El rapto del cisne (26 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

Muy a mi pesar, rompí a llorar, y tuve la sensación de que no era tanto por lo que él había hecho como por lo que me había visto hacer a mí, sacando las cartas con ese dramatismo y tirándolas frente a él. Aquello era más humillante de lo que jamás me hubiera podido imaginar.

—¿Te parece que no es nada amar a otra mujer? ¿Qué me dices de esto? —Extraje de mi bolsillo el fragmento de la carta escrita por él, que indiscutiblemente contenía la caligrafía de Robert, y se lo lancé con fuerza.

Él lo cogió y lo alisó sobre la mesa. Creí detectar incredulidad en su rostro. Luego pareció recuperarse.

—Kate, ¿qué demonios te importa? Está muerta. ¡Está muerta! —Tenía el contorno de la nariz y los labios pálido, la cara tensa—. Murió. ¿Acaso crees que no daría cualquier cosa por haberla salvado, por haberla dejado seguir pintando?

Ahora yo sollozaba más por la confusión que por todo lo demás.

—¿Está muerta? —Por la única carta fechada que había de Mary deduje que había vivido hasta hacía un par de meses. Sentí un extraño impulso políticamente correcto de decir: «¡Vaya, lo siento!». ¿Habría sufrido un accidente de coche? ¿Por qué él no me había parecido afligido durante las últimas semanas o meses? No había notado ningún cambio. Quizá, fuera cual fuera la relación entre ambos, a él le había importado realmente tan poco que no lloró su muerte. Pero eso me parecía atroz: ¿podía alguien ser tan insensible?

—Sí, está muerta —pronunció la palabra con una amargura de la que no le habría creído capaz—. Y aún la amo. Tienes toda la razón, así que ya puedes estar contenta. No sé por qué debería importarte. La amo. Y si no comprendes a qué clase de amor me refiero, no vale la pena ni que te lo explique. —Se levantó.

—No me vale. —Ahora que había roto a llorar, no podía dejarlo—. Eso lo empeora todo. No sé qué te traes entre manos ni a qué te refieres. No tienes ni idea de lo mucho que me he esforzado por comprenderte. Pero hemos terminado, Robert, y eso sí me vale… sí, me vale.

Levanté nuestro jarrón de porcelana del aparador, donde siempre había estado, fuera del alcance de los niños, y lo arrojé al otro lado de la habitación. Se me partió el corazón cuando se hizo añicos contra la chimenea, debajo de los retratos de los padres de mi padre, gente como es debido, oriunda de Cincinnati. Lamenté su destrucción ya entonces. Lo lamenté todo, excepto haber tenido a mis hijos.

35

1878

El pueblo donde están es más tranquilo que el vecino Étretat, pero Yves asegura que precisamente por eso le gusta más, mientras que el día que pasaron en Trouville le pareció aún más molesto: en verano debe de haber tanta gente en su paseo como en los Campos Elíseos, le dice a Béatrice. Si les apetece, siempre pueden ir en carruaje hasta Étretat para disfrutar de su serena elegancia, pero esta aldea de casas desde las que se puede ir a pie hasta la extensa playa les agrada a todos ellos, y la mayoría de los días se quedan allí tranquilamente, paseando entre los guijarros y por la arena.

Todas las noches, Béatrice lee a Montaigne en voz alta para papá, en el salón de alquiler con sus sillas baratas tapizadas en damasco y estantes repletos de conchas marinas. Los otros dos hombres escuchan o hablan en voz baja cerca de ellos. Asimismo, ha empezado un bordado nuevo que coserá en un cojín para el vestidor de Yves, su regalo de cumpleaños. Se afana en esta tarea un día tras otro, aguzando sus sentidos ante las delicadas florecitas doradas y violetas. Le gusta bordar sentada en la galería. Cuando levanta la cabeza ve el mar, a la izquierda los acantilados de color arena gris y coronados de verde y, lejos a la derecha, las casuchas desconchadas de los pescadores y las barcas varadas en la playa, las nubes sobre un horizonte borrascoso. Cada pocas horas llueve, y luego el sol vuelve a abrirse paso. El calor aumenta por días, hasta que, de pronto, una tormenta matutina los encierra en casa; al día siguiente, el sol todavía brilla más.

Todos sus pasatiempos le ayudan a esquivar a Olivier, pero una tarde él sale a la galería y se sienta a su lado. Béatrice conoce sus hábitos, y esto es un cambio. Por las mañanas y de nuevo al caer la tarde, cuando hace buen tiempo, Olivier pinta en la playa. Ha invitado a Béatrice a acompañarlo, pero sus improvisadas excusas (como que no tiene un lienzo preparado) siempre se lo impiden, de modo que él se va solo, alegremente, silbando, tocándose el sombrero al pasar por delante de la silla de la galería en la que está ella sentada.

Béatrice se pregunta si Olivier camina con paso enérgico porque se sabe observado; de nuevo tiene esa extraña sensación de que él se quita años cuando ella lo mira. ¿O será simplemente que Béatrice ha aprendido a ver a través de los ojos de Olivier —ahora más transparentes para ella— a la persona que hay detrás? Cada vez que Olivier se despide de Béatrice, ella contempla su espalda erguida, el viejo traje que se pone para pintar, su favorito, alejándose hacia la playa. Está intentando desaprender lo que sabe de él, verlo otra vez como un mayor de la familia de su marido que casualmente pasa las vacaciones con ellos, pero sabe demasiado acerca de sus pensamientos, sus expresiones, su dedicación a la pintura, lo mucho que admira lo que ella pinta. Naturalmente, aquí, en esta casa, no le envía cartas, pero las palabras flotan en el aire entre ambos: su caligrafía inclinada, el repentino salto de sus pensamientos sobre el papel, su afectuoso «tu» sobre la página.

Hoy lleva un libro en lugar de un caballete bajo el brazo. Se acomoda junto a ella en una silla grande, como decidido a que no le rechace. Béatrice se alegra, muy a su pesar, de haberse puesto su vestido verde claro de escote amarillo fruncido, por el que hace unos cuantos días él la comparó con un narciso; ojalá Olivier estuviera aún más cerca para que su hombro enfundado en una chaqueta gris pudiera rozar el suyo, ojalá se marchase, ojalá se subiera a un tren y volviera a París. Se le anuda la garganta. Olivier huele a algo agradable que se ha puesto en su baño, algún jabón o colonia desconocidos; ¿usará esta fragancia desde hace muchos años o la ha cambiado? El libro que Olivier tiene en el regazo permanece cerrado y Béatrice está segura de que no tiene la intención de leerlo, sospecha que confirma cuando ve el título:
La Loi des Latins
; lo reconoce porque lo ha visto en el estante de libros poco interesantes que hay dentro. Es evidente que lo ha cogido sin mirar antes de venir a sentarse con ella, una treta que le hace sonreír sin levantar la vista de su labor.


Bonjour
—saluda Béatrice en un tono que espera sea neutro, propio de un ama de casa.


Bonjour
—responde Olivier. Permanecen unos instantes sentados en silencio, y ésa, piensa ella, es la prueba, el problema incluso. Si fuesen unos auténticos desconocidos o unos miembros cualesquiera de la misma familia, ya estarían charlando de todo y de nada—. ¿Puedo hacerte una pregunta, querida?

—¡Naturalmente! —Béatrice agarra sus diminutas tijeras de pico de cigüeña y hojas repujadas; corta un hilo.

—¿Tienes la intención de evitarme durante un mes entero?

—Sólo han pasado seis días —replica.

—Y medio. O seis días y siete horas —la corrige Olivier. El efecto es tan cómico que ella levanta la vista y sonríe. Olivier tiene los ojos azules, no lo bastante viejos para ahuyentar a Béatrice como deberían—. Así está mejor —prosigue—. Tengo la esperanza de que el castigo no dure cuatro semanas.

—¿Castigo? —inquiere ella con la máxima suavidad posible. Intenta en vano volver a enhebrar su aguja.

—Sí, castigo. ¿Y por qué? ¿Por admirar a una joven artista desde la distancia? Con lo educado que he sido, ya podrías mostrarte algo más cordial.

—Entenderá usted… —empieza a decir ella, pero, cosa rara, la aguja le da problemas.

—Con permiso. —Olivier toma la aguja, enhebra cuidadosamente el delicado hilo de seda dorado y se la devuelve—. Ojos de viejo, ¿sabes? Se vuelven agudos con el uso.

Béatrice no puede evitar reírse. Por encima de todo, es esta chispa de humor que hay entre ambos y la capacidad que Olivier tiene de reírse de sí mismo lo que la desarma.

—Muy bien. Entonces tendrá usted la agudeza suficiente para entender que me resulte imposible…

—¿Prestarme la misma atención que a una piedra que se te hubiera metido en tu hermoso zapato? De hecho, le prestarías mucha más atención a la piedra, de modo que quizá tenga que mostrarme más insistente.

—No, por favor… —Béatrice vuelve a reírse. Detesta la alegría que centellea entre ambos en momentos como éste, el placer que cualquiera podría percibir. ¿Acaso no entiende este hombre que es parte integrante de su familia? ¿Y que es un anciano? Siente de nuevo el carácter esquivo de la edad. Si algo le ha enseñado Olivier es que las personas no se sienten viejas por dentro, al menos hasta que el cuerpo le pasa a uno su lúgubre factura; por eso papá parece anciano aunque sea más joven, mientras que este artista de pelo blanco y barba cana no parece saber cómo debería comportarse.

—Déjalo,
ma chère
. Soy demasiado anciano para hacerte ningún daño, y tu marido aprueba de todo corazón nuestra amistad.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —Béatrice procura parecer ofendida, pero el extraño placer que le produce su cercanía es demasiado intenso, y se sorprende a sí misma volviéndole a sonreír.

—De acuerdo, pues. Tú te lo has buscado. Si no hay objeción, podrás venir a pintar conmigo mañana por la mañana. Mi amigo, el pescador, asegura que hará tan buen tiempo que los peces se meterán de un salto en su barca. A decir verdad, yo creía que saltaban más cuando llovía. —Imita el dialecto de la costa, y ella se echa a reír. Olivier gesticula en dirección al agua—. No me gusta que estés aquí languideciendo entre toda esta labor. Una gran artista en ciernes debería estar fuera con su caballete.

Ahora Béatrice nota que se sonroja de cuello para arriba.

—No se burle de mí.

Olivier se vuelve hacia ella en el acto, muy serio, y la toma de la mano sin pensarlo, no como un gesto galante.

—No, no, hablo en serio. Si yo tuviese tu talento, no malgastaría ni un solo minuto.

—¿Malgastar? —Béatrice se debate entre el enfado y el llanto.

—¡Ay, querida! ¡Qué torpe soy! —Le besa la mano para disculparse y la suelta antes de que ella pueda protestar—. Es preciso que sepas cuánta fe tengo en tus obras. No te indignes. Simplemente, ven a pintar conmigo mañana: recordarás cuánto te gusta y te olvidarás por completo de mí y de mi torpeza. Me limitaré a llevarte al paisaje adecuado, ¿de acuerdo?

Béatrice ve de nuevo en sus ojos al chico vulnerable que Olivier lleva dentro. Se pasa una mano por la frente. No puede imaginarse amando a nadie más de lo que lo ama a él en este momento; no por sus cartas ni por su cortesía, sino por el hombre en sí y por el paso de los años, que lo han ido moldeando, llenándolo de confianza en sí mismo a la vez que de fragilidad. Traga saliva y clava la aguja primorosamente en su bordado.

—Sí, gracias. Iré.

Cuando tres semanas más tarde regresan a París, ella se lleva consigo cinco pequeños lienzos del agua, las barcas y el cielo.

36

Kate

Robert no se fue de casa enseguida, y yo tampoco; en realidad, me negaba a desarraigar a mi madre y a los niños o a dejar la casa con la que siempre había soñado, que me encantaba y que mi madre nos había ayudado a comprar. Después de romper aquel jarrón, Robert reunió su montón de cartas, se las metió en el bolsillo y se fue sin llevarse siquiera un cepillo de dientes o ropa de recambio. Quizás incluso entonces lo hubiese visto con mejores ojos, si hubiese tenido la prudencia de subirse a hacer la maleta.

No vi a Robert en varios días, y no sabía dónde estaba. A mi madre le dije únicamente que habíamos tenido una fuerte pelea y necesitábamos darnos un tiempo, y ella se mostró preocupada pero también imparcial; intuí que pensaba que el temporal pasaría. Traté de convencerme a mí misma de que él estaría con Mary, dondequiera que viviese, pero no podía sacudirme la sensación que tenía de que él había sido sincero cuando con tanta amargura me había dicho: «Está muerta». No parecía capaz de llorar realmente la muerte de nadie. Eso era casi lo peor del caso. El hecho de que su aventura amorosa se hubiese terminado con la muerte de ella no aliviaba mi dolor. Es más, le añadía a mi día a día una componente de obsesión, de inquietud, del que no podía deshacerme.

Una tarde de aquella semana mientras yo leía (no muy concentrada) a la entrada de casa y mi madre zurcía nuestra ropa en la silla de la terraza, y ambas vigilábamos a los niños, que estaban encharcando el jardín con la manguera, Robert apareció con el coche sin causar alboroto alguno y se bajó. Pude ver que tenía unas cuantas cosas guardadas en el maletero: caballetes, portafolios y cajas. El corazón se me anudó en la garganta. Se acercó por el camino de acceso y se desvió para besar a mi madre y preguntarle cómo se encontraba. Yo sabía que ella le diría que bien, aunque el día antes había tenido que llevarla al médico porque le había dado otro vahído; y aunque a estas alturas ella supiese que Robert prácticamente se había ido de casa.

Entonces Robert se acercó lentamente por el camino hacia mí y durante un instante vi su presencia en toda su globalidad, su cuerpo grande, que no era flaco ni gordo, los amplios movimientos de los músculos debajo de su camisa y sus pantalones. Su ropa parecía más sucia que nunca, y había sido más descuidado que de costumbre con la pintura, de tal modo que sus mangas arremangadas tenían salpicaduras rojas y sus pantalones deportivos, lamparones blancos y grises. Pude ver que la piel de su cara y cuello empezaba a envejecer, arrugas debajo de sus ojos, el castaño verdoso e intenso de su mirada, su pelo abundante, los rizos angelicales con hebras de plata, su gran tamaño, su distanciamiento, su autosuficiencia, su soledad. Quise levantarme de un salto y echarme en sus brazos, pero eso era lo que él debería estar haciendo conmigo; por el contrario, me quedé donde estaba, sintiéndome más menuda que nunca, encorsetada, delimitada por un marco. Una persona menuda, de pelo lacio y excesivamente limpia que él había olvidado cuidar en pos de su gran empresa artística, un ser básicamente invisible. Robert había olvidado incluso decirme cuál era el propósito de su empresa.

Se detuvo en los peldaños.

—Sólo he venido a recoger algunas cosas.

—Bien —dije yo.

—¿Quieres que vuelva? Os echo de menos a ti y a los niños.

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