la bombilla desnuda y supe que quizá jamás volvería a verlos; pero me sentía tremendamente vivo, o quizás era que la vida se abría ante mí.
1878
El exterior del edificio donde está su estudio en la
rue Lamartine
es poco atractivo. Béatrice lo observa sentada desde su carruaje. Lleva desde ayer diciéndose a sí misma que se traería a su doncella consigo. Pero en el último momento, antes de salir de casa, se da cuenta de que no quiere ningún testigo. En la nota innecesaria que le ha dejado a su ama de llaves explica que se va a ver a una amiga y da instrucciones de que a mediodía le lleven una bandeja con el almuerzo a su suegro.
La fachada del edificio es una realidad inevitable y al tragar saliva nota el lazo de su sombrero; se lo ha atado demasiado fuerte. La mañana toca a su fin: en las calles reina el bullicio de los carruajes, el sonoro chacoloteo de los caballos de los carros de reparto. En sus cafés, los camareros ponen bien las sillas, y una anciana barre la basura junto al bordillo. Béatrice observa mientras la mujer, que lleva unos guantes andrajosos y una falda remendada, acepta unas cuantas monedas de un hombre que lleva un largo delantal y sigue calle abajo con la escoba y el cubo.
La nota que hay en el pequeño bolso de Béatrice contiene una dirección y un bosquejo del edificio. Él la ha invitado a ver un gran lienzo nuevo, que le gustaría enviarle al jurado del Salón la semana que viene, de modo que ella debe verlo ahora o esperar hasta entonces… ¿y quién sabe si se lo aceptarán? Es un pretexto poco sólido; ella sabe que, lo cuelguen o no en el Salón, verá el cuadro más adelante con Yves. Pero Olivier le ha comentado varias veces que se presentará, que será difícil trasladar el lienzo, y le ha expresado sus dudas. El tema del cuadro y los problemas que éste plantea se han convertido en la preocupación de ambos, casi en un proyecto compartido. Es un retrato de una joven, le ha dicho Olivier hace muy poco. Béatrice no se atreve a preguntar quién es: sin duda, una modelo. Olivier también ha pensado en enviar un paisaje que pintó hace tiempo en lugar del retrato. Béatrice sabe todo esto y está orgullosa de participar, de que la consulte; ésa es su endeble excusa para presentarse allí sola con un sombrero nuevo. Además, no es como ir a verlo a su casa; tan sólo la ha engatusado para que vaya a su estudio y es posible que allí también haya más gente, tomando refrescos y observando los cuadros.
Deja que el carruaje se retire durante una hora y se recoge la falda para bajar. Se ha puesto un vestido de paseo de color ciruela y una capa de lana azul ribeteada de piel gris. Su sombrero hace juego con la capa; tiene la forma de los sombreros de moda, de terciopelo azul con forro plateado y cubierto de nomeolvides, flores de achicoria y lupinos de seda que parecen asombrosamente reales, como si el sombrero estuviera adornado con flores del campo. El espejo de casa le ha dicho que ya tiene las mejillas sonrojadas, y que le brillan los ojos quizá por el remordimiento.
Béatrice observa sus zapatos de cuero negro al apearse del carruaje, pisando los adoquines, sorteando un charco de agua turbia. Cae en la cuenta de que esta parte de la ciudad fue escenario de algunos conflictos e intenta imaginársela ocho años antes, con barracas amontonadas y quizás incluso cadáveres, pero su imaginación no la distrae del todo; sólo piensa en el hombre que la está esperando arriba, en algún lugar. ¿Podrá verla desde ahí? Tiene la precaución de no volver a levantar la vista. Con la falda recogida por una mano enguantada, se abre paso hasta el portal, llama a la puerta y comprende que debe entrar directamente: no hay ningún criado que abra. En el interior, una destartalada escalera la conduce hasta el tercer piso, hasta el estudio de Olivier. Ninguna de las puertas cerradas de los otros pisos se abre mientras ella pasa por delante. Se queda mirando una placa con su nombre y toma aire —el corsé le aprieta— antes de llamar.
Olivier abre de inmediato, como si hubiese estado justo detrás de la puerta, pendiente de su llegada, y se miran el uno al otro sin hablar. Hace más de una semana que no se ven las caras y durante ese tiempo algo se ha intensificado entre ellos. Sus miradas se encuentran, inevitablemente, sabedoras de ello, y Béatrice nota que Olivier se da cuenta de que algo ha cambiado. Por su parte, a Béatrice la intimida la edad de Olivier, porque no lo ha visto últimamente y lo conoce cada vez más como hombre, de forma objetiva; es guapo, de algo más de mediana edad, pero en los pliegues de la nariz, las comisuras de la boca y debajo de los ojos tiene unas marcadas arrugas verticales, y su pelo presenta abundantes canas.
Detrás de ese rostro Béatrice ve al joven que seguramente fue Olivier, y este joven le devuelve la mirada fija como a través de una máscara que nunca ha querido llevar, vulnerable y expresivo, dejando ver unos ojos todavía llenos de vida… pero no tanta como en otro tiempo: tiene los párpados inferiores rojizos y caídos y su azul está atenuado, no es el que era. Lleva el pelo peinado con una raya que deja al descubierto la piel rosada a los ojos de Béatrice cuando Olivier se inclina sobre su mano. La barba tiene aún algo de castaño, de calidez en las raíces, y sus labios son también cálidos cuando entran en contacto con el dorso de la mano de Béatrice. En su fugaz contacto, percibe su esencia, ni al chico enamorado que hay detrás de su mirada ni al hombre maduro, sino al artista en sí, intemporal y con una larga vida a sus espaldas. Su presencia la atraviesa como el inesperado tañido de una campana, por lo que, al final, Béatrice no consigue recobrar el aliento.
—Pase, por favor —dice él—.
Entrez, je vous en prie
. Éste es mi estudio. —No la tutea.
Sostiene la puerta para que ella entre y Béatrice se da ahora cuenta de que Olivier lleva un traje viejo, más raído que los que le ha visto puestos con anterioridad, con una bata de artista de lino abierta encima de la chaqueta. Las mangas están arremangadas, como si fueran demasiado largas incluso para él. Su camisa blanca tiene unas cuantas salpicaduras de pintura en el pecho, y su corbata es de seda negra, también deshilachada. Olivier no se ha cambiado para la visita; deja que lo vea cuando trabaja. Béatrice entra en la habitación y se da cuenta de que no hay nadie más; siente la proximidad de Olivier junto a la puerta. Éste la cierra suavemente tras ella, como si no quisiera llamar su atención sobre algo de lo que ambos son conscientes: el posible menoscabo de sus reputaciones. La puerta está cerrada. Ya está hecho. Ella desearía sentir más remordimiento, más vergüenza; se recuerda a sí misma que el mundo exterior puede seguir considerando que él es un mero pariente, un anciano elegante que puede perfectamente invitar a la esposa de su sobrino a ver un cuadro.
Pero es como si en lugar de cerrar una puerta él la hubiese abierto, creando un gran espacio de luz natural y aire entre ellos. Al cabo de un instante, Olivier se mueve, y ahora la tutea:
—¿Me permites tu capa?
Ella recuerda los gestos cotidianos, se desata el sombrero y lo levanta recto para quitárselo sin despeinarse los tirabuzones del cabello. Se desabrocha la capa a la altura del cuello y la dobla en dos, verticalmente y de dentro afuera para proteger el delicado pelo. Le entrega ambos a Olivier y él se los lleva por otra puerta. Estando sola en el estudio, ella siente que la intimidad de la habitación aumenta sin su ocupante. La luz entra a raudales por las altas ventanas, limpias por dentro y con antiestéticas rayas por fuera, y sobre su cabeza hay una claraboya ornamentada. Puede oír los sonidos de la calle de abajo; golpes amortiguados, traqueteos, hierros que chirrían, cascos de caballos… todos tan débiles que Béatrice no necesita creer ya más en su existencia, ni pensar que su cochero está tomándose algo caliente en unas caballerizas calle arriba, donde quizá conozca a otros cocheros y deje de pensar en ella durante una hora. Olivier vuelve y señala sus cuadros, hacia los que ella no ha mirado deliberadamente.
—No he censurado nada —dice—. Tú también eres artista. —Lo dice sin ostentación, casi con timidez, y ella sonríe y aparta la vista.
—Gracias. Para mí es un honor que haya dejado su estudio tal cual es. —Pero Béatrice necesita un pequeño empujón para contemplar los cuadros.
Olivier señala:
—Aquí está el que colgaron en el Salón el pasado año. Tal vez no sea mucho suponer que aún lo recuerdes.
Se acuerda muy bien: es un paisaje de tres o cuatro palmos de ancho, una obra refinada, con un prado flotante cubierto con una alfombra de flores blancas y amarillas, una vaca que pasta en un extremo, árboles marrones con mezcla de verde. Es algo conservador, bastante parecido al estilo de Corot, piensa ella, y se reprende a sí misma por ello: Olivier pinta como siempre, y es bueno. Pero es un recordatorio más de los años que los separan.
—Te gusta, pero crees que está anticuado—dice él.
—No, no —protesta ella, pero Olivier levanta una mano para detenerla.
—Entre amigos —afirma Olivier— no puede haber más que sinceridad. —Sus ojos son de un azul intenso; ¿por qué ha pensado ella que estaban viejos? Ahora irradian un vigor que supera en intensidad a la mismísima juventud.
—Muy bien —repone Béatrice—. Entonces me gusta más la valentía de éste. —dice dirigiéndose hacia un gran lienzo apoyado en el suelo—. ¿Es éste el que va a presentar?
—Por desgracia, no. —Ahora él se ríe… Béatrice siente el cuerpo de Olivier próximo al suyo. En realidad, si no lo mira, tiene la sensación de que es un joven quien habita en ese cuerpo—. Su valentía, como tú dices, quizá sea excesiva, y no me lo aceptarían.
En el cuadro aparece un árbol en primer plano y, sentado debajo, sobre la hierba, un individuo con un elegante traje y sombrero, de piernas cruzadas con descuido y con sus largas manos encima de las rodillas. La perspectiva está tan lograda que a Béatrice le dan ganas de rodear el árbol para ver lo que hay detrás. La técnica del pincel es más moderna que en el cuadro de la vaca; aquí Béatrice puede detectar una influencia artística.
—¿Manifiesta éste una admiración por la obra de monsieur Manet?
—Una admiración reticente, querida, sí. Tienes buen ojo. En el Salón podrían decir que resulta ofensivo, porque carece de finalidad.
—¿Quién es el joven?
—El hijo que nunca he tenido. —Olivier habla con desenfado, pero ella analiza su cara y se siente desconcertada, temerosa ante su confesión—. ¡Oh, simplemente pienso en él de este modo…! Es mi ahijado de Normandía, que ahora vive en París; lo veo varias veces al año y damos algún que otro paseo largo. Un chico al que aprecio, hijo de unos jóvenes amigos míos. Dentro de unos años será un buen médico, no para de estudiar. Yo soy el único que consigue llevárselo al campo a hacer ejercicio, y creo que él piensa que es a mí, a su pobre y anciano padrino, a quien le conviene hacerlo; por eso viene conmigo, fingiendo que acepta mis consejos sobre salud. Así pues, los dos intentamos engañarnos mutuamente.
—¡Es magnífico! —exclama ella con sinceridad.
—¡Ah, bueno! —Él le roza su manga de color ciruela—. ¡Ven! Te enseñaré el resto y luego tomaremos un té.
A Béatrice le cuesta más mirar los demás cuadros, pero lo hace resueltamente; modelos medio vestidas, la espalda de una mujer desnuda, grácil, inacabada… ¿Significa eso que la mujer volverá un día de estos al estudio y se quitará de nuevo la ropa? ¿Habrá sido alguna vez amante de Olivier? ¿No es eso propio de los artistas? Intenta no pensar en ello más que como colega, intenta que no le importe. Las modelos suelen ser mujeres de conducta disoluta, como todo el mundo sabe, pero ella misma ha venido sola a los aposentos privados de un hombre, a su estudio; ¿acaso es ella mejor que esas mujeres? Reprime su miedo y se vuelve para examinar los bodegones de Olivier, frutas y flores, que él le explica que son obras de su juventud. A ella le parecen un tanto apagados, pero pintados con destreza, delicados; le recuerdan las obras maestras de la pintura clásica.
—Estuve en Holanda justo antes de pintar estos cuadros —dice él—. El otro día los saqué para ver qué tal se habían conservado. Son piezas de anticuario, ¿verdad?
Béatrice es prudente y no contesta.
—¿Y el cuadro que presenta este año? ¿Lo he visto ya?
—Todavía no. —Olivier atraviesa la larga sala, pasa por delante de los dos desgastados sillones y la pequeña mesa redonda donde ella se imagina que servirá el té. Apoyado en la pared hay un lienzo cubierto con una tela, un lienzo grande; Olivier lo levanta con ambas manos y lo apoya en una silla—. ¿Seguro que lo quieres ver?
Por primera vez Béatrice está asustada, casi le da miedo ese hombre, esa figura familiar a la que ella comprende ahora de un modo completamente distinto debido a sus cartas, a su franqueza, a que ha desnudado su alma; le da miedo la extraña reacción de su propio corazón estando allí junto a él. Se vuelve hacia Olivier, inquisitiva, pero la pregunta no le viene a la cabeza. ¿Por qué titubea a la hora de enseñarle su cuadro? Quizá sea un desnudo verdaderamente escandaloso o alguna otra escena que ella no alcanza a imaginarse. Nota la presencia de su marido, expresando su desagrado, sus brazos cruzados le dan a entender que ha ido demasiado lejos. Pero en su carta Olivier le ha dicho que Yves quería que ella viese este cuadro. No sabe qué pensar ni qué decir.
Cuando Olivier levanta la sábana, Béatrice contiene el aliento, y el sonido que emite al hacerlo es audible para ambos. Es su cuadro, su doncella de cabellos dorados sentada haciendo labor, su propio sofá de color rosa, las pinceladas sueltas y libres que intentó hacer y que, sin embargo, son distinguibles, absolutamente distinguibles.
—Comprenderás por qué este año he elegido éste para presentarlo al Salón —me dice—. Lo ha pintado una artista mejor que yo.