—Desde luego, pero no habrá nada que contar.
—Es verdad —dije—, sigue tú, pues.
Cuando nos despedimos en la papelería, ella con las fotocopias recién hechas y yo con mis cartas (o, mejor dicho, las de Robert), regresé a casa y pensé en hacerme un bocadillo caliente, beberme media botella de vino e irme solo al cine.
Dejé las cartas encima de la mesilla del salón, a continuación las volví a doblar por sus pliegues y las introduje en el sobre, colocándolas de tal modo que sus frágiles bordes no se engancharan entre sí. Pensé en las manos que las habían tocado: en otros tiempos, las delicadas manos de una mujer y las de un hombre (las de él, si había sido tío de ella, habrían sido mayores, por supuesto); luego las manazas cuadradas de Robert, curtidas y deterioradas; las manitas curiosas de Zoe y las mías.
Me acerqué a la ventana del salón, una de mis vistas favoritas: la calle, cubierta y engalanada con ramas que le habían dado sombra durante décadas, desde mucho antes de que yo me mudara aquí; las viejas escaleras de acceso a las antiguas casas de obra vista que había al otro lado, sus barandillas y balcones ricamente decorados, edificios construidos en los años ochenta del siglo XIX. La luz de la tarde era dorada después de días de lluvia; los perales habían acabado de florecer y eran ahora de un verde intenso. Deseché la idea del cine. Era una noche perfecta para quedarme en casa tranquilo. Estaba trabajando, a partir de una fotografía de mi padre, en un retrato suyo, que quería enviarle por su cumpleaños: así podría adelantarlo un poco. Puse mi Sonata para violín de Franck y me fui a la cocina a por una taza de caldo.
Marlow
Muy a mi pesar caí en la cuenta de que, en realidad, hacía más de un año que no entraba en la Galería Nacional de Arte. Las escaleras de fuera estaban invadidas por escolares; pululaban a mi alrededor en sus monótonos uniformes de colegio católico, o quizá de una de esas escuelas públicas que imponen a sus alumnos telas plisadas de tristes cuadros escoceses en tonos azul marino en un esfuerzo por restituir cierto orden que hace ya tiempo que se perdió. Sus caras eran expresivas (los chicos llevaban en su mayoría el pelo muy corto; algunas de las niñas, las trenzas atadas con cuentas de plástico) y su piel era un abanico de colores preciosos que iban desde el blanco y el pecoso rosáceo hasta el ébano. Por un momento, pensé: «La democracia», y me embargó ese antiguo idealismo que me producía la clase de ciencias sociales en mi escuela de primaria de Connecticut cuando estudiábamos a George Washington Carver y a Lincoln, el sueño de una América que perteneciera a todos los americanos. Subíamos juntos por la imponente escalinata en dirección a un museo gratuito y, en teoría, abierto a todo el mundo, a todos y a cualquiera, donde estos niños podrían relacionarse entre ellos, conmigo y con los cuadros sin restricciones.
Entonces el espejismo se desvaneció: los niños se estaban empujando y pegando chicle en el pelo unos a otros, y sus profesores intentaban mantener el orden recurriendo únicamente a la diplomacia. Y lo que era más importante, supe que la mayoría de la población de Washington jamás lograría entrar en este museo ni se sentiría a gusto aquí. Me quedé atrás y esperé a que los niños entraran antes que yo, puesto que era demasiado tarde para colarme entre ellos y adelantarme hasta las puertas. Así tuve tiempo para volverme de cara al sol de la tarde, cálido en el esplendor primaveral, y disfrutar de los jardines del Mall. Me habían cancelado la visita de las tres (un caso de trastorno límite de la personalidad, una larga lucha), y por una vez no tenía otra visita después, así que me fui de mi consulta en dirección al museo, despreocupado, liberado: ese día no tendría que volver al trabajo para nada.
Dos mujeres presidían el mostrador de información: una era joven, de pelo moreno y lacio, y la otra, una jubilada; una voluntaria, supuse, de aspecto frágil bajo sus espumosos rizos blancos. Opté por dirigirme a la de mayor edad:
—Buenas tardes. No sé si podría usted ayudarme a localizar un cuadro titulado Leda.
La mujer alzó la vista y sonrió; podría haber sido la abuela de la joven guía del museo, y sus ojos eran de un azul desvaído, prácticamente transparente. En su placa ponía: «MIRIAM».
—Desde luego —dijo.
La joven se arrimó a ella y la observó mientras buscaba algo en una pantalla de ordenador.
—Dale a «título» —la instó.
—¡Vaya, ya casi lo tenía! —Miriam suspiró hondo, como si desde el principio hubiera sabido que sus esfuerzos eran en vano.
—Sí —insistió la chica, pero tuvo que presionar una o dos teclas ella misma antes de que Miriam sonriera.
—¡Ah…, Leda! Es de Gilbert Thomas, francés. Está en las galerías del siglo XIX, justo antes de los impresionistas.
La chica me miró por primera vez.
—Es el que atacó el tipo aquél hace un mes. Ha preguntado por Leda mucha gente. Bueno… —Hizo una pausa y devolvió a su sitio un mechón del color de la obsidiana; me di cuenta entonces de que tenía el pelo teñido de negro, de tal modo que parecía esculpido, asiático, alrededor de su pálido rostro y sus ojos verdosos—. En realidad, no mucha, supongo, pero bastantes personas han pedido verlo.
Me sorprendí a mí mismo mirándola con fijeza, inesperadamente agitado. La joven me dirigió una mirada cómplice desde el mostrador. Su cuerpo esbelto y flexible quedaba oculto debajo de una chaqueta firmemente cerrada con cremallera, salvo por un atisbo de cadera, al descubierto entre la chaqueta y la cintura de una falda negra (debía de ser la máxima superficie de piel abdominal que se podía exhibir en esa galería llena de desnudos, conjeturé). A juzgar por sus manos largas y blancas, tal vez fuera una estudiante de arte que trabajaba aquí en su tiempo libre para costearse sus estudios o quizás una grabadora o una diseñadora de joyas. Me la imaginé recostada sobre el mostrador, después del trabajo, sin ropa interior bajo la minifalda. No era más que una cría; aparté la mirada. Era una cría, y yo no era su tipo, lo sabía, ni un Casanova maduro.
—La noticia me sorprendió. —Miriam sacudió la cabeza—. Aunque no sabía que se trataba de ese cuadro.
—Bueno —dije—, también yo leí en la prensa sobre el suceso… Es extraño que alguien ataque un cuadro, ¿verdad?
—No lo sé. —La chica deslizó una mano por el borde del mostrador de información. Llevaba un ancho anillo de plata en su pulgar—. Aquí vienen todo tipo de locos.
—¡Sally! —la riñó su compañera de mayor edad.
—Es que es verdad —repuso la chica, desafiante. Me miró a los ojos, como si me retara a ser uno de los chalados a los que acababa de referirse. Me imaginé descubriendo algún indicio de que ella me encontraba atractivo, invitándola a una taza de café, un flirteo preliminar durante el cual ella diría cosas como: «Aquí vienen todo tipo de locos». Me vino a la memoria la imagen de la mujer de los dibujos de Robert Oliver; ella era joven también, pero además intemporal, con el rostro lleno de sutil sabiduría y vida.
—Al parecer, el hombre que atacó el cuadro colaboró con la policía cuando lo detuvieron —comenté con delicadeza—. Quizá no estuviese tan loco.
La mirada de la joven era dura, de absoluta indiferencia.
—¿Quién querría agredir una obra de arte? El vigilante me contó después que Leda se libró por los pelos.
—Gracias —dije haciendo ahora el papel de hombre maduro y correcto con un mapa de la galería en la mano.
Miriam me quitó el mapa unos instantes y rodeó con un círculo de bolígrafo azul la sala que yo quería. Sally ya se había alejado; la excitación sólo la había experimentado yo.
Tenía toda la tarde para mí. Con una sensación de ligereza, subí las escaleras hasta la grandiosa rotonda de mármol que había en lo alto y deambulé entre sus columnas relucientes y jaspeadas durante unos cuantos minutos, me quedé en el centro, inspirando profundamente.
Entonces, por primera vez, aunque desde luego no la última, ocurrió algo extraño: me pregunté si Robert se había detenido aquí, y sentí su presencia o quizá simplemente traté de adivinar qué habría experimentado él aquí antes que yo. ¿Sabía que iba a apuñalar un cuadro y sabía qué cuadro? La idea quizá lo hubiera impulsado, con la mano ya en el bolsillo, a dejar atrás las bellezas de la rotonda. Pero si a Robert no se le había ocurrido, si había actuado en respuesta a algo que lo empujó a ello cuando ya se encontraba ante el cuadro, entonces era muy posible que se hubiera entretenido también un momento en ese bosque de troncos de mármol, como haría cualquier persona sensible a su entorno y que amara las formas tradicionales.
De hecho (metí las manos en mis bolsillos), aun cuando su ataque lo hubiera realizado con premeditación y alevosía, saboreando el momento en que sacaría su navaja y la abriría en la palma de su mano, también podía haberse detenido aquí un rato, por el mero placer de retrasar la acción. A mí, desde luego, me resultaba difícil verme dañando un cuadro, pero me estaba imaginando los impulsos de Robert, no los míos. Al cabo de unos instantes, seguí andando, contento de abandonar aquel lugar celestial y en suave penumbra, y de estar otra vez entre obras de arte: las primeras y largas galerías de la colección del siglo XIX.
Para mi alivio, encontré la zona libre de visitantes, aunque no había uno sino dos vigilantes allí, como si la dirección del museo esperase en cualquier momento un segundo ataque al mismo cuadro. Atraído por Leda, crucé en el acto la sala. Había resistido a la tentación de buscarlo en libros o en Internet antes de la visita de hoy, y ahora me alegraba: siempre estaba a tiempo de leer su historia más tarde, pero la imagen sería fresca, sorprendente y real.
Era un lienzo grande, claramente impresionista, aunque los detalles eran un tanto más evidentes de lo que habrían podido ser en un monet, un pissarro o un sisley. Medía cerca de metro y medio por dos y medio, y estaba dominado por dos figuras. La figura central era una silueta femenina en gran medida desnuda, echada sobre una hierba maravillosamente real. Estaba boca arriba, en una actitud clásica de desesperación y abandono (¿o era despreocupación?): la cabeza echada hacia atrás como si fuera por el peso de sus cabellos dorados, un jirón de tela que le cubría la cintura y le caía por una pierna, los pequeños senos desnudos, los brazos extendidos. Su piel tenía un aire sobrenatural en comparación con el realismo de la hierba: era demasiado blanca, translúcida, como los brotes de una planta que crece al pie de un tronco. En ese mismo instante me acordé de otro cuadro, el Almuerzo sobre la hierba de Manet, aunque la figura de Leda expresaba lucha y sorpresa, era épica, y no un desnudo sereno como el de la prostituta de Manet, de piel más fresca y pinceladas más sueltas.
La otra figura del cuadro no era humana, aunque con un protagonismo manifiesto. Se trataba de un enorme cisne que se cernía sobre Leda como si se dispusiera a posarse en el agua, batiendo hacia atrás las alas para frenar su embestida. Las plumas de las largas alas del cisne se curvaban hacia el interior como garras, sus pies palmeados y grises casi rozaban la delicada piel del vientre de la mujer, y su ojo enmarcado en negro tenía la fiera mirada de un semental. La fuerza con que se abatía sobre su presa, plasmada en el lienzo, era asombrosa y explicaba visual y psicológicamente el pánico de la mujer sobre la hierba. La cola del cisne estaba enroscada debajo del cuerpo, un golpe de pelvis para ayudarlo a frenar. Se notaba que el ave había irrumpido por esos frágiles matorrales tan sólo momentos antes, que había encontrado de pronto a la figura durmiente y, con la misma brusquedad, había virado para posarse sobre ésta en un paroxismo de deseo.
¿O acaso el cisne había estado buscándola? Traté de recordar los detalles de la historia. El ímpetu de la grandiosa criatura podría haber golpeado a la figura, tumbándola de espaldas, quizá, ya que se levantaba tras una siesta al aire libre. El cisne no necesitaba genitales para parecer masculino: la zona sombreada bajo la cola era más que suficiente, como lo eran la imponente cabeza y el pico del ave, que alargaba su largo cuello hacia ella.
Yo mismo deseaba tocarla, encontrarla durmiendo, apartar de un empujón al cisne. Cuando retrocedí para ver el lienzo completo, sentí el miedo de Leda, cómo había empezado a incorporarse para luego caer hacia atrás, el terror en sus propias manos que se hundían en la tierra; nada del victimismo voluptuoso de los cuadros clásicos que colgaban de otras galerías de este museo, como las sabinas y santas Catalinas de blandiporno. Pensé en el poema de Yeats sobre Leda que había leído varias veces a lo largo de los años, pero su Leda también era una víctima anuente (de «mansos muslos»), que apenas reaccionaba; tendría que volverlo a leer para cerciorarme. La Leda pintada por Gilbert Thomas era una mujer de carne y hueso, y estaba asustada de veras. Si yo la deseaba, pensé, era porque era real y no porque ya la hubieran sometido.
La cartela del cuadro era demasiado sucinta: «Leda [
Léda vaincue par le Cygne
], 1879, adquirido en 1967. Gilbert Thomas, 1840-1890». Monsieur Thomas debía de ser un hombre sumamente perceptivo, pensé, además de un pintor extraordinario, para plasmar esta clase de emoción auténtica en la representación de un solo instante. Las alas trazadas con pincelada ágil y la imprecisión de la tela que cubría a Leda apuntaban al advenimiento del Impresionismo, aunque no era un cuadro exactamente impresionista; para empezar, el tema era uno de los que más desdeñaban los impresionistas: un mito clásico y, por lo tanto, académico. ¿Qué le había hecho a Robert Oliver sacar una navaja con la intención de clavarla en esta escena? ¿Padecía un trastorno por aversión al sexo o un rechazo de su propia sexualidad? ¿O había sido ese acto suyo —que podría haber echado a perder sin remedio estas figuras pintadas, si no se lo hubieran impedido a tiempo— una extraña forma de defender a la chica tendida impotente bajo el cisne? ¿Había sido una variante distorsionada e ilusoria de caballerosidad? Quizá simplemente le había desagradado el erotismo de la obra. Pero ¿era realmente un cuadro erótico?
Cuanto más tiempo pasaba frente a él, más me parecía un cuadro sobre el poder y la violencia. Al mirar fijamente a Leda, no quería tanto tocarla o mancillarla como apartar de un empujón el formidable pecho emplumado del cisne antes de que éste volviese a embestirla. ¿Era eso lo que Robert había sentido y por lo que había sacado la navaja de su bolsillo? ¿O había querido liberarla a ella de la escena, sin más? Me quedé un rato reflexionando y contemplando la mano de Leda hundida en la hierba, y luego pasé al siguiente cuadro, también de Gilbert Thomas. Tal vez aquí se hallase una respuesta a la pregunta que había empezado a hacerme, a mi curiosidad más allá de cualquier pensamiento sobre Robert Oliver y su navaja: «¿Qué clase de persona había sido Thomas?». Leí el título:
Autorretrato con monedas
, 1884; y estaba asimilando la imagen de un abrigo negro, una barba del mismo color y una fina camisa blanca, pintados con pincelada firme y vigorosa, cuando noté una mano en mi codo.