—Por supuesto —contesté, aunque el corazón me latía deprisa—. Sé guardar un secreto.
—Bien… —Robert tiró la ceniza en el cenicero prestado—. Lo cierto es que no sé quién es. —Parpadeó deprisa—. ¡Oh, Dios mío! —exclamó con la voz llena de desesperación—. ¡Si pudiera saber quién es ella!
Esto fue tan sorprendente, tan difícil de responder, tan espeluznante y extraño que estuve unos instantes sin decir nada; casi fingí que él no había pronunciado la última frase. Sencillamente, no supe cómo interpretarlo, no supe cómo reaccionar. ¿Cómo podía pintar a alguien sin saber quién era? Yo había dado por sentado que pintaba a amigas o a su mujer, o que contrataba modelos siempre que quería, que la gente posaba para él. ¿Sería posible que hubiera encontrado a una mujer imponente en la calle, como Picasso? No quise preguntárselo directamente, dejando al descubierto mi confusión e ignorancia. Entonces se me ocurrió una posibilidad:
—¿Se refiere a que se la imaginó?
Esta vez Robert parecía ceñudo y me pregunté si después de todo me caía bien. De hecho, quizá fuese cruel. O estuviese loco.
—No, en cierto modo es de carne y hueso. —Entonces, para mi indescriptible alivio, sonrió, aunque también me sentí ligeramente ofendida. Robert golpeteó el paquete de tabaco para sacar un segundo cigarrillo—. ¿Te apetece otra limonada?
—No, gracias —respondí. Tenía el orgullo herido; él había planteado un misterio angustioso sin siquiera darme una pista, y no parecía tener ninguna sensación de haberme excluido, a mí, su alumna, su invitada a comer, la chica del pelo bonito. Había también algo espantoso en ello. Se me ocurrió que si él podía explicarme lo que había querido decir con esas extrañas afirmaciones, me ilustraría al instante sobre la esencia de la pintura, el milagro del arte, pero era obvio que había dado por sentado que yo no lo entendería. Una parte de mí no quería conocer sus misteriosos secretos, pero eso a la vez me dolía. Dejé mi vaso y el tenedor blanco de plástico ordenadamente sobre mi plato, como si estuviese en una de las cenas íntimas de Muzzy con sus amigas—. Lo siento… tengo que volver a la biblioteca. Exámenes. —Me levanté, desafiante con mis tejanos y mis botas; por una vez más alta que mi profesor, que seguía sentado—. Muchas gracias por la comida. Ha sido usted muy amable. —Cogí mi plato sin mirarlo.
Él también se puso de pie y me detuvo poniendo con suavidad una mano grande sobre mi brazo, con lo que volví a dejar el plato.
—Estás enfadada —comentó con una especie de asombro en la voz—. ¿Qué he hecho para ofenderte? ¿Ha sido por no contestar a tu pregunta?
—No puedo culparlo por pensar que no entendería su respuesta —dije con frialdad—, pero ¿por qué juega conmigo? O conoce a la mujer o no la conoce, ¿verdad? —Su mano era milagrosamente cálida a través de la manga de mi blusa; no quise que la retirara, nunca, pero lo hizo al cabo de un segundo.
—Lo lamento —dijo—. Te he dicho la verdad… no entiendo quién es realmente la mujer de mi cuadro. —Se volvió a sentar y no fue necesario que me lo indicara: me senté con él, lentamente. Sacudió la cabeza, mirando fijamente la aparente mancha de cacas de pájaro que había en un borde de la mesa—. No puedo explicarle esto ni siquiera a mi mujer; creo que no querría enterarse de ello. Me topé con esta mujer hace años, en el Museo Metropolitano de Arte, en una sala abarrotada de gente. Yo estaba preparando una exposición en Nueva York formada íntegramente por cuadros de jóvenes bailarinas de ballet, algunas de las cuales no eran más que unas niñas en realidad… eran tan perfectas, parecían pajarillos. Y empecé a ir al Met para empaparme de los cuadros de Degas, como referencia, porque es evidente que ha sido uno de los grandes pintores de ballet, probablemente el más importante de todos.
Asentí orgullosa; esta vez sabía de qué hablaba.
—La vi una de las últimas veces que fui al museo, antes de que nos mudáramos a Greenhill, y nunca más pude sacarme su imagen de la cabeza. Nunca. No pude olvidarla.
—Debía de ser guapa —aventuré.
—Mucho —me dijo Robert—. Y no sólo guapa. —Parecía ausente, de vuelta en el museo, mirando fijamente a una mujer entre la multitud que un segundo después se esfumó; pude intuir el romanticismo del momento y seguí sintiendo envidia de aquella desconocida que había permanecido en su mente durante tanto tiempo. No se me ocurrió hasta más tarde que ni siquiera Robert Oliver podría haber memorizado una cara tan deprisa.
—¿No volvió para intentar encontrarla? —Deseé que no lo hubiera hecho.
—¡Oh, naturalmente! La vi un par de veces más y ya no la volví a ver nunca.
Un romance no materializado.
—Entonces empezó a imaginársela —lo aguijoneé.
Esta vez me sonrió y sentí que un calor se extendía por mi nuca.
—Bueno, supongo que desde el principio tenías razón. Supongo que sí. —Se levantó de nuevo, confiado y tranquilizador, y regresamos afablemente hasta la fachada de la asociación de estudiantes. Se detuvo bajo el sol y extendió la mano—. Que pases un buen verano, Mary. Que te vaya bien el curso que viene. Si eres constante y trabajas duro, estoy seguro de que te irá bien.
—Lo mismo digo —repuse míseramente, sonriendo—. Quiero decir, buena suerte con sus clases… con sus cuadros. ¿Regresará enseguida a Carolina del Norte?
—Sí, sí, la semana que viene. —Se inclinó y me besó en la mejilla, como si se estuviera despidiendo de todo el campus y de cada uno de los alumnos que tenía allí, y del norte gélido, todo ello convenientemente concentrado en mi persona. La impersonalidad del gesto me dejó sin aliento. Sus labios eran cálidos y de una sequedad agradable.
—Bueno, adiós —dije, y me di la vuelta, obligándome a marcharme. La única cosa sorprendente fue que no oí a Robert girarse y caminar en dirección contraria; sentí su presencia allí durante un buen rato y yo era demasiado orgullosa para mirar hacia atrás. Pensé que probablemente estaría ahí plantado con los ojos clavados en sus pies o en la acera, absorto en su visión de la mujer que había vislumbrado unas cuantas veces en Nueva York o tal vez soñando despierto con su mujer y sus hijos, con su hogar. Seguro que estaría emocionado por dejar todo esto y volver junto a su familia, a su vida real. Pero también me había dicho: «No puedo explicarle esto ni siquiera a mi mujer». Había sido la receptora de su fortuito intento por explicar su visión; era una privilegiada. Su intento se me quedó grabado al igual que a él se le había quedado grabada la cara de la desconocida.
Mary
Después de que Robert y yo rompiéramos, hace meses, empecé a hacer bocetos por las mañanas en una cafetería que aún frecuento en ocasiones. Siempre me ha gustado esa expresión, «frecuentar» una cafetería. Necesitaba un sitio alejado de los estudios de la universidad donde ahora doy clase. En aquella zona no hay muchas cafeterías lo bastante tranquilas para que los profesores puedan pasar el rato. Tienes demasiadas posibilidades de tropezarte con tus antiguos alumnos (o lo que es peor, con los actuales) y ponerte a charlar con ellos; por el contrario, descubrí una cafetería entre mi casa y el trabajo, al lado de una parada de metro de nombre elegante.
No es que no me gusten mis alumnos; al revés, ahora son mi vida, los únicos hijos que tendré, mi futuro. Los adoro, con todas sus crisis y sus excusas y su egoísmo. Me encanta verlos en plena revelación artística, o cuando experimentan una súbita predilección por las acuarelas, un romance con el carboncillo, o una obsesión con el azur, que empieza a aparecer en todos sus cuadros de un modo tal que tienen que explicarle al resto de la clase lo que ocurre: «Es que… ahora me ha dado por esto». En general, no pueden explicar el porqué; cada nuevo amor simplemente los arrolla. Por desgracia, si no es la pintura, a veces es el alcohol o la coca (aunque la verdad es que eso no me lo cuentan), o una chica o chico de su clase de historia, o los ensayos para una obra de teatro; tienen unas ojeras muy marcadas bajo los ojos, en clase están encorvados y se les ilumina la cara cuando aparezco con un Gauguin que en bachillerato les fascinaba. «¡Para mí!», chillan. Cuando acaba el trimestre, me regalan hueveras de cartón pintadas. Los adoro.
Pero también tienes que alejarte de los alumnos para pintar por tu cuenta, así que durante una temporada tuve por costumbre dibujar objetos reales de mi cafetería favorita, justo después del desayuno, si me sobraba tiempo antes de que empezaran mis clases. Dibujaba las hileras de teteras sobre un estante, el jarrón Ming de imitación, las mesas y sillas, el cartel de salida, el ya muy visto póster de Mucha al lado de un estante con periódicos, las botellas de sirope italiano de etiquetas diferentes pero casi a juego y, finalmente, a la gente. Me lancé de nuevo a dibujar a desconocidos, como solía hacer de estudiante: tres asiáticas de mediana edad que hablaban atropelladamente frente a sus bollos y vasos de papel, un joven con una larga cola de caballo medio dormido encima de su mesa o una mujer de cuarenta y pico años con su ordenador portátil.
Volví a fijarme en la gente y eso hizo que la herida de mi ruptura con Robert cicatrizara un poco, recuperando la sensación de que era una entre muchos y de que todas esas otras personas (con sus distintas chaquetas y gafas, y ojos de formas y colores diversos) habían tenido a sus Roberts, sus grandes fracasos, sus alegrías y sus penas. Procuré reflejar su alegría y su pesar en mis dibujos. A algunas de ellas les gustaba que las dibujara y me sonreían de soslayo. Aquellas mañanas hicieron que, en cierto modo, me fuera más fácil aceptar que estaba sola y no quería mirar a otros hombres, aunque con el tiempo eso quizá dejase de ser así. Al cabo de aproximadamente cien años.
511879
Mon cher ami:
No puedo entender por qué no me ha escrito ni venido a ver estas semanas. ¿He hecho algo que le haya ofendido? Pensaba que estaba aún de viaje, pero Yves asegura que está en la ciudad. Quizás he cometido un error dando por hecho que su cariño era tan intenso como el mío, en cuyo caso le ruego disculpe el error de su amiga,
Béatrice de Clerval
Marlow
A la mañana siguiente de mi cena con Mary Bertison el tráfico era denso, posiblemente porque me había puesto en marcha tarde. Me gusta adelantarme a las aglomeraciones, llegar antes que las recepcionistas, tener las carreteras y luego el aparcamiento y los pasillos de Goldengrove para mí, ponerme al día del papeleo durante veinte minutos a solas. Aquella mañana me había entretenido, observando el sol que iluminaba mi solitaria mesa de desayuno, y cocinándome un segundo huevo. Después de nuestra agradable cena, había dejado a Mary en un taxi (rechazó mi cortés ofrecimiento de llevarla en coche hasta su puerta) pero por la mañana el apartamento que ella no había vuelto a pisar, mi apartamento, estaba lleno de ella. La veía sentada en mi sofá, tan pronto inquieta y hostil como confiada.
Me había servido una segunda taza de café que sabía que más tarde lamentaría; miré por mi ventana hacia los árboles de la calle, que ahora estaban completamente verdes, habían echado hojas de cara al verano. Recordé su larga mano desechando algún comentario mío y a ella misma comentando algo. Durante la cena habíamos hablado de libros y de pintura; me dejó claro que ya había hablado bastante de Robert Oliver por aquella noche. Pero esa mañana aún podía recordar el temblor en su voz al decirme que prefería escribir sobre él que hablar de él.
A medio camino de Goldengrove apagué mi grabación musical favorita del momento, que normalmente habría subido de volumen a estas alturas: se trataba de algunas de las suites francesas de J. S. Bach, interpretadas por András Schiff; un torrente glorioso, una onda de luz, luego de nuevo el torrente de agua. Me dije a mí mismo que apagara la música porque no podía concentrarme en el tráfico tan denso y escuchar atentamente al mismo tiempo; la gente se estaba cortando el paso mutuamente en las rampas de acceso, tocaba el claxon, paraba sin avisar.
Pero tampoco estaba seguro de que en mi coche hubiese espacio para las presencias de Bach y Mary a la vez, para la escena del entusiasmo de Mary cuando durante la cena se olvidó por unos minutos de Robert Oliver y habló de sus cuadros recientes, una serie de mujeres de blanco. Le había preguntado respetuosamente si en algún momento podría verlos; al fin y al cabo, ella había echado un fugaz vistazo al paisaje de mi pequeña ciudad y yo ni siquiera lo consideraba una de mis mejores obras. Mary había titubeado, accediendo vagamente, manteniendo las distancias entre nosotros. No, no había sitio en mi coche para las suites francesas, el verde cada vez más intenso de los márgenes de la carretera y el rostro alerta y angelical de Mary Bertison. O quizá no hubiera sitio para mí. Nunca me había parecido tan pequeño mi coche, tan necesitado de un techo descapotable.
Una vez concluida la ronda de visitas matutina, me encontré la habitación de Robert vacía. Lo había dejado para el final y no había ni rastro de él. La enfermera del vestíbulo me dijo que estaba fuera paseando con un miembro del personal, pero cuando salí a paso tranquilo por las puertas traseras y crucé el porche no lo vi enseguida. No creo haber mencionado que Goldengrove, como mi consulta de Dupont Circle, es una reliquia de tiempos más gloriosos, una mansión que fue testigo de increíbles fiestas en la época de Gatsby y la Metro Goldwyn Mayer; con frecuencia me pregunto si los pacientes que andan arrastrando los pies por sus pasillos no serán levantados y quizás hasta levemente sanados por la elegancia decó que los rodea, las paredes soleadas y los frisos egipcios de imitación. El edificio fue restaurado por dentro y por fuera varios años antes de mi llegada. Me gusta especialmente el porche: tiene una pared de adobe y serpentina y altas macetas que (en parte y gracias a mi insistencia) se mantienen llenas de geranios blancos. Desde allí se puede ver toda la finca hasta el borrón de árboles que bordean el Little Sheridan, un afluente poco entusiasta del río Potomac. Algunos de los jardines originales han sido revitalizados, aunque darles vida a todos requeriría más recursos de los que tenemos. Hay parterres y un gran reloj de sol que no es originario de la casa. En la depresión que hay más allá de los jardines se extiende un pequeño lago poco profundo (demasiado poco para que uno se ahogue en él), con una glorieta al otro lado (demasiado baja para que uno se haga daño saltando del tejado y con las vigas del interior ocultas por un falso techo que impide que haya ahorcamientos).