Recorrí las calles buscándolos, como si fuese un juego: aquella joven con el pelo rubio al rape y falda larga, el estudiante con una cartera colgada al hombro por la correa… no, Robert era más alto y de físico más impactante que cualquier persona de esta concurrida acera. Aquí su presencia habría destacado, como lo hacía en Goldengrove, aunque Nueva York habría absorbido mejor su viveza. Por primera vez me pregunté si parte de su depresión se debería a una simple falta de ubicación: una persona imponente, que destacaba más que la media, necesitaba un entorno que casara con su energía. ¿Se habría ido marchitando gradualmente, lejos de Manhattan? Fue Kate la que quiso mudarse a un lugar más tranquilo, a un refugio donde criar a los hijos. ¿O su exilio de esta ciudad de ritmo trepidante había simplemente incrementado su determinación de fomentar su vocación…? ¿Era ésa la ferocidad que Kate había observado en él cuando pintaba en la buhardilla y se dormía saltándose las clases en Greenhill? ¿Había estado él intentando realmente que lo expulsaran de la facultad a fin de poder justificar un regreso a Nueva York? ¿Por qué, cuando finalmente huyó, se había ido a Washington en lugar de Nueva York? Que hubiese elegido una ciudad diferente hablaba a favor de la fuerza de su vínculo con Mary o quizá confirmase que su musa de cabellos oscuros ya no estaba en Nueva York, si es que había estado alguna vez.
Pasé por delante del lugar donde podía decirse que el poeta Dylan Thomas había muerto en la cuneta o, cuando menos, de ahí lo habían sacado para ser llevado por última vez al hospital, y las casas adosadas en las que el escritor Henry James había ambientado Washington Square; mi padre me había recordado eso esa misma mañana, sacando un ejemplar de la estantería de su despacho y mirándome por encima de sus gafas mal graduadas: «Sigues encontrando tiempo para leer, ¿verdad, Andrew?» La heroína de ese libro había vivido en una de las cuidadas casas que daban a la plaza, y tras rechazar finalmente a su avaro pretendiente se había dedicado a bordar «de por vida, por así decirlo», me leyó mi padre en voz alta.
Nuevamente el siglo XIX; pensé en Robert y su misteriosa dama, con su falda de vuelo y diminutos botones, sus ojos oscuros más vivos de lo que en principio podía transmitir la pintura. Esa mañana Washington Square estaba tranquila bajo el sol veraniego, la gente charlaba en los bancos como se había hecho desde generaciones, como yo mismo había hecho con una mujer con la que había creído que quizá me casaría; todo este tiempo se nos había escapado de las manos, desapareciendo, y todos nosotros íbamos desapareciendo con él. Había cierto consuelo en el modo en que la ciudad seguía su curso sin nosotros.
Me comí un sándwich en un café, luego cogí el metro en Christopher Street hasta la Calle 79 oeste y me subí a un autobús que cruzaba toda la ciudad. Central Park estaba rebosante de verde, había gente que patinaba e iba en bici, personas que hacían footing a las que aquellos sobre ruedas no mataban por los pelos; era un sábado sublime, Nueva York era exactamente como debería ser, como no había visto en años. Recordé más que nunca mi mundo aquí, cuyos radios partían hacia el sur desde su eje, la Universidad Columbia, mis aulas y mi residencia de estudiante universitario. Para mí Nueva York era sinónimo de juventud, como para Robert y Kate. Me bajé del autobús y caminé un par de manzanas hasta el Met. Los escalones del museo estaban repletos de visitantes, allí posados como pájaros, haciéndose fotografías unos a otros, ruidosos, revoloteando hasta abajo para comprar perritos calientes o coca-colas en los carritos ambulantes cercanos, esperando a hacer su visita o a sus amigos, o descansando los pies. Me colé entre ellos y subí hasta las puertas.
Hacía casi una década que no entraba allí, me di cuenta en ese momento; ¿cómo podía haber dejado que se interpusiera tanto tiempo entre esta milagrosa entrada y yo, el inmenso vestíbulo con sus jarrones de flores frescas, el barullo de gente que circulaba por éste, la entrada al Antiguo Egipto abriéndose en un lateral? Varios años más tarde mi mujer vino sola a visitar el museo y me dijo que justo debajo de la escalera principal habían abierto un área nueva; había girado para entrar, cansada de dar vueltas, y se había tropezado con una exposición sobre el Egipto bizantino. Sólo cabían dos o tres personas a la vez en el espacio; ella había entrado al volver una esquina y se había encontrado sola rodeada tan sólo de unos cuantas antigüedades, perfectamente iluminadas. Y después me explicó que se le habían llenado los ojos de lágrimas, porque la escena le había hecho sentir su conexión con otros seres humanos. («Pero ¡si estabas sola allí!», le dije. Ella me contestó: «Sí, sola con aquellos objetos que alguien hizo».)
Sabía que querría quedarme a pasar la tarde, aun cuando mi visita en nombre de Robert durase únicamente cinco minutos. Recordé ahora tesoros medio olvidados: mobiliario colonial, balcones españoles, piezas barrocas, un lánguido y gran Gauguin que me gustaba especialmente… No debería haber venido un sábado, cuando la concurrencia alcanzaba su punto álgido; ¿podría ver algo de cerca? Por otra parte, Robert había vislumbrado a su dama entre una muchedumbre, de modo que estar aquí integrado entre la multitud quizá fuese lo adecuado. Con un pin metálico y de color del museo enganchado en la parte superior del bolsillo de mi camisa y mi chaqueta sobre el brazo, subí por la colosal escalera.
Había olvidado preguntar si la colección de Degas estaba toda en un solo sitio, o si la habían trasladado desde la obsesión de Robert con ésta en la década de los ochenta. Tampoco importaba mucho; siempre podía volver al mostrador de información y, de todas formas, tal vez no era información lo que buscaba. Encontré las salas impresionistas más o menos donde las recordaba, y la frondosidad del espacio me dejó perplejo; la masa de gente aquí era considerable, pero tuve fugaces visiones de huertos, senderos de jardines, aguas tranquilas, barcos, y de los majestuosos arcos naturales de Monet. Era una lástima que estas imágenes se hubiesen convertido en un icono, una melodía que todos estábamos cansados de tararear. Pero cada vez que me acercaba a uno de aquellos lienzos, la vieja melodía era silenciada por una oleada de algo indescriptible, un color que en realidad era casi melodía, una pintura espesa que transmitía verdaderamente los olores de los prados y el océano. Me acordé del montón de libros que Kate había encontrado junto al sofá de la buhardilla de Robert, libros que habían inspirado las enérgicas escenas pintadas en las paredes y el techo de ésta. Aquellas obras no habían caducado para él, un artista contemporáneo, sino que en cierto modo eran nuevas y refrescantes, incluso en reproducciones en color con acabado satinado de la biblioteca. Él mismo era un tradicionalista, naturalmente, pero en el sinfín de exposiciones y pósters había descubierto algo todavía revolucionario.
La colección de Degas estaba principalmente repartida en cuatro salas, pero había unas cuantas muestras más de su obra (sobre todo grandes retratos que yo no recordaba) distribuidas por el sector de la colección del siglo XIX. Había olvidado, también, que la colección que tenía el Met de su obra era seguramente una de las más grandes que existen, quizá la mayor del mundo; tomé nota para comprobarlo. La primera sala albergaba un molde en bronce de la escultura más famosa de Degas, La pequeña bailarina de catorce años, con la falda de auténtico tutú descolorido y el lazo de satén que resbalaba por la trenza que colgaba sobre su espalda. Se interponía en el camino de cualquiera que entrase, tenía el rostro levantado, ciego y sumiso, pero quizá conmovido por un sueño que alguien que no bailara no podría entender, las manos entrelazadas a la espalda, la zona lumbar delicadamente arqueada, el pie derecho adelantado e increíblemente torcido hacia el exterior con la hermosa deformidad para la que ella había entrenado.
Las paredes que la rodeaban estaban dominadas por Degas, aparte de unos cuantos pintores más aquí y allí: estaban sus retratos de mujeres corrientes oliendo flores en sus casas, y los lienzos de bailarinas. Las bailarinas llenaban casi por completo las dos salas siguientes, jóvenes bailarinas con los pies en la barra o en una silla, atándose las zapatillas, sus tutús vueltos hacia arriba al inclinarse, como las plumas de los cisnes cuando buscan comida bajo el agua; su sensualidad te obligaba a escudriñar los contornos de sus cuerpos como podrías escudriñarlas en un ballet real, la intimidad realzada al verlas ensayando, entre bastidores, fuera del escenario, normales, cansadas, tímidas, imperfectas, menores de edad o demasiado mayores, exquisitas. Fui avanzando de una sala a otra y luego me detuve ante una tercera para echar un vistazo a mi alrededor.
Después de las bailarinas había una pequeña sala con los desnudos de Degas, mujeres que salían de la bañera y se envolvían con enormes toallas blancas. Los desnudos estaban entrados en carnes, como si las bailarinas hubiesen envejecido y ganado peso, o después de todo hubiesen acabado teniendo curvas pese a la disciplina de sus ajustados corpiños y mullidos tutús. No había nada que me indicara la presencia de Robert o de la dama que antaño él había visto en estas galerías; aunque tal vez ella misma hubiese estado aquí como fan de Degas. A Robert le habían dado permiso para dibujar en el museo, había montado su caballete o se había instalado con su cuaderno de dibujo una concurrida mañana de finales de los ochenta, y había visto a una mujer entre la multitud para luego perderla de vista. Si su intención había sido bosquejar, ¿por qué estaba allí rodeado de gente? Yo ni siquiera sabía si en aquel entonces la distribución de estas salas era la misma, y comprobarlo, aunque fuese únicamente para saberlo, me haría parecer un fanático. Este peregrinaje estaba siendo ridículo; ya estaba cansado de los empujones de la gente, de todas esas personas que recogían impresiones de las impresiones de los impresionistas, recopilando de primera mano imágenes que ya conocían de tercera.
Pensé en Robert y decidí bajar a alguna sala tranquila de muebles o jarrones chinos que despertaran el interés de menos gente. Quizás él se había sentido así: es posible que aquel día hubiera estado cansado, que se hubiera girado de cara a la muchedumbre (yo mismo probé a hacerlo y mis ojos se posaron en una mujer de pelo canoso enfundada en un vestido rojo, que le estaba dando la mano a una niña pequeña; la niña, que también parecía ya cansada, tenía la mirada más perdida entre la gente que en los cuadros). Pero aquel día, Robert, al mirar al frente hacia la masa de gente se encontró con una mujer que jamás podría olvidar, una mujer posiblemente vestida con ropa del siglo XIX para un ensayo o una fotografía, o para gastarle una broma a alguien… Eran posibilidades que no se me habían ocurrido hasta ahora. Tal vez se hubiese acercado hasta ella y hubiesen hablado, incluso entre la muchedumbre.
—¿Hay algún otro cuadro de Degas? —le pregunté al vigilante de la puerta.
—¿De Degas? —repuso arqueando las cejas—. Sí, hay dos más en aquella sala. —Le di las gracias y me dirigí hacia allí. Me gustaba hacer las cosas a conciencia; tal vez Robert había vivido aquí su epifanía o su alucinación. En la siguiente sala había menos gente, posiblemente porque había menos cuadros de Monet. Examiné un dibujo al pastel sobre cartulina marrón, en rosa y blanco, una bailarina que bajaba sus largos brazos estirados hacia su larga pierna, y otro de tres o cuatro bailarinas de espaldas al pintor, que se rodeaban por la cintura con los brazos o se arreglaban los lazos del pelo.
Había terminado. Me volví buscando con la mirada una salida en el otro extremo de la galería, en la dirección contraria a la muchedumbre que había dejado atrás. Y ahí estaba, frente a mí, un retrato al óleo de aproximadamente un metro de ancho por uno de alto, pintado con soltura pero con absoluta precisión, el rostro que conocía, la sonrisa esquiva, el sombrero atado bajo el mentón. Sus ojos estaban tan vivos que no podías darte la vuelta sin encontrártelos. Crucé aturdido la sala, que se me antojó inmensa; tardé horas en llegar hasta ella. Sin duda, era la misma mujer, pintada de hombros hacia arriba, unos hombros cubiertos de tela azul. A medida que me acercaba me dio la impresión de que me sonreía un poco más; su cara estaba maravillosamente viva. Si hubiese tenido que adivinar quién era el pintor, habría dicho que Manet, aunque el retrato no tenía su genialidad. Debía de ser del mismo período, sin embargo: las cuidadosas pinceladas que daban forma a los hombros y el vestido, el encaje del cuello, la oscura suntuosidad de su pelo, no pertenecían del todo al campo del Impresionismo; su rostro tenía cierto realismo de estilos anteriores. Escudriñé la cartela: «Retrato de Béatrice de Clerval, 1879. Olivier Vignot». ¡Béatrice de Clerval! ¡Y pintado por Olivier! Muy bien, era una mujer de carne y hueso, pero no estaba viva.
El hombre del mostrador de información de la planta baja me ayudó en todo lo que pudo. No, no tenían ningún otro cuadro de Olivier Vignot ni ningún otro título en el que figurase Béatrice de Clerval. La obra llevaba en la colección desde 1966, tras haber sido comprada a una colección privada de París. Mientras Robert estaba en Nueva York ocupando un puesto de profesor titular, el cuadro fue prestado por el plazo de un año a una exposición itinerante sobre el retrato francés durante el auge del Impresionismo. Me sonrió y asintió con la cabeza; eso era todo lo que tenía… ¿me había sido útil?
Le di las gracias, tenía la boca seca. Robert había visto el cuadro una o dos veces antes de que fuese retirado para viajar con una exposición. No había tenido alucinaciones, únicamente había recibido el impacto de una imagen maravillosa. ¿De verdad no le preguntó a nadie qué había pasado con el cuadro? Tal vez, o tal vez no; que ella hubiera desaparecido es lo que había fomentado el mito sobre ella. Y si había vuelto al museo en años posteriores, a Robert había dejado de importarle que el cuadro estuviese o no físicamente allí; para entonces ya había estado pintando su propia versión de ella. Aunque hubiese visto este cuadro sólo unas cuantas veces, seguramente había hecho un boceto del mismo, un muy buen boceto para que luego sus cuadros guardaran con ella un parecido tan fiel.
¿O había vuelto a ver el cuadro en un libro? Obviamente, ni artista ni sujeto eran famosos, pero la calidad de la obra de Vignot había llamado suficientemente la atención del Met como para que éste comprara el retrato. Probé también en la tienda de regalos, pero no había ninguna postal del mismo, ningún libro con una ilustración. Subí las escaleras de nuevo y volví a entrar en la galería. Ella estaba allí esperando, radiante, sonriente, a punto de hablar. Extraje mi cuaderno de dibujo y la dibujé, la posición de la cabeza… ¡ojalá supiese hacerlo mejor! A continuación me quedé unos instantes mirándola a los ojos. Me costaría horrores irme sin llevármela conmigo.