Por encima de todo, él la anima a pintar, asintiendo con aprobación incluso cuando ella le enseña sus más insólitos experimentos de color, de luz, de pinceladas desiguales, al estilo de lo que ha visto con él en las nuevas y más rompedoras exposiciones. Él jamás la llamaría radical, por supuesto; siempre le ha dicho que es simplemente una artista y debe hacer lo que considere oportuno. Su mujer le explica que cree que la pintura debería reflejar la naturaleza y la vida, que los nuevos paisajes llenos de luz la conmueven. Él asiente, aunque añade con prudencia que tal vez sea mejor no saber demasiado de la vida; la naturaleza es un buen tema, pero la vida es más dura de lo que ella se imagina. Él cree que es bueno que su esposa tenga una ocupación que la llene, y le encanta el arte: ve el talento que ella tiene y desea su felicidad. Conoce a los Morisot, que son encantadores. Ha conocido a los Manet y siempre comenta que es una familia estupenda, a pesar de la reputación de Édouard y sus inmorales experimentos (pinta a mujeres libertinas), que le hacen quizá demasiado moderno, lo cual es una pena, dado su obvio talento.
De hecho, Yves la lleva a muchas galerías. Acuden al Salón todos los años, junto con casi un millón de personas, y escuchan los cotilleos sobre cuáles son los lienzos favoritos y cuáles desdeñan los críticos. De vez en cuando dan un paseo hasta el Museo del Louvre, donde ella ve a estudiantes de bellas artes copiando cuadros y esculpiendo, incluso a alguna que otra mujer sin carabina (seguramente estadounidense). No acaba de atreverse a admirar desnudos en presencia de su marido; desde luego, no los de héroes. Sabe que nunca pintará a partir de un modelo desnudo. Su propia formación profesional tuvo lugar en el estudio privado de un profesor, copiando moldes de escayola en presencia de su madre, antes de contraer matrimonio. Desde luego, ha trabajado de firme.
Al veces quisiera saber si Yves entendería que ella decidiera presentar un cuadro al Salón. Nunca ha dicho nada despectivo de los pocos cuadros pintados por mujeres que hay en el Salón, y aplaude todo lo que ella plasma en un lienzo. De la misma manera, nunca se queja del funcionamiento de la casa, que ella lleva tan bien, salvo cuando una vez al año dice con buenos modos que le gustaría comer esto o aquello un poco más crudo o que desearía que ella cambiara el arreglo floral de la mesa del recibidor. De vez en cuando se reconocen en la penumbra de una forma completamente distinta, con un sentimiento, con una fiereza incluso, que ella percibe pero en la que no se atreve a pensar durante el día, excepto para abrigar la esperanza de despertarse una mañana y darse cuenta de que en los últimos tiempos no ha necesitado sacar esas servilletas limpias y perfectamente dobladas para su ropa interior, ni las botellas de agua caliente o la copa de jerez que mitiga sus dolores mensuales.
Pero eso no ha pasado todavía. Quizá piense en ello demasiado a menudo o demasiado poco, o del modo equivocado; intenta dejar de pensar en ello del todo. Esperará, en cambio, la llegada de una carta, y esa carta será su principal distracción de la mañana. El correo viene dos veces al día; lo reparte un joven de abrigo corto azul. A pesar de la lluvia, puede oír como llama a la puerta, y a Esmé abriéndola. No mostrará inquietud; en realidad, no está inquieta. La carta aparecerá en una bandeja de plata en su tocador mientras ella se esté vistiendo para recibir las visitas de la tarde. La abrirá antes de que salga Esmé y luego la esconderá en su escritorio para releerla más tarde. Aún no se ha acostumbrado a meterse las cartas dentro del corpiño para llevarlas encima.
Entretanto, hay otras cartas que escribir y contestar, menús que organizar, una modista a la que ver, una colcha calentita que terminar para regalarle a su suegro por Navidad. Y está su propio suegro, ese anciano paciente: le gusta que sea ella en persona quien le lleve sus copas y libros tras la siesta, y, de hecho, ella espera con ganas el momento en que él le acaricie la mano con la suya, translúcida y venosa, y la mire fijamente desde sus ojos casi vacíos, dándole las gracias por cuidar de él. Están las plantas en flor que ella misma riega en lugar de que lo hagan los criados y, lo más importante de todo, está la habitación contigua a la suya, originalmente una galería, que alberga sus caballetes y pinturas.
La doncella que posa estos días para ella (no Esmé, sino Marguerite, que es más joven y cuyo dulce rostro y cabellos rubios tanto le gustan) es apenas una niña. Béatrice ha empezado a pintarla sentada junto a una ventana con un montón de prendas para coser; dado que a la doncella le gusta tener las manos ocupadas mientras posa, Béatrice está encantada de dejarle arreglar cuellos y enaguas, siempre y cuando la chica mantenga su inclinada cabeza dorada suficientemente quieta.
Es muy luminosa esa habitación; aun cuando la lluvia resbale por las numerosas ventanas, pueden avanzar algo en su trabajo conjunto: las manos de Marguerite se mueven sobre las delicadas prendas blancas, el algodón y la puntilla, y las de Béatrice calculan la forma o el color, reproduciendo la redondez de los hombros jóvenes inclinados sobre la aguja, los pliegues del vestido y el delantal. Ninguna de las dos habla, pero les une la armonía compartida de sus tareas. Es en esos momentos cuando Béatrice siente que su pintura es parte del hogar, una extensión de la comida que hierve a fuego lento en la cocina y las flores que arregla para la mesa de comedor. Fantasea con pintar a la hija que no tiene en lugar de a esta silenciosa chica que le ha caído en gracia, pero a la que a duras penas conoce; se imagina que su hija le lee poesía en voz alta mientras ella pinta, o le habla de sus amigas.
De hecho, cuando Béatrice se enfrasca de verdad en la pintura, deja de importarle el valor de sus cuadros, que sean buenos y si podrá o no sacarle algún día a Yves el tema de presentar uno al Salón (de todas formas, aún no son lo bastante buenos para eso y probablemente nunca lo serán). Tampoco le importa que su vida tenga o no tenga más sentido. Por ahora le basta con contemplar el azul del vestido de la chica, al fin exactamente igual que la mancha de la paleta, la pincelada curva que da color a la lozana mejilla, el blanco que añadirá a la mañana siguiente; necesita más blanco y un poco de gris para transmitir esa luz de otoño lluvioso, pero se ha quedado sin tiempo y ya es hora de comer.
Si la pintura ocupa sus mañanas, las tardes en las que no le apetece seguir pintando, y no hace visitas ni las recibe, le quedan más libres. Los personajes de la novela que está leyendo le parecen completamente muertos, así que escribe, en cambio, una carta que no ha dejado de tener presente en respuesta a otra que está ahora guardada en una casilla de su escritorio pintado. Cruza los pies por los tobillos y los esconde bajo su silla. Sí, su escritorio está frente a la ventana; lo desplazó hasta allí la pasada primavera para disfrutar de las vistas del jardín.
Mientras escribe, comprueba que éste es uno de esos extraños días con los que algunas veces París despierta en otoño, en los que la lluvia torrencial se convierte en aguanieve y luego en nieve.
Effet de neige, effet d’hiver
; vio este título el año pasado en una exposición en la que algunos de los nuevos pintores no sólo representaban la luz del sol y los campos verdes, sino también la nieve, una auténtica revolución pintando el frío. Se quedó anonadada ante aquellos lienzos que los periódicos machacaban. La nieve, cuando cuaja, contiene motas de gris. Contiene azul, en función de la luz, la hora del día y el cielo; contiene ocre e incluso marrón o violeta. Ella misma dejó ya de ver la nieve blanca el año pasado; casi recuerda el momento en que advirtió los ricos matices de la nieve mientras observaba su jardín.
Ahora, la primera nevada de un nuevo invierno se materializa en un instante ante sus ojos; la lluvia se ha transformado sin avisar. Deja de escribir y limpia su pluma en el secador de franela que tiene al lado del codo, manteniendo la tinta lejos de su manga. Un sutil color cubre ya el jardín marchito; en efecto, no es blanco. ¿Es beis, hoy? ¿Plateado? ¿Incoloro, si semejante cosa es posible? Recoloca bien la hoja, moja la pluma y empieza a escribir otra vez. Le habla a su destinatario del modo en que la nieve fresca se posa en cada rama; del modo en que los arbustos, algunos de ellos verdes todo el año, se apiñan bajo un ingrávido velo que no es blanco; del banco, desnudo un instante bajo la lluvia y que al minuto acumula un delicado y suave cojín. Siente que él la escucha mientras desdobla la carta con sus elegantes y envejecidas manos. Ve sus ojos, llenos de contenido afecto, que absorben sus palabras.
Cuando más tarde llega el correo, hay otra carta de él, una que más tarde se perderá, en que le cuenta algo de sí mismo, o de su propio jardín aún sin cubrir por la nieve; debe de haberla escrito horas antes o anoche, porque vive en el centro de la ciudad. Quizá lamente (con gracioso encanto) lo vacía que está su propia vida: lleva años viudo y no tiene hijos. No los tiene, recuerda en ocasiones, igual que ella. Es lo bastante joven como para ser hija suya, su nieta incluso. Vuelve a doblar su carta con una sonrisa, luego la desdobla y la lee de nuevo.
Kate
Robert consintió impasible en ir al médico del campus, pero no quiso que fuera con él. Al centro de salud se podía ir andando desde casa, al igual que a todos los demás sitios, y muy a mi pesar me quedé en el porche observando como se iba. Caminaba con los hombros encogidos, poniendo un pie delante del otro como si cada movimiento le doliera. Recé a todo lo que se me ocurrió rogando que Robert fuera lo bastante comunicativo o estuviera lo bastante desesperado para hablarle al médico de todos sus síntomas. Quizá tendrían que hacerle pruebas. Quizás estuviese agotado por alguna enfermedad sanguínea: mononucleosis o (¡Dios no lo quisiera!) leucemia. Pero eso no explicaría lo de la misteriosa mujer. Si Robert no me contaba nada de esta visita, tendría que ir yo a ver al médico para contarle cosas, y es posible que tuviera que hacerlo a escondidas para que Robert no se enfadase.
Al parecer, tras la cita con el médico se fue a dar sus clases o a pintar al estudio del campus, porque no lo vi hasta la hora de cenar. No me comentó nada hasta que yo hube acostado a Ingrid, y aun así tuve que preguntarle qué le había dicho el doctor. Robert estaba sentado en el salón; no exactamente sentado, sino repanchingado en el sofá con un libro sin abrir. Levantó la cabeza cuando le hablé.
—¿Qué? —Me dio la impresión de que me miraba desde muy lejos y, como ya había observado en alguna ocasión anterior, le colgaba un poco un lado de la cara—. ¡Ah…, no he ido!
Me invadieron la rabia y un profundo dolor, pero inspiré hondo.
—¿Por qué no?
—Déjame en paz, ¿quieres? —dijo con un hilo de voz—. No me apetecía ir. Tenía cosas que hacer, y no he tenido tiempo para pintar desde hace tres días.
—¿Te has ido a pintar en lugar de ir al médico? —Eso, al menos, sería una señal de que estaba vivo.
—¿Me estás controlando? —Robert entornó los ojos. Puso el libro frente a él a modo de escudo. Me preguntaba si quizá decidiría lanzármelo. Era un libro de fotografías de lobos del que se había encaprichado meses atrás. Eso también era un cambio: a menudo compraba libros nuevos que luego no leía. Siempre había sido demasiado ahorrador para comprarse algo, lo que fuese, que no fuera de segunda mano, aparte de los aparatosos zapatos de calidad que adoraba.
—No te estoy controlando —dije cautelosamente—. Pero me preocupa tu salud, y me gustaría que fueras al médico para que te examinara. Creo que eso mismo ya te ayudaría a sentirte mejor.
—¿Eso crees? —replicó él casi con grosería—. Crees que me ayudaría a sentirme mejor. ¿Acaso tienes idea de cómo me siento? ¿Sabes lo que es no poder pintar, por ejemplo?
—¡Desde luego que sí! —exclamé intentando no encenderme—. Son muy pocos los días que yo misma consigo pintar. De hecho, casi nunca. Conozco esa sensación.
—¿Y sabes lo que es pensar en algo una y otra vez hasta que te preguntas…? Da igual —concluyó.
—¿Hasta que te preguntas, qué? —procuré hablar con mucha serenidad para demostrarle que sabía escuchar.
—¿Hasta que no puedes pensar ni ver nada más? —habló con voz grave y sus ojos parpadearon y miraron hacia la puerta—. Han pasado tantas cosas terribles en la historia, incluso a los artistas, incluso a artistas que, como yo, intentaban tener una vida normal. ¿Te imaginas lo que es pensar constantemente en eso?
—Yo también pienso en cosas terribles a veces —dije resuelta, aunque esa digresión de Robert me parecía bastante rara—. Todos tenemos pensamientos de esa clase. La historia está llena de cosas espantosas. Las vidas de las personas están llenas de cosas espantosas. Todo ser humano pensante reflexiona sobre ellas; en especial cuando se tienen hijos. Pero eso no significa que uno tenga que enfermar dándole vueltas.
—¿Y si te dijera que pienso en la misma persona todo el tiempo, constantemente?
Se me empezó a poner la piel de gallina, aunque no habría podido decir si era por miedo, por unos celos anticipados o por ambas cosas. Ahora venía cuando él nos destrozaba la vida.
—¿A qué te refieres? —pregunté articulando las palabras con cierta dificultad.
—Hablo de pensar en alguien que podría haberte importado —explicó él, y volvió a recorrer la habitación con la mirada—, pero que no existe.
—¿Qué? —Noté que durante un buen rato se me quedaba la mente en blanco; fui incapaz de reaccionar.
—Mañana iré al médico —soltó Robert airado, como un niño pequeño resignado al castigo. Sabía que estaba accediendo para que no le preguntara nada más.
Al día siguiente se fue y volvió, durmió y luego se levantó a comer algo. Yo me quedé en silencio al lado de la mesa. No tuve que preguntarle.
—Físicamente, no me ha encontrado nada raro; bueno, me ha hecho un análisis de sangre para ver si tengo anemia y no sé qué más, pero quiere que me hagan una evaluación psiquiátrica —soltó con vehemencia las palabras en voz alta, precisamente para que no sonaran despectivas, pero yo sabía que el hecho de que él me lo contara significaba que tenía miedo, y estaba dispuesto a ir. Me acerqué a él, lo rodeé con los brazos y le acaricié la cabeza, los tupidos rizos, la amplia frente; sentí el prodigioso intelecto que había en el interior, los grandes dones que yo siempre había admirado y me habían maravillado. Le acaricié el rostro. Adoraba esa cabeza, su pelo encrespado e incontrolable.