Lo recordé durante casi diez años. Aún lo recuerdo.
48Mon cher ami:
No sé por dónde empezar esta carta, salvo para decirle que la suya me ha emocionado mucho. Si le aliviara hablarme de su amada esposa, puede estar seguro de que me hallará dispuesta a escucharle. Papá me dijo en cierta ocasión, pero muy de pasada, que la perdió inesperadamente y que se apenó casi hasta el punto de enfermar antes de marcharse del país. Me imagino que, debido a esto, sus años en el extranjero fueron solitarios y que dejó París, en parte, para llorar su pérdida. Si le alivia hablar conmigo, le escucharé lo mejor que sepa, aunque gracias a Dios no estoy muy familiarizada con semejantes pérdidas. Es lo mínimo que puedo hacer por usted después de lo que ha hecho por mí, de su aliento y su fe en mis obras. Ahora cada mañana voy entusiasmada a mi estudio de la galería, sabiendo que estos cuadros tienen al menos un gentil admirador. En otras palabras, aunque esperaré con tanta impaciencia como usted el veredicto del jurado, sus palabras son para mí más importantes de lo que serán jamás las buenas o malas noticias procedentes de esa fuente. Quizás esto le parezca una bravata propia de una artista joven, y quizá tenga razón, en parte. Pero también soy sincera.
Con todo mi cariño,
Béatrice
Mary
Aquella no fue la última vez que estuve a solas con Robert Oliver antes de que se fuera de Barnett; tuvimos un encuentro más, pero primero tengo que hablarle de algunas otras cosas. Nuestra clase había terminado; habíamos pintado, en general mal, tres bodegones, una muñeca y a un modelo escuetamente tapado, no desnudo, un musculoso estudiante de química. No podía evitar sentir el deseo de que Robert pintara y dibujara más con nosotros, para que así pudiéramos ver cómo funcionaba aquello realmente. Algunas de sus obras habían sido incluidas en la exposición primaveral del profesorado, y fui a verlas. Había aportado cuatro lienzos nuevos, todos pintados (¿dónde? ¿en casa? ¿por las noches?) a lo largo del trimestre que llevaba entre nosotros. Procuré ver en ellos los temas que nos enseñaba en clase: forma, composición, elección del color, mezcla de pinturas… ¿Los habría puesto boca abajo mientras trabajaba en ellos? Traté de encontrar triángulos en sus cuadros, verticales, horizontales. Pero su temática y la viveza de sus pinceladas eran tan intensas que resultaba difícil ver más allá de las escenas.
Uno de los cuadros de Robert que había en la exposición era un autorretrato (volví a verlo años más tarde, antes de que él lo destruyera) tan objetivo como vehemente, y otros dos eran casi impresionistas y mostraban prados de montaña y árboles, con dos hombres vestidos con ropa moderna que se perdían en el borde del lienzo. Me gustó el contraste entre la técnica de pincel decimonónica y las figuras contemporáneas. Descubrí que a Robert no le importaba que la gente creyera o no que tenía un estilo propio; él veía su trabajo como un largo experimento y raras veces usaba un único enfoque o técnica durante más de unos cuantos meses.
Luego estaba el cuarto cuadro. Me quedé delante de ése durante un buen rato, porque no pude evitarlo. Verá, me topé con ella mucho tiempo antes de que Robert y yo fuéramos amantes; ella ya estaba allí, siempre allí. Era el retrato de una mujer con un vestido de marcado escote y pasado de moda, una especie de vestido de baile. En una mano sostenía un abanico cerrado y en la otra un libro, también cerrado, como si no pudiese decidirse entre ir a una fiesta o quedarse en casa a leer. Su pelo era abundante y oscuro, con suaves y tupidos rizos, y estaba adornado con flores. Pensé que su expresión era meditabunda y profundamente inteligente, un tanto cautelosa. Absorta en sus pensamientos, de pronto había tomado conciencia de que estaba siendo observada. Recuerdo que me pregunté cómo había podido Robert captar una expresión tan fugaz.
Debe de ser su mujer posando disfrazada, dije para mis adentros; el retrato destilaba esa clase de intimidad. Por alguna razón, no me gustó conocerla de aquella forma, sobre todo porque previamente ya me la había imaginado aburrida y trabajadora, con su niña pequeña y su cómodo empleo. Pensar que ella podía ser tan vital y hermosa a ojos de Robert, me causó una sorpresa ligeramente desagradable. Era joven, pero no demasiado para pertenecerle a Robert, y rebosaba un movimiento suspendido tan sutil que tenías la sensación de que al cabo de un instante te sonreiría, pero únicamente después de haberte reconocido. Era escalofriante.
La otra cosa a destacar del cuadro era el decorado. La dama estaba sentada en un gran sofá negro, un tanto reclinada, con un espejo en la pared que tenía a sus espaldas y otro en el techo. El espejo estaba tan hábilmente pintado que hasta pensé que yo misma me reflejaría en él; por el contrario, vi en el fondo a Robert Oliver con su caballete, vestido con su arrugada ropa moderna, se había pintado a sí mismo pintándola a ella, y en el centro del espejo se veía la parte posterior del suave recogido de la dama y su esbelto cuello. Robert tenía la mirada levantada hacia ella, modelo además de esposa, con rostro serio y de preocupación.
De modo que era a él a quien ella sonreiría dentro de un instante. Sentí una puñalada de puros celos, aunque no habría sabido decir si era porque me había imaginado que me sonreiría a mí en lugar de a él o porque no quería que Robert le devolviese la sonrisa. El espejo los reflejaba a él y su caballete enmarcados además por una ventana que era la fuente de luz que le entraba por detrás mientras pintaba, una ventana de sillería con celosía. Barnett tenía algunos edificios de estilo neogótico de las décadas de 1920 y 1930; seguramente Robert se habría ido a un comedor o a uno de los antiguos edificios de aulas en busca de esos detalles. A través de la ventana reflejada en el espejo podías ver lo que parecían una playa, acantilados a uno de los lados y un cielo azul que se fundía con el horizonte del agua.
Retrato y autorretrato, sujeto y espectador, espejo y ventana, paisaje y arquitectura: era un cuadro extraordinario, un cuadro que se te enredaba con la mente, usando la jerga de nuestras residencias de estudiantes y comedores. Quise quedarme frente a él eternamente, intentando descifrar la historia. Robert lo había titulado Óleo sobre lienzo, aunque los otros tres lienzos tenían títulos de verdad. Deseé que pasara por la galería a fin de poder preguntarle qué significaba, decirle que era de una belleza asfixiante, desconcertante. Me producía una especie de angustia marcharme y dejarlo; consulté el catálogo que tenía en la mano, pero la galería de la universidad había decidido reproducir en éste uno de sus otros cuadros y tratarlo en detalle, mientras que esta obra aparecía simplemente catalogada y fechada. Si me iba, quizá nunca más volvería a verlo, quizá nunca más vería a esta mujer cuyos ojos anhelantes se clavaban en los míos; probablemente por eso volví a verlo un par de veces más antes de que la exposición cerrara.
Mary
Y entonces, un buen día, volví a ver a Robert, solo, justo cuando acababa el semestre. Nuestra clase había concluido con una pequeña fiesta en el estudio, y al término de ésta él nos había acompañado gentilmente a todos hasta la puerta, sin prestarle especial atención a nadie y regalándonos a cada uno una sonrisa de orgullo; todos lo habíamos hecho mejor, nos confesó, de lo que jamás se habría imaginado que podríamos. A los pocos días, durante la semana de exámenes, me dirigía hacia la biblioteca por un camino cubierto de pétalos cuando casi choqué con él.
—¡Qué casualidad tropezarme aquí contigo! —exclamó él, parando en seco y extendiendo su largo brazo como para sujetarme o impedir que chocara literalmente con él. Su mano se cerró alrededor de la parte superior de mi brazo. Fue un gesto más íntimo de lo que probablemente él pretendía, claro que había estado a punto de estrellarme contra su caja torácica.
—Literalmente —añadí, y me gustó la risa sincera de Robert, algo que no había visto antes. Echó la cabeza un poco hacia atrás; se dejó llevar por el placer de la risa, con espontaneidad. Era un sonido alegre; yo también me reí al oírlo. Permanecimos allí felizmente debajo los árboles primaverales, una persona madura y otra persona joven cuyo trabajo conjunto había terminado. Por esa razón no había nada que decir y, sin embargo, nos quedamos ahí, sonriendo, porque el día era cálido y el largo invierno al norte del estado no había frustrado nuestros distintos sueños, y porque el semestre estaba a punto de finalizar y liberar a todo el mundo; una transición, un alivio—. Durante los meses de verano haré aquel taller de pintura —dije para llenar el agradable silencio—. Gracias otra vez por su consejo. —Y entonces recordé—: ¡Ah…, fui a ver la exposición de la galería! Me encantaron sus cuadros. —No mencioné que había ido tres veces.
—¡Vaya, gracias! —No dijo nada más; acababa de aprender algo más de él: que no le gustaba hacer comentarios sobre los comentarios que hacía la gente de sus obras.
—La verdad es que me surgieron un montón de preguntas acerca de uno de ellos —aventuré—. Lo que quiero decir es que algunas de las cosas que pintó en ese cuadro me parecieron muy curiosas y deseé que hubiera estado usted allí para preguntárselo en el momento.
Entonces una sombra cruzó su cara; fue algo sutil… una nube delgada y pequeña en un día primaveral, y nunca supe si Robert se había imaginado qué cuadro iba yo a nombrarle o si fue mi «deseé que hubiera estado usted allí» lo que hizo que le recorriera un… ¿qué? ¿Un escalofrío premonitorio? ¿Acaso no se exteriorizan así todos los amores, acaso no contienen las semillas tanto de su eclosión como de su destrucción en las primeras palabras, el primer aliento, la primera idea? Robert frunció el entrecejo y me miró con atención. Me pregunté si la atención iba dirigida a mí o hacia algo ajeno a la escena.
—Puedes preguntármelo ahora —dijo con una pizca de sequedad. Entonces sonrió—. ¿Te apetece que nos sentemos un momento? —Miró a su alrededor y yo también lo hice; las sillas y mesas del fondo de la cafetería quedaban completamente a la vista al otro lado del patio cuadrangular—. ¿Qué tal ahí? —inquirió—. Tenía la intención de hacer un descanso y tomarme una limonada.
En lugar de eso comimos sentados al aire libre entre estudiantes y mochilas, algunos de ellos estudiaban para los exámenes, otros tomaban café mientras charlaban al sol. Robert se comió un sándwich de atún enorme con pepinillos en vinagre y una cantidad enorme de patatas chips, y yo me tomé una ensalada. Él insistió en pagar la comida y yo insistí en comprar dos vasos de papel grandes de limonada; era turbia y de garrafón, pero aun así estaba buena. Empezamos comiendo en silencio. Había entregado mi último cuadro, nos habíamos despedido en la última clase y aunque ahora estaba esperando el momento adecuado para preguntarle acerca de su Óleo sobre lienzo, tuve la sensación de que al haber dejado de ser profesor y alumna quizá ya éramos algo así como amigos. Nada más ocurrírseme la idea, la deseché por atrevida; él era un gran maestro y yo era alguien insignificante con una pizca de talento. Hasta ese momento no había reparado del todo en los pájaros que habían vuelto después de un invierno predominantemente nevoso, ni en la luminosidad de los árboles y los edificios, o en las ventanas con celosía del comedor, abiertas para dejar entrar la primavera.
Robert encendió un cigarrillo disculpándose antes.
—No suelo fumar —dijo—. Pero esta semana me he comprado un paquete como premio. No pretendo comprarme ninguno más. Lo hago una vez al año. —Entró en la cafetería a buscar un cenicero y cuando salió, se acomodó en su silla y dijo—: Muy bien, adelante, pero ya sabes que no suelo contestar a preguntas sobre mis cuadros. —Yo no lo sabía; quise decirle que no sabía nada sobre él. Sin embargo, Robert parecía divertido o predispuesto a divertirse, y me dio la impresión de que sus ojos se fijaban en mi pelo cuando lo aparté tras mis hombros (en aquel entonces todavía me llegaba hasta la cintura y todavía lo tenía rubio, mi color natural).
Pero él no dijo nada más, de modo que tuve que hablar.
—¿Significa eso que no debería preguntarle?
—Puedes preguntarme, pero es posible que no te responda, eso es todo. No creo que los pintores tengan las respuestas sobre sus propios cuadros. Nadie sabe nada de un cuadro, salvo el propio cuadro. En cualquier caso, un cuadro debe encerrar alguna especie de misterio para que tenga algún valor.
Apuré mi limonada, haciendo acopio de valor.
—Me gustaron muchísimo todos sus cuadros. Los paisajes son realmente maravillosos. —Por aquel entonces, era demasiado joven para saber cómo debió de sonarle esto a un genio, pero por lo menos no se me ocurrió decir nada del autorretrato—. Lo que quería era preguntarle por ese cuadro grande, el de la mujer sentada en el sofá. Me imagino que es su mujer, pero lleva puesto esa especie de vestido fascinante de época. ¿Qué historia hay detrás de eso?
Él volvió a mirarme, pero en esta ocasión estaba ausente, a la defensiva.
—¿Qué historia?
—Me refiero a que tiene tantos detalles… la ventana y el espejo; es tan complejo y ella parece totalmente viva. ¿Posó para usted o usó tal vez una fotografía?
Robert me traspasó con la mirada, al parecer me traspasó directamente hasta la pared de piedra que tenía a mis espaldas, la fachada de la asociación de estudiantes.
—No es mi mujer y no utilizo fotografías. —Su voz era suave, aunque distante, y dio una calada a su cigarrillo. Observó su otra mano sobre la mesa, doblando los dedos, masajeándose los nudillos: era el largo declive de un pintor hacia la artritis, comprendí más tarde. Cuando levantó de nuevo la vista, tenía los ojos entornados, pero esta vez clavados en mí, no en un horizonte impreciso—. Si te digo quién es ella, ¿guardarás el secreto?
Al oír esto sentí una punzada, la clase de horror que sientes de pequeño cuando un adulto pretende decirte algo de adultos: informarte de algún pesar íntimo, por ejemplo, o de un problema financiero que tú ya has intuido pero que debería permitírsete ignorar durante varios años más de infancia, o de algo, Dios no lo quiera, aterrador, sexual. ¿Me hablaría de un amor maduro secreto y sórdido? La gente de mediana edad tenía esas cosas a veces, aunque fuera demasiado mayor para éstas y debiera ser más sensata. ¡Cuánto más agradable resultaba ser joven y libre, y poder hacer alarde de los amores y errores y del cuerpo propios! Yo tenía por costumbre compadecerme de cualquiera que tuviera más de treinta años y fui lo bastante insensible para no hacer una excepción con el ajado de Robert Oliver, que se estaba fumando su único cigarrillo primaveral.