Marlow
A la mañana siguiente, resultó que la casa de la señora Oliver no tenía nada que ver con lo que yo había visualizado; me la había imaginado alta, blanca, un elegante estereotipo sureño, y en lugar de eso me encontré con un espacioso bungalow de cedro y ladrillo, cercado por setos de boj y con imponentes abetos en la parte delantera. Salí del coche con tanto garbo como pude, me puse la chaqueta de lana de sport y llevé conmigo mi maletín. Me había vestido con esmero en el oscuro y pequeño cuarto de invitados de los Hadley, sin pararme a pensar en por qué lo hacía. Había, en efecto, un porche, pero era pequeño y alguien se había dejado un par de guantes para jardinería sucios en el banco próximo a la puerta y un cubo con un montón de herramientas de plástico en miniatura para el jardín; juguetes, deduje. La puerta principal era de madera, con una ventana grande y limpia, a través de la cual pude ver el salón vacío, muebles y flores. Llamé al timbre y esperé.
En el interior no hubo ningún movimiento. Al cabo de varios minutos empecé a sentirme estúpido por mirar una porción de la casa, como si estuviese espiando. Era una sala acogedora y sencilla, decorada con sofás de colores neutros, lámparas repartidas sobre lo que parecían mesas antiguas, una moqueta descolorida de color aceituna, una alfombra oriental más pequeña, seguramente magnífica, jarrones de narcisos, un armario de barniz oscuro con puertas de cristal y sobre todo libros; muebles biblioteca altos con libros, aunque no pude leer ningún título desde donde estaba. Esperé. Me di cuenta de que en los árboles que rodeaban la casa había pájaros, y pude oír sus reclamos o trinos mientras salían volando: cornejas, estorninos y arrendajos azules. La mañana había empezado primaveral y radiante, pero estaban apareciendo nubes, que tornaban el porche delantero frío y la luz, gris.
Entonces, por primera vez, perdí la esperanza. La señora Oliver se lo había pensado mejor. Era una persona reservada y probablemente yo estuviese equivocado. Había conducido nueve horas, como un idiota, y si ella decidía cerrar su puerta con llave (naturalmente, no probé a abrirla) e irse a algún otro sitio en vez de hablar conmigo, lo tendría bien merecido. Quizá yo hubiera hecho lo mismo en su lugar, pensé. Llamé al timbre por segunda vez, vacilante, jurando no volver a tocarlo más.
Finalmente, me di la vuelta, el maletín golpeó en mi rodilla y empecé a bajar los escalones de pizarra, dejándome llevar por una oleada de rabia. Tenía un largo viaje por delante, con demasiado tiempo para pensar. En realidad, ya había empezado a hacerlo, por lo que tardé un segundo en apercibirme del chasquido y el chirrido de la puerta a mis espaldas. Me detuve, el pelo de la nuca se me erizó. ¿Por qué debería sobresaltarme tanto ese sonido cuando me había pasado cinco minutos esperándolo? Sea como sea, me di la vuelta y la vi allí, con la puerta abierta hacia dentro, su mano todavía en el pomo.
Era una mujer guapa, una mujer que parecía rápida y despierta, pero desde luego no era la musa que llenaba los dibujos y los cuadros de Robert en Goldengrove; por el contrario, mi primera impresión fue que me encontraba a la orilla del mar: cabellos de color arena, piel blanca tachonada de esa clase de pecas que desaparecen conforme su propietario envejece, ojos azul marino que se cruzaron cautelosos con los míos. Durante un instante me quedé paralizado en los escalones, y acto seguido subí presuroso hacia ella. Una vez que estuve cerca me fijé en que era menuda, de complexión delicada, y en que a mí me debía de llegar a la altura del hombro y, por tanto, a la del pecho de Robert Oliver. Abrió un poco más la puerta y salió.
—¿Es usted el doctor Marlow? —inquirió.
—Sí —dije yo—. ¿La señora Oliver?
Me dio la mano en silencio, aceptando la que yo le había tendido. Su mano era pequeña, como ella, y me esperaba que su apretón fuera suave como el de un niño, pero sus dedos eran muy fuertes. Era casi tan menuda como una niña, pero era una niña fuerte, incluso dura.
—Pase, por favor —me dijo.
Volvió hacia la casa y yo entré tras ella en ese salón que había estado contemplando. Era como entrar en un escenario, o quizá como ver una obra de teatro en la que el telón ya ha sido subido cuando te sientas entre el público, con lo que analizas el decorado durante un rato antes de que aparezcan los actores. En la casa reinaba un profundo silencio. Al acercarme resultó que los libros eran sobre todo novelas (dos centenares), y había además poesía y obras históricas.
La señora Oliver, a varios pasos por delante de mí, iba vestida con tejanos azules y una blusa de manga larga ceñida de color azul pizarra. Pensé que debía ser muy consciente del color de sus ojos. Su cuerpo parecía ágil; no atlético sino grácil, como si a través del movimiento buscara constantemente el límite de su contorno. Había algo rotundo en sus andares, de los que quedaba excluido cualquier gesto que pudiera parecer errático. Me señaló un sofá y se sentó en otro justo enfrente del mío, en una esquina del salón, de modo que pude ver unos enormes ventanales que iban del suelo al techo, con vistas sobre un extenso césped, hayas, un gigantesco acebo y cornejos en flor. Desde el camino de acceso no me había parecido tan grande, pero la casa ocupaba más de dos parcelas frondosas y bordeadas de árboles. En otro tiempo, Robert Oliver había disfrutado de esta vista. Dejé el maletín a mis pies y traté de tranquilizarme.
Al mirar al otro lado de la sala, vi que la señora Oliver ya estaba totalmente dispuesta, con las manos en las rodillas de sus tejanos. Llevaba unas zapatillas deportivas juveniles de lona que en su día quizás hubieran sido de color azul marino. Tenía el pelo abundante y liso, cortado con elegante desenfado a la altura de los hombros y con tantos matices distintos (de melena de león, trigo y dorado) que me habría costado pintarlo. Su rostro también era hermoso, llevaba poco maquillaje, un pintalabios suave, y tenía unas finísimas arrugas alrededor de sus ojos. No sonreía; me estaba analizando con seriedad, debatiéndose entre si hablar o no. Al fin dijo:
—Lamento que haya tenido que esperar. He estado a punto de cambiar de idea. —No ofreció disculpa alguna por sus dudas ni más explicaciones.
—No la culpo. —Durante una décima de segundo pensé en decir algo más educado, pero se me antojó inútil en esta situación.
—Ya. —Simple conformidad.
—Gracias por haber accedido a verme, señora Oliver. Tenga mi tarjeta, por cierto. —Se la pasé y luego pensé que había sido demasiado formal; ella bajó la mirada.
—¿Le apetece un café o una taza de té?
Pensé en rechazarlo y luego decidí que, en aquel agradable lugar del sur, era más educado aceptar.
—Muchas gracias. Si tiene café ya hecho, me tomaré una taza con mucho gusto.
Ella se levantó y se fue; de nuevo, ese garbo concentrado. La cocina no quedaba lejos; pude oír el tintineo de platos y cajones que se abrían y eché un vistazo a la sala en su ausencia. Aquí, entre las lámparas con bases de porcelana pintadas de flores, no había señal alguna de Robert, a menos que los libros fuesen suyos. Ni había trapos de pintar grasientos, ningún póster de los nuevos paisajistas. El arte de las paredes consistía en un cuadrito de punto de cruz antiguo y gastado y dos viejas acuarelas que representaban un mercado de Francia o Italia. Desde luego no había ningún retrato vívido de una dama de oscuro pelo rizado, ningún cuadro de Robert Oliver ni de ningún otro artista contemporáneo. Tal vez el salón jamás había formado parte de sus dominios; de todas maneras, suele ser un espacio reservado a la mujer. O tal vez Kate había eliminado intencionadamente todo aquello que le recordase a Robert.
La señora Oliver regresó cargando una bandeja de madera con dos tazas de café. La vajilla de porcelana tenía delicados motivos de zarzamora; había unas cucharillas de plata diminutas, y una jarrita de leche y un azucarero de plata a juego, todo muy elegante en comparación con sus tejanos azules y sus zapatillas deportivas gastadas. Reparé en que llevaba un collar y unos pendientes de oro con diminutas gemas azules: zafiros o turmalinas. Dejó la bandeja encima de una mesa cerca de mí y me pasó mi café, luego se llevó su propia taza al sofá y se sentó, sosteniéndola con destreza. El café estaba bueno, me hizo entrar en calor después de estar en el frío porche. Ella me observaba en silencio y empecé a preguntarme si la esposa de Robert resultaría ser tan lacónica como él.
—Señora Oliver —dije con toda la naturalidad que pude—, sé que esto tiene que resultarle incómodo y quiero que entienda que no está en mi ánimo forzarla de ningún modo a que confíe en mí. Su marido ha resultado ser un paciente difícil y, tal como le dije por teléfono, estoy preocupado por él.
—Mi ex marido —me corrigió ella, y percibí algo así como un atisbo de humor, un destello burlón dirigido contra mí o posiblemente contra sí misma, como si hubiera dicho en voz alta: «También puedo ser dura con usted». Aún no la había visto sonreír; ahora tampoco.
—Quiero que sepa que Robert no corre ningún peligro grave. No ha intentado agredir a nadie, incluido él mismo, desde aquel día en el museo.
Ella asintió.
—De hecho, se le ve bastante tranquilo gran parte del tiempo, pero también pasa por períodos de rabia y agitación. Agitación silenciosa, quiero decir. Mi intención es retenerlo hasta que pueda asegurarme de que realmente está a salvo y es autónomo. Como le dije por teléfono, mi principal problema a la hora de intentar ayudarle es que se niega a hablar.
Ella también permaneció callada.
—Lo que quiero decir… es que no habla en absoluto. —Me recordé a mí mismo que Robert había hablado en una ocasión, para autorizarme a hablar con la mujer que estaba ahora sentada frente a mí.
Sus cejas se arquearon sobre su taza de café; tomó un sorbo. Esas cejas eran de un color arena más oscuro que sus cabellos, delineadas como si las hubiera pintado… Intenté pensar a qué retratista me recordaban, qué número de pincel habría empleado yo. Enmarcada por la centelleante ondulación de su pelo, su frente era ancha y delicada.
—¿No ha hablado con usted ni siquiera una vez?
—El primer día —admití—. Reconoció lo que había hecho en el museo y luego me dijo que hablase con quien quisiese. —Decidí omitir (al menos por ahora) que me dijo que podía incluso hablar con «Mary». Esperaba que la señora Oliver pudiese acabar por decirme a quién se había referido Robert con tal nombre, y esperaba no tener que preguntárselo—. Pero desde entonces no ha vuelto a hablar. Estoy convencido de que entenderá que hablar es una de las pocas formas que hay para que él se libere de lo que lo perturba, y una de las pocas formas que hay para que podamos comprender qué desencadena el empeoramiento de su estado.
La miré fijamente, pero ella ni siquiera me ayudó asintiendo con la cabeza.
Traté de compensarlo con cierta dosis de simpatía.
—Puedo seguir administrándole sus medicamentos, pero no podremos avanzar mucho a menos que hable, porque no puedo saber con exactitud en qué le beneficia la medicación. Lo he mandado tanto a terapia individual como de grupo, pero tampoco ha hablado y ha dejado de asistir. Si se niega a hablar, yo necesito hablar con él teniendo alguna idea de qué lo perturba.
—¿Para provocarle? —Inquirió ella sin rodeos. Sus cejas estaban de nuevo arqueadas.
—No. Para sonsacarle, para demostrarle que hasta cierto punto entiendo su vida. Eso quizá le ayudaría a empezar a hablar.
Me pareció que ella reflexionaba por unos instantes; se sentó más erguida, elevando la altura de sus pequeños senos bajo su camisa.
—Pero ¿cómo justificará que sabe detalles de su vida, si él no se los ha contado?
Fue una pregunta tan buena, una pregunta tan directa y aguda, que dejé mi café y me quedé sentado observándola. No había contado con tener que responder a eso tan pronto; de hecho, yo mismo le había dado vueltas a la cabeza. Me había pillado desprevenido tras apenas cinco minutos de conversación.
—Le seré franco —le dije, aunque sabía que sonaba a tópico—. Todavía no sé cómo se lo explicaré si me lo pregunta. Pero si me lo pregunta, significa que está hablando. Aun cuando esté molesto.
Por primera vez vi que sus labios se curvaban revelando unos dientes bien alineados, excepto los incisivos superiores, que sobresalían un poco, lo cual le daba cierto encanto. Entonces volvió a torcer la boca.
—Mmm… —dijo ella, casi como una suave cancioncilla—. ¿Y mi nombre saldrá a relucir?
—Eso depende de usted, señora Oliver —contesté—. Si quiere, podemos hablar de cómo enfocarlo.
Ella levantó su taza de café.
—Sí —dijo—. Quizá sí. Me lo pienso y ya encontraremos algo. Por cierto, puedes tutearme. Y por favor, llámame Kate. —Otra vez ese leve movimiento de su boca, la expresión de una mujer que antes sonreía a menudo y que podría aprender a hacerlo de nuevo—. Antes que nada, procuro no pensar en mí como la señora Oliver. De hecho, estoy tramitando la recuperación de mi apellido de soltera. Decidí hacer el cambio hace muy poco.
—De acuerdo, Kate, gracias —dije, desviando la vista antes que ella—. Si no te molesta, iré tomando notas, pero sólo para uso propio.
Me pareció que le daba vueltas al asunto. Entonces dejó a un lado su taza, como si hubiera llegado el momento de pasar a la acción. Me di cuenta en ese instante de lo sumamente limpia y ordenada que estaba la sala. Tenía dos hijos, que me había asegurado que iban a la escuela durante el día. Sus juguetes debían de estar en otra parte de la casa. Su vajilla con motivos de zarzamora estaba intacta, de modo que la debía guardar en algún sitio inaccesible. Era una mujer que llevaba la casa de maravilla, y yo ni siquiera me había dado cuenta hasta ahora, quizá porque ella hacía que pareciera de lo más natural. Volvió a entrelazar las manos sobre su rodilla.
—De acuerdo. Por favor, no le digas que he hablado contigo, por lo menos de momento. Tengo que pensármelo. Pero seré tan sincera como pueda. Puestos a hablar, lo haré con pelos y señales.
Ahora me tocó a mí sorprenderme, y creo que muy a mi pesar eso se reflejó en mi cara.
—Sientas lo que sientas por él a estas alturas, creo que a Robert le ayudará.
Kate bajó la mirada, de modo que su rostro envejeció súbitamente, oscurecido sin el azul de sus ojos. Pensé en el nombre de un color de mi caja de lápices Crayola: «añil». Kate volvió a levantar la vista:
—No sé por qué, pero yo también lo creo. Verás, no pude ayudar mucho a Robert en los últimos tiempos. De hecho, en aquel entonces no quise ayudarle realmente. Es lo único de lo que de verdad me arrepiento. Creo que por eso he pagado parte de sus gastos de internamiento. ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?